miércoles, 16 de noviembre de 2016

El ventanuco indiscreto 1


Para poder escribir con tranquilidad, alquilé durante mis vacaciones una casa en un pueblo discreto, huyendo de veraneantes y turistas. La vivienda era antigua y por su parte trasera tenía una pared ciega cubierta de hiedra que lindaba con el patio ajardinado de los vecinos. Con éstos no tenía ningún contacto, ya que las entradas de nuestras casas daban a calles distintas y no parecían  demasiado comunicativos. Pude saber que eran un hombre robusto de cincuenta y pico de años, una mujer regordeta de unos treinta, y dos preadolescentes, chico y chica. De momento no conocía la relación que pudiera haber entre ellos.

En el piso superior de mi casa había una especie de trastero con un ventanuco enrejado de ventilación, que era la única abertura en la pared trasera. De todos modos, dada la frondosidad de la hiedra, apenas debía ser perceptible. Por el contrario yo, a través de las hojas, tenía una visión encubierta pero bastante completa del patio de los vecinos.

Como tenía la inspiración atascada, me daba frecuentes paseos por la casa para tratar de hilvanar ideas. Cuando llegaba al trastero se me ocurría por mirar por el ventanuco. La verdad es que me había entrado curiosidad por la vida de mis vecinos y lo oculto de mi observatorio no dejaba de darme cierto morbo. Y desde luego llegué a engancharme a ese espionaje, porque las escenas que llegué a ver desbordaban todo lo que mi imaginación hubiera podido concebir.

Mi afición partió de la costumbre que tenía el hombre de aparecer en el patio tan solo con un viejo y deforme pantalón corto. Aunque ya me había hecho una idea de su corpulencia, ahora se me presentaba como un hombretón, alto y grueso, de aspecto fiero, con la cintura caída debajo de la prominente y peluda barriga. Así se movía por el patio revisando algunas macetas o agachándose para trabajar en los arriates. Con ello también me ofrecía una visión de su orondo culo en pompa con media raja al aire, por no hablar de cómo se agitaba su corpachón cuando hacía algún esfuerzo, a punto de que el pantalón se le acabara cayendo. Para quitarse la tierra que se le había adherido a las piernas y las manos, se daba unos manguerazos, con el morbo añadido de que también se remojaba el pantalón y, al pegársele la tela, se le marcaba una polla que intuía bastante por encima de la media. A veces, incluso, metía la mano por dentro y se toqueteaba con complacencia. Estas exhibiciones no podían menos que provocarme un calentón y dejarme con los ojos fijos en el ventanuco.

Un día, cuando el hombre se dedicaba a sus tareas habituales, salió al patio la mujer y lo que hablaron iba a ser determinante para todo lo que sucedió después. La mujer dijo: “Ya tengo todo listo para irme en el coche con los niños y, en un par de horas, estar en el apartamento de la playa… Mira que no haber querido venir, papá”. El hombre contestó con voz grave –era la primera vez que le oía hablar–: “Ya sabes que no me gusta la playa”. La hija insistió: “¿Pero te podrás apañar tú solo aquí casi un mes?”. “¡Tranquila!”, contestó el padre, “Voy a estar en la gloria”. Ya se metieron en la casa y yo, aguzado por la curiosidad, corrí fuera de la mía y me aposté disimuladamente en la esquina de la calle donde estaba la entrada de los vecinos. Efectivamente se estaban despidiendo en la puerta y la mujer con los que debían ser sus hijos pronto desaparecieron con el coche.

Eso de que el vecino se quedara solo aumentó mi morbo, aunque todavía no me podía figurar la intensa actividad que iba a tener lugar en el patio los días sucesivos. Para empezar, el primer cambio fue que el hombre ya salía siempre completamente desnudo. Pude así comprobar que, en efecto, tenía la entrepierna magníficamente amueblada, con una contundente polla que ahora se le movía en libertad y parecía rebotar sobre los gordos huevos envueltos en espeso pelambre. Y no menos lucía su espléndido culo, con la raja oscurecida por el vello. Se notaba que disfrutaba de aquella liberación, a la que cada vez le daba un matiz más claramente sexual. Cuando se refrescaba con la manguera, jugaba con ella y la proyectaba bien cerca sobre su sexo, que se manoseaba con delectación. También pasaba el extremo por la raja de su culo y el agua resbalaba en abundancia por sus muslos. Pronto me di cuenta de la frecuencia y rapidez con que tenía ostentosas erecciones, que mantenía largo rato. Sobre todo cuando se despatarraba en una butaca para secarse al sol y, con unos pocos toques, la polla se le levantaba endurecida. En tales casos se ponía a masturbarse con tales gestos de lascivia que, al lanzar hacia arriba fuertes chorros de lefa, me dejaban KO en mi oculto observatorio. Pero incluso cuando deambulaba, le podía venir un arrebato, como la vez en que se hizo una paja sobre un rosal y lo regó con su abundante leche.

Estos disfrutes solitarios, sin embargo, solo duraron pocos días, porque pronto empezó a recibir insólitas visitas. En una ocasión en que había empezado yo a espiar al hombre en pelotas que estaba cambiando de sitio unas macetas, del interior de la casa se oyó una voz potente. “¡¿Hay alguien?!”. Más asombrado yo que él, el hombre respondió con no menos energía, pero tranquilo: “¡En el patio!”. Inmediatamente entró en éste un hombretón uniformado, que identifiqué como el sargento del cuerpo de policía. Sin extrañarse lo más mínimo de la desnudez del otro, se quitó la gorra y se le acercó con los brazos abiertos. “¡Hombre, Manolo, qué caro te hacer de ver!”. “Pues aquí me tienes”, dijo el llamado Manolo. Se fundieron en un peculiar abrazo entre cuerpo a pelo y uniforme. A continuación el sargento apartó a Manolo tomándolo de los hombros y lo miró de arriba abajo. “¡Joder, tío, cada vez te veo más grande!”. “¡Mira quién habla!”, replicó mi vecino. Tan estrecha camaradería fue a más. El sargento, con total desinhibición, le agarró la polla que estaba bien a mano y la sopesó. “Tan en forma como siempre ¿eh?”. “Y más para ti…”, contestó Manolo. Ya más relajados, el sargento explicó bromista: “Mi he enterado de que te habían dejado solo y he pasado para ver si todavía estabas vivo”. “Ya me ves, vivito y coleando”, replicó Manolo. El sargento volvió a agarrarle la polla y esta vez la fue frotando. “No harás que me vaya de vacío ¿verdad?”. “¿Cuándo he hecho yo eso?”, contestó Manolo. Éste se puso firmes con los brazos en jarras. “¡Anda, pónmela dura!”. El sargento encogió atléticamente su voluminoso cuerpo uniformado hasta quedar en cuclillas para chupar la polla. Manolo se regodeaba con la mamada. “¡Qué boquita tienes, tío!”. La cosa parecía urgir porque no tardó en añadir: “¡Ponme ya el culo!”. El sargento se levantó y con prisas se soltó el ancho cinturón, maniobrando a la vez para que los pantalones cayeran hasta las polainas de cuero que ceñían sus pantorrillas. También tenía la polla tiesa, no tan grande como la de Manolo.

Cuando se giró para volcar el torso sobre la mesa, mostró un culazo gordo y peludo, con una gran raja negra. Manolo no se anduvo con contemplaciones y le arreó una enérgica clavada. “¡Oh, qué bestia eres!”, se quejó el sargento. “Pues no te gusta ni ná”, dijo Manolo encajándose bien. “¡Sí, sí, zúmbame como tú sabes!”, pidió el sargento, que afirmó los codos. Manolo se movía haciendo temblar la mesa y el sargento bramaba con un salvaje placer, intercalando de vez en cuando: “¡Qué me gusta cómo metes ese pollón que tienes, cabronazo!”... “¡Haces que me arda el culo!”. Manolo daba las últimas embestidas. “¡Ahí va la leche, tragón!”. “¡Toda, toda!”, hacía de eco el sargento. Manolo bramó y se fue parando, hasta que se echó hacia atrás y la polla se le descolgó chorreando. El sargento fue levantándose entumecido. “¡Ostia, qué follada más buena!”. Pero enseguida apoyó el culo en la mesa y con las piernas separadas se puso a meneársela. Manolo se ofreció: “Ya te hago yo la paja”. Tomó la polla que estaba dura y la frotó con energía. “¡Aj, lo que me vas a sacar, cabronazo!”, balbució el sargento. Cuando vio que salía la leche, Manolo mantuvo la polla cogida. Luego exprimió bien el capullo y acabó limpiándolo con la punta del índice. Se lo llevó a la boca y lo chupó con un guiño al sargento. Éste se subió ya los pantalones y se ajustó el cinturón. “¡Misión cumplida!”, dijo marcial recuperando la gorra, “A ver si me dejo caer por aquí otro día”. “Cuando quieras… ya sabes. Tú y tu culo siempre sois bien recibidos”, contestó satisfecho Manolo. El sargento salió por donde había entrado y el hombre que ahora conocía como Manolo volvió con sus macetas. Yo me había hecho una paja de campeonato.

La siguiente visita fue todavía más pintoresca. Directamente accedió al patio un cura. Se le veía fornido en su negra sotana, aunque debía rondar los ochenta años. “Sabía que te encontraría aquí, ahora que estás sin la familia”, dijo simplemente. Manolo no se cortó en absoluto por su desnudez, pero se mostró muy respetuoso. “¡Cuánto honor, padre!”. Se acercó para besar la mano que el cura le tendía mientras decía risueño: “¡Ay, Manolín! Tú siempre tan frescachón… desde que eras monaguillo”. “Es lo que le gustaba ¿no, padre?”. Manolo meneó cómicamente su corpachón e hizo que la polla se le balanceara. “Y me sigue gustando… Ya sabes”, dijo el  cura zalamero poniéndole las manos en el pecho. Manolo, con un gesto cariñoso, llevó una suya a la sotana a la altura de la entrepierna y palpó. “¿Y usted cómo anda por ahí, padre?”. “¡Uy! Ya puedes tocar, hijo, que nada la hace reaccionar”, dijo resignado el cura. Manolo se puso nostálgico. “Con lo ardiendo que me dejaba el culo usted…”. “Los años no perdonan”, sentenció el cura. Volviendo al presente, Manolo ofreció: “Pero seguro que le apetecerá la buena reserva de leche que siempre tengo para usted”. “¡Uy, tu leche tan rica! ¡Cómo me tientas, pillo!”, le tembló la voz al cura. Sin más preámbulos, para darle facilidades y que no se tuviera que agachar, Manolo se subió a una banqueta. Cuando se puso de cara, ya tenía la polla tiesa”. “Mire cómo me la sigue poniendo, padre”. “¡Qué provocador eres!”, exclamó con voz aún más temblona el cura. Pero ya estaba manoseando la polla y hacía correr la piel para tapar y destapar el grueso capullo. “¡Chupe, que se la voy a dar toda!”, lo animó Manolo. El cura se metió ya la polla en la boca y la mamó con ansia. Para no perder el equilibrio, llevó las manos a las nalgas de Manolo y las mantuvo agarradas con fuerza. “¡Qué bien lo hace, padre! Me va a salir pronto”, le avisó. El cura aceleró la chupada y a Manolo le empezó a temblar el cuerpo mientras iba exclamando: “¡Uh, uh, uh!”. Se notaba que el cura, bien aferrado, tragaba todo lo que salía, hasta que soltó la polla para poder respirar. Al fin dijo encantado: “Cada vez echas más, hijo ¡Qué rica!”. Manolo bajó de la banqueta respirando con fuerza. “¡Qué a gusto me he quedado, padre!”, afirmó. Enseguida propuso: “Voy a traerle una copita para que se aclare la garganta”. “Con el gusto tan bueno que me has dejado…”, dijo en cura. “¡Nada, nada! Siéntese que ahora mismo vuelvo”.

Manolo no tardó en reaparecer con una botella de licor desconocido y dos vasitos. Sirvió y le entregó uno al cura. Se sentó también enfrente de éste, y se le notaba que seguía con ánimo de provocar. Con las piernas abiertas, se encargaba de que le viera bien el paquete. De pronto preguntó: “¿Está seguro de que no quiere que le haga algo por ahí dentro?”. “Si ya te he dicho que ya no es lo que era”, objetó el cura. “Aunque no se le ponga dura, algún gustillo le daré”, insistió Manolo, “¡Anímese! Por los viejos tiempos”. Decidido se levantó y se arrodilló delante del cura. A medio sentar sobre los talones, subió la sotana lo justo para meter la cabeza por debajo. El cura temblaba con la mirada perdida. Me estaba dando un morbo tremendo ver el orondo culo de Manolo bordeado por la negra falda y cómo ésta subía y bajaba por el movimiento de su cabeza. El cura lloriqueaba con las manos cruzadas en el pecho, hasta que pareció que le faltaba la respiración y dejó caer los brazos a los lados. Tras unos segundos, surgió entero Manolo con el rostro congestionado. Se relamió los labios y exclamó: “Pues algo sí que le he sacado”. El cura se ajustó la falda y dijo con la voz rota: “Lo que tú no consigas”. Se tomaron amigablemente otra copita y el cura se puso de pie. “Es hora de que me vaya. Ya te he hecho perder demasiado tiempo”. “Con usted el que haga falta, padre”, dijo Manolo servicial. También se levantó y besó la mano que volvió a tenderle el cura. “Que dios te bendiga, hijo”, fue su despedida.

Una nueva visita me sirvió para confirmar la versatilidad sexual de aquel Manolo cuya figura lujuriosa no me quitaba de la cabeza, ni siquiera en sueños. Esta vez entró en el patio un hombre muy bien trajeado, que previamente había preguntado si había alguien allí y a quien Manolo recibió tan en pelotas como solía. El visitante, también robusto, se dirigió a él con simpatía. “No hay manera de que te pases por la farmacia ¿eh?”. “Ya esperaba que vinieras tú… Para lo que te gusta hacer estamos mejor aquí ¿no te parece?”, dijo Joaquín acercándosele con lucimiento de su provocadora desnudez. “¡Joder, cada día estás más bueno! ¡Cómo me pone verte así!”, exclamó el que debía ser el farmacéutico mirándolo con lascivia. “Pues tú has venido demasiado elegante”, comentó Manolo que, para marcar el contraste, se manoseó desvergonzado la entrepierna. El otro rio explicando: “Es que vuelvo de una reunión importante y, como me he enterado de que estás solo, me han entrado ganas de verte… ¿Te importa que vaya dentro y cuelgue el traje? Para que no se me haga un guiñapo si lo dejo por aquí”. “¡Claro! Estás en tu casa”.

No tardó en volver ya completamente en cueros. También estaba de impresión. Tan robusto como el anfitrión, aunque de formas y vellosidad más suaves. Y en la entrepierna le colgaba un badajo importante, que se le balanceaba al andar. “¿Te gusto más así?”, preguntó sonriente. Se fue directo a Manolo y lo agarró con decisión. “¡Qué ganas te tenía, pendón!”. Se puso a darle tales achuchones y sobeos que me hizo envidiarlo. Manolo, a quien hasta entonces siempre había visto tomar la iniciativa, se dejaba ahora hacer y le facilitaba la tarea sonriente cruzando las manos detrás de la nuca. “¡Sí, cómeme! Me encanta cómo me tratas”. Porque el otro le chupaba las tetas, le lamía los sobacos, la apretaba con la mano la entrepierna y, haciendo que se girara, le estrujaba las nalgas y le daba palmadas. “Te voy a follar. Ya lo sabes ¿verdad?”, decía preso de excitación. “Tú me puedes hacer lo que quieras”, contestaba Manolo entregado. “¿Me la vas a chupar antes?”, volvió a preguntar el farmacéutico. “Te la voy a poner bien dura”, respondió Manolo. No parecía que el farmacéutico necesitara mucha ayuda para eso, porque su verga lucía una espléndida erección y se balanceaba con los bruscos movimientos. Pero cuando ya se dio por satisfecho del magreo intensivo al que estaba sometiendo a Manolo, subió un pie a un reborde del parterre y agarrándolo de la cabeza hizo que la bajara hasta que la cara le quedó frente a la polla tiesa. Manolo, agachado, se puso a chupar con ansia, hasta que el otro lo levantó y, manejándolo como a un pelele –cosa increíble, dada la robustez de Manolo–, lo puso de cara a la pared. “¡Aquí te voy a follar!”. Manolo subió los brazos para apoyarlos sobre su cabeza y separó las piernas para quedar bien asentado. Ver cómo ofrecía su culo con contracciones nerviosas era de lo más excitante. El farmacéutico blandió la polla y la apuntó con precisión. Apretó y su cuerpo quedó pegado al de Manolo. Éste exclamó: “¡Oh, qué polla tienes! Solo a ti dejo que me hagas esto”. “Así me gusta, que tu culo sea solo mío”, dijo el otro empujando aún más. En las fuertes arremetidas que dio a continuación, el corpachón de Manolo se estampaba contra la pared y sus manos crispadas la arañaban. “¡Sí, sí, cómo te siento dentro de mí! ¡Soy tuyo!”. Esta faceta sumisa de Manolo me sorprendía morbosamente. Porque además el farmacéutico, en sus embates, también le daba tortazos en las nalgas, las caderas y hasta en la espalda. “¡Joder, cómo traga tu culo! ¡Te lo voy a llenar!”. “¡Sí, quiero tu leche, toda, toda!”, clamaba Manolo. El farmacéutico ahora cambió las palabras por los resoplidos y, para el ataque final, se sujetó a los hombros de Manolo. Soltó un bufido y quedó todavía más acoplado a su espalda. Casi simultáneamente, Manolo gritó: “¡Ostia, que me corro también!”. Cuando se deshizo el amasijo de cuerpos y se apartaron de la pared, pudieron verse las salpicaduras de leche que resbalaban por ella. “¡Vaya polvazo!”, exclamó el farmacéutico, “Es que contigo no sé cómo me pongo”. “Y a mí me vuelves una malva… Te dejo hacer conmigo lo que te da la gana”, replicó Manolo. El farmacéutico le dio un cariñoso cachete. “¡Venga, no te quejes! Ya descargarás tu mala leche con otros”. Fue a vestirse y, antes de marchar, se asomó al patio. “Nos vemos”, dijo como despedida.

Cuando Manolo se echó en la butaca para recuperarse, con mi excitación empezaron a rondarme por la cabeza ideas que, en principio, me parecieron descabelladas. Si aquel hombre era tan obsequioso con los visitantes, hasta el punto de que con cada uno se comportaba de acuerdo con sus preferencias ¿no podría yo hacer un intento de acercamiento? Aunque mi físico no fuera tan apabullante como el suyo, ni como el de algunos de los que habían aparecido por el patio, siendo maduro y regordete no creía desentonar demasiado ¿Perdía algo con probar? Si no resultaba, seguiríamos tan vecinos como antes… y yo de mirón. Cada vez me sentí más animado a hacer algo al respecto, pero debía calcular con precisión el cuándo y el cómo. Si dejaba pasar más días, podría ser que interfiriera alguna visita de las suyas. En cambio, ese mismo día, en el que ya se había desfogado, era muy poco probable que volviera a venir alguien y, al fin y al cabo, solo se trataba de un primer contacto y comprobar si tendría alguna posibilidad posterior. Así que esperé un buen rato y, en cuanto vi que se dedicaba de nuevo al cuidado de las plantas, pensé que sería el momento. En todo caso habría de ir con pies de plomo para no caerle mal de entrada ni infundirle sospechas.

Salí de mi casa armado de valor y doblé la esquina para enfilar su calle. Aunque la puerta debía estar sin cerrar por dentro, ya que sus amistades entraban directamente, al ser desconocido yo debería llamar al timbre. Así lo hice y, durante un tiempo que se me hizo largo, no hubo respuesta. Pero de pronto se abrió la puerta y allí estaba él. Se había debido poner de prisa y corriendo el viejo pantalón que le vi usar cuando todavía estaba su familia. No parecía molesto y me anticipé a hablar con mi expresión más afable. “Perdone que lo moleste. Llevo unos días viviendo en la casa que he alquilado para este verano y que creo linda por la parte de atrás con la suya. Solo quería saludarlo como estoy haciendo con los demás vecinos… Nunca se sabe cuándo haya que echar una mano ¿verdad?”. Se mostró receptivo. “¡Ah, se lo agradezco! Ya sabía que había alguien viviendo allí, pero no tenía el gusto de conocerlo”. Aunque seguía apostado en la puerta, no tuvo prisa por despacharme. “¿Está con la familia?”, preguntó. “¡No, no! Yo solo… en plan tranquilo”. Sonrió y, para mi satisfacción, siguió abriéndose. “Como yo ahora. Los míos se han ido a la playa… La verdad es que estoy muy a gusto y apenas salgo. Algunos amigos del pueblo vienen a verme y pasamos el rato”. Si lo sabría yo… Aproveché su vena elocuente. “Yo no conozco a casi nadie aquí…”, dejé caer. Y a punto estuvo de traicionarme el bombeo de mi corazón cuando dijo: “¡Pues nada, hombre! Cuando le apetezca se pasa por aquí y nos hacemos compañía mutua… ¡Ah! Y no hace falta que toque el timbre. La puerta queda abierta y puede entrar directamente. Suelo estar en el patio, que precisamente da con su casa”. Estaba todo dicho y me di por satisfecho de momento. “¡Muchas gracias! No dude de que lo haré… Y que tenga un buen día”. Cerró la puerta sonriente.

Me temblaban las piernas de regreso a casa. Nada mal para ser el primer intento y, desde luego, su invitación estaba aceptada sin la menor duda. No obstante me asaltaban los interrogantes ante ese segundo paso ¿Tendría ante mí la misma desinhibición que le había visto con los otros? ¿Daría pie para algo más que una charla amistosa? ¿Sospecharía de mí más de lo que yo creía? Me impuse dejarme de cábalas y pensar ya en cuándo iba a presentarme allí. Me pareció prudente dejar pasar al menos un día, de manera que, al siguiente me limité al espionaje habitual. Lo vi deambular por el patio, por supuesto desnudo, y no tuvo ninguna visita. Pero su sexualidad no tenía tregua… Al poco tiempo de haberse puesto cómodo en su butaca, empezó a tocarse la polla para ponérsela dura. Se masturbó sin prisas y me hizo desear ser yo quien se lo hiciera… eso y más. La eclosión de leche fue tan abundante como de costumbre. Se limpió la mano en el vello de la barriga y pronto cayó en un plácido sueño.

Por fin llegó la hora de la verdad y, después de comprobar la seductora y solitaria presencia de Manolo en su patio, me di ánimos a mí mismo y me puse en marcha. Había calculado cómo me presentaría y opté por un pantalón corto, de anchas perneras y sin calzoncillos, y una camisa fácil de desabrochar. Ya vería qué juego daría mi escaso ropaje aunque, en cualquier caso, iba más vestido que él… Pulsé con decisión el picaporte de la puerta, que se abrió sin el menor ruido. Di unos pasos por la entrada y dije con voz firme: “¿Se puede pasar? Soy el vecino de detrás”. Oí con alivio: “¡Claro, adelante! Aquí en el patio”. Me di prisa en avanzar para no darle tiempo, si era que había tenido la intención de ponerse su pantalón. Pero no. Allí estaba de pie y en cueros quitando hojas secas de una planta. Sin detener su tarea, me miró con afabilidad en su estado adánico. Como la visión que tenía ahora era mucho más impactante que la del ventanuco, no me costó mostrar un comedido azoramiento, para además no delatar que ya sabía que estaría así. “Se me ha ocurrido aceptar su invitación, pero no querría violentar su intimidad”. Se me puso de frente y dijo con ironía: “Si he dicho que pases será porque no me importa que me veas como suelo ir ahora que no está la familia… Y no me hables de usted ¿no te parece?”. “¡Claro, claro!”, contesté enseguida, “Y haces muy bien en estar como te apetezca en tu casa… Ya somos mayorcitos”. Se me acercó y me tendió la mano, reteniendo la mía mientras decía: “Aquí todos me llaman Manolo, y hasta Manolín… Fíjate, con esta pinta”. “Yo soy Daniel”. Di un nombre falso no sé por qué. “Pues venga, Daniel. Traigo unas cervezas y nos ponemos cómodos… Siéntate ahí, que vuelvo enseguida”. Me indicó la butaca que precisamente quedaba enfrente y más cerca de la que él usaba. Pensé, o más bien deseé, que lo hubiera hecho con intención. En cualquier caso miré con avaricia el meneo de su culazo al entrar en la casa. Volvió muy alegre con un botellín en cada mano y pasó entre las dos butacas para dejarlos en la mesa que había al lado rozando mi rodilla desnuda con su pierna. Me dio un escalofrío.

Se acomodó en su butaca echado ligeramente hacia atrás. Sus marcadas tetas velludas se apoyaban en el volumen del vientre, cuya curva inferior se juntaba a los muslos separados, creando un lascivo marco para el sexo que emergía vigoroso del oscuro pubis. Alargó una mano para coger un botellín y yo hice otro tanto. Mientras bebíamos nos observábamos mutuamente. Yo imité más o menos su postura y, por la dirección de su mirada, entendí que algo se debía asomar por una pernera de mi pantalón. El impase duró solo unos segundos y Manolo recuperó su locuacidad. “Así que estás pasando el verano en plan anacoreta ¿eh?”. “No diría yo tanto”, respondí, “Si se presentara alguna distracción, la aprovecharía”. Rio socarrón. “¡Claro! No hay que dejarlas pasar”. Cometí la imprudencia de dar pie a que surgiera un tema comprometedor para mí. “Así que esa es la parte trasera de mi casa”, dije mirando hacia la pared, “Queda muy bien esa hiedra tan tupida para darle más color”. “No creas”, contestó, “Más de una vez he pensado en cortarla, pero entonces se vería esa ventana única tan siniestra. La hiedra la disimula muy bien… Sabes la ventana de que hablo ¿no?”. Traté de zafarme: “Bueno, está en un trastero al que casi nunca entro”. Pero no hubo forma de escaparme, porque siguió. “A veces tengo la intuición de que alguien está mirando por ahí”. Quise bromear. “No me asustes con que hay un fantasma”. “Más bien alguien muy vivo”, me corrigió. Tuve la impresión de que me dirigía a una ratonera, aunque añadió: “Si fuera así, no es que me importara mucho. Yo aquí hago lo que hago y, si hay quien se distrae, eso gana… Hasta me da morbo pensarlo”. Cada vez lo liaba yo más, de puro nervioso que estaba, porque se me ocurrió decir: “Yo no sé lo que harás aquí… salvo lo que veo ahora”. Lo que preguntó me dejó seco, pese a que su tono era más divertido que acusador. “¿Seguro que no lo sabes?”. Mi azoramiento era tan evidente que no tenía sentido seguir fingiendo. “Bueno… algo sí que he visto”. Soltó una sonora carcajada. “¡Ja, ja, ja! La de pajas que me he hecho a tu salud sin saber cómo serías…”. Puse mi sonrisa más cándida. “¿Y ahora…?”. Se echó hacia delante y me apretó enérgico las rodillas, con expresión pícara. “Me alegro de que te decidieras a dar la cara… Ahí arriba debías estar muy incómodo”. Dije ya más relajado: “Así que ahora estoy en tus manos…”. Pero él recuperó su posición anterior, se recolocó con naturalidad los huevos y la polla, que le habían quedado algo aplastados por la barriga, y continuó con el interrogatorio, aunque ya con la curiosidad de un actor interesado en conocer qué impresión habían producido sus actuaciones. “No me verías únicamente cuando estaba solo ¿verdad?”. “Estuviste muy bien con las visitas”, contesté ya sin temor a sincerarme. “Seguro que no te perderías ni una… ¿Cuál te gustó más?”. Dije lo que había llamado sobre todo mi atención. “Me admiró la forma en que te adaptas a las preferencias de cada uno”. Volvió a reír. “Ahí está la gracia. Y disfruto con todas ellas. Por eso vienen ¿no te parece?”. Añadí otro comentario. “Y el surtido era de impresión… ¡Vaya amigos que te gastas! Hacen juego contigo”.

Manolo cambió de tono. “¿Y ya que estás aquí cómo te prueba?”. “Si me vuelves a tocar exploto”, me salió del alma. “Va a merecer la pena probarlo”, dijo. Se echó de nuevo hacia delante y esta vez  su mano fue subiéndome por un muslo hasta rozarme la polla por la pernera floja. Me dio una descarga eléctrica y, al palparla él con suavidad, noté cómo se me endurecía. “¿Te pones de pie?”, indicó. Lo hice y me tiró abajo el pantalón. “Veo que vienes preparado”, comentó. Parecía que me estuviera inspeccionando, al palparme los huevos y descapullarme la polla cada vez más tiesa. Mientras, me deshice rápidamente de la camisa. Cuando acercó la boca y lamió el juguillo que me salía de la punta, me temblaron las piernas y tuve que apoyarme en sus hombros. Sorbió la polla y mamaba con una dedicación que no me extrañaba el éxito que tenía con sus amigos. No me quise correr a las primeras de cambio y le pedí: “¿Me dejas a mí?”. Me soltó y se despatarró en la butaca con las manos cruzadas tras la nuca. “Todo tuyo”. Ahora veía que se había empalmado también y me metí entre sus piernas. Primero mis manos y mi boca cayeron sobre sus tetas velludas que acariciaba y chupaba con deleite. Él gemía al mordisquearle los pezones. Luego fui marcando una línea con mi lengua por su barriga mientras me dejaba caer hasta arrodillarme. Me multipliqué en caricias, lamidas y chupadas a las ingles, los huevos y la dura polla. Apenas me cabía en la boca cuando la succioné. Me agarré a sus muslos y la fui recorriendo con los labios apretados y rodeándola con la lengua. “¡Joder con el vecino! ¿Vas ya a por todas?”, me avisó. Me contuve y le dije: “Todavía no ¿verdad?”. “No hay prisa, no”, contestó. Y añadió con ironía, sin duda evocando lo que me había llamado la atención de su versatilidad: “Tus preferencias no las conozco todavía ¿Qué me dices?”. Me lo pensé antes de contestar. “Hay algo que me volvería loco… Pero oí como le decías al farmacéutico que solo se lo dejabas hacer a él”. Soltó una risotada. “Era lo que él quería oír… No te cortes por eso”. “¿Entonces…?”, dije con la excitación a tope.

No hubo respuesta sino que, con sonrisa burlona, se levantó, giró su voluminosa figura, se arrodilló en la butaca y abrazó el respaldo. “Aquí tienes”, dijo reajustándose y separando los pies para facilitarme el acceso. Ante el ofrecimiento que me hacía de su espléndido culo, me desaté. Manoseé las nalgas y me recreé con su suave vello. Tiré de ellas para abrirle la raja y, cuando vi la gruta oscurecida, me agaché para lamerla y mordisquearle los bordes. “¡Um, qué furia!”, exclamó él. Cuando hundí la lengua para alcanzar el ojete y ensalivarlo, comentó: “¡Cómo sabes calentarme!”. Me erguí y avisé: “Te voy a follar ya”. “¡Venga, ánimo!”, me alentó jocoso. Le clavé la polla a la primera y apreté para acoplarme. “¡Uah, cómo la siento!”, soltó estremecido. “¿Ésta también te gusta?”, pregunté irónico. “Cada polla tiene sus encantos… ¡Calla y arréame!”. Apretó con más fuerza el abrazo al respaldo. Me salía a medias y volvía a entrar del todo cogiendo un ritmo acelerado en el que notaba mi polla presionada por una cálida y fluida envoltura. “¡Así, así!”, me alentaba. El ardor en mi polla me fue subiendo por todo el cuerpo hasta estallar en mi cerebro. Quise retardarla pero la corrida se me disparó de golpe y no pude más que apretarme contra el culo. “¡Ya está!”, farfullé. Y al ir saliéndome pregunté: “¿Demasiado rápido para tu gusto?”. Él dijo bajando de la butaca y dándose la vuelta lentamente. “Lo justo y necesario… Mira cómo me has puesto”. Tenía una imponente erección.

Caí derrengado en mi butaca y él se sentó también en la suya. Su ánimo de provocación no había disminuido ni un ápice y se puso a manosearse ostentosamente la polla con la mirada clavada en mí. Tal vez en otras circunstancias me habría sentido saciado y conformado con contemplar lánguidamente su masturbación y corrida, como ofrenda por la excitación que había alcanzado con mi follada. Pero había acumulado tanta tensión, que enseguida me dominó de nuevo el deseo. Me eché al suelo y le arrebaté la polla para metérmela en la boca. Me dejó vía libre y bromeó. “¡Uf, qué avaricia! Lo que me has metido por un sitio ahora me lo quieres sacar por otro”. Mamé con ansia renovada, sin parar hasta que la boca se me fue llenando de su leche. Iba tragando, aunque también me rebosaba por los labios. Él había callado, pero notaba su fuerte respiración. Tuve que apoyarme en sus rodillas para poder levantarme y ya sí que me desplomé en mi butaca. Aún veía su polla que se iba retrayendo lentamente. A pesar del desgaste me sentí tan eufórico que provoqué un intercambio de puyas. “Esto te pasa por invitar a un vecino desconocido”. “Y tú deberías haberte conformado con quedarte espiando la próxima visita”. “No dudes de que no me la voy a perder”.

Pensé si no había llegado el momento de dejarlo tranquilo en su patio, como había visto hacer a mis predecesores, que se despedían en cuanto se habían desfogado. Pero Manolo no mostró ninguna prisa. Como las cervezas habían quedado a medio beber, calientes y desbravadas, dijo: “Nos merecemos, y sobre todo tú, refrescar el gaznate. Así que voy a por otras botellas, que podremos disfrutar más calmados”. Fue raudo a buscarlas y las consumimos bien a gusto. Manolo se mostró dispuesto a pegar la hebra nuevamente. “¡Vaya con el vecino mirón!”, dijo mirándome sonriente. Aproveche para ver si aclaraba las cosas que me intrigaban. “Lo que no entiendo es cómo podías estar tan seguro de que estaba espiando”. Me corrigió. “Seguro, seguro, no. Pero lo nervioso que estabas cuando te abrí la puerta y cómo dijiste lo de echar una mano entre vecinos, que casi te atragantas, me dio una pista… Luego solo tuve que tirarte de la lengua y acabaste cantando como si te aplicara un tercer grado”. “Algo de eso tenía. Me sudaban hasta los huevos… ¿Pero había precedentes?”, pregunté. “Una vieja muy pesada llegó a denunciarme en el cuartelillo de la policía. Pero vino el sargento para indagar y ahí nos liamos”. “Y se ha vuelto asiduo, por lo que vi”, añadí. Su explicación fue muy gráfica. “En un pueblo se va creando una especie de mafia para estas cosas y los que estamos en el tema nos conocemos todos. Cuando en verano me quedo solo casi un mes se levanta la veda… y ya estás viendo el resultado”. “Desde luego este sitio es ideal para esos encuentros y tú eres todo un polo de atracción”, reconocí. “Me desquito por todo el año y, si encima tengo un admirador oculto, doble morbo”, se burló. Me estaba entusiasmando la espontaneidad de este hombre, al que no parecía cansarle mi interrogatorio. “Me extraña que mantengas la puerta abierta para que entren libremente ¿Qué pasa si viene uno cuando ya estás con otro?”. “Te he dicho que nos conocemos todos… Si alguno me encuentra con las manos en la masa, si es más exclusivista, simplemente dice que volverá otro día en que yo esté solo, o si no, se apunta también”, aclaró. “¡Qué bien organizados estáis!... Hace pocos días que estás solo. Así que todavía tendrás más visitas”, hurgué curioso. “¡Eso espero… y tú que las veas!”, soltó burlón. “Ahora creo que me dará más corte”, dije, aunque ni yo mismo me lo creí. “Si me da mucho morbo… Habré de esmerarme para que lo disfrutes”, se jactó. “¿Se lo dirás a los otros?”, pregunté algo inquieto. “Eso queda entre tú y yo… Eres mi secreto”, pretendió alagarme y me hizo un guiño. A costa de ser insistente volví a preguntar: “¿Qué habría pasado si, cuando te estaba follando, hubiese aparecido uno de tus amigos?”. Ni se lo pensó. “Te presentaría como la novedad de la temporada… Y estoy seguro que más de uno te pondría también el culo”. Ya para ir concluyendo dije: “Bueno, procuraré no hacerme pesado… ¿Pero podré volver otro día?”. Me gustó su respuesta. “Como no lo hagas soy capaz de tapiarte la ventana”.

11 comentarios:

  1. que bueno que regresaste a escribir, me gustan mucho tus relatos, espero sigas asi

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  2. Que delicia volver a tener nuevamente tus historias, valió la pena la espera. Eres un campeón!!

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  3. Como siempre tus relatos son de lo mejorcito, sigue asi

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  4. Muchas gracias por volver a escribir. Estos ratos leyéndote no tienen precio!!!

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  5. Impresionante regreso....... eres un crack

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  6. Fantástico como siempre. Espero que puedas seguir con estos morbosos relatos. ¡Me encantan!

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  7. hola de nuevo majo joder una gozada de relato gracias por estar otra vez haciéndonos soñar quien tuviera un vecino asi he bueno no pares de ilusionarnos un besico majo

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  8. Este tiempo que has pasado sin escribir creo que, si cabe, ha mejorado el morbo y la provocación sexual de tus relatos, a mi este me ha provocado una erección como hace tiempo no tenia y se ha puesto las venas de la polla al borde del estallido y me he corrido como una fuente, ¡ostias como he puesto el teclado del ordenata y eso que casi sin tocármela!
    Me alegro de que estés recuperado de tu problema que yo quiero que sea solo un problemilla para que nos sigas deleitando con estos relatos.
    Besos y chuponazos donde más te guste.

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  9. Buenisimo, buenisimo, buenisimo.....De los mejores relatos que yo he leido en mi vida...Morboso como pocos....hasta el punto que no he podido aguantar mas, y me he corrido aqui con mi padre al lado mientras ve la tele y yo leo tu relato.......Muchas gracias VVanupp...Si sigues en esta linea, y que creo que has mejorado bastante., ha valido la pena tu ausencia de todo este tiempo....Ahora vamos a por la segunda parte....Un cordial saludo

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  10. Regresaste fuerte... Me gusta mucho que metas conversaciones así como al final, la verdad queda muy seco que nadamas follen y se vayan y ya, escribe conversaciones así porfavor. Y que bien que regresaste

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