miércoles, 25 de noviembre de 2015

El pintor descocado

(Variación sobre uno de los primeros relatos)

Cuando decidí cambiar mi bañera por una amplia ducha, para las obras necesarias me habían recomendado unos paletas de buen precio, rapidez y limpieza. De paso quise aprovechar el inevitable trastorno para dar también un repaso de pintura al piso. Me dijeron que vendría un pintor que trabajaba con ellos. Los primeros eran dos tipos muy serios sin ningún atractivo físico. Siempre me lamentaba en mi interior de la mala suerte que tenía con los operarios que me venían a casa; ni siquiera me podía alegrar la vista. El día concertado llegaron ambos para iniciar el trabajo, pero poco después apareció un tercero, que me presentaron como el pintor. Y ahí dejé de quejarme del destino. Era un tipo gordote  de unos cincuenta y pico de años y aspecto rudo, aunque muy simpático y dicharachero, en contraste con sus compañeros. Yo me recluí en el despacho, que quedaría para el final, aunque daba paseos para supervisar el trabajo. Pero esas salidas se hicieron más frecuentes a partir del momento en que vi al pintor en acción. Como ropa de faena se había puesto una camiseta encogida por los lavados, que le marcaban las gruesas tetas, y un pantalón corto de chándal muy suelto. Los robustos brazos y piernas lucían bastante velludos. Pero lo más llamativo era que, cada vez que se agachaba, el pantalón se le bajaba y dejaba al aire media raja del culo, voluminoso y peludo. Y eso no una vez por casualidad, sino que parecía tenerlo por costumbre. Pocas veces rectificaba y cuando lo hacía tiraba para arriba del pantalón con tanta vehemencia que,  si lo veía de frente, le marcaba un buen paquete. Pero no se molestaba en ajustarlo a la cintura, por lo que volvía a bajar. Mi interés aumentaba cuando venía a hacerme alguna consulta y, mientras hablábamos, para secarse el sudor de la cara, usaba el borde inferior de la camiseta. No muy higiénico; pero mi mirada viajaba en esos segundos desde la raíz de la polla al pecho descubierto: vientre redondeado sobre la pelambre hirsuta y tetas salidas con pezones oscuros entre un vello recio y con algunas canas. La naturalidad con que lo hacía todo le daba aún más morbo. Al parecer sus colegas debían estar acostumbrados a su indumentaria, porque iban y venían sin prestarle la menor atención.

Cuando los tres acabaron la jornada, los del baño avisaron que al día siguiente no vendrían porque era conveniente que se secara el mosaico que habían instalado. Pero el pintor me aseguró que él sí continuaría. Cuando los vi marcharse con su ropa de calle, me quedé con las ganas de haber mirado cómo se cambiaba el pintor. Pero iba a tener compensación…. En efecto volvió con su sonriente expresividad y me dijo que iría haciendo y procuraría molestarme lo menos posible. No le contesté que de molestia nada por prudencia. El primer sofoco me vino cuando, para cambiarse de ropa, en lugar de irse al baño como los otros, dejó la bolsa en el pasillo y en un instante se quedó en pelotas. Lo veía de espaldas mientras se ponía el pantalón corto y, en lugar de la camiseta del día anterior, otra imperio no menos cutre. El reverso completo del hombre resultaba de lo más tentador. En los primeros movimientos el pantalón ya se bajó y, como esta camiseta era aún más corta, además del trozo de raja de siempre, por delante lucía desde el ombligo hasta los pelos del pubis. Buen comienzo para su trabajo en solitario.

Sin dejar de hacer sus cosas, se notaba que tenía ganas de charlar y yo le seguía la corriente impulsado por mi calentamiento. Me contó que tenía dos hijos y que le habría gustado seguir en el pueblo, pero en la ciudad había más trabajo. Subido a una escalera y poniendo las cintas protectoras del techo, la caída del pantalón llegó a límites alarmantes. El recurso de soltar una mano y dar un tirón para arriba tenía una breve eficacia. No pude reprimirme y le dije: “Quiere que le deje algo para sujetarse el pantalón… No vaya a enredársele y se caiga”. Él se rio y, como si no hubiera oído mi oferta, comentó: “Mis colegas se meten conmigo por eso… Pero, si pudiera, no me pondría nada, que es como más cómodo me siento… En mi casa siempre lo hago todo en cueros”. No podía desaprovechar la oportunidad, así que, con el tono de mayor indiferencia posible, dije: “Hoy sus colegas no están y, por mí, puede trabajar como se sienta más a gusto… No doy importancia a eso”. Reaccionó enseguida. “¡Vaya, gracias! Si es lo que yo digo: todos tenemos los mismo”. Bajaba de la escalera dispuesto a ponerse cómodo tal como él lo entendía y, para reforzar mi actitud, dije: “Si quiere lo dejo solo…”. Me interrumpió. “¡No, hombre, no! Que está usted en su casa”. En éstas ya se había quedado en cueros vivos y, para colmo añadió: “Además me gusta la compañía… Si no tiene nada mejor que hacer”. Me reí para aliviar lo nervioso que estaba. “Es usted de lo más divertido… En pelotas y pegando la hebra”. Le hizo gracia mi comentario y replicó volviendo a trepar por la escalera: “Gordo y feo pero ¿de qué hay que avergonzarse?”. El culazo peludo sobre los muslos recios casi me quedaba a la altura de la cara y para congraciarme mientras lo contemplaba dije: “Yo siempre voy a playas nudistas. Es donde mejor se está”. “Me costó trabajo convencer a mi mujer, pero ahora también vamos”. Se interrumpió y se giró hacia mí. Ahora lo que tenía cerca de la cara era un conjunto que no se lo saltaba un galgo. Unos huevos gordos enmarañados de pelos y un pollón ancho a medio descapullar. “Fíjese lo que le voy a contar… Una vez nos metimos mi mujer y yo entre unos pinos y me puse a follármela. En plena faena levante la cabeza y vi a un tío que nos estaba mirando. No le dije nada a ella y seguí tan pancho. El tío hasta se hizo una paja ¿Creerá que me puso más cachondo?”. “Esas cosas tienen su morbo”, dije con la boca pastosa de excitación. Pero quería aprovechar lo suelto de lengua del hombre y no me privé de comentarte: “Con eso que tiene usted ahí debe poner bastante contenta a su mujer…”. Se rio de nuevo. “¿Esto?”, y se tocó la polla. “Con el tiempo que llevamos ya de casados, todavía, si antes no me echo yo encima, me lo pide ella… Y de gatillazos, ni uno ¡oiga!”. “Si ya se le ve un hombre vigoroso…”, dije medio embobado. Estaba echado sobre la escalera y la polla le había quedado apoyada sobre un travesaño. “Es que a mí se me levanta enseguida… Nada más que me roce por aquí y se me dispara”. ¿Lo hará o no lo hará?, me pregunté. Pues lo hizo. “¡Fíjese! Sin manos ni nada”. Hizo un movimiento de vaivén y, en efecto, la polla fue desbordando el travesaño. “¿Ve?”. Se separó y se giró hacia mí. La polla, grande y dura, estaba en horizontal. Tuve que esforzarme para no echarle mano y limitarme exclamar: “¡Qué facilidad más envidiable!”. “Cada uno es como es”, filosofó, pero añadió: “Y lo que me dura…”.

Así siguió con lo suyo y yo con la boca produciendo saliva. Pero enseguida recuperó el tema… y ampliado. “Lo único que no consigo de mi mujer es que me la chupe. Para eso es antigua y dice que le darían arcadas con lo gorda que la tengo… Hasta una vez fui de putas solo para eso. Me tumbé con los ojos cerrados ¡y cómo me gustó!”. Se quedó parado unos instantes y añadió: “No sé si contarle otra cosa…”. Dije todo expectante: “A estas alturas no me voy a asustar”. Al fin se decidió. “No hace mucho en el pueblo me encontré con un amigo. Estuvimos bebiendo bastante por varios bares y nos metimos en un callejón para mear. De pronto me bajó los pantalones y, casi sin darme cuenta, se puso a chupármela ¡Mejor que la puta, oiga! …Y con la corrida que le eché en la boca, no me iba a quejar ¿no cree?”. “Una boca es una boca”, sentencié con un brote de esperanza. “Eso me dije yo…”, replicó tranquilizado porque yo no me hubiera escandalizado. Por ello remaché: “Si a él le gustó y a usted también ¿qué malo hay?”. Se quedó pensativo y, cosa rara en él, le costó preguntar: “¿A usted se lo han hecho?”. Estaba claro que se refería a hombres y fui sincero. “Sí… No hablo de oídas”, y me atreví a añadir: “Y lo he hecho”. Puso cara de asombro. “¡Vaya! ¿Quién lo iba a decir?”. “Tampoco lo iría a decir de su amigo y ya ve lo a gusto que lo dejó”, repliqué.

Temí que le fuera a resultar incómodo seguir con su desnudez ante mí. Pero se puso a pasar el rodillo por la pared con aire concentrado. Su silencio era muestra más bien de que la tentación lo estaba rondando. “No se lo habrá hecho a un tipo como yo…”, reflexionó en voz alta. Medité la respuesta. “No me ha parecido que le acompleje su cuerpo…”. “¡Eso no!”, reaccionó. Y hasta hizo una broma que me sorprendió. “Además tengo mucho para chupar”. “Lo mismo pienso yo”, dije en el mismo tono. Su erección, que durante la última parte de la conversación se había atenuado, se reafirmaba con toda evidencia. “¡Uf, cómo me estoy poniendo otra vez!”, casi se disculpó. “Ya se ve lo que le está pidiendo el cuerpo…”, dije persuasivo. “¿Usted me la quiere chupar?”, preguntó dubitativo. “¿Lo tengo que decir más claro?”. Había subido un par de travesaños de la escalera y fue dándose la vuelta para quedar apoyado con los talones y echado hacia atrás. La polla estaba tiesa y palpitante, y él miraba hacia arriba. De buena gana, antes de proceder a lo que me ofrecía, me habría lanzado a sobarlo y chupetearlo por todo el cuerpo. Pero temí que esto le resultara demasiado extraño y solo esperara el contacto de mi boca. Sí que manoseé primero la polla, que latía húmeda en mi mano. Notaba su exuberante humanidad en tensión y, cuando rocé con la lengua el capullo que asomaba casi entero para rebañar el traslúcido jugo que emanaba, se estremeció emitiendo un sordo silbido. Fui metiendo la polla en mi boca poco a poco, al tiempo que la descapullaba por completo. Me llegó al fondo del paladar y succioné con fuerza. Ahora se relajó con la respiración agitada. Ya chupé a conciencia, variando la cadencia y jugando con la lengua. “¡Oh, qué gusto!”, “¡Esto es la gloria!”, “¡Jo, qué boca!”, iba exclamando. Se agarró con fuerza a la escalera y avisó: “¡Hará que me corra!”. Como no alteré mi ritmo, al poco declaró: “¡Pues ahí va!”. No paraba de soltar una leche espesa que me llenaba la boca y a duras penas lograba tragar.

Luego se deslizó de la escalera con una respiración agitada que inflaba su barriga. “¡Qué gusto me ha dado, oiga!”, me agradeció. “Yo también he disfrutado”, afirmé. “Si usted lo dice…”. Pero luego reflexionó. “Lo habrá puesto cachondo ¿no?”. “¡No sabe cómo!”, reconocí. Se mostró comprensivo. “Yo eso no… Pero si quiere le puedo hacer una paja, como hacíamos en el pueblo de chicos”. “¿Lo haría?”, pregunté. “¡Sí, hombre, sí! No soy un desagradecido… ¡Bájese los pantalones!”. Lo hice, algo confundido por el escaso contenido erótico de su ofrecimiento. Al verme comentó: “¡Vaya chirimbolo que se le ha plantado!”. Se puso a mi lado y, sin mirar, alargó un brazo y cerró el puño en torno a la polla. “Le doy ¿eh?”. Tenía la mano muy caliente y frotó mecánicamente. No era muy mañoso, pero no se le podía pedir más. La imagen reciente de su entrega en la escalera puso el resto y no tardé en correrme. “¡Gracias!”, me salió del alma. “¡De nada, hombre! ¿Qué menos?”, dijo limpiándose la mano con un trapo. “Pero esto que quede entre nosotros ¿eh?”, añadió un tanto innecesariamente.

Los días restantes no volvió a quedarse solo. Siguió con su descaro habitual, ante la indiferencia de sus colegas. Pero yo me la meneaba recordándolo con deleite en cuanto se marchaban.

4 comentarios:

  1. gracias de nuevo majo que bue relato ojala me pasara ami algún dia joder que bueno muchas gracias majo eres el puto amo gracias que morbazo

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  2. Que caliente me dejo. No puedo mas, otra paja en el trabajo...

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  3. No aguanto mas de las pajas que me hago, no tengo mas que correrme... Gracias por esto.

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