jueves, 15 de junio de 2017

Un sumiso con clase

Había tenido un ligue que se fue a vivir a otra cuidad. Era un tipo maduro, algo más que yo, gordote y vitalista, con el que me lo pasaba en grande. Pasado un tiempo me invitó a visitarlo y retomamos con gusto nuestros revolcones. También quiso mostrarme el ambiente de la ciudad, más grande y cosmopolita que la mía. Para empezar fuimos a un bar de osos que había abierto hacía poco. Era un poco pronto y ocupamos una mesa para tomar una copa con tranquilidad y, de paso, observar la fauna que iba llegando. No tardé en fijarme en un individuo que estaba ya en la barra y que me pareció arrebatadoramente bueno. También maduro, se le veía robusto y muy viril y la indumentaria que llevaba realzaba sus encantos. Con una fina camisa medio desabrochada y pantalones cortos, los camales se le subían sobre los recios muslos, que separaba al subir los talones en el reposapiés del taburete. De cabellos escasos y barba bien rasurada, parecía sofocado y con frecuencia metía una mano por dentro de la camisa para tocarse el pecho. Mi amigo se dio cuenta de mi interés. “¿Te gusta ese tío, eh?”. “¡Uf! Está de muerte”, contesté. Se rio. “Opino lo mismo… Ya lo conozco”. “¡Que suerte!”, exclamé. “Pues ahí donde lo ves, le pone muy neurótico lo complicado que le resulta ligar como a él le gusta”, me explicó. “¿Con esa pinta? ¡Si debe tener tíos haciendo cola!”, me sorprendí. “Es un poco complejo… Tiene una afición muy marcada por la sumisión, la humillación y hasta algunas cochinadas que pide que le hagan. Como no tiene pelos en la lengua, es lo que plantea a cualquiera que se le acerque… Y claro, casi todos se asustan”. “¿Es para tanto?”. “¡Cómo te diría…!”. Pregunté con cierto morbo: “¿Te has enrollado con él?”. Algo azorado admitió: “Pues sí… No me asustan esas cosas y el tío merece la pena”. “Desde luego”, reconocí. Se produjo un silencio que rompió mi amigo: “¿Quieres que te lo presente?”. “¿Por qué no? Tampoco soy asustadizo”. “Verás cómo se alegra… Le gustan las novedades. Y seguro que te invita a su casa”. “¿Yo solo? ¿No vendrías tú?”, pregunté un poco apurado. “¡Claro, hombre! Le pone que haya más de uno… Y no me lo pienso perder”.

Nos acercamos a él y mi amigo lo saludó: “¡Hola! ¿Cómo te va?”. Le dio un par de besos y le puso una mano en el muslo desnudo. “Pues ya ves… Aquí más solo que la una”, contestó. “Este amigo mío tiene interés en conocerte… Le he hablado de ti”. Me dirigió una mirada neutra. “¡Ah! ¿Sí? Seguro que cosas malas”, dijo irónico. “¡Malísimas!”, replicó mi amigo con picardía. Ya intervine yo: “Y a mí no me desagradan”. “¡Qué bien! Mucho gusto”. Me sonrió y me animé a darle también un par de besos y, de paso, ponerle una mano en el otro muslo. No le incomodó pero, nervioso, se frotó otra vez el pecho. Pensó unos segundos y dijo: “Si quisierais venir a mi casa…”. Mi amigo contestó: “Podemos ir los dos, si te va bien”. Me di cuenta de que le daba un apretón al muslo. “Para vosotros tengo todo el tiempo del mundo”, dijo solemne. “¡Muchas gracias!”, repliqué jocoso y le di otro apretón. “Soy yo quien os las tiene que dar”, declaró poniéndose en situación. Sin embargo añadió: “Lo que os pediría es que dejéis que primero vaya yo y os espero dentro de un rato… Tú ya sabes mi dirección”, dijo a mi amigo. Bajó del taburete y aprovechamos para restregarnos un poco con él, lo que nos dejó hacer azorado. “¡Hasta pronto!”, se escabulló al fin.

Volvimos a pedir otra copa para entonarnos. “De cerca está todavía más bueno”, comenté. “Pues lo verás aún mejor… Y no solo ver”. “¡Joder! Casi me acojona lo que vayamos a hacer”. “Tú mantén la mente abierta y entra en el juego… Yo te haré de introductor, pero enseguida él se encargará de que te enganches”. “¿Por qué habrá querido irse él primero”. “Tiene que hacer sus preparativos. Para él es un día grande y nunca deja de sorprender”. Para matar el tiempo, mi amigo me contó más: “Es un tío con mucha pela. Ya verás qué piso tiene, adaptado a su gusto… Aunque sus aficiones le complican la vida”.

Nos pusimos en marcha y pronto llegamos a destino. La primera sorpresa vino por cómo nos abrió la puerta. Vestía un elegantísimo traje completo, camisa blanca y corbata discreta. Todo un señorón de lo más atractivo. “¡Pasen, pasen, señores!”, comenzó con un tratamiento respetuoso, “¿Puedo ofrecerles algo de beber?”. Mi amigo contestó con tono seco: “Ya venimos bastante cargados del bar”. Él bajo la mirada y mi amigo siguió: “Te has puesto muy guapo para recibirnos”. “Usted y su acompañante merecen lo mejor de mí”. “No hemos venido precisamente a un desfile de modelos… Pero ya le he advertido al que tú llamas mi acompañante que eres un provocador”. Se dirigió avergonzado a mí. “¡Disculpe, señor! No he pretendido ofenderlo… Me siento muy honrado de que esté en mi casa”. Entré en el juego: “Cuando te vi en el bar, me pareciste interesante… Pero ahora te veo demasiado estirado”. Mi amigo me dijo: “No te preocupes, que le vamos a bajar los humos y lo dejaremos bien fresco”. Aún no entendí el significado de esto último.

Conocedor del ritual, mi amigo agarró por los hombros al sumiso, le hizo dar la vuelta hacia el pasillo y lo empujó: “¡Venga, en marcha!”. “¿A dónde vamos?”, preguntó el otro como si no lo supiera. “A donde haya agua”, contestó mi amigo, que añadió mientras avanzábamos hacia el baño: “A partir de ahora te llamaremos Bobby, como un perro que tuve”. Contestó: “Es lo que ven que soy ¿verdad? Un perro sumiso”. “¡Adentro, Bobby! Ya sabes cuál es tu sitio”, lo instigó mi amigo. El baño era grande y bien equipado, destacando una amplia ducha con diversos adminículos. El bautizado como Bobby entró, vestido como estaba y quedó expectante de espaldas a la pared. Mi amigo descolgó la ducha flexible y los dos nos quedamos por fuera del perímetro. “¡Dale al agua y ábrete la chaqueta!”. Mientras Bobby obedecía y deslizaba a medias la prenda por los hombros, mi amigo ya había enfocado la ducha hacía él. Cuando el agua completó su recorrido por el tubo, se proyectó sobre toda la delantera de Bobby. Su ropa fue quedando empapada, mientras él soportaba estoicamente el riego. “Cierra el agua y acércate al borde de la ducha”, ordenó mi amigo. La camisa mojada se le pegaba al busto y se transparentaban los vellos aplastados, así como la curva de las tetas y los pezones punzantes.

Al verlo ante mí, me entró un irrefrenable deseo de palpar aquel cuerpo que la calada vestimenta insinuaba morbosamente. “Así me vas gustando más”, le dije, “Hasta me apetece tocarte…”. Bobby, sujetando aún la chaqueta medio caída a los costados, contestó: “¡Cómo no! Aquí me tiene”. Me arrimé al borde de la ducha, le eché a un hombro la deslucida corbata y recorrí con manos golosas la chorreante delantera. La respiración de Bobby estaba acelerada y notaba cómo su barriga subía y bajaba. Le marqué las tetas bajo el tejido y le pincé los pezones. “¡Todo esto me lo quiero comer!”, exclamé. “Todo es suyo, señor”, dijo con voz temblona. Mi amigo intervino divertido: “¿Y yo qué?”. “¡Claro, claro! De usted también… Pero como el señor es la primera vez que viene…”, se excusó Bobby. “¡Cómo te gustan las novedades, putón!”, replicó mi amigo. “Perro putón”, soltó Bobby como un eco. Le eché mano sin contemplaciones a la entrepierna. Pude sopesar el conjunto de huevos y polla bajo el pantalón mojado. “¿También esto es mío?”, pregunté agarrando con más fuerza. “¡Desde luego! Espero que no le decepcione”. Y rectificó diplomático: “Es de los dos señores, naturalmente”.

Satisfecho de mi primer capricho, cedí la vez a mi amigo. “Con lo fachoso que estás ahora, será mejor que te quites todos esos trapos mojados”. Con una voz medio abrumada, medio ansiosa, preguntó: “¿Tengo que desnudarme aquí delante de ustedes?”. Mi amigo lo increpó: “¡Por supuesto! Demasiado estás tardando”. Sin salir de la ducha, dejó que se le escurriera la chaqueta sobre el suelo mojado. Me chocó que maltratara de esa forma ropa tan exquisita. Muestra de que efectivamente tenía mucho dinero… o mucho vicio. Hizo otro tanto con la corbata y luego se apoyó en la pared para quitarse zapatos y calcetines. Los apartó y empezó a soltarse y bajarse los pantalones. Cuando cayeron, también los desplazó. Quedó con la camisa, cuyos faldones cubrían a medias unos finos calzoncillos blancos que le llegaban a medio muslo. Dando muestras de pudor, fue desabrochándose la camisa, que también acabó en el suelo. Lo que había intuido en el bar y en los toques después del remojón se me confirmó con creces. El tío estaba de un bueno que no podía ser más. Un torso bastante lleno, con marcadas prominencias de barriga y tetas, y un vello distribuido equilibradamente. Que se nos estuviera entregando con tanto servilismo me daba un morbo tremendo. Las manos parecían temblarle cuando las llevó a la cintura de los calzoncillos. Se detuvo y  preguntó con aparente vergüenza: “¿También debo quitármelos?”. Aquí mi amigo inició una peculiar vía de humillación que fue llevándome de sorpresa en sorpresa.

“¿A qué vienen esos remilgos si lo que te gusta es exhibirte como un guarro? ¿Quieres hacerte la virgen pudorosa delante del invitado que me he tomado la molestia de traerte?”. Bobby quedó como si lo hubieran abofeteado, pero mi amigo aumentó la presión: “Mereces un nuevo castigo… Ya que te cuesta quitarte los calzoncillos, vas a mearte encima ahora mismo”. “Como usted diga”. Bobby, con los brazos caídos, hizo esfuerzos y los calzoncillos, que habían quedado más protegidos del remojón previo, se fueron empapado, al tiempo que los orines se escurrían por las fornidas piernas. “¿Qué? ¿Te los quitarás ahora que  están hechos un asco?”, inquirió mi amigo. “¡Sí, sí! Lo que usted diga”. Ya los echó abajo y los sacó por los pies. Al fin completamente desnudo, se mostró tan bien dotado como el conjunto de su cuerpo. La llamativa polla reposaba sobre compactos huevos que se abrían paso entre los rotundos muslos; coronado todo por un recio vello púbico. No sabía qué hacer con las manos, como si, temeroso de un nuevo correctivo, estuviera resistiendo el impulso de cubrirse las vergüenzas. Pero mi amigo le ordenó: “¡Date la vuelta y enséñanos también ese culo vicioso que tienes!”. Se fue girando para mostrar  unas fuertes espaldas rematadas por un culo orondo y prieto, ornado de suave pelusa. Mi amigo aprovechó para susurrarme: “Pedazo de tío ¿no?”. Pero apenas me dio tiempo para recrearme en su contemplación.

Al volver a ponerse de frente Bobby, como arrebatado, cayó de rodillas en el suelo mojado y meado de la ducha. Quedé aún más asombrado cuando, en tono suplicante, preguntó: “¿No necesitarán los señores aliviarse también? ¿Querrán hacerlo sobre mí?”. Aunque no contaba con ello, supuse que formaba parte del ritual. Lo confirmó mi amigo que enseguida se abrió la bragueta y se sacó la polla. “Es lo que te gusta ¿eh, cerdo?”. Un potente chorro se proyectó sobre Bobby, que presentaba el pecho para recibirlo. Cuando subió dándole en la barbilla, apretó los labios y cerró los ojos para recibir los orines en su cara. Pero al acabar, mi amigo se le acercó más. “¡Déjamela limpia!”. Bobby le chupó entonces la polla con fruición, hasta que aquél se apartó. “¡Para ya! Que no quiero que me hagas ahora una mamada”. Bobby, chorreando, me dirigió entonces una mirada inquisitiva. La escena me había alterado y casi me hacía menos apetitosos los contactos lujuriosos que había deseado tener con él. Por otra parte, los mismos nervios me habían provocado unas ganas tremendas de orinar. Así que ya puestos, vencí mis escrúpulos y me saqué también la polla. Bobby, tal vez por la novedad que era yo, puso si cabe más devoción en enfrentar mi meada. Y como no le apuntaba demasiado alto, él mismo se agachó para que le cayera también en la cara. Luego ya no dudé en ofrecerle la polla para que me la chupara. Y tanto gusto me dio que, aunque a imitación de mi amigo la saqué enseguida, ya me había empalmado.

Mi amigo, con su iniciativa de conocedor del terreno, me sacó de la duda que me perturbaba al preguntarme qué pasaría tras aquellas tan particulares aficiones de Bobby. Lo miró con desprecio. “Ni se te ocurra acercarte a nosotros con lo asqueroso que estás… ¡Venga! Dúchate a conciencia mientras nosotros vamos a ponernos cómodos”. Bobby se levantó en su lamentable estado y dijo: “¡Gracias, señores! Me quedaré limpio como una patena para ustedes”. Mi amigo añadió: “Y no se te ocurra aparecer disfrazado otra vez”. “No, señor. He aprendido la lección”. Se puso a recoger la ropa mojada y sucia dispersa por la ducha, y nosotros salimos ya del baño.

Al llegar al salón, mi amigo dijo: “Ahora ya nos despelotamos y esperamos cómodamente que venga”. Pero yo quería aclarar mis dudas. “¿Va a seguir todo así?”. “Te ha chocado lo de las meadas para empezar ¿no? Tiene esa manía, que parece que lo entona… Ahora verás como la cosa va más normal… dentro de lo que cabe con él”. Y añadió: “De todos modos, no me digas que no ha tenido su morbo mearse a un tiarrón como ese”. Tuve que reconocer que morbo sí que me había dado. Ya nos quedamos en cueros y nos sentamos en el confortable sofá a la espera.


Bobby no tardó en reaparecer. Avanzaba por el pasillo desnudo y andando a gatas. Cuando llegó a la puerta de salón, dijo: “Aquí está vuestro perro”. Mi amigo le indicó: “Puedes acercarte”. Siguió a cuatro patas hasta quedar ante nosotros. Nos miraba con ojos brillantes y olía a jabón perfumado, lo cual me congració de nuevo con él. Mi amigo continuó: “¿Qué hace a sus amos un perro fiel?”. Agachándose todavía más, Bobby se puso a besar y lamernos los pies, que estaban desnudos. Pasaba de uno a otro desplazándose por la alfombra, y a mí me entraban escalofríos. Bobby se animó a subir sus lamidas hasta las rodillas y, como mi amigo separara provocadoramente las piernas, pidió: “¿Puedo?”. “¡Venga, chúpamela un poco!”. Mi amigo se repantingó para facilitar la mamada y no tardó en tener dura la polla. Me echó un brazo por los hombros y me atrajo hacia él. Yo lo acariciaba y le lamía las tetas, y ya me había vuelto a empalmar cuando mi amigo apartó a Bobby. “Todavía no vas a tener leche… Ocúpate del otro señor”. Bobby vino ante mí y le ofrecí la polla tiesa. Su mamada era deliciosa y, además mi amigo era ahora quien me sobaba por arriba.

De buena gana me habría dejado ir, aunque admití que sería mejor reservarme para más adelante. Pero un poco enervado por el guión de sumisión que seguía a rajatabla tanto Bobby como mi amigo, decidí guiarme ya por mis apetencias. “¡Suelta ya mi polla!”, casi le grité a Bobby, “Deja de arrastrarte y ponte de pie ante mí”. Sorprendido por mi reacción se levantó tembloroso y pareció turbado de mostrárseme en pelotas. Lo confirmó al decir: “¡Qué vergüenza, señor!”. Me mantuve firme. Si había que darle órdenes, se las daría, pero no iba a contener más mi irrefrenable deseo de meter mano a fondo a un tío tan bueno. “¡Déjate de falsos remilgos, que bien a gusto me has comido la polla!”. Me eché hacia delante en el asiento, alargué una mano para cogerle una suya y tiré de él. “Vas a dejar que te toque todo lo que quiera ¿no es así?”. Intuí que mi severidad lo estimulaba, porque dijo reverente: “Es usted tan amable, señor. Haga conmigo lo que desee”.

Lo que deseaba desde luego, para empezar, era manosearlo sin telas mojadas por en medio. Me encantó tomarlo por las caderas y tener su entrepierna ante mi cara. Le sobé los muslos y, por sorpresa, le agarré el sexo con toda la mano. Apreté y Bobby se estremeció. Luego le palpé los huevos y con la otra mano le cogí la polla. De buen tamaño, ancha, recta y a medio descapullar me pareció de lo más apetitosa. Descorrí del todo la piel y la froté. A medida que adquiría volumen empezó a humedecérsele la punta. “¿Qué hace, señor?”, preguntó con la respiración acelerada, pero sin ningún ademán de  rechazo. “¡Vas a poder tú chuparnos las pollas y no voy a poder yo hacer lo que me dé la gana con la tuya!”, le reproché. “Si no me quejo, señor… ¡Haga como guste, haga!”, dijo enseguida. Ya me lancé a metérmela en la boca y la mamaba excitado. Mi amigo, al lado, se divertía mientras se la meneaba acompasadamente. Asido a las robustas piernas de Bobby, noté que empezaban a temblarle. “¡Me está matando, señor!”. Pero mi amigo intervino jocoso: “¡Será de gusto! Aunque mejor que le perdones la vida ahora, no lo vayas a dejar fuera de juego”. Tenía razón y solté la polla que estaba como una piedra.

MI amigo aprovechó entonces para atraer hacia él a Bobby y me dijo: “¿No te has fijado antes en el culo tan apetitoso que tiene?”.”¡Venga, que te lo veamos!”, ordenó a Bobby. Éste, ya sin quejarse, se puso de espaldas ante nosotros dócilmente. Los dos llevamos las manos a las nalgas, desde luego magníficas, gruesas y suavemente velludas, que daba gusto acariciar. “¡Échate hacia delante!”, volvió a mandar mi amigo. Bobby dobló el tronco y apoyó las manos en las rodillas. Así el culo estaba todavía más provocador. “¡Mira, esto le gusta”, dijo mi amigo y le dio una fuerte palmada, que sonó seca e hizo tambalear a Bobby, que sin embargo soltó: “¡Gracias, señor!”. “¡Anímate, que ya ves cómo lo agradece!”, me incitó mi amigo. Era tan tentador, que acepté que nos repartiéramos las nalgas con tortazos que iban arrebolando la piel y que Bobby recibía impasible. “¡Uf, si me duele la mano!”, fanfarroneó mi amigo. Ya paramos y Bobby siguió en la misma postura. El muy golfo seguía pidiendo guerra… Porque ahora nuestra atención se centró en la raja marcada por el vello. “¡Veamos lo que esconde aquí!”, dijo mi amigo, y entre los dos les separamos las nalgas. En la piel más oscura se perfilaba el ojete. Mi amigo ironizó: “Es un agujero negro. Se lo traga todo ¿verdad, Bobby?”. Éste contestó desde su forzada postura: “Si usted lo dice, quién soy yo para contradecirle”. Mi amigo se chupó el índice para ensalivarlo y lo clavó de golpe en el ojete. “¡Uuhhh!”, se oyó emitir a Bobby. Mi amigo metía y sacaba el dedo en una enérgica frotación. Me hizo un gesto para que mirara entre los muslos de Bobby, donde asomaba, sobrepasando los huevos, la polla bien tiesa. Mi amigo me cedió la vez y con gusto le metí también mi dedo, sin que Bobby acusara el cambio. “Te gusta ¿eh?”, le dije. “¡Sí, señor! Son ustedes muy generosos conmigo”. Mi amigo se burló: “Pues más generosos vamos a ser todavía con tu culo”.

A mí lo de la sumisión ya me daba morbo, pero lo que me apetecía más que nada era seguir dándome un buen lote con aquel tío tan fuera de serie. Como pareció que había dado resultado antes, decidí tener otro gesto de autoridad por mi cuenta. Así que me levanté y con un tirón enérgico hice que se pusiera derecho. Al encontrarme frente a él me miró sorprendido. Me arrimé hasta el punto de que su polla erecta dio con la mía, no menos tiesa de nuevo. Con las barrigas pegadas le solté a la cara: “De tu culo ya nos ocuparemos luego, pero ahora lo que me pide el cuerpo es meterte mano a base de bien ¿Algo que objetar?”. Me contestó balbuciente: “¡No, señor! Soy todo suyo”. Me conformé de momento y ya le planté las manos en las tetas. Abultadas, velludas y cálidas, me excitaba sobándolas, estrujándolas y pellizcándole los pezones. El buen olor que desprendía me estimuló  a chupar y morder con vehemencia. “¡Uy, señor, qué impulsivo es usted!”. Me dejaba hacer con una pasividad que pretendía disimular el placer que le hacía sentir. Sus suspiros lo traicionaban. Mis manos lo palpaban y achuchaban hasta que me salió del alma, olvidándome de sus particulares circunstancias: “¡Cómo me gustas! Desde que te vi en el bar”. “Lo celebro, señor”, replicó en su papel. Me enervé y le pregunté: “¿Yo te gusto?”. Fue rápido en la respuesta: “No tengo gustos, señor. Me entrego a quien me desea”. Oí una risita de mi amigo, divertido con la tozudez de los dos.

Entonces tuve un brote de irritación  y casi le grité: “¡Pues te ordeno que te comportes como si yo te gustara tanto como tú me gustas a mí!”. Aunque reaccionó en su estilo  con un “Como usted mande, señor”, se produjo en él una transformación para seguir cumpliendo mis órdenes que no habría podido imaginar. Me abrazó con decisión y, para empezar, buscó mi boca con la suya y me obsequió con un morreo de lo más ardiente. Su lengua empujaba la mía e, inquieta, me recorría toda la cavidad, para luego chupármela cuando yo se la introducía. Paró para respirar e inmediatamente se abocó sobre mis tetas, devolviéndome todo lo que le había hecho yo con anterioridad. Abrazado y manejado por sus recios brazos, me hacía sentir en la gloria. Cuando preguntó con un deje de ironía “¿Es lo que deseaba el señor?”, solo pude contestar: “¡Sigue, sigue!”. Cayó de rodillas y se puso a chuparme la polla, pero sin querer insistir. Metía la lengua por debajo para lamerme los huevos y hasta me hizo girar para juguetear pasándomela por la raja del culo. Me fallaban las piernas de la emoción, no solo por los variados placeres que me proporcionaba, sino porque provinieran de alguien como él. Si esto lo hacía por sumisión, merecía la pena.

El apodado Bobby, todavía arrodillado ante mí, levantó la cara con la barbilla brillante de saliva y me miró. “Disculpe, señor. Pero me atrevo a sugerir que, tal como está ya de excitado, o bien lo alivio aquí mismo con mi boca, o bien, si lo prefiere, se desfoga con otra parte de mi cuerpo”. No olvidó dirigirse enseguida a mi amigo: “Por supuesto hago extensible a usted mi sugerencia”. Mi amigo volvió a entrar en juego. “¡Anda Bobby, llévanos a tu cama!…Si no la tienes meada también”. “Está impecable para ustedes… si tienen la bondad de acompañarme”. Seguimos su sólido cuerpo con las nalgas moviéndosele tentadoras al andar.

El exquisito gusto con que estaba decorado el dormitorio no desmerecía por supuesto del resto de la casa. Destacaba una gran cama de sábanas blanquísimas que parecían recién planchadas. La colcha de brocado había sido cuidadosamente doblada sobre un escabel. Bobby nos señaló la cama con un gesto humilde. “Aquí la tienen, para que dispongan de ella como deseen”. “De quien vamos a disponer es de ti, perrito”, le soltó mi amigo y lo empujó. “¡Hala! Despatárrate ahí encima mientras decidimos cómo repartirnos el pastel”. Bobby obedeció y se echó bocarriba en medio de la cama con brazos y piernas en aspa. El muy golfo sabía excitar al más pintado con esa postura, y la polla tiesa además, sobre la blancura de las sábanas. Desde luego mi amigo y yo estábamos calientes como verracos y ansiosos de desfogarnos como fuera con él. Mi amigo propuso: “Como yo me lo he follado otras veces, hoy se lo haré en la boca, y así te dejo su culo todo para ti”. Oír esta obscena componenda hizo que Bobby, conociendo el ritual, le cediera espacio a mi amigo, quien subió a la cama y se acomodó hacia la cabecera medio sentado sobre almohadones. Bobby se colocó a cuatro patas encarando su entrepierna. Yo subí a mi vez y me arrodillé detrás de Bobby. Montado el cuadro, hubo una doble acción. Bobby se puso a sobar y cosquillear los huevos y la polla de mi amigo, mientras yo manoseaba el espléndido culo y hurgaba en el ojete. No dejó de sorprenderme que, antes de las penetraciones definitivas, Bobby se atreviera a plantear: “Los señores procederán conmigo como crean conveniente ¡Faltaría más!...Pero si accedieran a derramarse simultáneamente dentro de mí, sería el hombre ¡perdón, el perro! más feliz”. Mi amigo me hizo un guiño, conocedor del capricho, y ya pasamos a la siguiente fase.

Mi amigo cogió la cabeza de Bobby para que se pusiera ya a chuparle la polla. Al inclinarse, el culo le quedó bien en pompa, perfecto para que se la clavara previamente. Al hacérselo con energía, dio un leve respingo, que motivó a mi amigo para darle un tortazo: “¡A ver si me la vas a morder!”. Todo quedó en orden y me entregué a un bombeo delicioso. Bobby gimoteaba sin dejar de mamársela a mi amigo, lo cual me excitaba aún más. El muy golfo además hacía unas contracciones en torno a mi polla que me volvían loco. Tuve en cuenta la petición de Bobby y, cuando ya estaba al límite, avisé: “¡Me viene ya!”. Mi amigo replicó con voz quebraba: “¡A mí también!”. Mientras me descargaba, el cuerpo de Bobby temblaba. Pronto se supo el motivo. Cuando me salí y su boca soltó la polla de mi amigo, se levantó sobre las rodillas y  con una mano intentaba controlar la  fuerte corrida que le había provocado la doble follada por boca y culo. Ahora era su leche la que se vertía abundante sobre la blancura de las sábanas.

Creí que tras esta conjunción astral Bobby se relajaría y  cambiaría la onda sumisa por una actitud más normal. Pero no. En cuanto se limpió la mano con la misma sábana, peroró: “Espero que lo señores sepan perdonar mi exceso y lo tomen como muestra de mi gratitud”. Mi amigo no dejó de pincharlo. “Muy fino tú, pero has echado más leche que nosotros dos juntos”. Yo fui más blando. “Los tres lo hemos hecho muy bien”. Bobby me dirigió una mirada de humilde reconocimiento y se animó para proponer: “Si a los señores les apetece tomar una ducha después de tantos ajetreos, muy a gusto los asistiré”. Mi amigo siguió sacando punta: “Tú lo que quieres es volver a meternos mano ¡Si serás vicioso!”. Bobby bajó dolido la cabeza y yo volví a interceder. “Por mí encantado. Nos irá muy bien”.

Volvimos al baño que ya conocíamos y mi amigo y yo entramos en la amplia ducha. Mientras nos remojábamos, Bobby observó expectante desde fuera. Pero enseguida ofreció: “Si quieren, puedo repasarlos con un gel suave”. Ya contábamos con ello, pero mi amigo no se privó: “Mientras no nos mees…”. Bobby entró en la ducha y se puso a frotarnos con delicadeza, y también con morbo, sin saltarse los bajos, que trataba con dedicación. Y bien a gusto que nos dejábamos hacer… Yo me animé a echarme en las manos un poco de gel y se lo apliqué a él. “¡Venga, que también te hace falta!”. “¡Qué vergüenza, señor!”, protestó. Pero no me privé de manosearlo por todas partes, incluidos tetas, polla, huevos y ojete. Enjuagados, repartió toallas y, apurado, dijo: “Permitirán que vaya a disponer un piscolabis. Pienso que ahora sí les apetecerá después de tanto trasiego”. Apresurado, salió secándose. Mi amigo ironizó: “Es el anfitrión perfecto”.

Cuando fuimos al salón, Bobby ya estaba disponiendo un pica-pica de apetitosas delicatessen. Nosotros nos sentamos en el sofá, y él iba y venía de la cocina púdicamente cubierto con un pequeño delantal. Obsequioso nos ofreció bebidas y siguió de pie en plan servicial con el rostro brillante de satisfacción. Mi amigo no se privaba de levantarle el delantal cada vez que se le ponía a mano y, cómo no, no tardé en imitarlo. No obstante le pregunté: “¿Tú no nos acompañas?”. “Ya tomaré algo en la cocina, señor”, contestó muy en su sitio. Así pues, una vez reconfortados, y puesto que parecía imposible hacer bajar a nuestro anfitrión de su nebulosa de sumisión, llegó la hora de despedirnos. Nos vestimos y Bobby, como último detalle, se quitó el delantal  y nos obsequió hasta el final con su magnífica desnudez. Pude abrazarlo y toquetearlo mientras me decía: “Si el señor vuelve por aquí, será bien recibido”. MI amigo intervino: “A mí me seguirás viendo. No lo dudes”.

Al recogernos ya, no pude menos que comentar a mi amigo: “Si no lo veo no lo creo ¡Qué morbo le pone el tío!”. “Y eso que él se queja de que es un incomprendido”, añadió mi amigo. “¿Ese ritual lo repite cada vez?”, pregunté. “Más o menos… Pero yo en cuanto puedo me apunto”. “Pues no dudes en pedirme cita la próxima vez que venga por aquí”, concluí.


1 comentario:

  1. Con lo morbosos que son tus relatos, si encimas le pones un roque BDSM... ya es que...
    Uff, como me ha gustado. Sigue así.

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