miércoles, 23 de noviembre de 2016

El ventanuco indiscreto y 3


Cuando apareció en el patio una nueva visita, me puse en guardia y a punto por si era la del barbero. Ya Manolo me daría las claves y, en su caso, informaría al otro de mi posible llegada. “¡Manolo, qué ganas tenía de venir a verte!”, fue su grito de guerra al irrumpir eufórico. Abrazó al desnudo Manolo con choque de barrigas. “¡Joder, nada más verte así me hace chup-chup el culo!”. “Desde que cerraste la barbería  vas con hambre ¿eh?”, le dijo Manolo, dándome de paso una pista. “¡No veas! Pero con ese pollón tuyo me voy a desquitar”, contestó el barbero, que ya se estaba empezando a quitar la ropa. Aunque Manolo lo dejó hacer, aprovechó para anunciarle: “Lo que pasa es que un conocido de hace tiempo, que no es del pueblo, pero está pasando aquí unos días, tal vez venga también hoy”. Al barbero no le desagradó la idea. “Cuantos más seamos más reiremos ¿no?”. Aunque añadió: “¿Pero se asustará si me ve también en pelotas?”. “¡Para nada! Si además tiene un saque… El otro día, a mí que no soy mucho de que me enculen, me pegó una follada de campeonato”. Echadas las cartas, me concentré en inspeccionar la catadura del barbero, que ya estaba en cueros. Y desde luego, si alguna duda tenía, la despejé por completo. Poco mayor que Manolo, era un compendio perfecto de hombre tetudo, barrigudo y culón, con un vello muy bien repartido y una soltura de movimientos que le daba un sensual encanto. Los dejé iniciando un magreo mutuo y me dirigí a la casa de Manolo.

Como entré sin avisar en el patio los pillé en plena faena preparatoria. Manolo se había sentado en un poyete que quedaba más alto que las butacas, facilitando así que el barbero, metido entre sus piernas, se la chupara. “¿Llego en mal momento?”, pregunté desde la puerta con cinismo, aunque dándole el tono de estar azorado. Naturalmente Manolo no se sorprendió, pero el barbero levantó la cabeza y miró hacia mí. Enseguida Manolo intervino. “Lo que te acabo de decir… Aquí está Daniel, que no creo que le importe unirse a nosotros”. El barbero no se cortó un pelo y pareció darme su aprobación. “¡Hombre, pasa! Los amigos de Manolo son también míos”. Manolo subrayó: “Ya ves que eres bienvenido ¿Por qué no te pones cómodo como nosotros?” No tardé nada en hacerlo y así pude decir: “Pues si me hacéis un hueco…”. Me acerqué a la pareja añadiendo: “¡Seguid, seguid! Que mientras me pondré a tono”. El Barbero volvió a chupar la polla de Manolo, que me sonreía socarrón.

Aproveché para tomar medidas a la trasera del barbero. Desde luego tenía uno de esos culos que la naturaleza había formado exprofeso para ser follado. Ancho de ancas y con suave pilosidad, su raja era de las que permitían otear el goloso ojete sin apenas forzar su apertura. Sin dudarlo me agaché detrás y le di unos intensos lametones. El barbero volvió a interrumpir la mamada y exclamó: “¡Uuuy! Tu amigo sabe lo que se hace”. Se volvió hacia mí y directamente se puso a sobarme la polla. “¿La tienes tan juguetona como la lengua?”. Manolo entendió que el interés del barbero se había desplazado ahora a comprobar lo que el recién llegado podía dar de sí para sus pretensiones, así que me cedió su asiento en el poyete. En cuanto me subí, el barbero se metió mi polla en la boca y, con su experto chupeteo, enseguida la noté dura y con ganas de entrar en otro caladero. El barbero no había descuidado sin embargo a Manolo ya que, mientras me la chupaba, su mano seguía estimulándolo. Manifestó pronto su deseo. “Me vais a follar los dos ¿verdad?”. “¿Los dos a la vez?”, bromeó Manolo. “¡Ojalá pudiera!”, contestó muy serio, “Pero seguidos sí ¿eh?”. Me bajé y enseguida el barbero se echó sobre el poyete clavando los codos. Nos ofrecía el formidable culo removiéndolo con voluptuosidad. “¡Venga, que estoy listo!”.

Manolo me dio preferencia, lo cual me vino muy bien, no solo por la calentura que ya tenía, sino también porque, al tener él la polla más gorda que la mía, encontraría al barbero menos ensanchado. Aun así le entré sin el menor esfuerzo, pero no sé lo tendría ese culo que enseguida sentí un efecto de ventosa que me apretó cálidamente la polla. “¡Ah, qué gusto me da una buena polla!”, exclamó el barbero. Follé con energía agarrado a las anchas caderas, cada vez más excitado por las incitaciones que iba soltando. “¡Sí, sí, dame, dame!”, “¡Qué bien, cómo la noto!”. “¡Me está viniendo!”, avisé. “¡Lléname!”. Vaya si lo hice, con un placer tremendo. Todavía no la había sacado y el barbero ya estaba pidiendo: “¡Ahora tú, Manolo!”. Éste, que se la había estado meneando a nuestro lado, tomó rápidamente el relevo. “¡Ay, sí, tu polla la conozco! ¡Hazme un destrozo!”. Manolo, que ni siquiera le puso las manos encima, le arreaba con el cuerpo recto y dando golpes de culo. “¡Más leche, quiero más leche!”, lloriqueaba el barbero. “¡Pues toma, toma y toma!”, cumplió Manolo agitando todo el cuerpo. Cuando se salió, el culo del barbero goteaba en abundancia. Se puso derecho con las piernas separadas. “¡Oh, cómo he disfrutado! Sois unos hachas follado”. Manolo se burló: “Si con dos pollas no tienes ni para empezar…”. “¡Qué mala fama me pones!”, protestó el barbero, aunque sonriendo de satisfacción. Luego le dijo a Manolo: “Deja que me dé un poco con la manguera, que aún me cae leche por los muslos”. “No te la vayas a meter también por el culo”, dijo aquél. Mientras el barbero se limpiaba y se secaba con una toalla, Manolo me preguntó: “¿Qué, valía la pena apuntarte?”. “¡Y tanto! ¡Vaya tío!”, contesté.

Una buena sorpresa me llevé otro día. Acababa de volver a casa después de hacer unas compras y, como era ya costumbre ineludible, me distraje espiando el patio. Todo parecía estar tranquilo, con mi vecino dedicado a la jardinería, cuando oí una voz bronca y fuerte proveniente de un tipo que enseguida reconocí. “¡Manolo! Por fin me puedo pasar por aquí”. Se trataba del kiosquero al que casi cada día le compraba prensa y tabaco, como acababa de hacer un rato antes, y que no había dejado de llamarme la atención por su aspecto de gorila. Sentado en una banqueta baja, su camisa medio desabotonada dejaba ver el pelambre de pecho y brazos. Y no menos peludas eran las piernas que salían de sus pantalones cortos, con un buen paquete marcado entre sus muslos separados. En esa postura apenas se movía y dejaba que el cliente se sirviera y le entregara el dinero. Esta pasividad contrastaba con su irrupción precipitada en el patio, aunque con la misa ropa que le había visto hacía poco. A Manolo apenas le dio tiempo de decir “¡Vaya, hombre! Ya pensaba que no ibas a querer nada conmigo este verano”, y el kiosquero ya se había desnudado. Pude ver al completo su tipo bajo, gordo y muy peludo, que confirmaba la impresión simiesca. “¡Joder, no sería por falta de ganas! Es que el chaval se ha ido de colonias y no tenía quien me echara una mano en el kiosco… Pero me he dicho que de hoy no pasaba y le he pedido a la mercera de al lado que me vigile el negocio. Poco rato tengo, así que a aprovecharlo”. Se abalanzo sobre Manolo, que se dejó manosear y hasta chupetear sin contemplaciones. “¡Qué bueno estás, puñetero! Mira cómo me has puesto ya”, exclamó el kiosquero que, al apartarse, enseñó una verga tiesa y dura”. Aunque también vi que Manolo no estaba menos empalmado. Éste preguntó: “Si vas con prisas, querrás que te haga ya lo que tanto te gusta ¿no?”. “¡Cómo me conoces, tío!”, rio el kiosquero, “Es que como me lo haces tú me vuelve loco”. Manolo, sonriendo cachazudo, le dijo: “¡Anda, súbete aquí!”. Él mismo lo ayudó a encaramarse a una banqueta y así equilibrar las alturas. El kiosquero, con su gordura peluda, exhibía la polla rojiza que sobresalía en la maraña de pelos de la entrepierna. Excitado se estrujaba las tetas y Manolo, sin más preámbulos llevó la boca a la polla y la sorbió. “¡Uuuhhh!”, soltó el kiosquero. Manolo le pasó las manos por detrás agarrándose al culo y ya mamó constante. “¡Aj, Manolo, qué boca tienes!”, decía el kiosquero, “Creo que me correré enseguida”. Puso las manos sobre la cabeza de Manolo, que seguía sin inmutarse. “¡Sí, sí, sí!”, gimoteaba. Y poco después tembloroso: “¡Oh, oh, oh!”. Era evidente se estaba corriendo. Cuando Manolo soltó la polla, respiró acompasadamente y al fin dijo: “¡Coño, qué cantidad de leche! Creí que me ahogaba”. El kiosquero se bajó del taburete apoyándose en un hombro de Manolo. “¡Qué gustazo me has dado! Eres único”. Pero enseguida, con cierta desconsideración, añadió: “Perdona que no me ocupe de ti, pero me tengo que marchar ya”. Se vistió rápido y Manolo, con bondadosa socarronería, lo despidió: “¡Hala! Que ahora irás más ligero de peso”.

Una vez más pude confirmar la disponibilidad de Manolo para satisfacer a sus amigos, sin exigir nada a cambio. Sin embargo no me extrañó demasiado que, en cuanto se quedó solo, hiciera señas hacia mi ventana en una clara indicación de que bajara. Recordé que en otra ocasión ya había recurrido a mí al haberse quedado con ganas de hacer una mamada, y ahora estaba yo dispuesto a hacer lo que el kiosquero había dejado pendiente. Pero antes, con la confianza que se había asentado en nuestros encuentros, no perdió ocasión de sonsacarme comentarios de su última visita. Por supuesto le dije que conocía de sobra al kiosquero y lo impresionante de su aspecto, que confirmé al verlo desnudo. Manolo me explicó: “El hombre está un poco acomplejado. Considera que tan pequeñajo y peludo no resulta demasiado atractivo. Como lo trato muy bien, me ha tomado mucho afecto… Y no creas, que da gusto meterle mano”. “Si ya vi que tú también te empalmabas…”, comenté. “¡Claro! Y se la chupé con ganas”, afirmó rotundo, “Prefiero un hombre así que a un flacucho lampiño". Por mi parte precisé: “Si no lo estoy menospreciando… Cuando lo veo en el kiosco no deja de ponerme cachondo”.  Ya arrimé el ascua a mi sardina. “Aunque con la prisa que tenía te dejó un poco colgado ¿no?”. “Bueno, una visita rápida. Lo justo para desahogarse”,  lo disculpó Manolo. “Pues yo no tengo prisa…”, dejé caer. “Ya que has bajado…”, dijo el insinuante. “Mejor di que me has hecho bajar”, le repliqué. Pero ya me había levantado y le estaba acariciando las tetas. Él se esponjó como un gato mimoso y dijo: “¿Quieres que también me suba a la banqueta?”. Me resultó atractiva la idea de remedar lo que habían hecho ellos “¡Venga, arriba!”. Verlo allí encima ofreciéndoseme me dio un calentón e hice lo mismo que había hecho él con el kiosquero. Lo abracé agarrándome a su culo y me metí la polla en la boca. Noté cómo se endurecía del todo y la mamé con vehemencia. Manolo me dejaba hacer relajado con los brazos en jarra. Si elevaba la mirada, su recia figura velluda me avivaba el deseo de que se vaciara en mi boca. “¡Qué bien lo haces, Daniel!”, “¡Uh, me está viniendo!”, iba diciendo él, y yo notaba el temblor de su corpachón. Cuando empezó a correrse apreté los labios en torno a su polla y fu saboreando la leche al tiempo que la tragaba. “¡Qué a gusto me he quedado!”, exclamó. Bromeé satisfecho. “Lo que no te ha hecho el kiosquero, aquí estaba el vecino para arreglarlo”. Enseguida me dijo solícito: “¿Y tú qué? ¿No necesitas nada?”. Me vino una idea a la cabeza y la expresé: “¡Sí! Quédate ahí subido, que me la quiero menear mirándote… Lo he hecho tantas veces asomado arriba, que aprovecharé tenerte tan cerca”. Sonrió por mi capricho. “¡Pues hala; tú mismo!”. Volvió a poner los brazos en jarra y separó un poco las piernas. Contemplando su voluptuosa figura me hice una paja deliciosa.

Otro día en que bajé para pasar un rato con Manolo, me preguntó: “Habrás conocido al dueño de bar ¿verdad?”. “¡Uy, desde luego!”, contesté enseguida, “No me digas que también pertenece a vuestra mafia”. Manolo se rio. “¡Cómo no! Cualquiera desperdicia a un ejemplar tan exótico”. “¡Y que lo digas!”, afirmé, “La de veces que me he extasiado mientras me tomo un café observando su aspecto y sus brazos poblados de ese vello rojizo”. Porque se trataba de un hombre grandote y de abundante pilosidad con una particularidad inconfundible, ya que era intensamente pelirrojo. Manolo explicó: “Es de origen escocés, afincado aquí desde hace muchos años… Es de los tíos más buenos de todo el pueblo… y de calentorro no te digo”. “Mejorando lo presente”, dije para alagarlo, pero con sinceridad. Manolo volvió a reír. “A mí ya me tienes catado pero ¿no te gustaría venir con él un día?”. “¿Venir? ¿Como hicimos con el barbero?”, pregunté interesado. “¡No! Que lo traigas tú”. “¿Así por las buenas?”, pregunté extrañado. Manolo parecía verlo muy fácil. “¡Mira! Ahora te vas al bar, que a esta hora estará con poca gente, y le dices al dueño que le llevas un recado de mi parte”. “¿Qué recado?”, volví a preguntar sin entenderlo demasiado. “Que tengo muchas ganas de que venga a verme… Él ya sabrá para qué”, dijo sonriente. “¿Y yo qué pintaré en eso?”, insistí. “¡Usa tu imaginación Daniel! ¿Cómo crees que funciona esto que tú llamas mafia? Con insinuaciones y sobreentendidos”. Seguía estando perplejo, pero me animó. “¡Anda, échale huevos! Os quiero tener pronto a los dos aquí”.

Con la cabeza hecha un lío me encontré en la calle camino del bar. No sabía cómo iba a salir del papelón que Manolo me había asignado. Vi por la cristalera del bar a su dueño y entré tratando de controlar mis nervios. Éstos no impidieron sin embargo que me reafirmara en lo bueno que estaba aquél hombre, que arremangado limpiaba la barra con un paño. Había pocas mesas con gente y me coloqué directamente ante él. “¿Qué le pongo?”, me preguntó servicial. Pedí un café y, mientras lo preparaba, traté de aclarar mis ideas para lanzarme al ataque. Primero había que pegar la hebra, así que dije: “Está tranquilo esto hoy”. “Sí, cosa rara”, contestó, y se fijó más en mí, “Usted ha venido más veces ¿no?”. “Sí. Estoy pasando unos días en el pueblo”, contesté. “No hay muchas distracciones aquí”, dijo irónico. “Siempre se encuentra algo”, dejé caer. No quise que se creara un silencio y dejara de atenderme, por lo que me apresuré a entrar en materia. “Por cierto, he conocido a un tal Manolo…”. “¿Manolo?”, preguntó prestando interés. “Sí. Que tiene una patio muy bien cuidado”, añadí. “¡Claro, Manolo! Si somos la mar de amigos”, reconoció. “Ya lo suponía, porque precisamente hace un rato estuve con él y, al decirle que venía al bar, me ha pedido que le dé un recado”, recité mi guión. “¡Ah, vaya! Qué querrá Manolo”, exclamó divertido. “Pues dice que a ver si se pasa un rato por allí”, solté el mensaje. “Sí que es verdad, que lo tengo pendiente”. Pensó un poco y añadió: “Va a ser un buen momento. Enseguida vendrá el camarero y podré dejarme caer”. “Se va a poner muy contento”, dije con segundas. Como la misión estaba cumplida, aunque me temía que mi papel se fuera a quedar en el de mensajero, pregunté: “¿Qué se debe?”. Me sorprendió que contestara: “Invita la casa”. Y más me gustó todavía que dijera sonriente: “Estarás también allí ¿no?”. “¡No lo dudes!”, me salió del alma.

Cuando volví a casa Manolo, quise hacerme el interesante. Con cara de circunstancias dije: “Ya ves, vengo solo”. Mostró extrañeza. “No será que no te has atrevido ¿verdad?”. “Cumplí al pie de la letra tu recado”. “¿Entonces?”, insistió. Ya sonreí. “En cuanto deje el bar en manos del camarero aparecerá por aquí”. “¡Buen trabajo!”, exclamó. Pero aún preguntó: “¿Y tú qué?”. “Parece que no le importará que os haga compañía”. Me abrazó contento. “¿Qué te dije? Así funcionamos aquí”, añadiendo: “¡Anda! Quítate la ropa para que le causemos buena impresión”. Solo de pensar que dentro de poco iba a estar allí ese pedazo de hombre para darnos guerra me entró una excitación tremenda. Resultaba también que en mi vida había visto desnudo a alguien tan pelirrojo como él y además tan velludo, lo que aumentaba mi curiosidad. Cuando Manolo vio que estaba empalmado, se rio. “A ver si me voy a poner celoso”. “¿Acaso contigo no me empalmo también?”, repliqué y me eché sobre él. “Podemos crear un poco de ambiente ¿no te parece?”. Con mis sobeos, que acogía gozoso, no tardó en estar tan en forma como yo. “Verás cuando nos pille así… Ya te dije que es un lanzado”. Acababa Manolo de hacer este cometario cuando oímos: “¿Quién es el lanzado?”. El del bar había entrado sigiloso y, tal como lo había visto hacía poco, nos miraba divertido. Manolo lo saludó sin soltarse de mí. “El reclamo que te he mandado ha surtido efecto ¿eh, Alec?”. “No iba a dejar que os pusierais las botas sin mí”, dijo el nombrado Alec. Manolo me pasó un brazo por los hombros afectuosamente. “No sabes lo impresionado que tienes al amigo Daniel por tus colores”. “Ya me parecía a mí que no venía al bar solo para tomar café”, rio Alec, que añadió provocador: “Pues si quieres investigar más a fondo aquí me tienes”.

Se plantó en una evidente incitación a que fuera yo quien le quitara la ropa. Manolo me dio un empujoncito. “¡Hala, a pelar la panocha!... No sabes cómo le pone”. Me acerqué a Alec con la erección que aún mantenía. Él murmuró un “¡Uh!”, esperándome en una actitud  de brazos caídos. Pero la forma en que me sonreía con su rostro arrebolado y bien rasurado, enmarcado por un denso cabello flamígero cortado al cepillo, hacía que me diera vueltas la cabeza. Mi primer impulso fue llevar las manos a los brazos arremangados para acariciar aquel vello que tanto había llamado mi atención. Vi también más de cerca el vello anaranjado que le asomaba por el escote de la camisa con un par de botones desabrochados. “¡Adelante!”, me invitó. Acabé de abrir la camisa y tiré de los faldones para sacarlos de dentro del pantalón. Se la deslicé por los hombros, recreándome en el conjunto de sus pronunciadas tetas que descansaban en la oronda barriga, todo ello poblado por su colorido vello. No me resistí a ponerle las manos sobre el pecho, pero Manolo, que en todo este tiempo había estado a nuestro lado meneándosela con complacencia, dijo ahora con cierta impaciencia: “¡Eso luego! Sigue, que aún hay más cosas”. Solté ya el cinturón y bajé la cremallera. Me dio escalofríos palpar la intimidad de su entrepierna. Cayeron los pantalones y apareció un eslip blanco con un prometedor abultamiento y que, al haberse desencajado, dejaba escapar el rojizo pelambre. No quise prolongar la demora y eché abajo el eslip, deslizando las manos por los cálidos y velludos muslos. Una poderosa polla parecía desperezarse al quedar liberada. “¡Wow!”, solté, y Alec aprovechó mi pasmo para desprenderse de la ropa por los pies.

A pesar de lo caliente que me habían puesto tan lúbricos trabajos manuales, no quise acaparar al dueño del bar. Al fin y al cabo había venido para ver y estar con Manolo, y yo no era más que un añadido novedoso. Sin embargo Manolo, no menos excitado que yo y orgulloso de la excelencia de su amigo, agarró a Alec y, haciéndole dar la vuelta, le dio una palmada en el culo. “Esto no lo has visto todavía”, dijo dirigiéndose a mí. Desde luego merecía la pena no perderse esa espalda recia, también velluda, que se prologaba en un culo espléndido cuya raja se marcaba rojiza. Alec reaccionó ya. “¡Bueno, que no soy un mono de feria!”. Entonces hizo algo que me llevó a caer en la cuenta de que nunca habíamos llegado a hacer, a pesar de nuestros ya frecuentes y afectuosos encuentros, Manolo y yo, y tampoco se lo había visto hacer con sus otros visitantes. Nos echó los brazos sobre los hombros y atrajo nuestras caras a la suya. Pegó los labios, primero a  los de Manolo y luego a los míos, hurgando con la lengua para abrirnos lar bocas. Ya nos fundimos en un  ardoroso morreo a tres, enredando las lenguas y entrando en las bocas. Buscando aire, me fui deslizando hacia abajo hasta quedar en cuclillas. Encarado a las dos espléndidas y duras pollas, me puse a chuparlas en una febril alternancia. Por arriba ellos seguían metiéndose mano con unos murmullos voluptuosos que aún me excitaban más.

Procuré calmarme y me salí de entre sus piernas. Entonces la imagen de machos desbocados que me ofrecieron me subyugó. Sus formidables cuerpos entrelazados contrastaban entre sí, el más tostado y de vello oscuro de Manolo, y el rosáceo y de vello rojizo de Alec. Se  dieron cuenta de mi exclusión y Alec tuvo el detalle de decirme: “Perdona, pero es que le tenía muchas ganas”. “Y Manolo a ti”, contesté, “Ya se nota y me encanta veros”. Tuve recompensa porque Alec me tomó de los hombros e hizo que me sentara en el borde de la mesa. Me separó las piernas y se puso a chupármela. Se acercó también Manolo y mi polla entonces fue pasando de una a otra boca. Me hacían sentir un placer tan intenso que, sin poderme controlar, me sobrevino una prematura corrida. Ellos la recogían con sus labios y su lengua, y yo gemía no solo por la fuerza del orgasmo, sino también avergonzado por mi inoportuno anticipo.

Momentáneamente fuera de juego, tuve la compensación del tremendo morbo que irradiaba el juego voluptuoso en que se enzarzaron los dos hombretones. Alec ocupó mi puesto sobre la mesa, pero vuelto de espaldas y ofreciendo el culo a Manolo. “¡Fóllame como tú sabes!”. Manolo se volcó sobre él y le dio una certera estocada. “¡Oh, cómo me gusta!”, exclamó  Alec. Los dos cuerpos se acoplaron con un vaivén frenético y un entrecruce de murmullos y  resoplidos. Alec parecía enrojecerse aún más aplastado sobre la mesa, mientras Manolo lo cubría con contracciones del culo para impulsarse. Alec seguía con la polla tiesa, que se agitaba con las arremetidas. A Manolo se le notaba ya a punto de desbordarse, tensándose todo él y bufando con intensidad.  “¡Ay, me corro!”, soltó jadeante. “¡Uuummm, sí, hazlo!”, alentó Alec. Manolo se descargó con los seguidos espasmos que ya le conocía y, al terminar, emitió una mezcla de bramido y silbido. “¡Uf, cómo me has puesto, rubio!”. “¿Y tú a mí qué? Me has inundado por dentro”, replicó Alec mientras se levantaba. Trastabillando buscó una butaca y se dejó caer despatarrado. Su polla se elevaba magnífica. Se la acarició con la evidente intención de masturbarse tras la excitación de la follada. Pero de pronto se fijó en mí y sonriendo me dijo: “¿Me ayudas?”. Aunque me pilló por sorpresa, mi deseo no podía ser otro y me lancé a introducirme entre sus piernas. Él ya soltó su polla ofreciéndomela. La froté suavemente mientras con otra mano jugueteaba por su rojizo pelambre y palpaba los huevos. Manolo, que se había situado por detrás,  se puso a masajearle y pellizcarle las tetas. Atrapé la polla con mi boca y, al tiempo que chupaba con deleite, mi mirada se extendía por aquel cuerpo cuya dorada vellosidad parecía darle luz propia. Alec murmuraba llevando las manos a mi cabeza. No la presionaba sino que la acariciaba. “¡Uf, Daniel, solo me faltaba esto!”. Su respiración se aceleró y puse los cinco sentidos en completar la mamada. La leche le brotó generosa y la fui bebiendo ávido de ella. Su corrida silenciosa lo dejó como si se hubiera reblandecido todo él.

Me levanté empalmado de nuevo y entonces fue Manolo quien se me ofreció. Y lo hizo de una forma que no podía ser más lujuriosa. Ocupó mi lugar entre las piernas de Alec, que seguía tumbado relajado y sonriente. De pie frente a él se echó hacia delante y se agarró firmemente al respaldo de la butaca. Presentando así el culo, me retó: “¿Te animas?”. ¡Y vaya si me animé! Le pegué una buena clavada y, sujetándome a sus hombros, lo follé arrebatado. Alec allá abajo reía: “¡Seréis cafres!”. A punto estuvimos de derribar la butaca y acabar los tres rodando por el suelo. Pero con la excitación que llevaba acumulada por la mamada a Alec, tardé poco en dispararme. Después de mi doble corrida apenas pude ya mantenerme de pie y tuve que dejarme caer en la butaca que había al lado. “No te quejarás ¿eh?”, se burló Alec. “Tampoco vosotros os habéis quedado cortos”, repliqué. Manolo puso el colofón. “Una visita aprovechada ¿no os parece?”.

Alec tuvo ya prisa por marcharse. Había dejado demasiado tiempo el bar en manos del camarero. Se vistió rápido y bromeó. “¡Qué contento me llevo el culo!”. Al quedarnos solos, Manolo y yo, anonadados, guardamos silencio un rato. Al fin lo rompí yo. “Habéis estado bestiales”. Manolo sonrió y pensó sus palabras. “Merecía la pena tener un buen fin de fiesta”. Lo miré extrañado y añadió: “Mañana es el día en que vuelven mi hija y mis nietos… Se acaba mi verano en libertad”. Tuve que hacerme a la idea de que aquello iba a pasar inexorablemente. No era cuestión de ponerse tristes, así que al marcharme solo pude decir: “Conocerte ha sido maravilloso e increíble”.

Cuando al día siguiente miré por el ventanuco, Manolo estaba en su patio, pero volvía a llevar el viejo pantalón que le había visto al principio de mi estancia. Todavía aproveché el tiempo que me quedaba para concentrarme por fin en el trabajo que me había llevado a buscar un lugar tranquilo y apartado de las tentaciones. Lo cual no podía resultarme sino irónico. No dejé de pasarme de vez en cuando por el bar y Alec me atendía con toda cordialidad… Pero ya no teníamos el patio de Manolo.

7 comentarios:

  1. joder que bueno majo buenísimo me pusiste burro burro cuanto agradezco que volvieses a escribir de nuevo una gozada muchas gracias de verdad muy bueno también el 2 no puse nada pero muy buenos todos gracias majeton un besazo

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  2. Muy bueno, como todos tus relatos, se te echaba de menos, un beso

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  3. muy buenos tus cuentos, hacía mucho que no te leía, pero con estos del patio. chapeau

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  4. Muy buen relato, que gozada, podías hacer que Manolo se pasase algún día por la casa de Daniel. Muchas gracias por estos relatos

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  5. Estupenda serie de 3 capitulos....Me ha encantado...Que morbo, que calentura se coje con estos relatos...Que bueno seria vivir en ese pueblo..jejejeje...o tener hombres asi y de marchosos en mi pueblo...Cuanto me pone estos relato rurales, de pueblo o de campo...Echo de menos un relato de lo mas rural...de agricultores, pastores, ganaderos...etc etc

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  6. Cachondo, y muy bien escrito. Como siempre.

    Welcome back, I'm glad you're feeling better!

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  7. Que rico escribes Víctor. Hasta el sabor le tomé al pelirrojo jijijiji. Muy ricos tus relatos al leerse. Me la pones muy dura cada que leo tus relatos. De los mejores en internet. Saludos y Gracias por compartirnos tus deliciosos relatos

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