lunes, 21 de noviembre de 2016

El ventanuco indiscreto 2


Cuando volví a mi casa me encontraba en un estado de exaltación tremendo. No me podía creer lo que acababa de vivir. Corrí al trastero y miré por el ventanuco. Y sí, allá abajo estaba Manolo con su exuberante humanidad ocupándose de las plantas. En un momento miró hacia arriba y saludó con la mano, como si supiera que lo vería. Habría deseado poder dividirme y, mientras nos metíamos mano, espiar a la vez todo desde mi observatorio. Traté de serenarme y me impuse ocuparme del trabajo que me había llevado a alquilar aquella casa. Pero mi capacidad de concentración estaba anulada y constantemente se me iba la cabeza a las andanzas de mi vecino con sus amistades y conmigo mismo. Por una parte, tenía una morbosa curiosidad por si recibía nuevas visitas, y más sabiendo que él tendría ahora la certeza de mi fisgoneo. Pero más fuerte todavía era mi deseo de volver a estar con él. Sin embargo, el día en que me decidí a realizar ese deseo, antes de bajar miré lo que estaría haciendo Manolo. Mis intenciones se frustraron al comprobar que se me anticipaba una nueva visita. Al menos tuve la compensación de poder presenciar un encuentro de lo más sorprendente.

Manolo estaba efectivamente en el patio tan desnudo como de costumbre. Incluso el gesto que tuvo de acariciarse la polla mientras miraba hacia arriba, lo tomé como una clara invitación. Sin embargo la voz que se oyó, “¡Manolo! ¿Estás ahí?”, le obligó a desviar la vista hacia la puerta. “Para usted siempre, padre”, contestó con toda cordialidad. Quién apareció fue de nuevo un cura. Pero no el anciano de la otra vez, sino otro de edad similar a la de Manolo, más bien bajo y rollizo, de rostro arrebolado. No vestía sotana, pero el alzacuello que cerraba su camisa lo identificaba claramente. Manolo, que había empezado a empalmarse con el manoseo que me había dirigido, se le acercó con toda naturalidad. “Me alegro de que se haya animado a pasar por aquí”,  dijo obsequioso. El cura replicó retórico: “Quién se resiste a visitar a un cristiano  que exhibe sus dotes con tanta generosidad”. Se lo comía con los ojos mientras le ofrecía la mano para que ritualmente se la besara. Después de cumplir reverencialmente, Manolo dijo zalamero: “Así que tenía ganas de pasar un ratito conmigo ¿eh, padre?”. “Con lo bien que te portas siempre que vengo…”, contestó el cura pasándole las manos a lo largo de los brazos. “Precisamente hace unos días estuvo aquí el anterior párroco”, le contó Manolo. “¡Lo viejecito que está el pobre! Las monjas con las que vive lo tienen muy controlado…”, comentó el cura, “Espero que lo reconfortaras como tú sabes”. “Hice todo lo posible para que se animara y creo que se fue muy contento”, dijo Manolo. “Tratándose de ti no lo dudo… Pensar que fue él quien nos puso en contacto”, rememoró el cura. “Y aquí me tiene ahora”, afirmó Manolo zanjando los preámbulos. El cura había traído una bolsa de deporte, que empezó a abrir mientras decía: “Ya sabes que necesito algunas fantasías para que nos pongamos a tono ¿verdad?”. “¡Sí, sí! Ya contaba con ello y me presto muy a gusto”, dijo Manolo, que incluso llegó a mirar de soslayo hacia donde debía estar yo. “Siempre te has portado de maravilla conmigo”, reafirmó el cura sacando otra bolsa de plástico más pequeña, que le dio. “Esto es lo que has de usar tú cuando haga falta”. Enseguida añadió: “Si me lo permites, voy a ponerme una ropa más adecuada”. “¡Vaya, vaya, padre! Aquí lo espero ansioso”, aceptó Manolo que lo vio entrar en la casa con la bolsa de deporte. Al quedarse solo, abrió la otra más pequeña y miró su contenido. Aunque me la mostró con humor brazo en alto, estuve seguro de que se reservó enseñarme lo que había en su interior para mantener la sorpresa.

La reaparición del cura fue espectacular. Había sustituido su ropa por un alba eclesial. Que su cuerpo iba completamente desnudo bajo ella quedaba patente por las peculiaridades de la prenda. Pese a mis escasos conocimientos en la materia, estaba seguro de que, en cuanto al largo de la prenda, su talla era bastante más corta de lo correcto. Solo llegaba hasta las rodillas y sus mangas dejaban al aire los antebrazos. Era de un finísimo tejido blanco casi transparente y a partir de la cintura la ornaba un delicado encaje todavía más traslúcido que el resto. Todo ello hacía que las formas rosadas y redondeadas del cura apenas quedaran veladas y hasta el sexo más oscuro se filtraba a través del encaje. En las partes descubiertas de brazos y piernas resaltaba el vello rubio. Avanzó solemnemente con la vista baja y las manos recogidas sobre la barriga. Manolo mostró asombro. “¡Si lleva usted la que yo usaba cuando era monaguillo”. El cura sonrió satisfecho: “¡La misma! Mi predecesor la conservaba como recuerdo tuyo y, cuando fue a vivir con las monjas, me la regaló… Como ya eras gordito, me queda bien ¿no te parece?”. “Está usted seductor, padre”, confirmó Manolo. “Pues ahora yo seré el monaguillo y tú quien me seduzca”, propuso el cura. “¿Bajo secreto de confesión?”, preguntó Manolo entrando en el juego. “Si lo cree necesario, padre…”. El cura ya había cambiado el chip y convertido a Manolo en sacerdote lascivo. “Por supuesto, hijo”, afirmó Manolo  ya en la onda. Muy serio apartó de la mesa una butaca y dejó caer en el suelo ante ella un cojín. A continuación se sentó con los gordos muslos separados acentuando toda su impudicia. “Ven aquí, hijo. Arrodíllate ante mí”. El cura dejó caer su rollizo cuerpo sobre el cojín.

Por suerte para mí aquel patio tenía muy buena sonoridad y tanto la voz atiplada del cura como la bronca de Manolo me permitieron no perder detalle de la procaz confesión. Manolo puso las manos en los hombros al cura y lo atrajo hacia él metiéndolo entre sus piernas. “Dime, hijo, cuáles son tus pecados”. “Tengo malos pensamientos, padre”. “¿Y cuál es el objeto de tales pensamientos, hijo?”. “Sabe muy bien que es usted, padre”. “¿Te excitas al verme?”. “No lo puedo evitar, padre”. “¿Ahora lo estás?”. “Compruébelo usted mismo, padre”. Manolo se echó hacia delante y, envolviéndolo con un brazo, bajó el otro para pasar la mano bajo su barriga y palpar por ahí. “Ya lo noto, ya… Y estás provocando que yo me excite también”. “¿Por mi culpa, padre?”. “Voy a necesitar tu consuelo, hijo”. Manolo cambió de postura y se despatarró con una notoria erección. “Reclina tu cabeza en mi seno, hijo”. “Me da miedo lo que veo entre sus piernas, padre”. “No temas nada de mí… ¡Ven!”. Manolo forzó la cabeza del cura hasta ponerla sobre su entrepierna. No pude ver exactamente lo que sucedía, pero Manolo era muy explícito. “¿Qué son esas lamidas que noto?”. “¿Te estás metiendo mi sexo en tu boca?”. El cura no contestaba, afanado en la mamada. “¡Cómo eres! Estás haciendo que peque yo también”. Pero Manolo sujetaba la cabeza del cura, mirando hacia donde sabía que yo estaría.

No era momento de que el cura llegara hasta el final y Manolo controlaba los tiempos. “¡Para, hijo, para, que me pierdes!”. Tiró del cura. “¡Ven sobre mi pecho!”. Fuera de sí, el cura se le echó encima, con el alba ya descolocada y el gordo culo sonrosado al aire. La tomó con las tetas, que sobaba y chupeteaba ansioso. “¡Muerde, castígame!”, lo incitaba Manolo. Pero de pronto su actitud cambió y, empujándolo con una moderada violencia, se lo quitó de encima. “¡Aparta ya y deja de manifestar tanta lujuria! Te castigaré como te mereces”. El cura salido suplicó: “¡Sí, padre, aplíqueme usted una penitencia!”. Manolo se levantó y, como primera medida, le sacó con cierto cuidado el alba. “No eres digno de llevar esta ropa”. Seguramente se trataría de no estropear tan delicada prenda. El cura, ahora en cueros, se encogió tapando sus vergüenzas. “¡Me ha dejado desnudo ante usted!”, lloriqueó. “¡Más debiera avergonzarte haber abusado de mi buena fe!”, le espetó Manolo. Éste, con un pie, apartó el cojín que había usado el cura en su confesión. “Arrodíllate ahí con las manos en la cabeza, mientras preparo tu castigo”, ordenó. El cura obedeció más excitado que asustado. Tuve ocasión de observarlo y, de un físico bastante distinto al de Manolo, resultaba también apetitoso. Las formas redondeadas de sus carnes claras de piel estaban cubiertas en gran parte de un vello dorado que, al espesarse en las exilas y el pubis, se tornaba más intenso. Entre sus muslos torneados se abría paso la bolsa de los huevos, sobre la que se alzaba la polla corta pero tiesa.

Entretanto Manolo estaba sacando el contenido de la bolsa. Primero fueron dos muñequeras de cuero que tiró delante del cura. “¡Ponte esto!”, mandó. El cura bajó las manos y, tembloroso, obedeció. Luego Manolo sacó un candado, lo abrió  y volvió a ordenar: “Extiende las manos juntas”. Pasó el candado por las argollas de las muñequeras y lo cerró. “¡Ahora arriba!”. El cura se levantó con dificultad, a punto de perder el equilibrio. “¡Avanza!”. Manolo lo empujaba por el culo hacia un lado del patio. Allí cogió una soga larga que fue pasando entre las muñequeras, que le tendía dócilmente el cura. Subido a un taburete pasó los dos tramos de la soga por encima de una viga. Tiró de ellos  hasta que el cura tuvo los brazos alzados al máximo, sin que llegara a colgar. Atirantada la soga, la ató firmemente a un poste. “¿Qué me va a hacer, padre?”, preguntó el cura dramático. “¡Lo que mereces!”, zanjó Manolo. Porque lo último que éste sacó fue un cilicio de cuerdas con varios ramales trenzados. No pude menos que sentir escalofríos ante lo seria que parecía ir la cosa. Manolo esgrimió aparatosamente el instrumento ante el cura, que exclamó: “¡Sí, sí, azóteme, padre!”. Pensé que tal vez se trataría de un simple ritual,  porque Manolo dio unos primeros zurriagazos no muy fuertes en el culo. Pero el cura reclamó: “¡No sea tan benévolo, padre, haga que me queme!”. Manolo se aplicó entonces hasta enrojecerle los cachetes y el cura resistía emitiendo gemidos. Cuando debió considerar cumplido el trámite, Manolo se detuvo y preguntó: “¿Has tenido ya suficiente castigo?”. El cura, con la voz entrecortada, contestó: “Es usted muy indulgente conmigo, padre… Pero merezco que el ardor que me ha causado deje también huella en mi interior”. “¿Estás insinuando que te he de penetrar?”, preguntó Manolo detrás de él. “Solo con ese gesto suyo me sentiré en paz”. “Si es así, tendré que sacrificarme”, aceptó Manolo y rápidamente desmontó el tinglado. El cura, bajados los brazos todavía sujetos por el candado, tuvo que apoyarse en el poste para reponerse.

Como quien cumple un amargo deber, Manolo tomó por el cogote al cura y lo llevó hasta la butaca. Lo empujó para que cayera de rodillas dando la espalda. Al tener impedidas las manos, el cura tuvo que ayudarse con los codos para equilibrar el cuerpo y acabó pasando los brazos por encima del respaldo, al que se sujetó por las axilas. Manolo, a quien el trasiego que había llevado le había aflojado la polla, encontró pronto la forma de reanimarse. Desde luego el culo en pompa del cura, orondo y de dorado vello, ilustrado además con las rojeces de los azotes, debió parecerle un goloso manjar. Empezó a sobarlo y estrujarlo, sin atender a los gemidos  de dolor que, por la irritación de la piel, arrancaba al cura, y que más bien lo enervaban. Abrió la raja con las dos manos y hundió la cara en ella. Las lamidas que le estaría dando las glosó el cura. “¡Oh, padre, qué bien me trata!”. Manolo se apartó para trabajar el ojete con los dedos y, cuando el cura imploró “¡Poséame, padre!”, ya tenía la polla dura como una piedra. Se dejó caer sobre el culo con todo su peso y el cura exclamó: “¡Qué dulce castigo, padre!”. Zumbaba con tanta energía que había de sujetar la butaca por los brazos para que no se tumbara. El cura, bien encajado en ella, deliraba de placer. “¡Cómo me llena, padre! Ahora sí que ardo por fuera y por dentro”. “Te voy a dar todo lo que tengo”, avisaba Manolo. “¡Sí, sí, padre, lo espero anhelante!”, reclamaba el cura. La descarga tuvo que ser tremenda, porque Manolo no paró de dar sacudidas con todo el cuerpo durante un rato totalmente acoplado al cura. Sus roncos bramidos se mezclaba con los trinos llorosos de follado.

Cuando al fin se apartó respirando pesadamente, Manolo fue el que cambió ahora el chip al preguntar: “¿Se ha quedado a gusto, padre?”. “¡Te has superado, Manolo!”, contestó entusiasmado el cura. Como éste había quedado inmovilizado, Manolo enseguida dijo: “Un momento, padre, que le abriré el candado”. Sin embargo, cuando buscó en la bolsa de la que había sacado el material, estaba vacía. “Aquí no está la llave, padre”, dijo extrañado. “¡Ay, Manolo, no me gastes esas bromas!”, replicó incrédulo el cura. “Que no, que no está”, insistió Manolo que debía atribuirlo a un descuido de aquél. “¡Vaya problema!”, se espantó el cura. Pero Manolo trató de calmarlo. “Miraré en la bolsa grande que ha dejado dentro”. “¡Sí, por favor, Manolo!”, agradeció el cura, “Pero antes ayúdame a bajar de aquí”. Manolo lo manejó con presteza pero al ir dejarlo sentado, dio un respingo a causa de su culo lacerado. “¡Uy! Mejor me pones de pie”. Allí quedó el cura en pelotas con las manos ligadas sobre la barriga y expresión compungida, mientras Manolo iba a indagar. Para alivio de ambos no tardó en volver sonriente con una llave en la mano. Pudo por fin abrir el candado y el cura reconoció contrito: “Habré de ser más cuidadoso con estas cosas”. Ya fue a vestirse y, al reaparecer más tranquilo, dijo: “¡Me has hecho pasar un rato inolvidable, Manolo… Como siempre contigo”. “El placer ha sido mío, padre”, contestó Manolo educadamente. Al despedirse el cura comentó: “Ahora tendré que darme un largo paseo antes de poderme sentar”.

Entre la excitación reprimida al frustrarse mi visita por la aparición del cura y el increíble espectáculo que acababa de contemplar, estaba de una calentura que me urgía liberar. Pero, a punto de hacerme una buena paja, vi que Manolo me hacía señas para que bajara. Después de lo realizado, no pensé que tuviera la misma necesidad que yo, sino que tal vez le divertiría que comentáramos su encuentro. Desde luego no dudé en desplazarme a su casa. Entré directamente al patio y me recibió con su lujurioso exhibicionismo sonriendo socarrón. “¿Te has escandalizado con lo que acaba de pasar?”. “Tratándose de ti y tus amistades, ya poco me puede escandalizar… Pero hay que ver cómo está el clero en este pueblo”, contesté. “Caprichosillo el de hoy ¿eh?”, me pinchó. “Desde luego le has dejado el culo hecho un poema”. “Ardiendo por fuera y por dentro, como él quería”, recordó Manolo, aunque en su tono no había sombra de burla. “Y tú siempre dispuesto a que queden contentos”. “Es la gracia ¿no? Variedad y calentura a tope”, afirmó como lema de la casa, y añadió: “Ahora me iba a tomar una cerveza, que me la he ganado ¿Te apuntas?”. Acepté por supuesto y enseguida estuvimos sentados frente a frente, departiendo como si nos conociéramos de toda la vida. Sin embargo, me sentí incómodo al conservar mi ropa contrastando con su desnudez. “¿Te importaría que me ponga como estás tú?”. “¡Faltaría más!”, se rio, “Además ya has visto que en este patio parece que haya un aspirador que deja en pelotas a la gente”. Más relajado, sabiendo que el tema del día daba más de sí, comenté: “Pues este curita, caprichos aparte, estaba la mar de rico”. “¿Verdad que sí? En cuanto llegó de nuevo párroco nos liamos… Luego ya perfeccionó los juegos que nos traemos”. “Te recomendó el párroco anterior ¿no?”. “Cierto… Ya oíste que fue mi mentor en estos asuntos desde que era monaguillo”. “Entonces, lo del alba no era simplemente parte del atrezo…”. “¡No, qué va! Para ellos es como una reliquia. Lo usaba de monaguillo, claro que con ropa debajo”, rio, “Aunque también llegó a ponérmelo como has visto antes”. “Al cura de hoy le venía algo corto”. “¡Claro! Y eso le da más morbo ¿no?... Yo era más chaparro, pero de gordo estaba más o menos como él”. “A la vista está que creciste a lo alto y a lo ancho”, dije como piropo. “En años también…”, añadió Manolo, “Es lo que hay… y parece qué te gusta”. “¿Lo dudas?”, repliqué lanzándole una mirada de deseo.

No dejamos de comentar por supuesto la otra novedad del día. Sobre ello pregunté: “¿Cómo te has sentido al estar ya seguro de tener un mirón?”. “¡Uy! Viste que te tenía en cuenta ¿no? Me ha hecho muchísima gracia y me calentaba aún más”. “Y lo ha pagado el culo del pobre cura”, añadí riendo. “¡Pues no le ha encantado ni nada comprobar lo sobrado que iba yo hoy!”, replicó Manolo. “Yo también me excito más desde que veo que me estás dedicando el numerito”, reconocí, “Aunque hoy tenía intención de venir, pero me frené a tiempo al ver que aparecía el cura”. “¡Vaya! No me habría importado que te adelantaras. El cura no se hubiera escandalizado si nos pillaba en acción, pero es de los que preferiría dejarlo para otro día”. Manolo dio un largo trago a la cerveza y se quedó pensando. Al fin dijo: “Así que hoy te has quedado con ganas ¿eh?”. “Bueno, otra vez será, si tú también quieres”, contesté educado. “Pero ahora estás aquí…”, dijo insinuante. “Cuando me llamaste, también me apeteció cambiar impresiones contigo, aunque estés ya cansado”. “Cierto. No estoy para repetir una sesión acalorada… Pero el cura al final, con el culo contento y el susto del candando, ya no necesitó más. Se la habrá meneado mientras espera poder sentarse… Y yo me he quedado sin beber leche”.  Esto último lo remarcó con toda intención, y nada más oírlo se me reavivó la excitación. Sin embargo puse cara de no haber captado el mensaje para asegurarme de si iba en serio. Y el muy ladino lo iba a confirmar con creces. Acentuando su pose siempre carente de cualquier pudor, me provocó a conciencia. “¿Es que ya no te pones cachondo cuando estamos los dos y necesitas que te dé el espectáculo con otros?”. “¡Serás canalla!”, dije poniéndome de pie y tocándome la polla en sus narices, “Encima de que me estoy aguantando las ganas por no darte trabajo extra”. Rio tirando de mí. “Te pierde la prudencia, Daniel… ¡Anda, ven aquí!”. Ni me acordaba que le había dado ese nombre, pero el subidón que me entró no tenía nada de falso cuando, echado hacia delante y agarrado a mis caderas, le dio un chupetón a mi polla, a la que le faltaba poco para estar a la dureza máxima. La mamada fue rápida porque, entre lo cargado que yo venía y la técnica depurada de Manolo, mi aguante se quebró pronto. “¡Joder, que me voy!”, exploté. Manolo no me soltó hasta que hubo tragado hasta la última gota de leche. Me tambaleé cayendo de nuevo en la butaca, mientras él decía: “Una buena ración… Ya he completado el día”. “¡Y yo!”, jadeé.

Con la confianza que se había producido entre nosotros, me quedé un rato más. La hiperactividad sexual de Manolo se convertía en un saco de sorpresas y no se iba a limitar a dejarme como mero observador privilegiado del desfile de conocidos por su patio. Así me dijo: “¿Sabes uno que se dejará caer por aquí un día de estos?”. Puse toda mi atención. “El barbero del pueblo de toda la vida. Ya cerró la barbería y está retirado. Pero en sus tiempos, en la trastienda, se pasaba por la piedra a medio pueblo. Mejor dicho, se lo pasaban por la piedra a él. No he conocido un tío con un culo más voraz… Su lema era: mejor dos que uno y mejor tres que dos”. “¿Y sigue en ese plan?”, pregunté. “Desde luego, está en plena forma. Nunca falla cuando sabe que estoy solo. Si me encuentra acompañado se pone la mar de contento”. “¿Me cuentas esto porque estás sugiriendo un trío?”, fui claro. “¿Tú qué crees, listillo? Si te apetece, claro”. “Pero para que un trío funcione tiene que haber un cierto feeling entre todos”, alegué. Enseguida tuvo respuesta. “Para tu tranquilidad, lo podremos hacer aprovechando la vía de comunicación tan original que tenemos tú y yo. Cuando venga él, le diré que probablemente tenga otra visita. No hará falta que te señale como mi vecino mirón…  Tú observas y oyes lo que le cuento. Si te convence, apareces. Seguro que estará encantado, y más por tratarse de alguien nuevo para él”. Para convincente, Manolo, y sus gustos ya los tenía claros. Así que me metió bien adentro el gusanillo del morbo.

4 comentarios:

  1. ¡Qué bien lo habría pasado yo con ese cura!!
    La idea de un barbero como el que supongo aparecerá en breve, rasurando pubis y culos se me antoja de lo más cachondo.
    A ver si no hay que esperar mucho para que aparezca.

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  2. Genial Victor. Como me lo paso con tus relatos. Además están muy bien estructurados

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  3. Cada cual mejor, me lo paso genial con tus relatos

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