miércoles, 4 de enero de 2017

El poder del hipnotismo


Una vez más se me ha ocurrido escribir una historia en la que doy el protagonismo a ese amigo imaginario –o no tanto– al que atribuyo las cualidades más extremas de hombre maduro, robusto, a gusto con su cuerpo y de una sexualidad desbordante. Ello me permite involucrarlo en aventuras rocambolescas, en las que a veces mi implico yo también… He aquí una muestra:

Cada año con más éxito se celebra un Salón Erótico. En las sucesivas ediciones había ido aumentando la variedad y libertad de las propuestas. Mi amigo y yo no nos las perdíamos, pero él ya fue fraguando la idea de tener una participación activa en eventos similares. No tardó en presentarse la ocasión cuando se anunció otro festival de teatro y variedades experimentales de amateurs, también de carácter erótico y, como no dejó de informarse, abierto a cualquier manifestación sexual y sin ningún tipo de censura. Sería el público que acudiera libremente a los espectáculos quien diera su veredicto.

Ahorraré todas las vueltas que le dimos al proyecto hasta plasmar lo que iba a constituir nuestra aportación, por supuesto a mayor gloria de las apetencias histriónicas y exhibicionistas de mi amigo. El festival estaba muy animado y, con una mezcla de curiosidad y morbo, atraía al más variado tipo de visitantes. Nosotros teníamos asignado un teatro-bombonera muy adecuado para presentar nuestro show. Éste, con el rimbombante título “EL HIPNOTIZADOR DE LA DESVERGÜENZA”, hizo pues su estreno…

Con la sala ya bastante llena de un público al que, más que fe en los poderes del hipnotismo, le interesaba hasta dónde podía llegar eso de la desvergüenza, aparecí en el pequeño escenario, en el papel de hipnotizador, para dar a conocer la efectividad de mis dotes. Severa y algo anticuadamente vestido, con barba y peluca postizas, expliqué que, con mis técnicas especiales, perfeccionadas a lo largo de años, podía lograr que cualquier persona obedeciera mis órdenes, por más contrarias que estas fueran a su sentido de la dignidad y de la moral.

Cuando informaba de que, tras unos instantes de concentración, iba a pedir la colaboración del público, un airado espectador me interrumpió (con muy pocos visos de espontaneidad). “¡Patrañas! Está científicamente probado que el hipnotismo no puede inducir actos que una persona lúcida rechazaría”. Aparenté calma y respondí: “Respeto su escéptico punto de vista, pero por ello mismo lo invitaría a que se prestara a someterse al experimento”. Decidido, mi amigo avanzó hacia el escenario y subió en plan retador. “Verá como fracasa conmigo”. El público aplaudió divertido y mi amigo no pudo resistir la tentación de saludar con una reverencia, que me pareció algo impropia. Iba impecablemente vestido de traje y corbata, lo cual, dada su envergadura corporal, le otorgaba un aspecto de ejecutivo agresivo impresionante. Le señale un sillón en que debía sentarse y me puse delante oscilando un péndulo. “Fije la mirada en él y pronto empezará a sentir sueño”, le indiqué. Él sonreía desafiante, pero poco a poco fue poniéndose serio. “Algo de sueño sí que me está entrando”, dijo. Pero le reprendí. “No hable y mantenga la concentración”. No tardó en cerrar los ojos. La cabeza la cayó hacia delante y su cuerpo se relajó. Entonces cogí una banda de seda negra y le tapé los ojos. Expliqué al público: “Ahora que está completamente dormido, conviene que en su mente no entre más influencia que la que le he insuflado”.

Tras unos instantes de suspense, di una fuerte palmada. Mi amigo levantó la cabeza. “¡Hola! ¿Dónde estoy?”. Respondí: “Estás aquí conmigo y vas a obedecer todas las órdenes que recibas”. “¡Sí!”, se limitó a declarar mi amigo. “Para empezar quiero que te quites los zapatos y los calcetines”. Se echó hacia delante y maniobró hasta quedar descalzo. Hubo risitas entre el público. “¡Levántate!”. Mi amigo se puso de pie y tanteó en el vacío, pero enseguida se quedó relajado. “¿Cómo te sientes?”, “Muy bien”. “Te está viendo mucha gente”. “Me gusta”. “La chaqueta y la corbata te están dando calor ¡Quítatelas!”. Así lo hizo y yo se las recogí para dejarlas en el sillón. “¿Cómo estás así?”. “Más fresco”. La blanca camisa, ya algo sudada, se amoldaba a las protuberancias de pecho y barriga.

En este momento avancé en el plan. “Ahora vas a recibir órdenes de las personas que te están mirando ¿Las obedecerás?”. “¡Sí!”. Me dirigí al público. “Pueden mandar lo que se les ocurra… No se corten”. Estábamos convencidos de que el contexto del festival sería propicio a lo deseado por mi amigo y que los asistentes explotarían al máximo la desvergüenza prometida. Pronto sonó una voz. “¡Que se quite la camisa!”. No hizo falta que yo trasmitiera la orden para que mi amigo empezara a desabrocharla y finalmente dejarla caer. Los comentarios, amparados por la penumbra del local y que también eran válvulas de escape de la tensión morbosa, se sucedieron, en voces mayoritariamente masculinas, pero sin faltar algunas femeninas: “¡Vaya tetas!”, “¡Barrigón!”, “¡Peludo!”, etc. Mi amigo permanecía impasible y le pregunté: “¿Oyes lo que te dicen? ¿Te molesta?”. “No, me gusta”, respondió. “¡Demuéstralo!”, le ordené. Empezó a acariciarse el pecho y la barriga, y hasta se pinzaba los pezones. Concluyó cruzando los dedos tras la nuca en actitud provocadora.

“¡Ahora los pantalones!”, se pidió. De inmediato se puso a soltar el cinturón y hube de prestarle un brazo de apoyo para que se los sacara sin accidentes. Habíamos escogido cuidadosamente los calzoncillos a llevar. Mi amigo habría optado por un tanga o similar bien atrevido pero, dado que pasaba por un señor espontáneo de conducta intachable, nos decidimos por un eslip blanco ordinario; eso sí, que le quedara muy ajustado. Se mostró pues ya solo con él y le dije: “Ponte que te vean bien”. Se acercó al borde del escenario y se plantó con las robustas piernas un poco separadas. “¡Buen paquete gasta el tío!”, soltó alguien. “¿Sabes a lo que se refiere?”, le pregunté. “Sí, lo que tengo aquí”, y se lo agarró. “¿No te está dando vergüenza que te vean en calzoncillos?”. “No me importa”.

Habíamos llegado a un momento álgido del espectáculo, que se tenía que rodear de la mayor expectación. Por eso me dirigí al público. “Han visto ustedes la obediencia ciega con que nuestro voluntario, pese a su escepticismo inicial, ha ido cumpliendo peticiones cada vez más comprometedoras. Él mismo no podrá creer hasta dónde ha llegado y es el momento de decidir si nos damos por satisfechos y lo despierto ahora, o bien seguimos adelante para comprobar que el poder de la sugestión no tiene límites… Ustedes tienen la última palabra”. Habría sido una decepción para mi amigo que el espectáculo hubiese acabado aquí. Pero enseguida surgieron voces: “¡Que siga!”, “¡Sí, que se despelote!”, “A ver si se empalma”. Pese a la rotundidad de las peticiones, aún advertí: “Así pues,  a partir de este momento el conocido ‘más difícil todavía’ puede llegar a acciones de lo más escabrosas. Por ello, invitaría a los que no se sientan con ánimos de soportarlas a que abandonen la sala. Nadie se movió, ni ahora ni más adelante. Ya me dirigí a mi amigo. “¿Sabes lo que te han pedido?”. “Sí, que me quite los calzoncillos”. “¿Lo quieres hacer?”. “¡Claro! No me importa”. Dicho y hecho, se los sacó por un pie detrás del otro y, para mayor inri, los sostuvo en una mano para que se los recogiera. Se puso firmes encarado al público. “¡Uf!”, “¡Vaya!”, “Lo ha hecho”, eran los comentarios comedidos en el silencio que se creó. Volví a preguntarle: “¿Sabes cómo estás ahora?”. “Sí, desnudo”. “¿Y qué te parece?”. “Me gusta”. Entonces le cogí una mano y la levanté para remedar un saludo al público.

Sonaron aplausos y unas voces más sueltas, como la femenina “¡Qué bien dotado está!”, u otras más bastas: “Si yo tuviera eso, también lo enseñaría”, “¡Que le veamos el culo!”. Esto último fue captado por mi amigo, al que le faltó tiempo para darse la vuelta y ponerlo en pompa. “¡Culo gordo!”. Pero me apresuré a poner coto a tanta espontaneidad por su parte, que hacía peligrar el guión. Volví a ponerlo de frente y derecho, para dirigirme de nuevo al respetable. “En este momento, en que todos han podido comprobar cómo se nos ha ido mostrando sin que el pudor  haga la menor sombra, la sugestión opera con tanta intensidad que, sin que se despierte, voy a arriesgarme a devolverle la visión”.

Quité la banda que tapaba los ojos de mi amigo, que primero parpadeó cegado por la súbita luminosidad y luego miró alrededor con sensación de desorientación. “¿Me conoces?”, le pregunté. “No”. “¿Y tú cómo te ves?”. Miró hacia abajo. “Desnudo”. “¿Te gusta?”. “Sí”. “¿Al frente qué ves?”. “Creo que mucha gente a oscuras”. “Ellos te ven muy bien”. “Lo sé. Estoy delante de ellos”. “¿Qué efecto te hace que te vean desnudo?”. “Me excita”. Puse cara de asombro. “¿Qué quieres decir?”. “Que me estoy empalmando”. En efecto, la polla de mi amigo se endurecía de forma manifiesta.  Aún volví a preguntar: “¿Y eso te gusta?”. “Mucho”. Me dirigí de nuevo al público. “Les puedo asegurar que es la primera vez que me pasa, en que la inducción de conductas exhibicionistas llegue a ser vivida tan placenteramente por el hipnotizado… Lo cual dice mucho del subconsciente de este señor”. “¡Vaya pollón que se te ha puesto!”, “A ver si te la vas a menear”, le lanzaba el público. Porque, mientras yo hablaba, mi amigo había empezado a tocarse descaradamente la polla.

Pero el guión preveía, para antes de esta autosatisfacción, algo que, aun habiéndome resignado a ello, no dejaba de preocuparme, ya que corría el riesgo de implicarme directamente. Por ello le mandé que se detuviera, cosa que obedeció al instante y que no dejó de levantar alguna protesta, que traté de calmar. “Todo a su tiempo, señores… Pues antes de dejar que se desfogue y mengüe la desinhibición sexual que está mostrando, nos va a interesar averiguar si ésta se circunscribe a su propia persona o bien es proyectable hacia otros”. Se creó una tensa espera mientras miraba seriamente a mi amigo. “¿Ese placer que deseas obtener se lo darías igualmente a otra persona?”. “Si me lo pide…”. “Vamos a ver ¿Le harías una felación?”. Aquí mi amigo puso cara de duda. “¿Eso qué es?”. “Si le chuparías el pene a otro hombre”. “¡Ah, eso! Si él quiere…”. “¿Recuerdas haberlo hecho antes?”. “No, nunca”.

Habíamos quedado, muy a mi pesar, en que, para que no decayera el espectáculo, si no lograba levantar a un voluntario, sería yo mismo quien me la dejaría mamar en público. Por eso traté de poner la voz más serena y firme que pude al lanzar al público. “Ya ven a qué extremos llega la disponibilidad de nuestro amigo. Creo que todos agradeceríamos que alguno de ustedes, venciendo el natural pudor, se ofreciera para experimento tan singular”. Se me hizo eterno el tenso silencio de la sala, pero respiré aliviado cuando alguien dijo: “Si él no se entera de lo que está haciendo, no me importa subir a que me la chupe”. Vino al escenario un tipo de aspecto brutote, arropado por aplausos entusiastas. Ufano del protagonismo adquirido, quiso justificarse ante el público. “Total, una chorra más al aire no va a asustar nadie”. Nos miró a mi amigo y a mí. “¿Cómo lo hacemos?”. “Déjeme que controle esta situación tan delicada”, le dije. Y luego a mi amigo: “Este señor quiere que le chupes el pene”. “Sí, pero como está vestido no se lo veo”. “Entonces lo vas a desnudar tú”. Esto le pilló por sorpresa al hombre, que probablemente solo pensaba abrirse él mismo la bragueta y sacarse la polla. Pero no se atrevió a poner objeciones en público. MI amigo se fue a él y muy serio, sin mirarle a la cara, empezó por sacarle por la cabeza el polo que llevaba. El hombre tenía un torso robusto y velludo. A continuación, soltó el cinturón y bajó la cremallera de los pantalones, que cayeron seguidos de los calzoncillos. El hombre algo cortado se quedó así en cueros y le pregunté a mi amigo: “¿Qué te parece ahora?”. “Me gusta y quiero chuparle el pene”. Pero se quedó quieto con la mirada fija en la frondosa entrepierna del hombre. Éste se impacientó. “¿Me la chupas de una puta vez o qué?”. “No está empalmado como yo”, dijo impasible mi amigo. “Tú ve tocando que ya crecerá”, le mandó el hombre. Mi amigo se agachó y se puso a sobar la polla y los huevos. “¿Qué, te gusta?”, le preguntó el hombre que empezaba a calentarse. “Sí, mucho. Ya está más dura”. “Pues chúpala ya”. Mi amigo se arrodilló para mayor comodidad y, de un sorbetón, se metió entera la polla en la boca. Agarrado a los muslos mamó con constancia. “¡Jo, qué boca tienes! ¡Sigue, sigue!”, exclamaba el hombre, que había puesto los brazos en jarra. “Ya me viene ¿Te la vas a tragar?”. Mi amigo no se inmutó, en tácita aceptación. El cuerpo del hombre tembló y al poco apartó la polla de la boca de mi amigo. “¡Uf, qué a gusto me he quedado!”. El hombre saludó a los que aplaudían y ovacionaban, se subió los pantalones y, con el polo en la mano, bajó corriendo del escenario.

Mi amigo, ya de pie, mostraba una expresión satisfecha. “¿Te ha gustado?”. “Sí, mucho”. Pero empezó a tocarse la polla que volvía a estar dura. “¿Te ha excitado?”. “Mucho”. “¿Tienes ganas de correrte ahora?”. “Muchas”. “¿Lo harías aquí mismo delante de la gente?”. “¡Claro!”. “¡Hazte una paja ya!”, intervino un impaciente. Mi amigo acogió rápidamente la orden y se puso a meneársela cara al público. No tardó en empezar a soltar chorros de leche y el público no ahorró aplausos. “¿Te has quedado a gusto?”. “¡Sí, sí”, reconoció sacudiéndose la polla todavía.

Lo grueso del espectáculo había llegado a su fin con bastante éxito. Pero aún quedaba rematar adecuadamente la pantomima. Por eso hablé a la concurrencia. “No olvidemos que nuestro amigo ha hecho todo lo que hemos presenciado sumido en un profundo sueño que, para él, ha sido solo de unos segundos. Si tienen un poco de paciencia, podremos conocer el final de este experimento”. Aunque algunos se marcharon ya, la mayoría permaneció en sus asientos. Ordené a mi amigo: “Ahora vístete tal como subiste aquí”. Se vistió y calzó lo más rápido posible para no aburrir al personal, pero cuidando de que todo le quedara perfectamente colocado. Solo dejó de ponerse la corbata. Le dije que se sentara relajado en el sillón y cerrara los ojos. Pedí atención al público y palmeé las manos con energía al tiempo que ordenaba “¡Despierta!”. Mi amigo abrió los ojos y se mostró desconcertado. “Parece que he dado una cabezada… ¿Este era el sueño profundo en que decía que iba a caer?”, dijo con sorna. Repliqué contrito: “Bueno, ha sido solo unos segundos”. “¡Vaya tontería! Lo que yo decía…”. Se tocó el cuello. “Por cierto ¿Qué ha sido de mi corbata?”. Se la entregué con gesto humilde. “Es lo único que he conseguido que se quitara”. Giré la cara para lanzar un guiño al público, que estalló en aplausos riendo. Mi amigo puso cara de no entender nada, bajó airado del escenario y se perdió por el pasillo.

Desde luego parecía que la gente se lo había pasado en grande. Y no precisamente porque hubiera colado el truco del hipnotismo que, debíamos reconocer, era bastante chapucero. Pero que un hombre como mi amigo, maduro y robusto, hiciera todo aquello en un escenario con tanta desvergüenza no se veía todos los días. Por eso, aunque el espectáculo se daba por acabado y parte de los asistentes habían salido ya, un grupo nada pequeño se quedó y persistía en los aplausos. No cabía duda de que reclamaban la presencia de mi amigo para tributarle el merecido reconocimiento. Les hice gestos de que había captado el mensaje y fui corriendo en su busca. Estaba en el camerino donde nos habíamos preparado. Sofocado y sudoroso, lo primero que había hecho era desprenderse del estirado traje. Así que lo encontré ya despelotado de nuevo. “¿No oyes cómo te reclaman?”, le dije. “Entonces debería salir ¿no crees?”,  contestó henchido de satisfacción. “No deberías haberte cambiado tan rápido”, objeté. “¿Tú crees que me quieren vestido?”, replicó burlón. “¡Tú mismo! Pero al menos ponte esto de momento”. Consideré que al menos había que mantener una cierta teatralidad y le entregué una vistosa capa roja de prestidigitador que encontré colgada en el camerino. Así, con la capa precariamente cruzada, volvimos al escenario. Hubo entusiasmo en el grupo, algo más reducido, y mi amigo primero hizo una reverencia, pero enseguida abrió la capa con las puntas en alto. Le gritaron como a una estrella de rock y observé con cierta prevención la expresión de júbilo de mi amigo, que podía llevarle a montar un nuevo y desaforado espectáculo. Revoleó la capa con un pase torero y exhibió su desfachatada desnudez. “Parece que ya no va a hacer falta que me duerman”, dijo provocando risas nerviosas. Pero también me pidió: “¿Puedes ir a cerrar la puerta de la sala, para que solo quedemos los buenos?”. ¡Lo que estaría dispuesto a hacer en su fiesta privada…!

3 comentarios:

  1. Muy bien hecho. Espero que estaís bien.

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  2. Eee a migo no digas q te volvió a pasar algo porfa mas relatos espero q estés bien

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  3. Hola amigo, como estás?? estamos extrañando tus nuevos relatos

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