viernes, 21 de febrero de 2014

El hombre del lago


Hay hombres a los que les cuesta reconocer que les gustan otros hombres. Por eso, al verse envueltos en situaciones que a veces ellos mismos provocan, hacen ver –e incluso se autoconvencen de ello– que han sido inducidos a hacer cosas que nunca hubieran imaginado, aunque de hecho las disfruten a tope.

Algo de esto ocurrió cuando pasaba unos días de asueto estival en un pueblo de montaña y un día cogí el coche para visitar un lago cuyo pintoresquismo me habían alabado. Aparqué y fui bordeando la orilla. De pronto vislumbré a un hombre que parecía buscar algo afanosamente con el agua hasta media pantorrilla. Me acerqué y, no solo por solidaridad, me interesé por su problema. Porque el tipo estaba buenísimo y, además, con una indumentaria excitante. Maduro y gordote, con la camisa medio abierta y un torso velludo, curiosamente solo llevaba calzoncillos, que además se iba remangando para eludir salpicaduras, exhibiendo así unos muslos magníficos. Sin abandonar su pesquisa, me informó de que había sacado las alfombrillas del coche para lavarlas en la orilla y, sin darse cuenta, le habían caído las llaves del bolsillo de la camisa. Los pantalones, que se había quitado para no mojarlos, se habían quedado encerrados en el coche. “Si se han enterrado en el fango, estoy apañado”, comentó desesperanzado. Yo entonces me puse agachado en el borde para ir mirando mientras el removía con los pies. Pero me costó trabajo concentrarme en la observación porque, siendo los calzoncillos bastante holgados, a medida que se los iba subiendo se le asomaba la polla, que para colmo era bastante grande. Él, al parecer, o no se daba cuenta, o no le importaba, con su ofuscación. Se me ocurrió preguntarle si había otras llaves. “Sí, en casa. Pero sin coche ni pantalones… Hasta el móvil tengo dentro”. Me estaba poniendo tan a tono el tío que exacerbé mi generosidad. Me ofrecí a llevarlo con mi coche a recoger las llaves y traerlo de vuelta para que recuperara el suyo. Me lo agradeció casi emocionado. “¡Menuda suerte he tenido de que aparecieras! No sé cómo lo habría resuelto… Pero vaya molestias que te estoy causando”. No me molestaba en absoluto poder seguir con él. “Para eso estamos, para echarnos una mano”, me hice valer.

Me encantó llevarlo sentado a mi lado en el coche, con el muslamen bien a la vista y que rozaba a veces en los cambios de marcha. Indagué sobre su currículo. “¿Estarán preocupados en tu casa? ¿Necesitas llamar?”. “No. Mi mujer ha ido unos días a visitar a su madre. Mejor no decirle nada… Aún me llevaría una bronca”. La idea de ir a su casa los dos solos me resultó de lo más estimulante y, en un acto reflejo, miré de reojo su entrepierna. No le escapó el gesto, porque comentó: “¡Vaya pasajero más impresentable!”. Aproveché para recordarle: “Pues abróchate el cinturón, no sea que encima nos paren”. Maniobró con las cintas y al forzar la postura buscando el enganche, la laxa bragueta del calzoncillo dejó ver parte de la polla. Una vez más, al igual que en sus chapoteos en el lago, me asaltó la duda de si se habría dado cuenta. El caso es que, al recuperar la posición, no hizo el menor gesto de corregir la abertura, lo cual incrementó mi agitación interna. Me decidí a bromear sobre lo sucedido. “¿Sabes? Cuando te vi de lejos remangándote los calzoncillos, pensé que eras un exhibicionista”. Me devolvió la pelota. “Pues acudiste muy rápido…”. Lo dijo con sorna, como si le hiciera gracia seguir el juego equívoco. Pero enseguida corrigió la deriva: “Para eso estaba yo… ¿Pero qué hacías tú paseando tan solitario?”. “Ya ves…, a veces se encuentra algo”, respondí con ambigüedad. “¡Desde luego de lo más oportuno!”, concluyó sin más averiguaciones. Ya se dedicó a indicarme el camino, sin alterar el estado de su bragueta medio abierta, y yo poniéndome cada vez más nervioso cada vez que le echaba una mirada.

“Esa es. Ya hemos llegado”. Me señaló una casa algo apartada del pueblo. Al parar delante pregunté: “¿Te espero?”. “¡Entra conmigo, faltaría más!”. Pero de pronto cayó en que había surgido un nuevo problema. “¡Coño! Si la llave se ha quedado también dentro del coche”, exclamó alterado. “¡Pues sí que la hemos hecho buena! Como no volvamos y rompas un cristal del coche…”. “¡Espera, se me ocurre algo!”, dijo más calmado. “Por detrás hay un ventanuco en alto que no cierra bien. Es un poco justo, pero si me ayudas, creo que podré pasar”. Dimos la vuelta a la casa y hubimos de apilar unos troncos para que pudiera subirse y acceder a la ventana. Era de guillotina y metiendo un hierro no tuvo dificultad en levantarla. “El problema será que entres por ahí”, comenté algo escéptico. “Verás como sí”. Dio un impulso para meter a duras penas medio cuerpo. “Ahora empújame poco a poco. Yo iré sujetándome a una estantería para no caer de cabeza”. Ahí tenía pues el orondo culo coronando sus piernas colgantes. Con mis manos en él iba impulsándolo pendiente de sus instrucciones. Pero cuando quedó en equilibrio inestable, la parte inferior del cuerpo se elevaba haciendo de contrapeso. La consecuencia fue que las anchuras del calzoncillo dejaban entrever de nuevo la colgante polla. Y esta vez a escasos centímetros de mi cara. Debió notar el titubeo de mis manos, porque avisó desde el otro lado: “¡Eh, agárrame bien!”. Un último empujón hizo que todo él se deslizara más rápidamente hacia interior. El desasosiego por una precipitación desafortunada causó que mis manos crispadas se quedaran con los calzoncillos vacíos. Se oyeron unos ruidos y golpes que me hicieron temer lo peor. Pero enseguida su voz me tranquilizó. “Estoy vivo… pero me has dejado con el culo al aire. Ahora te abro”.

Fui a la parte delantera de la casa y ya estaba en la puerta abierta, con la camisa algo desgarrada y cuyos faldones dejaban entrever el sexo. Pero él estaba sofocado y parecía importarle muy poco su aspecto. Yo me debatía entre interesarme por su estado y contemplar esa polla que, aun en recesión, se asomaba soberbia. “¡Entra, entra! ¡Uf, por poco me la pego!”. A todo esto, yo llevaba en la mano sus calzoncillos. “Esto creo que es tuyo”, dije con cierto recochineo. Los cogió tomando conciencia de su apariencia, pero sin ademán de ponérselos; incluso rio algo distendido. “¡Vaya pinta la mía! Si hasta he perdido la vergüenza… Aquí enseñándolo todo”. “A ver si iba a tener yo razón de que eres un exhibicionista…”, comenté de forma desenfadada. Acogió la broma riendo. “Si has sido tú el que me ha dejado así…”.

La desinhibición con que me guiaba por la casa, con los calzoncillos en la mano y el culo al aire, tenía algo de chocante, a la vez que excitante. Él mismo se explicó a su modo: “Menos mal que estamos solos ¿verdad? Ahora estoy ya más relajado y espero que no te moleste verme así después de tantos accidentes”. “¡Qué va! Si me está gustando mucho conocerte…”, repliqué para aumentar la confianza. “¿Ah, sí? Pues si no tienes prisa, me gustaría darme una ducha. Entre el barro y el polvo que me ha caído encima estoy hecho un asco”. Avanzó decidido por la vivienda, despojándose entretanto de la camisa. “¡Joder, ha quedado hecha girones…”. Yo fui detrás, encandilado con la visión completa de sus apetitosas partes traseras.

Cuando entró en el baño, me detuve discretamente en la puerta. Pero enseguida me reclamó. “¡Pasa, hombre, pasa! Tú también necesitarás asearte un poco…”. Así que, mientras se metía en la bañera, yo me aposté en el lavabo, tembloroso ante su desnudez y procurando no perderlo de vista. Pero los incidentes del día no habían acabado porque, al dar el agua de la ducha, ésta se desprendió del soporte superior, proyectándome al caer un buen chorro de agua todavía fría. “¡Madre mía! Si ya me decía mi mujer que tenía que ajustarlo… ¡Mira cómo te has puesto!”. Y es que mi ligera ropa de verano había quedado empapada, y yo trataba de salir de la impresión. “Vas a tener que quítate todo eso, que habrá que secarlo”, dijo con cierto regocijo. Y la verdad es que pensé que no hay mal que por bien no venga, por lo morbosa que me resultaba la idea de los dos despelotados. No dudé pues en quitármelo todo, hasta los calzoncillos, que no se habían llegado a mojar. “Ni que lo hubieras hecho a propósito…”, comenté en plan desafiante. “No más que tú dejándome sin calzoncillos”, replicó aguantando la risa. “Pues ya los dos en pelotas… ¿Ahora qué más?”, contraataqué. Su respuesta me pilló por sorpresa. “¿Sabes que me está divirtiendo esta situación? Los dos solos y así…”. “Yo ya estoy dispuesto a lo que sea… Hasta te puedo sujetar la ducha mientras te remojas”, dije ahondando en la ambigüedad. “¿Harías eso?…Pues no te digo que no ¡Entra, que cabemos los dos!”.

Ya dentro de la bañera, puso en mi mano la ducha. “A ver si apuntas bien y no seguimos inundando”. Volvió a abrir el grifo y, con cachaza, me presentó su cuerpo. El pulso me temblaba al irlo rociando de arriba abajo. Cuando apunté a la entrepierna comentó retozón: “¡Uy, si hasta me está dando gusto!”. Ya me importaron tres pitos la erección que se me había disparado. “¡Vaya, eso sí que no me lo esperaba!”, dijo, aunque para nada escandalizado. “A estas alturas, lo dudo”, repliqué deteniéndome, alterado ante su desfachatez. “Nunca había estado con un hombre así ¿sabes?”. “Pues parecías buscarlo desde que me enseñabas la polla en el lago…”. Eludió la cuestión de que fuera intencionado o fortuito. “El caso es que aquí estamos y no me disgusta… ¿Quieres probar enjabonarme,…a ver lo que pasa?”.

Yo estaba tan caliente que no dudé en seguirle el juego. De modo que dejé la ducha y me eché gel en las manos. Él se me entregó con los ojos cerrados. Me parecía increíble tener vía libre para meterle mano a fondo, por mucho jabón que hubiera por medio. Empecé por el pecho, enredando los dedos en el abundante pelo. Moldeaba con las manos las tetas copudas, cuyos pezones me resbalaban entre los dedos. Su rostro se mantenía inexpresivo, dejándome hacer. Al repasar la barriga prominente y dura hurgué en el ombligo, lo que le produjo un breve estremecimiento. Para traspasar este punto, renové la provisión de gel. Mi mano espumeó el poblado pubis  y fue a dar sobre la verga. Me limité de momento a un frote suave para no darle demasiadas facilidades, aunque su engorde empezaba a ser evidente. Enjaboné los huevos y, al pasar la mano por debajo, le pedí: “¿Te das la vuelta?”. “A ver qué haces…”, advirtió al girarse. Me entusiasmaba tener a mi disposición un culo tan magnífico que resaltaba los vellos mojados. Nueva recarga de gel y sobeo con mis manos deslizantes. No pude evitar el ahondar en la raja y, aunque lanzó “¡Eh, no te pases!”, no hizo el menor gesto de retraerse. Tenía curiosidad por comprobar el efecto de mis toques en su delantera. “Si te vuelves  de frente, completaré el aseo”. Su verga estaba ahora dura y elevada. Comenté: “Ya somos dos…”. “Qué quieres…, no soy de piedra”, y seguía con los ojos cerrados. Ahora sí que la manoseé y friccioné a conciencia, estirando la piel para cubrir y descubrir el capullo. “¡Espera! ¿Por qué no me dejas que te enjabone yo a ti?”. Ya me miraba echando mano al frasco de gel. Que diera este paso me cogió por sorpresa, a pesar de su continuado comportamiento provocador. Con la mano enjabonada fue directamente a frotarme la polla. “¡Qué dura la tienes! Te has puesto cachondo conmigo ¿eh?”. “¿Y tú no?”, contrataqué con ironía ante su erección no menos palmaria. “Bueno, yo solo estoy probando. Las cosas han ido viniendo rodadas y hemos acabado así…”. “Si te gusta hacerte el ingenuo, por mí puedes seguir probando”, dije mientras él no paraba de sobármela impertérrito.

Cuando ya estaba llegando yo al séptimo cielo, tuvo una idea. “Será mejor que nos enjuaguemos ¿no te parece?”. Intercambiamos chorreos con la ducha y quedamos bien escurridos. Eso sí, con las pollas bien tiesas. Como no sabía por dónde iba a derivar él, me anticipé. “¿Salimos o te la chupo aquí?”. Quedó un poco perplejo, pero  no se movió. De modo que me agaché y me metí su verga en la boca. “¡Uy, qué abuso!”, se le ocurrió exclamar. Pero me amorré aún más y le agarré de los muslos. Entonces él llevó las manos a mi cabeza, y no precisamente para apartarme, sino para dirigir la mamada. No obstante siguió soltando: “¡Qué barbaridad!... ¡Esto es muy fuerte!... ¡No puedo resistirlo!”. Yo desde luego no estaba dispuesto  a replicarle interrumpiendo la faena. “¡Cómo eres…, vas a conseguir que me corra!”. No había acabado de decirlo y la boca se me llenó de su leche espesa, que me rebosaba antes de poder tragarla. “¡Uff, lo que has hecho! Me has dejado vacío”.

Se recostó contra la pared con las piernas flojas. Apenas pude usar la boca lo reté. “No dirás que no te ha gustado”. Como repuesta tuvo uno de sus salidas. “Lo que me temo es que ahora querrás violarme”. No me anduve con contemplaciones. “Tú eliges: o me la chupas o te doy por el culo”. Su opción fue darse la vuelta e irse inclinando hasta provocarme con su trasero. No faltó su consabida apostilla, que ya no me venía de nuevo. “¡Estás haciendo conmigo lo que quieres!”. Si no tenía ya suficiente calentura encima, ante aquella oferta gorda y velluda me puse a cien por hora. Me afirmé con las manos en sus caderas y apunté mi polla a la frondosa raja. Con un impulso certero le fui entrando, sin que me costara demasiado, porque tenía buenas tragaderas. Aunque él se quejaba, “¡Ay, qué destrozo!”, en contradicción con los meneos que se daba para encajarme a fondo. Enardecido le pegaba unas buenas arremetidas. “¡Joder, qué culo!”. “¡Eres un salvaje! Estoy ardiendo”. “Será de gusto…”, replicaba yo. Él seguía haciéndose el sufridor. “¡Qué abuso! ¡Te estás cebando conmigo!”. Pero la contracciones que le daba a su ojete eran de puro disfrute y llevaban al máximo mi excitación. “¡Estoy a punto de acabar contigo!”, avisé. “¿Ya? ¡Vale!”, dijo casi contrariado. Y vaya si acabé, con una descarga que me dejó el cuerpo bien aliviado. “Estarás contento…”, soltó cuando me hube salido, “¡Cómo te has aprovechado de mí!”. No pude menos que darle una palmada en el culo tan golosamente trabajado.

“Nos enjuagamos un poco y vamos a por tu coche ¿te parece?”. Y es que, una vez desfogado, su actitud de virgen deshonrada me exasperaba. Con lo que no contaba era que ahora se hiciera el remolón. “¿Después de lo que has conseguido te entran las prisas?”.” ”No me digas que estás pensando en repetir”, respondí gratamente sorprendido. “Es que estoy algo cansado ¿tú no?”. Ya nos estábamos secando y propuso: “Podíamos tomar algo y relajarnos un rato…”. “Por mí, encantado”, y añadí: “Seguimos así ¿no?”. “¿Desnudos? ¡Cómo eres…!”. Pero le pareció de perlas.

“Seguramente tendrás hambre. Hay un jamón muy bueno. Saca unas cervezas mientras lo corto”. Verlo con el cuchillo jamonero en ristre, concentrado en su tarea como si tal cosa, pero en impúdica exhibición, era todo un acicate para que se me reavivara la lujuria. Para colmo, puestos el plato de jamón y las cervezas sobre la barra que delimitaba la cocina, nos sentamos enfrentados en sendos taburetes altos y abiertos de piernas, subidos los pies sobre los travesaños. Lucía el sexo sin el menor recato y dejaba que le rozara la rodilla con la mía. Desnudez aparte, parecía que para él no hubiera pasado nada entre nosotros. Atacaba con deleite el jamón y me instaba a hacer lo mismo. Desde luego yo no le hacía ascos al rico manjar, pero el hecho de tenerlo delante tan obscenamente impúdico me estaba volviendo a abrir otra clase de apetito.

Mi entrepierna empezó a dar claras muestras de ello, cosa que no le pasó por alto. “¿Otra vez estás así? ¡Cómo eres…!”. Lo dijo como si no fuera mi polla a lo que se refería. Aunque yo había aprendido ya que su asexuada indiferencia era pura fachada. Por eso expliqué: “Es que me estás haciendo recordar lo que disfruté chupándotela y saboreando tu leche…”. “¡Vaya!”, fue su único comentario. Pero el hecho de que acabara de zamparse el último pedazo de jamón y se enjuagara la boca con un trago de cerveza me pareció la señal de que iba a entrar en mi terreno de juego. Al dejar la cerveza dio con el codo “casualmente” a un tenedor, que cayó justo entre los dos taburetes. Raudo bajó del suyo para recogerlo y, al levantarse, su cara quedó a pocos centímetros de mi polla. Lo cacé al vuelo. “Deberías probar”. “¿Tú crees?”. Y sin esperar respuesta ya estaba pasando la lengua por el capullo para, a continuación, meterse la polla entera en la boca. Se puso a mamar con una precisión que me ponía la piel de gallina. Apoyé la espalda en la barra y crucé las piernas sobre sus hombros, quedándole la cabeza atrapada en mi regazo. Él iba haciendo volantines con la lengua y succionaba con tal vehemencia que dejaba clara su disposición a llegar hasta el final. Mi corrida fue tan electrizante como la que había descargado en su culo, pero ahora sentía cómo su garganta la iba engullendo. Solo cuando liberé su cabeza dejando caer las piernas me soltó la polla. Cuando pudo hablar, soltó una de las suyas. “Has hecho que me lo trague todo”. “¡Anda que no te ha gustado!”. “Si tú lo dices…”.

Pero lo que definitivamente me dio la razón fue que, al levantarse, su verga apareció bien tiesa. “¡A ver qué hago yo ahora con esto!”, dijo como si hubiera surgido un contratiempo. “No lo podemos dejar así ¿verdad?”, lo provoqué para sonsacarle lo que seguro que ya tendría en mente. “Igual querrías que te la metiera…”, planteó de forma que fuera yo quien se lo pidiera. “No te digo que no… Me pondré a tiro”. Aparté un taburete y eché el torso sobre él, separando bien las piernas para afirmarme. Así lo dejé a su aire. “Voy a suavizarte un poco”. A dos manos me abrió la raja y sentí que acoplaba la cara. Su lengua húmeda la recorría y ahondaba en el ojete. Me daba escalofríos de gusto y lo animé. “Me estás dejando a punto”. “¿Tú crees?”. Ya se levantó y noté que su verga me tanteaba. “La meto ¿vale?”. Fue una embestida que casi me tira del taburete. “Bien ¿no?”, comentó impasible. “¡Menéate y calla!”, lo interpelé con el culo ardiendo. Bombeó durante un rato y empezó a resoplar. “Creo que me voy a correr”. “Por mí cuando quieras”, repliqué con el clímax alcanzado. Se agitó todo él mientras me llenaba. “¡Uff, ya está!”, fue su lacónico comentario. Él estaba agotado y yo escocido. Aún puso su colofón. “¡Todo esto por unas llaves…!”.

Tocaba ya vestirse y emprender el rescate del coche. Pero sucedió que, con el ajetreo del baño, se nos había olvidado poner a secar mi ropa, que había quedado olvidada en un rincón. “¡Vaya! Tendré que dejarte algo”. Aproveché para tantearlo. “Habremos de vernos otro día para devolvértelo”. “Bueno, podemos encontrarnos también en el lago”. Y añadió lo que sonó muy prometedor. “Igual voy con la furgoneta, que tiene más espacio,…por si quieres que hagamos algo dentro”.

Un par de días después volví al lago, intrigado por si acudiría como habíamos quedado. Al acercarme vislumbré, cerca del recodo donde nos habíamos conocido, una furgoneta bastante grande. No se veía a nadie en ella, así que aparqué  a su lado  e inspeccioné los alrededores. No me costó encontrarlo discretamente protegido por el arbolado y ya a medio desvestir. “¡Hola! Esta vez no he dejado cerrada la furgoneta…”.

domingo, 2 de febrero de 2014

El suegro y el cuñado


Luis era un abogado cuarentón que había adquirido un cierto renombre profesional. Aunque a sí mismo se consideraba bisexual, siempre había sentido especial atracción por hombres maduros y fornidos. Sus actividades en este terreno las llevaba con total discreción y nunca había mantenido una relación estable aunque, regordete y bien parecido, tenía bastante éxito cuando, en sus viajes de vacaciones, se permitía una mayor libertad.

Se le presentó la ocasión de asociarse a un importante bufete y lo que influyó en su aceptación de la oferta fue, no solo la promoción profesional que suponía, sino también el atractivo que, desde el primer momento, ejerció sobre él el titular del despacho. Grandote y cercano a los setenta, desplegaba gran simpatía y savoir-faire, encajando a la perfección en los gustos de Luis. Éste, sin embargo, era la suficientemente realista para no albergar la menor ilusión de acceder a los favores íntimos de su nuevo asociado. Su intuición le hacía percibir en él una condición heterosexual sin fisuras, aparte de lo comprometido que hubiera sido cualquier tipo de insinuación. Así que Luis se conformaba con el trato diario y la frecuente cercanía.

No obstante, la buena disposición que Luis mostraba en todo momento dio pie a que Guillermo, quien enseguida le ofreció el tuteo, le fuera tomando cada vez mayor confianza y hasta tramara integrarlo en su familia. Guillermo tenía, de un segundo matrimonio tardío, una hija bastante joven, aunque algo excéntrica y que no sabía muy bien qué hacer con su vida. De manera que Luis se le fue apareciendo como el yerno ideal, que no solo podría dar estabilidad a su hija, sino también tomar las riendas del bufete cuando a él le llegara la hora del retiro, quedando de este modo en la órbita familiar. Guillermo también tenía un hijo de su primer matrimonio, mayor que Luis y a quien éste no conocía, ya que pasaba la mayor parte del tiempo en el extranjero dedicado a  diversos negocios, todos alejados de la abogacía.

De este modo Luis, ajeno todavía a los designios de Guillermo, no tardó en verse invitado con frecuencia al magnífico chalet en que éste vivía en las afueras de la ciudad, e incluso a pasar algún que otro fin de semana. Le encantó sobre todo este acceso a la intimidad de Guillermo, más allá de las formalidades del despacho. Porque Guillermo se le presentaba ahora con mayor desenfado, frecuentemente en pantalón corto y camisa medio desabrochada. Y no digamos cuando compartían la piscina, y el traje de baño le ofrecía la visión más completa posible del cuerpo fornido y velludo de Guillermo.

Pero Luis también había de contar con la existencia de la esposa y, por supuesto, de la hija, a las que prestaba unas obsequiosas atenciones. El proyecto de Guillermo, apoyado complacientemente por su mujer, se puso en marcha. Propiciaron que se quedaran solos de vez en cuando y, más adelante, salidas de los dos a cenar o a algún espectáculo. Luis, de natural afable y caballeroso, no dejó de empezar a hacer tilín a Laura y pronto aquél se fue dando cuenta de la tela de araña en que se le estaba envolviendo. No es que la relación cada vez más intensa con Laura supusiera para él un obstáculo insalvable. Hasta llegó a pensar que un compromiso con ella garantizaría la cercanía de Guillermo. Por el contrario, un rechazo podría dar lugar a un alejamiento, incluso a nivel profesional.

Así se fue fraguando el cada vez más ineludible casamiento, con gran satisfacción de toda la familia. Se celebró con el boato que el status social de todos ellos exigía y los recién casados pasaron a vivir en un no menos lujoso chalet, regalo del suegro.

La relación con la esposa no fue problemática para Luis. Cumplía sexualmente, aunque pronto se dio cuenta de que Laura no era nada apasionada en ese ámbito y más bien propiciaba un distanciamiento. Por otra parte, una vez librada de la tutela paterna, se mostró muy independiente, dedicándose a sus veleidades artísticas e intensificando sus relaciones con grupos teatrales y pictóricos. De este modo la vida para Luis se presentaba bastante plácida y con el aliciente del frecuente trato familiar con el suegro.

Sin embargo, a la boda había acudido Guillermo Jr., el cuñado al que por fin Luis pudo conocer. No dejó de impresionarle que resultara un verdadero calco, en más joven, del padre y hasta se le erizó la piel cuando lo besó felicitándole. No sabía por qué, pero le pareció que en el breve contacto le había trasmitido una cierta complicidad. De todos modos el encuentro fue muy fugaz, porque Guillermo Jr. volvió a desparecer después de la ceremonia.

Casi lo había olvidado, concentrado en la contemplación platónica del suegro, cuando Laura le comentó: “Mi hermano tiene que pasar una temporada aquí. Ya sabes que sus relaciones con mis padres no son buenas, y me pregunta si podría alojarse con nosotros ¿A ti te importaría?”. Luis no dudó en aceptar, con un cierto gusanillo de recuerdo. Además, la casa era suficientemente amplia para que todos pudieran tener su independencia.

Pero la irrupción de Guillermo iba a suponer todo un terremoto en la vida de Luis. Llegó tarde por la noche, besó cariñosamente a Laura y a Luis, dándoles les gracias, y dijo que estaba muy cansado del viaje. Así que Laura lo acompañó directamente a su habitación. Luis durmió mal esa noche. El efecto que le había causado Guillermo superaba el del día de la boda. Con ropa más informal, había percibido mejor lo atractivo que resultaba y el inconcreto sentimiento de complicidad del primer encuentro volvía a manifestársele.

Cuando a la mañana siguiente Laura y Luis desayunaban en la cocina, él casi se echa el café por encima ante la aparición de Guillermo. Solo con un eslip mal ajustado se desperezaba sensualmente. “¡Buenos días, hermanitos! He dormido como un tronco”. Laura no mostró demasiada sorpresa, sino que le dijo riendo: “A pesar de los años sigues tan impúdico como siempre… ¡Vaya forma de presentarte!”. Guillermo replicó haciendo una burlona reverencia a Luis. “Disculpe el señor abogado… Espero no haberle ofendido”. Luis se desahogó con una risa nerviosa al amparo de la hilaridad de la situación. Porque en su fuero interno no podía estar más alterado. El deseado cuerpazo del padre se le presentaba ahora encarnado en el hijo y dotado de mayor vigor. Además, el desencajado eslip, cuya blancura resaltaba las protuberancias que cubría, añadía un punto de provocación casi insoportable.

Guillermo preguntó a Luis: “¿Te importaría dejarme por el centro camino de tu trabajo?”. “¡Claro que no!”, respondió Luis. “Pues enseguida me visto y nos vamos. No te haré esperar”. En el coche, Luis todavía no se había repuesto de la impresión del desayuno, hasta el punto de que Guillermo comentó: “Te noto un poco tenso… ¿No será que no te hace gracia que haya irrumpido en vuestro nidito de recién casados?”. “¡En absoluto!”, se apresuró a replicar Luis, “Además Laura te quiere mucho y está contenta de tenerte en casa”. “Yo también la quiero, aunque últimamente nos hayamos visto poco”. Y añadió como para sí: “Siempre hemos compartido muchas cosas”.

Cuando Luis volvió a casa esa misma tarde, que era de viernes, encontró a Laura haciendo preparativos de viaje. “Ya te dije que este fin de semana iría con el grupo de teatro a un festival. Saldré mañana muy temprano y no vuelvo hasta el lunes… Supongo que no te importará quedarte con Guillermo. Así os conoceréis mejor. Además es muy buen cocinero”. La perspectiva atraía y aterraba a Luis a partes iguales, de modo que de nuevo pasó una noche con agitados pensamientos. Mira que si esa complicidad que imaginaba era algo más…

Al despertar Luis, Laura ya se había marchado. Bajó a la cocina en pijama y su emoción se activó al comprobar que Guillermo se le había adelantado. También con eslip que, escurrido por detrás, dejaba ver parte de la raja. Sin volverse, siguió dándole a la exprimidora y dijo: “¡Aquí, cuidando bien al cuñado!”. Luis se sentó para disimular el temblor de piernas y Guillermo sirvió el desayuno, del que ambos dieron cuenta. Muy risueño, Guillermo comentó: “Ayer vine cargado del super. Te vas a chupar los dedos con mi cocina”. Añadió mirando con ojos vivaces a Luis: “Creo que lo vamos a pasar muy bien tú y yo ¿no te parece?”. Luis asintió mudo, porque tenía la garganta seca.

No tardó Guillermo en hacer propuestas. “Con este pedazo de piscina que tenéis se impone un baño matutino…”. “¡Vale! Cojamos los bañadores”, respondió Luis. “¡¿Qué dices?!... En la de mi padre nunca me dejaban, pero aquí…”. Guillermo acompañó la frase con el gesto de quitarse el eslip y presentar su completa desnudez. Luis titubeaba sin poder apartar la vista de ese jugoso sexo, hasta que oyó: “¡Venga, fuera ese pijama! ¡No me seas timorato!”. Luis, obedeciendo como un autómata, también se quedó en cueros. “¡Vaya con el cuñadito, lo bien dotado que está!”, bromeó Guillermo campechano. A Luis entonces le salió casi sin pensarlo y como liberando su tensión: “¡Pues anda que tú…!”. Guillermo reaccionó riendo y mostrándose con más descaro: “¡Ya sabía yo que te fijarías!”. Pero, para suavizar la desazón que Luis ya no podía ocultar, añadió enseguida: “¡Anda, vamos al agua!”.

Chapotearon por la piscina cada uno por su lado. Lo cual le sirvió a Luis para tratar de poner orden en el cúmulo de ideas que lo asaltaban. Los equívocos sobre la atracción que pudiera haber entre los dos cada vez lo eran menos, y a Luis se le sobreponían las imágenes de padre e hijo: el primero en su inaccesibilidad y el segundo en una corporeidad que allí mismo se le presentaba a su alcance. Por otra parte, la figura de Laura le aparecía como una cierta barrera ética y se preguntaba si no lo debía ser también para el cuñado. Éste lo sacó de su ensimismamiento tras saltar al borde de la piscina, exhibir su desnudez chorreante y avisarle: “¡Cuidado, que voy!”. Se lanzó en plancha justo al lado de donde se encontraba Luis, se sumergió y buceó circundando con su cuerpo el de éste. Emergió sonriente. “No me digas que no te ha gustado…”. “Un poco bruto eres, eh”, replicó Luis por decir algo. Pero el contacto, que aún no se había deshecho del todo, lo tenía excitadísimo. Para colmo Guillermo  le preguntó ya sin ambages: “¿Hasta cuándo vas a seguir haciéndote el estrecho? Te gusto tanto como tú me gustas a mí ¿Entonces?”. “Sí que sabes… ¿Pero estaría bien?”. “Ya sé por dónde vas… Pero habrías querido tener al padre y ahora me tienes a mí, el hijo”. Luis sintió una sacudida en todo su cuerpo. “¡¿Qué sabes tú de eso?!”. Casi lo tuvo que sujetar Guillermo. “¿Por qué no vamos fuera y hablamos? Aquí vamos a acabar arrugados”, propuso en plan conciliador.

Salieron de la piscina y ocuparon sendas tumbonas paralelas. Luis quedó bocarriba con la mirada hacia el cielo, sumido en una gran confusión. Guillermo optó por reclinarse de lado para que sus palabras llegaran más directas a Luis. “Podría limitarme a alegar intuición o incluso dotes adivinatorias pero, aparte de que no tragarías, mereces que sea claro. …He hablado de ello con Laura”. Una nueva sorpresa sobrecogió a Luis. “¿Qué puede haberte contado Laura?”. “Mi hermana es mucho más perspicaz de lo que quiere dejar percibir… Pero ante todo quiero que tengas por seguro que ella te quiere y está muy satisfecha de haberse casado contigo. Ya te habrás dado cuenta de que las cuestiones del sexo no le interesan demasiado, y contigo se siente bien acompañada y con libertad para su realización personal, fuera de la excesiva presión de sus padres”. “Eso creo saberlo, pero vuelve a lo de antes”, le interrumpió Luis impaciente. “A Laura no se le escapaba tu devoción por nuestro padre y llegó a comprender el alcance de las miradas que le dirigías. Lo cual ni la escandalizó ni le importó. Por una parte, estaba segura de que no había nada entre vosotros y, por otra, la misma imposibilidad de tu amor hizo que te fuera tomando aprecio. En cierta forma quiso compensarte conservándote en la familia”. “¿Y tú también serías una compensación?”, preguntó Luis algo airado. “Bueno, Laura supone que, si nuestro padre te gusta tanto, yo, que casi soy su doble, también te gustaré. Y me conoce lo suficiente para saber que no te haría ascos ni mucho menos”.  “Así que nos quiere aparear…”. “No la menosprecies ni te dejes llevar por tu confusión. Ella lo que no quiere es que vivas atrapado por un amor imposible y reprimido, que acabaría amargándote. Lo de mi presencia aquí no es ni mucho menos un montaje. Necesito pasar en esta ciudad una temporada y me apeteció vivir con mi hermana. De paso –por qué no–, conocerte mejor a ti, que me habías causado muy buena impresión… Luego hablé con Laura y tácitamente supe que no le importaría compartirte”. “¿A eso te referiste el otro día, cuando dijiste que siempre habíais compartido muchas cosas?”. “Podría ser… Pero ten por seguro que, cuando vuelva, ni a ti ni a mí nos va a preguntar qué hemos hecho. Simplemente considera que ya no es asunto suyo. Si hemos sido felices, tanto mejor para nosotros… y también para ella, que sigue contando con su marido y con su hermano”. “¡Uff!”, acabó exclamando Luis, “¿Sabes que me estalla la cabeza?”. Guillermo, al ver que la agresividad de Luis se había ido disipando, propuso: “Mira, yo me voy ahora a la cocina a preparar una buena comida. Tú despéjate mientras tanto… Y espero que el olorcito que te llegue acabe atrayéndote”.

Cuando Luis quedó solo, volvió a echarse al agua y se dejó flotar bocarriba. ¿Debería considerar excesivamente retorcida la sensibilidad de su mujer o, por el contrario, considerarla de una gran exquisitez? Lo que más claro tenía era la intensidad de su deseo hacia Guillermo, que llegaba a eclipsar el que le inspiraba el padre. Guillermo estaba allí dispuesto a entregársele y, además, el razonamiento con que había tratado de despejar su confusión y la sinceridad demostrada le resultaban sugestivos. Se decidió a salir de la piscina y el frío que sintió hizo que fuera a buscar un albornoz.

Al entrar en la casa, percibió efectivamente un apetitoso aroma. Como un autómata sus pasos lo guiaron hacia la cocina. Allí estaba Guillermo con solo un pequeño delantal y con los cinco sentidos puestos en su trabajo culinario. Luis, contemplándolo, dejó caer el albornoz y se le fue acercando hasta reposar la cara sobre su espalda. Guillermo reaccionó mimoso sin volverse. “¡Uy, míralo! ¿Eso es que tienes hambre?”. Pero lo que había empezado a fraguarse entre ellos habría de esperar, porque Guillermo se tomaba muy en serio lo que en esos momentos tenía entre manos. “Anda, pon la mesa, que esto casi está… Ya tendremos tiempo… de lo que tú quieras”. Así que comieron los dos opíparamente en desnuda camaradería, con una prudente ingestión de excelente vino.

Ahora fue ya Luis quien tomó la iniciativa. “Sería estupendo una buena siesta…”. “Podemos ir a mi habitación, si te parece”, ofreció Guillermo como terreno neutral. Y cuando llegaron a ella los dos exhibían sin embozo una exigente erección. Se dejaron caer sobre la cama, cada uno por un lado, para fundirse a continuación en un voluptuoso abrazo. Antes de que sus bocas se fundieran, Guillermo musitó: “Estaba deseando que esto ocurriera”. “Yo también, aunque no lo pareciera”. Después de haberse saciado de besos ansiosos, Luis fue bajando para recorrer con las manos y la boca el generoso torso de Guillermo. Acariciaba el vello que lo poblaba y palpaba la copa de las tetas. Su lengua buscó los pezones, que reaccionaban endureciéndose. Guillermo se dejaba hacer con abrazos que no obstaculizaran el recorrido de Luis. En la mente de éste, las fantasías del suegro que durante tanto tiempo la habían ocupado se iban sumergiendo en una bruma, haciéndose realidad en el cuerpo del hijo. Superó la protuberancia de la velluda barriga y se encaró con el frondoso bajo vientre. Allí la polla palpitaba dura y húmeda, surgiendo de entre los huevos medio aprisionados por los gruesos muslos. El tacto de la lengua del Luis logró liberarlos y las piernas de Guillermo se relajaron para darle acogida. Los rizados pelos se le enredaban, hasta que la boca toda se proyectó sobre el brillante capullo. Lo sorbió y repasó con la lengua, para seguir metiéndosela hasta el fondo del paladar. Guillermo se agitó con profundos suspiros y sus manos se crispaban sobre las sábanas. Luis intensificó embriagado la mamada, hasta que Guillermo suplicó: “¡Para, por favor, todavía no!”. En compensación, fue girándose hasta ofrecer su opulento trasero a Luis. Éste, fuera de sí por la excitación, encaramó su en absoluto liviana anatomía a la grupa de Guillermo. Desde allí, tras acariciar la más suave pilosidad de las anchas espaladas, fue dejándose caer mientras su miembro inhiesto resbalaba por el canalón entre los glúteos de Guillermo. Pero lo rebasaba y se deslizaba más allá hasta las corvas, porque lo que en ese momento anhelaba Luis era disfrutar del tacto y el sabor de aquel orondo culo adornado de vello. Desechó cualquier paralelismo imaginario con el del padre para concentrarse en el que tenía una realidad tangible. Lo amasó y besuqueó, hasta hundir el perfil en la raja para repasarla con la lengua. Nuevos estremecimientos de Guillermo, quien expresó con voz quebrada: “¡Mójame bien, que seré tuyo!”. Luis ensalivó generosamente y probó la fluidez del ojete con un dedo, a lo que Guillermo reaccionó: “¡La polla, la polla!”. Nada más deseado por Luis, quien se afirmó sobre las rodillas y se volcó con una certera entrada. Se clavó ansioso y el ardor que sentía en la verga a medida que bombeaba se le extendió por todo el cuerpo. Guillermo, por su parte, emitía contradictorios quejidos: “¡Ay, ay, bruto, cómo me gusta!”. Luis hacía todo lo posible para prolongar su placer pero,  cuando Guillermo suplicó: “¡Córrete ya, que estoy al límite de mis fuerzas!”, descontroladamente empezó a vaciarse entre espasmos. Descargó todo el cuerpo sobre el de Guillermo y la polla le fue resbalando hacia el exterior. Guillermo se liberó con suavidad de la carga y se colocó bocarriba. Luis a su lado exclamó: “¡Cuánto tiempo sin hacer esto!”. “Seguro que mucho más que yo”, ironizó Guillermo.

Tras unos momentos de necesaria recuperación del ritmo cardíaco, Luis fue acariciando el cuerpo de Guillermo hasta llegar al sexo en reposo. “¿Así te has quedado?”, preguntó palpando su blandura. “Si es que me has dejado exhausto ¿Qué creías?”, replicó Guillermo haciéndose la víctima. “¿No me vas a dar nada más?”, insistió Luis meloso. “En tus manos me pongo; a ver lo que consigues…”. Luis incrementó las caricias de la polla flácida y el cosquilleo en los huevos, hasta que aquélla, poco a poco, fue inflándose. Entonces Luis descendió hasta encararse con la polla. “Ahora sí que no me vas a interrumpir”, avisó antes de metérsela en la boca. “Prometo que no”, contestó Guillermo entregado. Mientras chupaba, Luis iba notando con deleite el endurecimiento de la polla de Guillermo. El capullo destilaba un jugo sabroso que predecía  la eclosión final. “¡Uff, qué boca!”, logró farfullar Guillermo. Lo cual estimuló a Luis para no cejar en su afán por llenársela del deseado semen. Éste brotó por fin entre fuertes sacudidas de Guillermo, que hicieron apretar los labios a Luis para no dejar escapar nada. Su lengua lamía y su garganta tragaba, mientras Guillermo pedía tregua entre resoplidos. Cuando Luis al fin se apartó, aquél pudo exclamar: “¡Wow, qué fiera!”. “Ya sabes cómo se ponen cuando salen de la jaula…”, replicó Luis relamiéndose.

No les pareció nada mejor que volver a relajarse en la piscina. La tensión que interrumpió el baño matutino se trocó ahora en caricias y juegos. Guillermo estaba eufórico, satisfecho de que su confesión no hubiese acabado en un desastre. Luis, por su parte, no dejaba de abrigar un cierto desasosiego al pensar en el regreso de Laura. Pero Guillermo estaba tan desinhibido que se aventuró a hacer una broma: “¡Lo que se pierde mi padre…!”. Luis, para su propia sorpresa, no la encajó mal y se limitó a replicar: “¿No se te ocurre nada mejor que nombrar la soga en casa del ahorcado?”. Guillermo quiso explicarse: “Es que quiero que te libres de su fantasma, aunque sea conformándote con la copia… que encima te ofrece generosamente el culo”. El humor se le contagió ya a Luis, que exclamó riendo: “¡Y vaya culo! ¡Cómo traga!”. Guillermo entonces dio un giro dentro del agua y plantó las manos en el macizo trasero de Luis. “¡Verás lo que hago yo con esto!”. “No pretenderás violarme en la piscina…”, y Luis se zafó juguetón. “Prefiero reservarte como postre de la cena”.

La cena fue no menos suculenta que la comida y pasaron a degustar algún licor al sofá de la sala. No volvieron a salir a relucir cuestiones de parentesco, porque dominaba por encima de todo un deseo mutuo revitalizado. Luis estaba ansioso por entregarse a Guillermo y, cuando tras el precalentamiento de besos y sobeos vio la erección que se afirmaba entre los muslos de Guillermo, se levantó y retador le plantó el culo delante. “Era esto lo que querías ¿no?”, ofreció con la voz quebrada por la excitación. Guillermo entonces se deleitó en manosear, besar y juguetear con la lengua por el vello en la apetitosa ofrenda, para a continuación empastar de abundante saliva las profundidades de la raja. Ya no tuvo más que tirar hacia abajo del cuerpo de Luis, que fue quedando ensartado hasta acoplarse a su vientre. Luis soportó el ardor del empalamiento y apoyándose en las rodillas propició la frotación cada vez más enérgica. Al sentirla Guillermo en su verga se agarraba a las caderas de Luis y le daba palmadas en la espalda incitándolo al placer compartido. Luis, una vez equilibrado el ritmo de su bombeo, llevó la mano a su polla para meneársela con vehemencia. “¡Corrámonos juntos!”, exclamó. Y cuando Guillermo rugió al derramarse en su interior, su propia leche se le escurrió entre los dedos. Luis se fue levantando impulsado por Guillermo, quien rápidamente lo hizo girar entre sus piernas. Acercó la cara a la polla aún hinchada y goteante y la engulló. Luis sintió escalofríos, pero dejó que Guillermo lo dejara limpio. “¡Vaya polvazo!”, soltó derrumbándose en el sofá.

Con un respeto tácito del lecho conyugal, pasaron la noche en la habitación asignada a Guillermo. El hecho de que la cama no fuera tan ancha y los dos tuvieran cuerpos voluminosos, propició un cálido acercamiento durante el sueño, al que ambos se entregaron rendidos tras el ajetreo de la jornada.

El domingo transcurrió algo más calmado, aunque no faltaron los placeres gastronómicos y los escarceos sexuales. No obstante la libertad de la que habían disfrutado, que permitió tan intenso reencuentro, a medida que el día se agotaba Luis no podía evitar una creciente intranquilidad sobre la enredada situación familiar en que se hallaba atrapado. El regreso de Laura, con sus intuiciones y pragmatismo, por él ignorados, se le representaba como un duro trago, por más que Guillermo insistiera en que no había nada que temer. Esa noche, desde luego, durmió cada uno en su habitación,…si es que Luis lograba hacerlo.

Tal como había anunciado, Laura llegó el lunes bastante temprano y encontró a marido y hermano desayunando. Todo de lo más normal: Luis en pijama y Guillermo con su eslip medio ajustado. Venía muy contenta y enseguida besó a ambos con cariño. “Me lo he pasado estupendamente… Espero que vosotros también”. Nada en su mirada traslució el menor indicio de sobrentendido o complicidad. …Y la vida entre los tres siguió con toda normalidad.

¿Pero cómo fue esa vida?

Guillermo siguió con sus estancias, de mayor o menor duración, en casa de su hermana. Casualidad o no, solía suceder que Laura hiciera algún que otro viaje de dos o tres días por sus actividades artísticas, que los cuñados sabían aprovechar… Por otra parte, Luis seguía con sus buenas relaciones con el suegro. Pero la atracción que éste no dejaba de ejercer sobre él, quedaba tamizada por la carnal existencia del hijo.