martes, 16 de diciembre de 2014

Las anécdotas del barman


Una tarde pasé por delante de un nuevo bar de osos y, aunque era una hora demasiado temprana, entré por curiosidad. Efectivamente el local, por cierto de muy buen aspecto, estaba vacío de personal y solo se encontraba el dueño tras la barra. Me acogió sin embargo con mucha amabilidad, deseoso sin duda de abrirse a nuevos clientes. Incluso me invitó a una copa y se mostró dispuesto a prestarme toda su atención. Lo cual me resultó gratificante porque el hombre no solo desplegaba una gran simpatía, sino que también tenía un aspecto muy de mi gusto. Ya maduro, hacía gala del tipo gay al que el bar iba dirigido, por su robustez y pilosidad.

Buen conversador, y sin nada mejor que hacer de momento, le dio por contarme la historia de su vida que, desde luego no tenía desperdicio. “Aquí donde me ves las he visto de todos los colores hasta llegar a tener mi propio negocio. Pero eso sí, siempre he procurado ver el lado bueno de las cosas y disfrutar lo más posible”. A partir de esta declaración de principios, fue desplegando su peripecia vital:
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Era yo bastante joven y, un mediodía caluroso, entré en un pequeño bar para tomarme una caña. Me la sirvió un hombre gordo y sesentón, que me miraba con ojos escrutadores. Me fue fácil darme cuenta de que yo le gustaba. De pronto se acodó frente a mí sobre la barra y me preguntó: “¿Cómo andas tú de trabajo?”. La verdad es que estaba pasando por una mala racha y así se lo confesé. “Es que me vendría bien alguien como tú que me echara una mano, para limpiar, cargar las cajas… A mí ya me va costando”. Mostré interés y él continuó: “Aquí no es que vayas a sacar mucho, porque este bar no da demasiado… Pero seguro que pronto podrás tener algunos extras”. Esto último me intrigó, y más todavía cuando añadió: “Otros chicos que han pasado por aquí han llegado a ganarse bien la vida…”. De todos modos no me lo pensé demasiado y acepté la oferta. Por probar…

Pronto comprendí que lo de “echarle una mano” tenía un sentido muy amplio. El tanteo al que me sometió empezó siendo muy sutil y yo me adaptaba con diplomacia porque, por una parte, no me desagradaba y, por otra, ya entonces buscaba sacar tajada de las situaciones. No perdía ocasión, cada vez que yo manipulaba cajas en la estrecha trastienda, de arrimárseme por detrás y restregarse descaradamente. Le dejaba hacer e incluso le incitaba con una risita tonta. Más osado, me acariciaba. “Tienes un culo muy bonito”. “El tuyo tampoco está mal”, respondía yo. “¿Así tan gordo te gusta…?”. “¿Por qué no…?”, replicaba complaciente.

Un día me comentó: “Ese pantalón te marca mucho el paquete”. No me anduve con tapujos. “¿Quieres ver lo que hay dentro?”. Me miró con ojos libidinosos y lo dejé proceder. Me bajó la cremallera y hurgó en la bragueta. Con cuidado me sacó la polla, que fue engordando en su mano. “¡Hay que ver los jóvenes…, lo pronto que se os pone dura!”. La manoseaba con avaricia. “Debe estar riquísima…”, balbució con voz implorante. “Pruébala…”, dije provocador. Se inclinó acercando la cara, pero lo retuve para bajarme del todo los pantalones. “Así mejor ¿no?”. Con avidez la engulló entonces y mamaba al tiempo que me sobaba los huevos. Lo hacía de maravilla y yo le acariciaba la cabeza calva. No me soltó hasta que me hube vaciado y, después de tragar, ordenó: “¡Venga, ponme una cerveza! …Ha estado bien, pero no le cojas gusto ¡eh!”.

No tardó en buscar reciprocidad. Ya no me sorprendió cuando me lo encontré en la trastienda con la chorra fuera. “¡A ver si me la animas, niño!”. Como si le hiciera un favor, aunque tampoco me disgustaba, empecé a manoseársela. Carnosa pero aún blanda, notaba que se iba humedeciendo. Quise quedar bien y le dije: “Te voy a poner negro…”. Le bajé los pantalones y, sin soltarle la polla, con la otra mano le acariciaba la peluda barriga por debajo de la camisa. Esto lo excitó y, con energía, se la desabrochó. Sus opulentas tetas se coronaban con oscuros pezones y a ellos me fui amorrando alternativamente. La verga se le había endurecido entretanto y creí llegado el momento de concentrarme en ella. La lamí primero y, tras repasarle los huevos con la lengua, me puse a chupar con cadencia creciente. “¡Tienes madera, tío!”, exclamó exaltado. Tuvo que apoyarse en la pared cuando su agria leche fue llenando mi boca. Me sonó algo enigmática su conclusión. “¡Uff, tienes futuro, criatura!”.

Nunca había estado en el piso que ocupaba en una de las planta superiores, hasta que un día me dijo: “Esta noche vienen unos amigos a mi casa y me gustaría que te conocieran”. Así que cuando tuve recogido y cerrado el bar –él ya hacía rato que se había marchado–, subí lleno de curiosidad. Aunque mi patrón siempre iba muy pulcro y con ropa sencilla pero de marca, no podía imaginarme la calidad e incluso el lujo de su vivienda. Confortables muebles de anticuario y electrodomésticos de última generación. Desde luego aquello no era fruto de su negocio con el bar… Los visitantes eran varios, de distintas edades y aspecto diverso. Aunque algunos vestían de manera informal, era evidente el porte de ejecutivos que denotaban todos. Mi patrón, muy obsequioso, me presentó como su último fichaje. Me miraban con cierta indiferencia, pero él estaba dispuesto a hacer que se animarán. “¿Verdad que no te importa desnudarte para que estos señores te conozcan mejor?”. En los ojos de los presentes alumbró una chispa de lujuria. Yo me sentía algo cohibido, pero comprendí rápidamente que estaba siendo objeto de una transacción comercial ¿Era ésta la carrera que me auguraba? No me arredré sin embargo y le eché cara a la situación. Sin titubear me fui quitando la ropa, aunque tampoco quería que pareciera un striptease sin música. Una vez en cueros me exhibí como en un pase de modelos, lo que pareció caer en gracia a los visitantes. “Desparpajo sí que tiene…”, fue el primer comentario. “Tocadlo y veréis cómo se le pone enseguida”, invitó mi patrón. Entre palpaciones, agarradas más o menos enérgicas y tocadas de huevos llegué pronto a tener una erección que a mí mismo me enorgulleció. “Muy buena herramienta”, dijo uno. “¡Y vaya culazo!”, dijo otro que me veía por atrás. “¿Se deja zumbar?”, preguntó un tercero. Rápidamente terció mi patrón: “¡Y de qué manera…!”. Mentía porque él no lo había intentado conmigo y, además, yo todavía era virgen en ese aspecto. Pero no lo desmentí porque pensé que no era cuestión de mostrar remilgos. Lo que tenía que pasar pasaría… Al parecer no se me iba a pedir nada más en aquella ocasión. La clave la dio no obstante uno de los mayores, robusto y bien trajeado, que preguntó sin ambages: “¿Podría tener un encuentro con él?”. “Por supuesto”, respondió mi patrón, “Pero ahora es mejor que el chico se retire y hablemos entre nosotros”. Así que cubrí mis vergüenzas y abandoné el piso, con la mente confusa acerca de mi nueva misión.

Al día siguiente mi patrón me recibió zalamero. “Creo que has tenido un buen comienzo”. Y enseguida me puso al corriente de la mecánica de su verdadero negocio. “Yo no vivo realmente en el piso que conociste anoche. Me basta y me sobra con el pequeño apartamento que hay más arriba. Pero tengo una selecta clientela a la que le gusta un ambiente hogareño de calidad a la vez que discreto. No eres el único ni serás el último chico que les ofrezco, pero las novedades tienen siempre mejor aceptación”. Interrumpió su discurso al captar que yo quería intervenir. Entonces dije: “Está clarísimo a lo que te dedicas pero ¿qué voy a sacar yo de todo eso?”. “Más de lo que te imaginas porque son muy generosos. Fíjate que yo solo les alquilo el piso y, si se tercia, les hago de mayordomo. Todo lo que saques, que dependerá de tu virtuosismo, será para ti… Y las tarifas son bastante altas. Estoy seguro que vas a sacar mucho”. Tras su halago, volví a preguntar: “¿Pero cómo funciona? ¿Yo seguiré aquí en el bar?”. “El bar lo dejarás pronto. Ya aparecerá otro… Con discretísimas llamadas telefónicas concierto las citas con mis chicos y el uso del piso. Puede ser por horas o toda una noche. A veces una pequeña fiesta. En fin, ya lo irás conociendo por ti mismo… Por supuesto, extras y caprichos los cobramos aparte, tanto yo como vosotros. Ya verás que adaptarte a ciertas extravagancias resulta muy beneficioso”. Seguí con mi indagatoria: “¿Dónde están los otros?”. “Son solo unos pocos, pero selectos. No te vayas a creer que manejo un ejército… En cuanto se sitúan económicamente hacen su vida, digamos que normal… Eso forma parte de su encanto. Te aseguro que la mayoría sigue pendiente de mis llamadas. Aunque más de uno ha acabado emparejándose con algún cliente y, claro, entonces deja de estar disponible. La libertad de cada cual es mi lema, y así me va bien”. Me permití ironizar: “Pues a mí parece que me has metido de cabeza en los hechos consumados…”. Se rio: “Mi ojo clínico vio enseguida que tenías madera y ambición de aprovecharla”. “¡Vaya, todo por unas mamadas!”, repliqué. “¡Y qué mamadas!”, concluyó.

Poco tiempo tardó en comunicarme: “El cliente que se interesó la otra noche te reclama ya”. “¿Y cómo lo hago?”, pregunté en parte receloso y en parte orgulloso de mi pronto éxito. “Tú sube al piso, bien limpio y arreglado, que él ya aparecerá”. “¿Vestido o desnudo?”, quise aclarar. “Vestido, claro… Es como si recibieras una vista. Ya te dirá él lo que tengas que hacer… Y sé complaciente…”, concluyó socarrón.

Así pues tomé posesión del piso y, ante todo, curioseé un poco. Un lujoso dormitorio, baño con jacuzzi y cocina bien equipada completaban el confortable salón que ya conocía. Puse una música suave y me senté en el sofá hojeando una revista. Me intrigaba cómo sería mi primer servicio y si estaría a la altura, porque de ello dependía la evolución de la ocupación que, sin el menor prejuicio moral, había asumido. Me distraje fantaseando sobre lo que podríamos hacer en ese piso. ¿Querrá que nos metamos en el jacuzzi? ¿Tendré que servirle bebidas o algo de la cocina? ¿Lo haremos en la sala o en dormitorio?…Típicos interrogantes de novato.

Oí que se abría la puerta y unos susurros, entre los que me pareció reconocer la voz de mi patrón. Tomé conciencia entonces de que mis gustos personales eran lo de menos y de que me convertía en mero objeto de la lujuria ajena. El hombre maduro y grandote que ya había visto entró en la sala y me dirigió una mirada inquisitiva. Me puse de pie y dudé si debía tomar alguna iniciativa. Pero se me adelantó y sin más dijo: “Ya supondrás a qué he venido…”. “Bueno, a lo que quieras”, respondí servicial. Ahora fue más directo: “Cuando la otra noche tu patrón y tú presumisteis de tus tragaderas, por la cara que pusiste me pareció un farol… Por eso me adelanté para poder estrenarte. Supongo que no se me habrán adelantado”. Comprendiendo que eso era lo que se esperaba de mí afirmé: “Serás el primero, tenlo por seguro”. Su sinceridad fue rotunda. “Es que desvirgar a un tipo como tú, joven pero de cuerpo regordete, es difícil de encontrar entre los de pago”. “Así que eso te da morbo…”, dije en plan zalamero. “¡Y bien que le he pagado a tu patrón por ello! Si quedo satisfecho, sacarás tajada”, concluyó rotundo.

Después de esta descarnada presentación, decidió: “¡Venga, vamos a desnudarnos!”. No tardé en quedar en cueros ante su mirada y me entró el gusanillo de estar ofreciéndome a mi primer cliente. Éste, por su parte, conservó el eslip y se arrellanó en el sofá con las piernas estiradas sobre un puf. Impresionaba su cuerpo recio y velludo. De pronto, descolgó el teléfono que había al lado e hizo una llamada. Temí que fuera a mi patrón para darle quejas sobre mí, tal era mi desconcierto, pero era algo profesional. Me hizo el gesto de que me sentara en el brazo del sofá junto a él. Me pasó una mano por el muslo y levanto el brazo para pellizcarme un pezón,  que se me puso duro al instante. Cuando colgó, me sonrió con mirada de sátiro y fue acariciando el vello de mi cuerpo. “Bueno sí que estás…”, sentenció, y ello me alagó. Me hizo abrir las piernas y cogió con dos dedos mi polla que empezaba a dilatarse. Con varios pases me la puso tiesa del todo. “Muy bien dotado…, aunque yo no soy de los que se la meten”, comentó.

“No tengo mucho tiempo”, dijo levantándose y, echando abajo los calzoncillos, mostró una polla gruesa y ya amenazadoramente dura. “¡Échate sobre el brazo del sofá!”, ordenó. “¿Así sin más…?”, se me escapó, “¿No estaré demasiado estrecho?”. “¡Bien que lo cobráis ¿no?! Además lo mío es agrandar los culos prietos”. Ignoraba la tarifa que había puesto mi patrón por estrenarme el culo y no tuve otra opción que dar un voto de confianza a la maestría del cliente en el ensanchamiento.

Haciendo un esfuerzo de autodominio me plegué a su mandato y me volqué sobre el grueso brazo del sofá. Mi cara se aplastaba en el asiento que su culo había dejado aún caliente. Sabía que debía relajarme lo más posible y superar la contracción instintiva de mi cuerpo a la defensiva. Entonces sus manos, fuertemente asidas a mis glúteos, los separaron para indagar en la raja. Un dedo tanteó el angosto agujero e intentó entrar, pero lo frenaba la sequedad. Me soltó y oí como un escupitajo, supuse que en su mano. En efecto ésta me untó de saliva y ya el dedo penetró de golpe. Contuve un espasmo de dolor, consciente de que era solo el comienzo. Ahora eran dos dedos los que hacían de barrena y me dilataban. “¡Así, así, qué pollazo te vas a tragar…!”, exclamó el cliente enardecido. Las manipulaciones lo habían excitado al máximo y noté cómo su verga endurecida buscaba acomodo. Un chispazo eléctrico me recorrió hasta la raíz del cabello… El ariete ya estaba dentro. Él lo confirmó: “¡Si hasta hoy lo eras, ya no eres virgen, chaval! ¡Ja, ja, ja!”. Ardiendo por dentro y a duras penas, me sentí obligado a decir algo. “¡Soy tuyo…, me gusta!”. “Eso se lo dirás a todos los que te paguen”. Tuve que concentrarme en soportar las arremetidas que me iba dando con toda su energía. “¡Me chiflan los culos estrechos! ¡Qué placer dan!”, espetaba sin perder el ritmo. “Pero no me voy a correr dentro. Prefiero que me remates con la boca”. Se salió bruscamente y sentí un efecto de vacío como si estallara por dentro. Se la meneaba mientras yo cambiaba de posición y caía de rodillas ante él. La verga entró en mi boca y él me conminó: “¡Mama, que estoy  a punto!”. Puse todo mi esmero en revitalizarle el goce retardado y pronto sus bufidos sonorizaron la eclosión lechosa. Tragué y luego lamí con fruición hasta que él se apartó. “No ha estado mal…”, fue su veredicto. Tuve que disimular el escozor que me había quedado en el culo.

Pensé que debía ser obsequioso y le pregunté: “Querrás ducharte o lavarte”. “Así está bien y me tengo que ir”. Se vistió con prisas y al acabar me dijo: “Ya te apañarás con tu patrón”. Cuando se marchó, quedé reflexionando sobre mi primer trabajo mercenario… y con el culo dolorido.
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El dueño del bar resumió la continuidad de su carrera: “Fue mi bautizo de fuego y, a partir de entonces, las visitas de clientes se sucedieron. En encuentros más o menos convencionales me fue tocando hacer de todo: mamé y fui mamado, mordí y fui mordido, enculé y fui enculado. Al parecer mi versatilidad y dedicación eran valoradas y, aunque mi patrón mantenía mucha discreción al respecto, tal vez también funcionaba el boca a oreja entre el círculo de selectos usuarios. Pronto no me limité al  piso de mi patrón, sino acudiendo a domicilios y hoteles. Durante un tiempo era él quien concertaba las citas, pero llegué a independizarme y a volar por mi cuenta. Y no creas, que, aunque gané peso y maduré casi como me ves ahora, no dejé de ser solicitado por hombres que, por diversas razones, quieren mucha reserva, pero a los que les van los tipos como yo”. No pude menos que comentar: “Pues les alabo el gusto”. Se rio. “Pero hace tiempo que no cobro… Ni imito a mi antiguo patrón reclutando chicos de alterne”. Abusando de su sinceridad aún me interesó despejar una incógnita: “¿Cómo te las apañas para estar siempre en forma con clientes que te pueden atraer más o menos?”. “Tengo lo que podríamos llamar una cualidad, que me resulta muy útil. El mero hecho de ponerme a su disposición y ver las ganas que me tienen ya me excita… Eso les encanta”. “No lo dudo”, afirmé convencido. Pero empezó a entrar gente en el local y el dueño tuvo que atenderlos…

Unos días después volví al bar en las mismas circunstancias. El dueño, que aún estaba solo, se rio ante mi aparición. “Veo que te gustan mis historias…”, dijo socarrón. Porque a él, que a estas alturas ya no se le escapaba nada, no  se le podía ocultar que, además de interesarme como relator, que por cierto lo era magnífico, había también una pulsión erótica que me delataba. Probablemente por eso, antes de seguir contando sus excitantes aventuras, quiso dejar bien clara su situación actual. “Quiero que sepas que ahora mi enfoque del sexo ha cambiado radicalmente. Vivo felizmente en pareja con alguien de todo ajeno al mundo en que yo me he movido. Si mantengo este bar no es para seguir en contacto con ese ambiente, sino porque es lo que se me da bien, y así no vivo ocioso dependiendo de mi hombre”. Tan categórica declaración dejaba pues muy claro mi papel de mero oyente y diluía cualquier otra pretensión que pudiera abrigar. No obstante, el placer de oír su voz reviviendo su pasado y, por qué no, la serena contemplación de su buena planta, eran para mí suficiente acicate para seguir atento a lo que a continuación fue narrando:
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En una ocasión de mis comienzos me las tuve que ver con un visitante de aspecto turbador. Su gran envergadura se rodeaba de misterio mediante unas enormes gafas oscuras y el cuello del chaquetón subido, que medio ocultaba una barba hirsuta. Llevaba además una bolsa de regular tamaño. Me miró de pies a cabeza y su expresión, que no sabía si era de aprobación o de menosprecio, me dejó paralizado. Empezó a aligerarse de ropa y, tras deshacerse del chaquetón, desabrochó con brusquedad su camisa. Surgió un torso voluminoso y de recio pelambre, con tetas de picudos pezones y oronda barriga. Al bajarse los pantalones, solo un minúsculo tanga negro y transparente recogía a duras penas huevos y polla comprimidos. Se puso a manipular en la bolsa y se me erizó el cabello al ver que sacaba unas amenazadoras tijeras. Plantado ante mí, con hábiles manos que afortunadamente respetaban mi piel, fue convirtiendo en retales mi polo de marca –supuse que eso estaría cubierto por la tarifa–. No mejor suerte corrieron pantalones e incluso calzoncillos, haciéndome girar como a una peonza.

Ya completamente desnudado me abarcó entre sus peludos brazos hasta depositarme sobre la cama del dormitorio. Rápido fue a traer su bolsa, de la que sacó cintas y cordeles blancos. En pocos minutos me sometió a unas complicadas ligaduras que acabaron dejándome completamente inmovilizado. Asimismo me cubrió la boca con una banda adhesiva. Desde luego mi indefensión absoluta no dejaba de parecerme temible. Solo podía fijar la vista en el rudo corpachón que, marcado por el a todas luces insuficiente tanga, me habría puesto la mar de cachondo en otras circunstancias. Pero mi vista quedó nublada porque el hombretón se sentó sobre mi cara y restregaba por ella su culo peludo. Cambiaba de postura y lo que me frotaba era el terso paquete cuyo endurecimiento fui notando, hasta que la verga se le salió por un lateral y con ella me azotaba el rostro. Habría querido atraparla con mi boca, pero la tenía obturada por la banda. Cuando debió considerar que por este lado ya había tenido suficiente calentamiento, se pasó a mis bajos. Con un fuerte impulso de su manaza mantuvo levantadas mis piernas atadas por los tobillos y metió la cabeza por debajo. Aplastaba la cara sobre mi polla y mis huevos, y su lengua hurgaba juguetona. Las lamidas en el ojete me dieron tal gusto que, pese a lo forzado de la posición, empecé a tener al fin una erección. Fue la señal para que, soltándome las piernas que quedaron rodeándolo, se pusiera a mamármela con fruición. Sus labios apretados y su lengua rasposa hacían maravillas buscando ansiosamente mi vaciado. Éste llegó y fue acumulando mi leche en su boca. Una vez colmada la fue escupiendo por mi raja. A continuación me giró poniéndome de costado. Deshizo la ligazón que a la espalda sujetaban mis muñecas y tobillos, volvió a atármelos hacia delante. Quedé así en una extraña posición fetal, que el cliente aprovechó para abordarme por detrás. Me clavó la verga en el culo y me follaba de lado con furia agarrándose a las cuerdas. A veces me volteaba y quedaba yo encima de él. Sus impulsos de caderas no cesaban, hasta que en agitados espasmos se corrió dentro de mí.

Me dejó sobre la cama hecho un ovillo y se fue haca el baño. Oí el sonido de la ducha y al poco volvió secándose. Recuperó el tanga que había caído al suelo y se puso a vestirse. Temí que me fuera a dejar atado y que tendría que esperar a que viniera mi patrón. Pero cuando hubo terminado procedió a soltarme las cuerdas, que recuperó y guardó en la bolsa. Solo me dejó la boca tapada. Echó un sobre en una mesa y rápidamente se marchó con un fuerte portazo. Entonces me quité la banda de la boca y respiré aliviado. Me había ganado mi tarifa.
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“Una experiencia más fuerte”, le comenté a mi narrador. “Bueno las ha habido más pintorescas…”. Aún le dio tiempo a contarme ésta:
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Mi patrón me comunicó: “Hay un encargo del que podemos sacar una buena tajada, si no te da corte”. Me intrigó porque ya había adquirido una cierta experiencia con una variedad de clientes. “Tendrías que ser un regalo de cumpleaños en una fiesta sorpresa”. “No me digas que es el numerito de salir en bolas de una tarta…”. “Eso no, pero habrás de hacer de camarero sexy hasta que revelen que eres un regalo. Te han escogido del gusto del dueño de la casa, por recomendación de un cliente que ya te ha catado”. “Si también le gustan gorditos…”, acepté yo, porque ya había ganado algunos kilos. “No sabes lo que os cotizáis…”, añadió mi patrón para animarme. Pero aún añadió algo que me dejó con la mosca detrás de la oreja. “Son gente bastante estrafalaria; así que no te sorprendas de nada. Será toda una experiencia para ti y seguro que sabrás salir airoso… … El negocio es el negocio, y éste es de los gordos”. Solo quiso explicarme que se trataba de un pintor de cierto renombre que, precisamente ese día, volvería de un viaje. Unos amigos se habían conchabado para prepararle la típica fiesta sorpresa de estar esperándolo a oscuras y en silencio. Aunque me pareció algo muy convencional, de las advertencias de mi patrón deduje que el regalito iba a tener retranca.

Hube de acudir un buen rato antes para los preparativos. Era una casa grande y había ya bastante gente, incluso elegantes señoras. Un espléndido buffet y una barra de bebidas eran mi inicial campo de operaciones. Aunque me advirtieron que no tenía que ocuparme de servir, solo lo justo para hacer el paripé. Lo que sí me afectaba era cómo me había de mostrar: con tan solo un breve eslip negro, unos puños de raso blanco y un cuello con pajarita. Era chocante la naturalidad con que todo el mundo asumía  mi pinta, lo que no obstaba a que más de uno me comiera con la mirada. Cuando llegó el aviso de que el homenajeado estaba a punto de entrar, el revuelo se calmó y se apagaron las luces. Yo quedé junto a la barra, pero de forma que quedara bien visible. Se oyó que se abría una puerta y, antes de que el recién llegado tuviera tiempo de dar la luz, está se le anticipó con todo fulgor. Estallaron las consabidas felicitaciones y las expresiones de sorpresa del pintor, aunque me pareció que éste más bien la fingía. Lo que sí constituyó para él una auténtica sorpresa fue mi presencia allí entre gente tan trajeada, a juzgar por la mirada que me lanzó. Aunque claro, por exigencias del protocolo, tuvo que pasarme por alto para poder atender la profusión de abrazos y besos. Me entonó bastante el aspecto de quien habría de disfrutar de mis favores, hombre maduro y corpulento. Vestía algo excéntrico, lo que aún picó más mi curiosidad. Se distendió ya el ambiente y empezó el autoservicio en el buffet y, sobre todo, en el bar. Como lo de camarero no me venía de nuevo, y por hacer lago, me puse a servir copas, lo que dio lugar a que me fueran encajando algún que otro billete por el borde del eslip. De esto no pensaba dar cuenta a mi patrón. No se me escapaba que el pintor me echaba miradas incendiarias y hacía comentarios con sus interlocutores, pero no parecía sospechar mi verdadera función. Incluso los intentos que a veces hacía de acercárseme eran obstaculizados con algún pretexto. De buena gana le habría llevado al menos una copa, de no ser que temía interferir en la confabulación.

La situación se alargaba y yo no sabía cuándo ni cómo se desvelaría el misterio. Pero de pronto se atenuaron las luces y un foco de luz cruda cayó justo sobre mí. Entonando entre todos un sentido “¡Happy Birthday!”, me hacían señas de que me acercara al sorprendido homenajeado. Seguido por el foco, avancé muy digno y me planté ante el pintor. No había guión y, para salir del impase, se me ocurrió darle un par de castos besos en las mejillas y felicitarlo en un susurro. Los aplausos aprobaron mi gesto. El hombre, emocionado, preguntó a la concurrencia: “¿Es lo que me imagino?”. Un “¡Síííí…!” colectivo y jocoso lo confirmó. Entonces el pintor, con gran desenfado, exclamó: “¡Pues que siga la fiesta!... Ya no me necesitáis”. Y pasándome un brazo sobre los hombros me condujo hacia la escalera que llevaba a las habitaciones, que subimos juntos.

Así, mientras abajo seguía el jolgorio, yo me dispuse a hacer realidad el regalo. Entramos en un elegante dormitorio con una cama king size. Pero no era ésta la que iba a ser nuestra base de operaciones. Porque el pacífico revolcón que había imaginado con un hombre maduro y emocionado por el detalle de sus amigos resultó ser algo mucho más movido. El pintor se separó un poco para contemplarme de pies a cabeza y, tras exclamar: “¡Veamos bien esta joya!”, se puso a despojarme, con parsimonia y como el que desenvuelve un paquete, de las escasas prendas que lucía, como los puños, el cuello con la pajarita y, finalmente, el eslip. Éste lo fue bajando con picardía y dándome unos roces que, cuando levanté los pies para que me lo sacara, hicieron que mi polla estuviera ya algo contenta. “¡Una maravilla!”, comentó mientras me examinaba en perspectiva por delante y por detrás. Alargó una mano a mi polla que, con su calidez, se puso a engordar. Solo fue un tanteo previo, pues soltándome ordenó: “¡Ahora tú a mí!”. Tarea más complicada al estar completamente vestido, aunque de forma poco convencional. Le saqué por la cabeza una especie de poncho que cubría pantalón y chaleco de cuero negro sobre una camisa de fantasía. Le desabroché el chaleco y ya empezaron a insinuarse unas formas que no estaban nada mal. Como el pantalón, en lugar de bragueta, llevaba una tapa abotonada a los lados, pasé a soltar ésta, que bajó y, para mi sorpresa, desveló directamente un abultado sexo –Llevar calzoncillos debía parecerle al pintor demasiado convencional–. Mantenía una actitud provocadora, así que me arrodillé sumisamente y me puse a sobar el contenido. La contundente polla se endureció considerablemente y me animé a metérmela en la boca. Mi mamada hizo que el pintor se contorsionara teatralmente. Entretanto ya le había bajado los pantalones y él mismo, en su paroxismo, se desprendía de chaleco y camisa. Barrigudo, tetudo y algo peludo, era todo un sátiro que se elevaba sobre mí.

El pintor interrumpió la operación e hizo que me pusiera de pie. Abrió una arqueta y sacó unas muñequeras y unas tobilleras de látex. “Toma, ponte esto… Más útil que los adornitos que llevabas”. Impertérrito me ajusté unas y otras; él mientras se introdujo huevos y polla en un aro de goma, lo que dio a la última un aspecto aún más  imponente. Me condujo hacia el suntuoso baño, donde abrió una puerta disimulada por molduras que daba paso a una sala en semipenumbra, destinada al parecer a cierto tipo de juegos. Me llevó a una barra horizontal que colgaba del techo. “Me pone el body contact”, explicó al enganchar las argollas de las muñequeras a los extremos de la barra. No sabía muy bien de qué se trataba, pero me lo pude imaginar. No solo me dejó con los brazos en cruz sino que también sujetó las tobilleras a una barra que me separaba las piernas. Debió gustarle el efecto que hacía, porque consideró: “¡Justo lo que necesitaba!”. Yo estaba a verlas venir y pensando que el estipendio me lo iba a ganar con creces. Entonces cogió un frasco y empezó a embadurnarme todo el cuerpo con un líquido oleoso a dos manos. No dejaba de repasar ni un centímetro, desde los brazos a las pantorrillas. Ya empezó o ponerme cachondo el sobeo que se traía con mis tetas, pellizcando con dedos resbalosos los pezones. Más todavía cuando se ocupó de mi culo que lustraba con esmero. Los dedos se le escurrían solos por la raja y me lubricaban el agujero, provocándome respingos. El  no vas más fue el manoseo que se trajo con los huevos y con la polla, que a pesar de todo se me había ido poniendo brava. Cuando dio por terminado el frote, le pegó un manotazo algo brusco –que me hizo acordarme de alguno de sus seres queridos– diciendo: “¡Esta viciosa tendrá que esperar!”. Me dejó colgado y medio goteando para untarse él toda la delantera, incluida la verga, que me recordó la de un caballo en celo y le caía por su propio peso. Ahora empecé a saber lo que era el body contact, al menos en la versión del pintor. Aflojó la polea de la que pendía la barra superior para que quedara a la altura deseada, lo que me obligó a tener un poco dobladas las rodillas. Se abalanzó sobre mí y me estrechó con sus recios brazos para restregar su pecho con el mío, con las caras muy cerca. La polla le resbalaba entre mis muslos y la mía se aplastaba contra su barriga. Lo aceitoso de nuestras epidermis facilitaba las refriegas que provocaban un extraño calentamiento corporal. Con los brazos en alto y las piernas flojas, me hacía girar como un fardo, y le ponía tanto entusiasmo que llegué a pensar que se correría de este modo. Aunque pronto pasó a las manos, golpeándome con los puños en las tetas. Era soportable porque, al estar en equilibrio inestable me hacía retroceder y la sujeción impedía que cayera de culo. Se agachó luego y casi deseé una relajante mamada, pero ignoró mi polla y se cebó con mis muslos. Los manoseaba con fuerte presión de arriba abajo, y las bruscas subidas me agitaban los huevos. Luego cambió de tercio y me abordó por detrás. Repitió el abrazo de oso y el restregar del pecho por mi espalda. Ahora la verga le resbalaba por mi raja. Enseguida la tomó con mi culo. Empezó con enérgicas palmadas, pero cambió a algo que debía ser una tablilla, que picaba mucho más. En este punto, viéndolo tan vehemente, avisé: “¡No me vayas a dejar marcas, eh!” –Porque se trataba de uno de mis medios de trabajo–. “¡Tranquilo! Solo un poco de color…  Y no me digas que el calorcillo no te gusta”. La verdad era que, si no se excedía, lo aguantaba muy bien. “¡Ahora sí que estás a punto para que te folle!”. Algo temible resultaba aquel pollón y confié en que la impregnación aceitosa suavizara el impacto. Para que no me bamboleara en el cuelgue, me pasó los brazos por debajo de la barriga. Su verga iba tanteando por la raja hasta que encontró el punto blando. Con un golpe de caderas aquello me fue entrando como un proyectil. Aguanté el ataque, porque ya me había acostumbrado a las pollas grandes, pero contando los segundos para que se me acabara de ajustar. “¡Como una seda, preciosidad!”, me alabó, “Un poco de meneo te gustará”. ¡Y vaya meneo que me daba! “¿Qué?”, quiso saber. “¡Me gusta, me gusta!”. No lo decía solo por compromiso, porque me iba entrando un buen calentón. Lo que no me esperaba es lo que hizo a continuación. Se quedó encajado a tope y, sin avisar, echó mano a mi polla. La sobaba hasta ponérmela durísima y se afanó en un intencionado meneo. El ardor que sentía en el culo se me contagió al cipote. “¡Harás que me corra!”, exclamé queriendo y no queriendo. “Es lo que pretendo y yo lo haré también”. Y lo consiguió… Al tiempo que me vaciaba con fuertes espasmos a pesar de la sujeción a la que me tenía sometido, él emitió sonoros resoplidos y supe que no eran por mí, sino por el chorro que había descargado en mi interior. Me soltó y su verga se fue retrayendo con un efecto de vacío. “¿Qué te ha parecido mi especialidad?”, preguntó ufano. “Muy original”, repuse ambiguo. Me libró al fin de los amarres y afirmó pagado de sí: “¡Conmigo siempre se aprende!”.

“Ahora necesito una relajación en soledad”, sentenció el pintor como abstraído. Interpreté que mi trabajo se daba por concluido, así que silenciosamente abandoné la suite y busqué la escalera. En la planta baja me topé con un desmadre orgiástico bastante considerable. Pero con mi misión cumplida y mis energías bastante mermadas, preferí escabullirme tras recuperar mi ropa de calle.
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Me convertí en un asiduo del bar, que cada vez tenía más éxito. Por eso al dueño le quedaba poco tiempo para depararme una atención especial. De todos modos, consciente de su inaccesibilidad para algo más que contarme anécdotas de su vida, me conformaba con contemplarlo realizando su trabajo. El desenfado y el savoir-faire con que se manejaba entre los clientes, provocador y a la vez contenido, eran toda una confirmación de lo de “genio y figura”. Por otra parte, también me deparó ocasiones para algún que otro ligue interesante… Pero eso ya sería otra historia.

martes, 9 de diciembre de 2014

Così fan tutte... e tutti

Marta y Esther eran dos mujeres de mediana edad y buen ver, que tenían en común estar casadas con hombres bastante mayores que ellas, Rodrigo y Julio respectivamente. En ambos casos, los matrimonios se habían basado no tanto en la pasión como en las conveniencias sociales y económicas. Ellas se conocieron en el gimnasio que frecuentaban y, dadas las coincidencias de sus peripecias vitales, habían hecho una buena amistad. Consecuencia de ella fue que les pareciera adecuado ampliarla a los maridos, ya que, siendo ambos hombres de negocios, también podrían congeniar. Así que cada una por su lado convenció a su esposo de que se conocieran todos, con el acicate de que incluso tendría interés profesional para ellos.

Pero sucedía que, al margen de este posible interés común, Rodrigo y Julio compartían una afición que por supuesto sus mujeres ignoraban. Ambos sentían una clara atracción por hombres similares a ellos, es decir, maduros y robustos. Sin embargo, por su status profesional y social, tenían muy oculta su inclinación y escasamente le llegaban a dar salida. Rodrigo solo en los viajes buscaba alguna expansión, mientras que Julio, esporádicamente, se veía con un antiguo amigo bastante mayor que él, con la excusa de que le hacía de asesor fiscal.

Por todo ello, cuando las amigas concertaron una visita y Marta acudió con Rodrigo a casa de Esther y Julio, tras las presentaciones, en la expresión de los varones hubo un destello de asombro que no alcanzó a ser captado por las esposas. Porque en sus mentes surgieron pensamientos similares. “¡Joder, cómo está el tío!”. “¡Vaya pedazo de hombre!”. Pero, claro, ignorando a su vez esta coincidencia de apreciaciones. Así pues, se limitaron a saludarse cordialmente, con total satisfacción de las esposas.

A partir de ahí las relaciones entre ambos matrimonios se institucionalizaron, con frecuentes visitas y actividades en común. Ellas estaban satisfechas del feeling que parecía darse entre los maridos. Y éstos se conformaban viendo contentas a sus mujeres, sin atreverse a darse pistas entre ellos de algo más que una sana camaradería.

Pero la situación iba a dar un giro inesperado. Porque resultó que la amistad entre las dos esposas fue derivando en algo más. La escasez de sexo satisfactorio con sus maridos y la atracción creciente por el cuerpo de la otra las llevaron a saborear nuevas delicias y, amparándose en una intimidad que no infundiría sospecha, aprovechaban las obligadas ausencias profesionales de los maridos para, en casa de una o de otra, entregarse a ellas. Aunque menospreciaban el aspecto físico de los cónyuges, a los que consideraban unos carrozas fondones carentes del menor sex-appeal, empezaron a fantasear con la para ellas inverosímil idea de que ellos también se pudieran entender. Entre risas comentaban: “¿Te los imaginas desnudos dándose el pico?”,  “¿O haciendo un 69?”, “¿Cuál de los dos se la metería al otro?”.

En una de estas ocasiones en que las mujeres retozaban confiadas, resultó que Rodrigo había olvidado en casa un documento importante. Así que regresó desde el aeropuerto, tras cambiar el vuelo por otro posterior. Entró y, mientras buscaba en su despacho, oyó unas risas que provenían del piso superior. Subió las escaleras con sigilo y, a través de una puerta entornada, vislumbró a las damas en plena faena. A pesar de la lógica sorpresa, no tuvo ni mucho menos una reacción visceral de marido ultrajado. Se retiró discretamente y salió de la casa. Durante todo su viaje estuvo dándole vueltas al descubrimiento. No fue ningún sentimiento de celos lo que le embargó, sino más bien de envidia. “Las dos ahí disfrutando y yo me tengo que conformar con mirar de reojo al buenorro del otro cornudo…”. ¿Debería informar a éste de lo que ocurría entre sus esposas? ¿Reaccionaría igual que él o se sentiría más ofendido?

El caso es que, en cuanto volvieron a tener un encuentro a cuatro, Rodrigo aguzó su capacidad de observación, no solo respecto a las mujeres, sino también con la esperanza de captar en Julio algún signo que le permitiera alimentar la fantasía que ya se iba haciendo de una relación similar. Desde luego pudo constatar las grandes dotes de disimulo en ellas, sin permitirse el menor desliz ante sus maridos. En cuanto a Julio, aparte de la cordialidad que éste siempre mostraba, seguía sin dar pie a un acercamiento de otro tipo.

Por ello Rodrigo decidió dar el paso de contar a Julio el affaire de las esposas. Así, en la primera oportunidad que tuvieron de hacer un aparte, le relató lo que había visto con sus propios ojos. Julio quedó no menos sorprendido que lo había estado él, pero sin denotar un especial enfado. “¡Vaya, vaya, qué callado se lo tienen, eh!”. Entonces Rodrigo tuvo una idea diabólica, que soltó casi sin pensarlo. “Se merecerían que también nos pillaran a nosotros… A ver cómo reaccionan”. La expresión de perplejidad de Julio, le hizo desear haberse mordido la lengua. Pero el “¿Tú crees?” que a continuación expresó éste le hizo pensar que su atrevimiento tal vez no caía en saco roto. “¿Pero cómo simularíamos una cosa así?”, añadió Julio con un interés prometedor, que estimuló a Rodrigo en su plan. “Deberíamos hacerlo sin equívocos… Que nos pillen tal como yo lo hice”. “¿Quieres decir desnudos en la cama?”, preguntó Julio casi temblándole la voz. “¿Te parece demasiado?”, quiso suavizar Rodrigo. “No es por eso… Pero ellas tienen más facilidad para estar solas en casa”. A Rodrigo le encantó que la propuesta en sí no escandalizara a Julio y dio el asunto por zanjado. “Ya se nos ocurrirá algo…”.

Rodrigo quedó entusiasmado con la facilidad con que Julio había aceptado su loca propuesta y casi bendecía a las casquivanas esposas por haber dado pie a la realización de un deseo hasta entonces utópico. Por su parte Julio no estaba menos contento con la oportunidad de intimar tan estrechamente con Rodrigo, por muy simulado que fuera el plan.

Para preparar éste y garantizar que las mujeres picaran, acordaron que deberían dejar algunas pistas que dieran pie a que empezaran a sospechar. No hay más malpensado que el que tiene a su vez algo que ocultar. Así, en aras a la confianza adquirida, cambiaron por besos en ambas mejillas el convencional apretón de manos de saludos y despedidas; cuando coincidían en un sofá, dejaban que las rodillas permanecieran juntas… y alguna que otra muestra de complicidad. Lo que ellos no sabían es que sembraban en terreno abonado y que las bromas que las muy taimadas habían hecho a su costa cobraban ahora cierta verosimilitud. Hasta el punto de que lo comentaron entre ellas: “¿Tú no notas algo raro entre esos dos?”, “A ver si no va ser tan de coña como nosotras lo imaginábamos…”, “¿Será posible? ¿Qué se verá el uno al otro?”.

El momento álgido llegó cuando Rodrigo y Julio acordaron ver juntos en casa de éste un partido de futbol importante. No dejaba de resultar chocante, ya que ninguno de los dos había mostrado con anterioridad un especial interés por ese deporte. Pero es que además insistieron en que las mujeres no tenían por qué aburrirse y mejor si se iban de compras y a merendar por ahí. Todo ello puso la mosca detrás de la oreja en las esposas y la tentación del espionaje quedaba garantizada.

A punto de empezar el partido las despidieron muy cariñosamente. “No tengáis prisa en volver… Ya nos apañamos nosotros”. Mostraron las bebidas y el pica-pica que habían preparado. Ellas se marcharon aparentando candidez, aunque con la clara intención de regresar subrepticiamente antes de lo previsto. Todo iba encajando con lo planificado por los esposos vengativos.

No pasó mucho rato para que Rodrigo sugiriera: “¿Vamos arriba?”. “¿Ya?”, replicó Julio algo cohibido. “Hombre, así nos vamos ambientando”. “Vale entonces”. Escogieron la habitación de invitados, que quedaba más cerca del rellano y era mejor para ser visualizados con discreción. Nada más entrar Rodrigo dijo: “Tendremos que desnudarnos ¿no?”. “¿Del todo?”, inquirió Julio al tomar conciencia de que hasta entonces, como mucho, se habían visto en mangas de camisa. “Es como las vi a ellas…”. Empezaron pues a desvelar sus contundentes anatomías, intentando darle naturalidad a la tarea, a la vez que procuraban no mirarse con demasiado descaro. Al fin no tuvieron más remedio que enfrentarse en puros cueros. No faltaron tontos comentarios nerviosos: “Estamos llenitos los dos…”, “Y barrigones…”. Pero la procesión iba por dentro de cada uno: “¡Qué tetas, qué muslos, qué paquete se gasta el tío!”, “¡Bien peludo y con un culo de locura!”, “No sé si voy a poder disimular la calentura”, “Esto va a ser muy duro”… Los pensamientos eran perfectamente intercambiables ya que ambos, con más o menos vello y las generosas carnes rebosando por aquí o por allá, mostraban similares cualidades prototípicas de maduro-robusto-que-está-para-comérselo. Pero esto último tendría que esperar ya que ninguno de ellos atribuía al otro su propia inclinación. Lo cual no dejaba de hacer la situación falsamente embarazosa.

 “¡A la cama pues! No sabemos lo que tardarán en aparecer”, decidió Rodrigo. “¿Y si no vienen?”, planteó Julio, que era el más escéptico. “Estoy casi seguro de que han picado y no aguantarán la curiosidad… En todo caso, como desde aquí oímos el partido, si termina y no han venido, nos vestimos y bajamos”. “¡Vaya!”, se le escapó a Julio con un deje de decepción ante esa eventualidad. En esa habitación la cama, aunque ancha, era de tipo individual, por lo que tuvieron que tumbarse bastante juntos para que sus cuerpos no la desbordaran. El contacto entre ambos elevó un grado más la turbación que los embargaba. Aunque tumbados, procuraban mantener una rodilla ligeramente elevada para disimular el engorde que sus pollas empezaban a experimentar. “Estoy sudando”, declaró Julio. “Ya lo noto… Aguantemos un poco”. Cambiando de tema, Julio preguntó: “¿Crees que harán como tú y no darán señales de habernos visto?”. “Pienso que sí, que se guardarán ese arma”. “¿Pero y si irrumpen aquí y nos montan un número?”. “Entonces yo sacaré lo que sé de ellas”.

No les dio tiempo a más elucubraciones, porque, a pesar del sonido del partido y de su propio sofoco, no dejaban de estar atentos al menor ruido delator. Y éste lo produjo el lento crujir de la puerta de entrada. “¡Venga, vamos a abrazarnos!”, susurró Rodrigo. Se enfrentaron y estrecharon los cuerpos. “¡Si estás empalmado!”, exclamó por lo bajo Julio. “¡Tú también, pero calla ahora!”. Y es que, efectivamente, las esposas habían regresado antes de lo acordado, llevadas de una morbosa curiosidad. Al encontrar vacía la planta baja y sin que nadie hiciera caso al televisor, se regocijaron de su intuición. Con los zapatos de tacón en la mano ascendieron por la escalera y no tuvieron más que otear por una rendija de la puerta para descubrir el pastel. Los varoniles cuerpos de sus maridos se hallaban entrelazados en una confusión de piernas y brazos. Por lo demás, para dotar de mayor realismo a la coyunda, las bocas de ambos se habían juntado y, con los nervios, las lenguas se enredaban más allá de lo exigido por la representación. Ante tan evidente confirmación de sus sospechas, las mujeres hubieron de abandonar la observación, temerosas de que las risas que apenas lograban sofocar las delataran. Misión cumplida, dejarían que los maridos siguieran retozando y volverían a marcharse. Ya regresarían más tarde como si hubieran cumplido con el plan oficial. En cuanto a la utilización que podrían hacer de su descubrimiento, tenían tiempo para considerarla…

Una vez que tuvieron la certeza de que habían vuelto a quedar solos, Rodrigo y Julio aflojaron el enredo corporal. “¡Uff! Tenías razón tú. Se han limitado a espiarnos”, comentó Julio. “Ahora nosotros sabemos lo de ellas y ellas creen saber lo nuestro, pero no saben que nosotros lo sabemos todo”, sentenció Rodrigo en un alarde de retórica. “No acierto a comprender para qué va a servir todo esto”, apostilló Julio el escéptico. “De momento ha servido para algo….”, y Rodrigo llevó una mano a las erectas pollas. “Va a ser que sí”, reconoció Julio rendido a la evidencia. “Al partido aún le falta la segunda parte… ¿Lo aprovechamos?”, sugirió Rodrigo. Como movidos por un resorte, recuperaron el abrazo. Pero esta vez con un ansioso sobeo de los cuerpos y unas inquietas bocas que lamían y chupaban. En un respiro Julio reconoció: “La verdad es que estaba deseando esto desde que te conocí”. “A mí me pasaba lo mismo…”, confirmó Rodrigo, “Y ya ves, ellas se nos habían adelantado”. Con las cartas sobre la mesa, nada bloqueaba sus deseos al reanudar la acometida mutua. “¡Uy, qué bueno estás!”, “¡Me vuelven loco estas tetas!”... Sabían que su tiempo era limitado y debían dosificar este primer encuentro. “¡Deja que te coma la polla!”, exclamó Rodrigo abalanzándose a la verga gorda y húmeda de Julio. Mamaba con vehemencia, como recuperando el tiempo perdido, y la excitación de Julio iba llegando al cenit. “¡Trágatela toda! Así no ensuciaremos nada”, propuso éste previsor. Nada más deseado por Rodrigo, quien insistió hasta que la boca se le inundó. Cuando se separó, exclamó: “¡Limpia como una patena!”. Pero ya tenía una urgencia en su cuerpo y se puso a meneársela. Julio, medio repuesto de su éxtasis, acercó la cara atento al derrame. En cuanto Rodrigo se tensó y le surgió el primer brote, Julio aplicó la boca para recoger la cosecha. “¡Qué gozada! ¡Al fin!”, proclamó Rodrigo. Julio entonces lo hizo volver a la realidad. “Será mejor que dejemos arreglada la cama y nos vistamos para irnos abajo”.

El partido estaba en sus postrimerías, así que tomaron una cerveza y vaciaron en el fregadero algunas botellas más. También echaron a la basura parte del pica-pica. Tras estas precauciones, se aposentaron en el sofá recuperando la expresión de inocencia absoluta. Tardaron bastante en aparecer las esposas, quizás porque quisieron darles margen para su expansión, o más bien para sacar sus propias conclusiones de lo descubierto, ya sin asomo de dudas. De momento decidieron seguir haciendo como si nada y volver a casa de Julio y Esther poniendo énfasis en lo agotadora que resulta una tarde de compras, aunque poco era lo que al final les había interesado. Los maridos, que encontraron repantigados en el sofá, ante varias botellas de cerveza vacías y los restos del pica-pica diseminados por la mesa de centro, se apresuraron a comentar el partidazo que habían visto y hasta reconocieron que se habían pasado un poco con las cervezas.

El galimatías en que se hallaba el cuarteto era pues de órdago: Maridos y esposas liados entre sí respectivamente, con desconocimiento oficial, pero con conocimiento oculto ¿Qué provecho podrían sacar todos de ello? De momento había una situación de desventaja práctica, pues, mientras ellas tenían garantizada la disponibilidad de sus casas mientras los maridos se ausentaban por trabajo, para éstos los encuentros –que desde luego ansiaban ya repetir– resultaban más problemáticos. Para usar las casas necesitarían recurrir a pretextos nada fiables para tener el campo libre, y acudir a ciertos locales u hoteles les daba reparos a estas alturas. Con lo que no contaban, sin embargo, era con la extraordinaria capacidad de maquinación de las mujeres.

Como a ellas ya les iba bien con la situación, idearon dar facilidades a sus maridos. Pero a un precio torticero. Morbosamente atraídas por la para ellas insólita fornicación entre dos hombres de su edad y falta de atractivo a sus ojos, decidieron institucionalizar el espionaje para su propia diversión. Como la casa de Julio y Esther –donde precisamente habían descubierto el rollo entre los maridos– era de construcción bastante antigua, sobre las habitaciones había unos dobles techos abuhardillados con respiraderos disimulados en los artesonados. Comprobaron que los del dormitorio de invitados permitían una visión bastante completa y totalmente discreta del mismo. Además los dobles techos, de suficiente altura para instalarse en ellos, eran practicables desde la escalera del servicio. Saliendo por la puerta principal y volviendo con sigilo por la trasera sería fácil la maniobra de despiste.

El siguiente paso fue dar confianza a los maridos para que pudieran repetir su expansión, dejándolos solos sin que estos tuvieran que inventarse pretextos. Ellos interpretaron la liberalidad de sus esposas como un gesto por su parte, en la idea de que, al constatar su relación, y estando ellas mismas en situación similar, habían optado por la condescendencia. Lo que ellos no podían imaginar, sin embargo, es que el espionaje no se había acabado ni mucho menos.

Así llegó el momento que Rodrigo y Julio consideraron propicio para volver a entregarse el uno al otro,…y Marta y Esther para hacer realidad su morboso escudriño. ¡Y vaya si tuvieron espectáculo! Porque los hombres, que se habían ido arrebatando la ropa por el camino, nada más entrar en la habitación, y ya sin los tanteos del primer día, se entregaron el uno al otro con toda la pasión acumulada. Mientras, sobre sus cabezas, las mujeres tenían que hacer esfuerzos para controlar sus risitas nerviosas. Y lo que para las de arriba resultaba poco menos que grotesco, para los de abajo estaba constituyendo un goce indescriptible.

Aún de pie, estrechaban sus cuerpos venciendo la resistencia de las barrigas y uniendo sus bocas con húmedos besos. Las manos palpaban, estrujaban y acariciaban el vello. Julio se desasió con suavidad para contemplar el busto macizo de Rodrigo. Las tetas que resaltaban sobre la barriga atrajeron la boca de Julio, que chupó y mordisqueó arrancando gemidos a Rodrigo. En las alturas, Esther susurró: “Le gustan más esa tetas que las mías”. Julio se fue agachando hasta alcanzar la polla de Rodrigo, que se le ofrecía bien tiesa y jugosa. Sus labios la atraparon y mamó con tal vehemencia que Rodrigo hubo de sujetarle la cabeza para controlarlo. Nuevo comentario de Esther: “A mí nunca me ha comido el coño”. “Te lo hago yo”, replicó Marta. Julio alzó luego la vista al rostro de Rodrigo. “Estoy deseando que me folles”. Éste lo sujetó entonces y lo hizo caer bocarriba sobre la cama diciendo: “Ven aquí primero”. Con manos y boca recorría toda la delantera de Julio, que se agitaba como un flan. Mordió los pezones y arrastró la lengua por el vello del vientre. Arrodillado, pasó las piernas de Julio sobre sus hombros y su cara se hundió entre los gruesos muslos. Chupó la polla dura y mojada, y su lengua jugó con los huevos. Forzando la elevación de Julio, llegó a lamerle el ojete. “¿Esto es lo que me ofreces?”. “¡Quiero tu polla bien adentro!”, exclamó Julio vibrante de excitación. “Mi Rodrigo es el que va a dar por culo”, comentó Marta con un punto de orgullo.

Ajeno a esta observación, Rodrigo impulsó a Julio para que se pusiera bocabajo. Éste le señaló un tubo de crema que, en previsión, había dejado en la mesilla de noche. “Ponme un poco de eso”, pidió. Rodrigo, encantado ante la visión del gordo culo puesto a su disposición, le untó la raja con largueza. Al profundizar con los dedos, Julio emitió un leve quejido. Esther no se abstuvo de expresar: “¡Pobre Julio! Le va a doler…”. Lo que Marta contrarrestó: “Sarna con gusto… Ye te meteré yo un consolador”. Rodrigo manoseó su bien cargada polla y la apuntó a la raja que distendía con la mano libre. “¡Qué a gusto te voy a follar!”. “¡Oh, sí! Pero poco a poco”, advirtió Julio que trataba de relajarse. Rodrigo fue entrando con cautela hasta llegar al final. “¡Toda!”, exclamó. “¡Y me has dejado abierto!”, confirmó Julio. Cuando Rodrigo se puso a moverse, los gemidos de Julio mezclaban el dolor y el placer. “¿Sabes que me estoy mojando?”, musitó Marta ante la crudeza de la escena. “¡Para ahora!”, la cortó Esther que no quería perder detalle de la jodienda de su marido. Porque éste empezó a pedir caña. “¡Sí, dale fuerte y lléname!”. Rodrigo lo cabalgaba inflamado y sudoroso. “¡Ya no aguanto más! ¡Me voy a ir!”. “¡La quiero toda dentro!”, lloriqueó Julio. Rodrigo lo cumplió entre estertores. “¡Jo, qué polvazo!”. Julio aún preguntó: “¿Has disfrutado?”. “¡Cómo te diría! ¿Y tú?”. “Estoy en la gloria…”. “¿Será posible…?”, farfulló Esther impresionada.

Hubo un remanso de paz en el que Rodrigo iba recobrando el resuello. Pero pronto Julio se puso a restregarse con él. “Tengo unas ganas locas de correrme”. Su polla engordaba a medida que se la sobaba. Tampoco tardó Rodrigo en ofrecer su mano. Julio dejó que se la meneara. “Me falta muy poco”. Y efectivamente su leche brotó rebosando el puño de Rodrigo. “¡Buena corrida también!”, sentenció éste. “Después de tu follada, si no me corro estallo”, concluyó Julio ya calmado.

Esta vez no se dieron tanta prisa en poner orden y recuperar su indumentaria de maridos modélicos. “Todavía tardarán en volver”, previó Julio. Y desde luego que tardearían porque, enardecidas por lo curioseado, las mujeres se estaban dando el lote en la buhardilla.

Así siguieron las cosas. Entre los cuatro reinaba la armonía. Ellos daban por supuesto que las mujeres se apañaban por su cuenta, dejándolos en paz para que ellos lo hicieran a su vez. Lo que no podían sospechar era el espionaje institucionalizado al que estaban siendo sometidos. Bien es cierto que esto no pasaba siempre. Algunas veces ellas realmente pasaban la tarde con sus paseos y compras. Y otras, más que mirar por la rejilla, se entregaban a su propio placer excitadas por los eróticos sonidos que les llegaban desde abajo.