lunes, 30 de marzo de 2015

El diácono


Diego, acabados sus estudios en el Seminario, había llegado a ser ordenado como diácono, paso previo a su consagración al sacerdocio. Era un joven regordete y risueño que aparentaba menos de los veintiséis años que tenía. De una sólida vocación, se mantenía fiel al voto de castidad que su estado comportaba. Con tesón se había mantenido alejado de las tentaciones derivadas del contacto con el sexo femenino. El apego que había sentido por algunos de sus superiores los vivía más bien como muestra de respeto y deseo de imitación, sin apreciar en ello ninguna connotación de otro orden.

Por su parte, el padre Emilio era párroco en la iglesia de una población mediana. Grueso y superados los cincuenta años, su carácter extrovertido y campechano le había hecho acreedor de mucho predicamento entre sus feligreses. Con el propósito de lograr alguna ayuda en sus tareas de culto y pastorales, acudió al obispo de la diócesis. Le fue asignado precisamente el recién ordenado diácono Diego, que cayó muy bien al padre Emilio nada más conocerlo.

Ambos congeniaron enseguida y, además de sus tareas en la iglesia, compartían la casa parroquial. Ésta era antigua y necesitada de reformas, pendientes del siempre aplazado presupuesto. Como era lógico, el padre Emilio siguió ocupando la habitación más confortable y Diego se instaló en otra más pequeña y algo incómoda. Lo cual no le importó dado su espíritu humilde.

Aparte de esas relaciones cordiales, a un nivel más personal, Diego fue experimentando hacia Emilio, quien pronto le pidió que lo tuteara, la veneración que siempre había sentido por sus superiores. En cuanto a Emilio, la lozanía e incluso candidez de Diego empezaron a remover en su interior ciertas pulsiones poco ortodoxas, que además se hacían cada vez más intensas.

En esta línea, Emilio empezó a desplegar un cierto espionaje de la intimidad de Diego. Más de una vez, cuando oía el sonido de la ducha, había irrumpido en el baño y tras la falsa excusa de “¡Perdona, no sabía que estuvieras aquí!”, aprovechaba para echarle una ojeada antes de volver a cerrar la puerta. Maliciosamente se llegó a alegrar el día en que, tras volver Diego de una excursión con los niños de la catequesis, mostrara un desgarro sangrante en una pierna, producido por una piedra a consecuencia de una caída. Poder decirle “Quítate los pantalones, que eso habrá que limpiarlo y desinfectarlo”, le produjo un gran alboroto interior. De este modo Diego quedó en calzoncillos y se sentó en una silla con la pierna estirada. Emilio pudo aprovechar sus desvelos curativos para palpar la recia y suavemente velluda pierna. Ante la visión del bulto que hacían los calzoncillos enterrados entre los muslos, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para resistir el impulso de echarlos abajo y desvelar su contenido. Diego, ante lo que podía parecer un exceso de celo en el manoseo de Emilio, solo lo interpretó como una muestra de afecto.

Llegó el invierno, que en aquella comarca solía ser bastante frío. Resultaba que a la habitación de Diego no llegaba la calefacción y el pobre había de soportar resignadamente las desapacibles noches. Fue entonces cuando Emilio tuvo una idea, que le trasmitió a Diego. “Esta dichosa casa es un desastre… Me sabe mal que tu dormitorio sea tan gélido. Se me ocurre que podías pasarte al mío, si no te importa. Hay un catre donde al menos no pasarías frío”. Diego, al que en un principio le daba un cierto corte, acabó aceptando la oferta, agradecido por la generosidad de Emilio. Pero resultaba que el catre era duro y demasiado estrecho para el rollizo Diego quien, si bien no tuvo frío, apenas pudo dormir y amaneció con el cuerpo baldado. Emilio tampoco pegó mucho el ojo, pero por otro motivo. Oír la respiración y los movimientos inquietos de Diego, tan cerca de él, lo mantuvo en un intenso desasosiego. Por la mañana le comentó: “Me parece que no has estado muy cómodo…”. Diego reconoció: “Al menos no he tenido frío… Pero igual te he estado molestando”. “En absoluto”, replicó Emilio.

La noche siguiente cada uno volvió a ocupar su cama en la habitación de Emilio. Pero éste, al cabo de un rato, se decidió a dar el paso que llevaba barruntando todo el día. Así que dijo: “Anda, entra en mi cama que estarás mejor… Es lo suficientemente ancha para que quepamos los dos”. Esto sí que sorprendió a Diego, que no se atrevía a hacerlo. Emilio insistió: “¡Venga! No tengas reparos, que te lo pido yo”. Diego ya no pudo menos que corresponder a  ese gesto de confianza. Salió del catre y, con su casto pijama, se deslizó dentro de la cama de Emilio. Se mantuvo lo más apartado posible, pero lo turbó sentir unas palmaditas en el muslo. “Veras qué bien estamos los dos”, decía Emilio. Azorado, a Diego solo se le ocurrió contestar: “Gracias… Buenas noches”. Optó por ponerse de lado dando la espalda a Emilio e intentó conciliar el sueño.

Emilio había quedado preso de una gran excitación, que se le mostraba en la entrepierna con una fuerte erección. Pero asimismo se hallaba sumido en total confusión. Porque estos primeros pasos que había dado lo arrastraban a dar más, y cada vez más descarnados ¿Cuánto podría dar de sí la buena fe de Diego? ¿Y si éste llegaba a plegarse a sus deseos o incluso también los tenía ocultos? Sin poder salir del atolladero mental, se giró acercándose al cuerpo del Diego. Oír su plácida respiración lo enervaba, pero a la vez indicaba que estaba sumido en el sueño. Se atrevió entonces a posarle una mano en el culo, lo que le hizo sentir una especie de descarga eléctrica. Se quedó así hasta que un movimiento inconsciente de Diego lo hizo apartarse. Esa primera noche en que compartían cama no intentó nada más. Mejor aguardar a que Diego asumiera con más confianza la intimidad que así se creaba.

Emilio había conseguido dormirse tardíamente y, cuando despertó, Diego ya se había levantado y sonriente le dijo: “Espero no haberte dado una mala noche”. Emilio respondió: “¡Qué va! ¿Y tú qué tal estás?”. “Estupendamente… Eres muy amable conmigo”. Emilio quiso entender esto como una confirmación por parte de Diego de que no rehuía seguir compartiendo cama.

Esa noche Emilio se fue antes a la habitación sin esperar a que Diego acabara de recoger en el cocina. Se limitó a decirle: “No tardes”. Deseando volver a tenerlo en la cama, le vino además la lasciva ocurrencia de no ponerse el pantalón del pijama. Le satisfizo que Diego ya no dudara en meterse a su lado. Para colmo, agradecido de que compartiera la confortable y abrigada cama, le dijo: “Te portas tan bien conmigo…”. Hasta se atrevió a ser el que le diera una cariñosa palmadita en el muslo. Le extrañó el roce directo de la piel velluda y retiró enseguida la mano. Algo turbado, ya solo dio las buenas noches y se giró de espaldas.

Emilio estaba de nuevo excitado al máximo y llevó una mano hacia la desnudez de sus bajos. Se acarició el pene erecto y de buena gana se habría masturbado de no ser por la agitación de la cama que ello hubiese provocado. Además estaba decidido a un tanteo más osado de Diego. Esperó a que la respiración de éste indicara que se había sumergido en un sueño profundo. En esta ocasión subió con cuidado la chaqueta de pijama y metió una mano por la cintura del pantalón para acariciar el suave culo. De pronto oyó: “¿Qué haces?”. “Nada. Sigue durmiendo”, y siguió con el manoseo. Diego llevó una mano hacia atrás para apartarlo y fue a dar con la polla tiesa de Emilio. Sobresaltado dijo: “Eso que haces no está bien”. Emilio sacó la mano pero se arrimó más y vio llegado el momento de desplegar la argumentación que venía construyendo desde que decidió no seguir reprimiendo su deseo. Dijo con todo cinismo: “Son necesidades que uno tiene”. Diego, desconcertado, se dio la vuelta  de cara a Emilio y le replicó sin mostrar enfado: “Pero nosotros no podemos dejarnos llevar por ellas… y menos así”. Emilio contraatacó: “Precisamente así es como puedo hacerlo yo”. A Diego le sorprendió tanto esto último que se incorporó para quedar sentado. “No entiendo  de qué hablas”. Emilio, sin inmutarse, se dispuso entonces a hacer una pedagogía que resultara convincente para sus intereses. “Veo que eres más inocente de lo que esperaba. Sabes poco de la realidad de la vida eclesiástica…”. Diego no pudo estar más intrigado. Emilio prosiguió: “El voto de castidad se impuso para que los clérigos no formaran familias y procrearan hijos que dificultaran sus tareas. Pero lo que sí se permitió, y se sigue permitiendo, es que las necesidades que tiene todo hombre se satisficieran discretamente entre los propios eclesiásticos ¿Cuáles crees que son las funciones de un diácono?”. “Ayudar y asistir al sacerdote”, recitó Diego. “Pues ahí puede entrar también lo que yo necesito de ti”, añadió Emilio. “Nadie me había hablado antes de eso”, replicó Diego escéptico. “Precisamente por la discreción que lo rodea… Es el sacerdote el que puede hacerlo, si cree que el diácono es adecuado”, siguió fabulando Emilio. Cuando Diego preguntó: “¿Y tú crees que yo lo soy?”, supo que había allanado el camino. “¡Claro que sí! Sabes que te encuentro muy agradable”. A Diego le costaba asimilar que aquello se le planteara como un deber para con su superior. Por otra parte, Emilio ejercía sobre él un sentimiento de adhesión semejante al que le habían inspirado otros prelados y que, en las actuales circunstancias, podía tener una manifestación que hasta entonces había eludido. Por eso su actitud de rechazo inicial se fue debilitando. “Es que me va a resultar muy difícil…”. “Tal vez te parezco demasiado mayor y gordo”, dejó caer Emilio. “¡No, qué va! Eso nunca me provocaría rechazo”. “¿Entonces te atrae?”. “No te diría que no… Pero llegar al sexo…”. Le resultó raro pronunciar esta palabra, aunque era la que planeaba en toda la conversación. “Ya te he explicado por qué está justificado… Para ti sería un acto de servicio”, le recordó Emilio, que veía cada vez más cerca la meta. “No querría tomármelo solo así”, replicó Diego. Pero esta casi definitiva aceptación dio un giro inesperado, porque Diego dijo con tono de súplica: “Te pediría que esta noche nos limitemos a dormir… Necesito poder asimilar algo tan inesperado para mí”. Así pues durmieron, más o menos, pero desde luego sin tocarse.

Al día siguiente se comportaron con total normalidad, sin la menor alusión al tema. Al llegar la noche, Emilio volvió a irse antes a la habitación. Solo dijo: “Mi cama sigue abierta para ti”. Pese a las dudas sobre el comportamiento de Diego, decidió acostarse sin el pijama, pero con la ropa de cama subida hasta el cuello. Le dio un vuelco el corazón cuando Diego abrió la puerta. Sin embargo éste, ya cambiado con el pijama como de costumbre, hizo amago de volver a ocupar el catre. Emilio le preguntó extrañado: “¿No vienes a la cama?”. Diego titubeó y al fin dijo: “Sigo creyendo que no está bien”. Emilio exageró su expresión de asombro y personalizó. “¿Tan desagradable te resulto?”. “No es por ti… Si te agradezco tu sinceridad”. “Entonces no te entiendo…”, insistió Emilio. “Es todo tan extraño… Nunca había tenido dudas sobre lo que consideraba correcto”. Porque en realidad a Diego le inquietaba darse cuenta de que había algo más que veneración y respeto hacia el sacerdote que lo acogía, por más que se lo hubiera negado a sí mismo. Emilio no estaba dispuesto a desaprovechar la actitud dubitativa de Diego. Al fin y al cabo había llegado a ir a su habitación, pese a saber lo que se esperaba de él. En un gesto de osadía apartó la ropa de la cama, desvelando sin pudor su rollizo y peludo cuerpo, en el que destacaba una patente excitación. “¿No ves cómo estoy?”, exclamó en un tono algo irritado. Diego no pudo evitar recorrerlo con la mirada, pero guardó silencio. Emilio pidió entonces: “Al menos podías dejar que te vea yo también…”. La firmeza de Diego se tambaleó y al fin dijo: “Si es lo que necesitas…”. Con manos temblorosas se fue quitando las dos piezas del pijama hasta dejar completamente desnudo su cuerpo relleno y algo velludo. Emilio lo contempló ardiendo de deseo. “Necesito algo más…”, dijo y le tendió una mano. “¿Por qué no vienes a mi lado?”. Diego, en la indefensión que acrecentaba su desnudez, y más allá de su voluntad, le tomó la mano y dejó que Emilio tirara de él hasta hacerlo caer sobre la cama. Diego, no obstante, se mantuvo con un cierto recato, procurando no rozarse con Emilio. A éste, aun ardiendo de deseo, le quemaba también la actitud meramente resignada de Diego. “¿Solo te mueve la obediencia?”, le preguntó. Diego fue ya sincero. “No lo sé. Enséñamelo tú”.

Emilio, una vez que la seducción de Diego había quedado consumada, pensó que, pese a la urgencia de su excitación, no debería abrumarlo con su lujuria. Por ello se volvió hacia él, sin arrimarse demasiado, y se puso a acariciarlo con delicadeza. Por lo demás, el cuerpo redondeado y de piel limpia poblada de un vello suave lo merecía. Repasaba con los dedos los pechos turgentes para irlos resbalando luego por la barriga, donde el vello se aclaraba. Llegó con contención a la zona más íntima, que primero bordeó para rozar los fornidos muslos, en uno de los cuales quedaba la sombra del rasguño que había curado. Diego se dejaba hacer respirando profundamente. Ya Emilio palpó el inerte pene y cosquilleó los testículos. Notó el estremecimiento de Diego, que lo alentó a manosear con más decisión. Le encantó percibir que el miembro acusaba un efecto endurecedor. Por su parte a Diego, cuyo cerebro había quedado lavado a fondo en el rechazo al sexo, le resultaba difícil comprender la revuelta que se estaba produciendo en todos sus sentidos. La hinchazón de su pene, inicialmente estimulada por las caricias de Emilio, se consolidaba ahora con total autonomía y le provocaba una extraña sensación, casi dolorosa, en los testículos. Se oyó a sí mismo preguntar con lengua pastosa: “¿Debo tocarte yo también?”. Nada mejor podía desear Emilio que, no obstante, inquirió: “¿Lo quieres tú?”. “Creo que sí”, respondió Diego, que miraba ahora con nuevos ojos aquel cuerpo más grueso y maduro que el suyo y con vello más poblado y oscuro, que lo atraía con una intensidad desconocida para él. Emilio se tendió complaciente y Diego empezó a remedar las caricias que él mismo había recibido. Se detuvo ante la verga erecta, cuyo capullo rojizo y húmedo desbordaba la piel. “Dime qué he de hacer…”, consiguió pedir para que Emilio le marcara la línea a seguir. “Quiero que tus manos me den calor… Yo te lo daré también a ti”. Como Diego se hallaba erguido sobre las rodillas, Emilio, apoyado sobre un codo, tomo con la mano libre la polla de aquél para frotarla. “Hazme lo mismo”, dijo ofreciéndose a su vez. Diego entonces palpó la verga de Emilio imitando la cadencia. “¡Acércate más!”, exigió Emilio y, por sorpresa, alcanzó con la boca la polla de Diego. “¡¿Qué haces?!”, exclamó éste sobresaltado. Pero Emilio se reafirmó en su mamada y la oleada de placer que recorrió a Diego la equilibró intensificando el manoseo de la verga de Emilio. Diego sintió que se vaciaba de una forma irrefrenable y, casi simultáneamente, su mano quedó desbordada por el semen de Emilio. Diego tuvo que buscar apoyo con la mano limpia y dejarse caer junto a Emilio, quien, con la respiración entrecortada, llegó a decir: “Esto es lo que te daba tanto miedo… ¿Tan malo te ha parecido?”. Diego se limitó a responder: “Será mejor que ahora durmamos”. Emilio aún pidió: “¿Te molestará que te abrace?”. “Claro que no”.

Cuando Emilio despertó, Diego ya no estaba. Se levantó de la cama y lo encontró en la cocina preparando el desayuno. Ante su semblante taciturno, le preguntó: “¿Cómo estás?”. Diego, rehuyendo su mirada, respondió: “Debería estar bien ¿no? He cumplido con mi obligación, según tú”. Emilio reaccionó: “Yo no te obligué… Podías haber seguido negándote y lo habría tenido que aceptar”. “Eso es lo malo, que no me negué…”. “Dejaste libre a tu instinto y ahora sientes herido tu orgullo”, replicó Emilio. “Pareces conocerme mejor que yo”, añadió Diego más calmado. “Son los muchos años de diferencia que nos llevamos…”. “Quizás deberías haber buscado otro diácono”, dijo Diego con un punto de ironía. “Estoy muy a gusto contigo… ¡Ven aquí!”. Emilio tendió los brazos y Diego se le acercó dejándose rodear por ellos. Lo labios de Emilio buscaron los de Diego que se entreabrieron. Las salivas se mezclaron en el choque de lenguas y el cuerpo de Diego se estremeció. Al separarse Emilio preguntó: “¿Lo tomamos como un beso de paz?”. “Si quieres llamarlo así, lo admito”, contestó Diego ya entregado. Desayunaron ahora tranquilamente y se dedicaron a sus tareas del día.

Los dos esperaban con ansiedad la noche, en que no habría lugar para el desencuentro. Igualmente Emilio se adelantó mientras Diego acababa de recoger. Se echó desnudo sobre la cama con un deseo más tranquilo. Disfrutó viendo cómo se desvestía también Diego y se tendía junto a él. Aún no se habían tocado y ya sus erecciones eran firmes. Diego dijo entonces: “Quiero hacerte lo mismo que me hiciste anoche”. “¿Te atreves?”, previno Emilio. “¿Por qué no? ¿Eres más venenoso que yo?”. Tomó posiciones y, primero, sujetando la polla, lamió el capullo. Luego fue succionando hasta llegar casi a atragantarse. “Poco a poco”, le recomendó Emilio. Con más decisión ya chupó y lamió simultáneamente. Se interrumpió para preguntar: “¿Así está bien?”. “¡De maravilla!”. Contestó Emilio, que no tardó mucho en avisar: “Estoy a punto ¿Quieres seguir?”. Diego asintió con la cabeza y dio más impulso a la mamada. Emilio resopló y notó como su leche se expandía en la boca de Diego. Éste apretó los labios para recogerla y tragarla con su sabor desconocido para él. Se había excitado tanto que casi se marea. Se derribó junto a Emilio, que lo abrazó. “¡Qué feliz me estás haciendo!”, exclamó éste. “¿Es verdad eso?”, aún preguntó Diego. “No vuelvas a las andadas”. Emilio, sin deshacer del todo el abrazo, llevó una mano a la polla de Diego y se puso a acariciarla. “Esto te vendrá bien”. “Haz conmigo lo que quieras”, asintió Diego. Mientras lo masturbaba, sin embargo, esta frase de Diego despertó en Emilio un deseo que no dudaba que podría satisfacer también…

A la noche siguiente Emilio le dijo a Diego: “Cuando vengas a la habitación trae un vasito con un poco de aceite”. “¿Vas a encender alguna lamparilla?”, preguntó Diego extrañado. “Tú tráelo y ya te explicaré…”. Al llegar Diego al cuarto, con el vasito en la mano, Emilio lo esperaba en cueros sentado en el borde de la cama. “Deja eso en la mesilla y desnúdate”, le dijo. Diego hizo lo que le pedía con total candidez y Emilio lo atrajo hasta ponerlo entre sus piernas. Le acarició la polla, que pronto empezó a responder. Aunque enseguida le asió de las caderas para que se diera la vuelta. “Tienes un culo precioso”. Se puso a acariciarlo y darle besos, lo cual hizo reír a Diego, quien bromeó: “Me alegro de que te guste”. Pero los dedos de Emilio iban más allá, hurgando por la raja y tratando de profundizar. Diego se contrajo. “¿Qué haces?”, preguntó alarmado. “Tienes ahí una joya que podría hacerme aún más feliz…”. A la mente de Diego acudió la palabra que siempre había relacionado con el calificativo de nefanda: sodomía. Sabiendo que Emilio lo entendía, se limitó a preguntar: “¿Serías capaz?”. Emilio lo desafió. “¿Lo serias tú?”. No había dejado de manosear el culo de Diego y éste tampoco se había apartado. Diego no contestó, sino que hizo otra pregunta: “¿Para eso querías el aceite?”. “Así no te haría daño…”. “Parece que tienes experiencia”. “¡Qué más da eso ahora! Es algo entre tú y yo… Bien que dijiste que hiciera contigo lo que quisiera”. “Y pensaste en esto…”. Diego estaba tan conmocionado que no reaccionaba al hecho de que los dedos de Emilio se le hubieran adentrado osadamente por la raja. Solo la sensación que le produjo la suave presión en el ojete le indujo a decir: “No pararás hasta que lo consigas ¿eh? …Como haces siempre”. Emilio insistió: “Lo deseo tanto… Deja al menos que pruebe con el dedo”. Ya había metido el índice en el aceite. Diego seguía encajonado de espaldas entre los muslos de Emilio, y se debatía entre el rechazo y la morbosidad que lo acababa plegando a las instigaciones de Emilio. Cuando el dedo resbaloso tanteó en el ojete aguantó la respiración. Sintió cómo le entraba sin demasiada presión y un escalofrío lo sacudió. Emilio giró el dedo y notó que movía la punta. No era tanto dolor como sensación extraña. Emilio sacó el dedo y empujó sus caderas hacia abajo. “¡Siéntate!”. Entonces la verga gruesa y ardiente le produjo un efecto de desgarro interior. “¡Aaahhh!”, se lamentó. “¡Sí, aguanta ahí!”, exclamó Emilio que se había echado hacia atrás. Diego no se atrevía a moverse, pero Emilio ordenó: “¡Ahora ponte sobre la cama!”. Al desacoplarse Diego experimentó un brusco vacío y no se resistió a obedecer. Se tumbó bocabajo con las manos crispadas sobre la almohada y Emilio le vertió un poco de aceite por la raja. Los dedos hurgaron y, a continuación,  la polla se abrió paso de nuevo, mucho más a fondo. La quemazón que sentía Diego le impedía hasta quejarse. Fue Emilio quien dijo con una gran excitación: “¡Oh, cuánto lo deseaba!”. Empezó a moverse y a bombear cada vez con más energía. Los gemidos de Diego todavía lo enervaban más. Porque éste, junto al dolor, sentía una especie de conmoción interior que no sabía cómo definir. Ansiaba que aquello terminara y, a la vez, saberse poseído por Emilio, que acabaría llenándolo con su semen, lo arrebataba. Emilio resoplaba con fuerza en sus arremetidas. “¡Qué caliente estoy! ¡Me voy a correr!... ¡Ya, ya!”. Sus temblores sacudieron a Diego, que notó los latidos de la polla al vaciarse. Luego, un efecto de ventosa inversa fue liberando su ano, con Emilio derrumbado sobre él. “¡Cómo me has hecho disfrutar!”, declaró Emilio con voz entrecortada levantándose del cuerpo de Diego. “Lo conseguiste…”, replicó éste al darse la vuelta poco a poco.

Las relaciones entre ambos se desenvolvieron ya con una sexualidad sin tabúes. Emilio se sentía satisfecho con la forma plena en que Diego se le entregaba. Y éste iba dejando atrás sus prejuicios para disfrutar de la vía que Emilio le había abierto. Pero el tiempo corría rápido para ellos, y a Diego le llegó el momento de ser ordenado sacerdote. Emilio asistió emocionado a la ceremonia, aunque apenado por la separación que ello fuera a suponer. ¿Seguirían visitándose al menos? ¿Le asignarían a Emilio un nuevo diácono? La vida puede dar muchas vueltas…

15 comentarios:

  1. ¡Qué morbo tiene el clero!!!
    Claro tantos hombres juntos conviviendo, es lo que tiene que acaban follando como descosidos.
    Escenas como las que describes seguro que se han producido en más de una parroquia.

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  2. Unnnn...que si sucede esto asi en mas parroquias...Mucho mas de lo que tu te crees AmoSevero...Y que yo vivi en mi persona, el atrevimiento de un cura, que parecia un inocente de lo mas inocente, y que nunca habia roto un plato...y vaya vaya

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  3. Me ponen durísimo tus relatos que tienen que ver con curas e iglesias. Me dan mucho morbo. Yo mantuve una relación con un cura gallego con forma de osito, y follamos en cada rincón que pudimos. Era complaciente a tope. Gracias por tus relatos

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  4. Me ha gustado mucho tu relato , gracias por compartirlo.

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  5. Para cuando nuevos relatos los espero con ansia. Un saludo

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  6. Ya van dos meses y no hay relato nuevo. Que pasa?.

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  7. nos tienes abandonados

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  8. donde te metes? Necesitamos algun relato nuevo

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  9. hola majo no se lo que ocurre realmente para que no sigas contándonos cosas que nos hacías vibrar supongo que tendras un motivo de fuerza mayor pues que sepas que somos muchos los que esperamos tus relatos y que eres un crac y te queremos mucho asi que un besazo majo y sigue con nosotros porfa

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  10. saludos amigo VVanupp he estado muchos dias dandome una paja por el morboi de tus relatos, esps relatos.ero puedas seguir con narrativa morbosa de tu

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  11. Toda la razón eres el crack de los relatos. Soy nuevo, un gran saludo.

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  12. Creo que nos has dejado huerfanitos

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  13. Hola,a mi me gustaria conocer a un cura o sacerdote maduro para mantener contacto y momentos de placer.alguno por el sur de galicia??

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  14. Hola. ¿Por qué no has escrito nada desde marzo? ¿Ha pasado algo? Me gustaría mucho que volvieses a escribir esos relatos en los que nos pones tan calientes. ¡Son geniales!

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