martes, 25 de noviembre de 2014

Citas a ciegas


El amigo cincuentón, grandote y gordo, del que he hablado recientemente en el relato “El dietista”, así como en otros más antiguos, tenía una morbosa afición por las citas a ciegas. Pero las que a él le gustaban eran de unas características muy peculiares. En el chat que utilizaba a tal fin, para no llamar a engaño, indicaba su edad real y su aspecto físico. En cambio no pedía detalles personales a quien quisiera citarlo ni de lo que se pretendía de él. “Yo me planto allí y le echo pecho a lo que salga… Vamos, como una puta pero sin cobrar”, me explicó. Le objeté si no era un poco arriesgado y me replicó que el morbo estaba precisamente en no saber con qué tendría que lidiar. “Si hay que dar una alegría, la doy, y si me tengo que someter a algún capricho, me someto”, resumió rotundo. Para que lo entendiera, no tuvo el menor inconveniente en contarme con detalle cómo se habían desarrollado algunas de sus citas, en las que podría ver que había encontrado un poco de todo, como en la vida misma… Y aquí he seleccionado las más llamativas:
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La cita fue en una casa y nada más llegar me enteré de que quien había contactado conmigo estaría acompañado. Sin embargo me recibió él solo, aunque su compañero no tardaría en llegar. Era un hombre maduro, algo mayor que yo y de aspecto fornido. Me invitó a tomar algo en la espera y aproveché para pedirle un whisky. Me contó que eran dos ejecutivos de una empresa y que no les interesaba que su relación trascendiera. Y, en lo que más me afectaba, tenían el problema de ser los dos activos, por lo que les iba bien encontrarse con alguien de mis características para desfogarse ambos. Hablando en plata, me dije, me tocaba que me dieran por el culo por partida doble. Aunque, por respeto al que había de llegar, no abandonamos la corrección, no se abstuvo de comentar: “¡Pues sí que eres una buena pieza! A mi amigo le encantarás”. Este último no tardó en aparecer, cuando apenas había degustado mi copa. Era casi tan gordo como yo y de temperamento inquieto. “¡Qué buenos chicos, me habéis esperado!”, fue su saludo. Y a su amigo a renglón seguido: “¿Ésta es el ligue que dijiste habías citado? …Mala pinta no tiene desde luego”. Me miró de arriba abajo mientras yo empezaba a ponerme a tono. Siguió siendo la voz cantante: “Bueno, nos despelotamos ¿no os parece?”. Cada uno a lo suyo, no dejaba yo de echar una mirada a lo que de ellos iba apareciendo, interesado especialmente en la cualidad de las vergas que pronto se solazarían con mi culo. El gordo fue el más rápido en mostrarse de cuerpo entero. Poco peludo, la polla le lucía en la entrepierna recogida como si fuese un tercer huevo rojizo. De todos modos, por experiencia, sabía que esos encogimientos podían dar luego una sorpresa. Al otro, de más vello, le colgaba ya en cambio un buen badajo prometedor.

Por mi parte, cuando les presenté mis encantos, ya me había puesto cachondo lo suficiente para empalmarme. “¡Jo, qué tío! Lo tuyo es puro vicio”, comentó el gordo. “Será porque me gustáis…”, repliqué en plan halagador. Sin más contemplaciones los dos se lanzaron sobre mí para meterme mano al unísono. Sobaban y estrujaban por toda mi anatomía, pero yo no me quedaba a la zaga correspondiéndoles. Llegué a comprobar que el calentamiento  por contacto les funcionaba, pues sus pollas iban adquiriendo consistencia: la del anfitrión larga y nervuda, y la del gordo –como intuí– maciza y ancha. No tardaron en darme la vuelta para valorar mi culo, manoseándolo y abriendo la raja. “¡Nada mal, eh!”, dictaminó el gordo. El otro, más comedido, aún me preguntó: “¿Así que te podremos follar los dos?”. “Por supuesto, todo para vosotros”, respondí luciendo el culo con descaro, por si no se habían fijado bastante, y encantado de sus pretensiones.

Mientras me iban conduciendo hacia el dormitorio la excitación de mi polla se acrecentaba, aunque sabía que no iba a ser objeto de su atención preferente. Muy significativamente, los dos se sentaron en el borde de la cama echando todo el cuerpo hacia atrás. Ambas pollas se erguían en demanda de una previa estimulación bucal. En ella me afané alternativamente, en tanto que conjeturaba, por el tacto de mis labios y lengua, lo que sería el impacto de su diferente hechura traspasando mi ojete. Cuando prudentemente decidieron que la mamada había sido suficiente, fui yo quien ocupó el centro de la cama. Me quedé de medio lado, sin saber si sus preferencias estarían en que me mantuviera bocarriba con las patas en el aire o bocabajo, tumbado o arrodillado. Lo que fuera sería bien recibido. Mientras ellos afilaban las espadas y acordaban el orden de intervención, vi en la mesilla de noche un tubo de lubricante. Me pareció prudente hacer uso de un poco, no tanto por temor como para facilitarles la tarea. Así que lo cogí, me erguí sobre las rodillas, me unté un dedo y, con gestos lúbricos, me lo fui metiendo. Lo cual les resultó muy provocador. Se decidió el gordo, quien optó por tumbarme bocabajo. Sin contemplaciones, me metió dos dedos y los giró en barrena; tomaría medidas para su polla regordeta. Ésta me entró como un tapón de cava a la inversa y respiré hondo. Como la barriga le permitía poco juego, me ofrecí a subir las rodillas para un mejor acoplamiento. Ahora, agarrado a mis caderas, se movía con mayor soltura. La presión que el recio mango ejercía me dolía y, a la vez, me gustaba. Para que no sonara a teatro me mantuve moderado en expresividad. Ya era él quien se encargaba de los exabruptos. “¡Joder, qué bien traga!”. Y a su amigo, que observaba con expresión ansiosa: “Enseguida te lo paso. No me quiero correr a la primera”. Así que, después de una cuantas arremetidas más, le dio la alternativa a su amigo. Éste me tomó tal cual estaba y directamente se me clavó. Mis esfínteres se acoplaron con facilidad al nuevo grosor, pero la mayor longitud operó como una perforadora percutiendo en mis entrañas. “¡Qué gusto de culo! ¡Qué ganas tenía de cepillarme uno así!”. Pero de nuevo más atento, no dejó de preguntarme: “¿Tú vas bien?”. “¡De maravilla!”, respondí. Sin terminar la faena, también se tomó un receso.

Yo quedé entre los dos, que se habían tumbado a mi lado. Me puse bocarriba y observé que las pollas pringosas habían perdido algo de turgencia. Y eso tenía que enmendarlo, porque no podían quedarse a medias y además mi culo no se daba por rendido. Así que me alcé sobre las rodillas y, orientado a la contra de ellos, me eché hacia delante para podar darles chupadas. Además removía con procacidad el culo cerca de sus caras. Todo ello les encantó; dejaban hacer a mi boca y no se privaban de sobarme el culo e incluso meterme los dedos. Pero no fueron solo ellos los que volvieron a ponerse en forma. Mi polla colgante entre los muslos no fue inmune a tanta marcha. Se me puso guerrera, lo cual no les pasó desapercibido. Les dio el capricho de manoseármela, como si yo fuera una vaca con las ubres llenas ¡Vaya gusto que me estaban dando! El más prudente preguntó: “¿Si te hacemos correr, perderás luego las ganas de que sigamos con tu culo?”. “¡Por supuesto que no! Haced lo que os venga en gana. Mi culo seguirá abierto para vosotros”. Se lo tomaron tan en serio que tomaron posiciones de costado, con las cabezas juntas, ante mi cuerpo arrodillado y erguido. Primero solo usaban las manos, pero pronto el gordo se animó a chupármela. Se la pasó al otro, que tampoco se contuvo. La doble mamada me estaba poniendo negro y me pellizqué los pezones para equilibrar la excitación. El juego que se traían con mi polla y mis huevos se volvía irresistible, pero con tantas variaciones me quedaba sin el impulso final. Sin poderme controlar, tomé el asunto por mi cuenta y me acabé de masturbar frenéticamente. El chorro de leche que cayó entre ellos les cogió por sorpresa. “¡Será guarro el tío!”, exclamó el gordo. Por un momento temí haberme pasado. Pero la risa que se le escapó, y que se le contagió al otro, me tranquilizó. Éste último tomó el castigo jocosamente en sus manos. “¡Verás ahora la que te va a caer encima!”. Me conminó a tumbarme y a que me dejara agarrar por las piernas. Detrás de mí, las mantenía levantadas y sujetas por los tobillos, quedando así mi culo bien expuesto. Me ofreció a su colega. “¡Zúmbatelo sin piedad, que luego voy yo!”. El gordo me arremetió con la polla que, en virtud de mis obscenidades, la tenía como una piedra. La reciente corrida parecía que me hubiera contraído el ojete, porque aquello lo sentí ahora mucho más. Menos mal que, al ritmo del mete y saca, me fui entonando y tomándole el gusto de nuevo. No duró mucho, porque el gordo, con un bramido, se descargó bien descargado. Y yo siempre agradezco que me llenen de leche. El otro me soltó y mis piernas cayeron a plomo. Pero no hubo tregua para mí, pues, forzado a ponerme bocabajo, enseguida tuve dentro la otra polla. La verdad es que me fue poniendo el cuerpo muy a tono y me gustó que se recreara con meneos que hacían oscilar la verga por mi interior. Casi me supo mal que no resistiera más y cayera vaciado sobre mí. Tras unos segundos de absoluta quietud, me atreví a preguntar: “¿Satisfechos?”. “¿Cómo te lo diré? Has sido todo un hallazgo”, respondió el gordo frotándose la barriga. El anfitrión asintió, pero añadió: “¿Y tú qué tal?”. “Me habéis dejado la mar de contento”, me sinceré.

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La narración de esta follada a dos bandas no había podido ser más detallada y no dejé de reiterarle: “Me parece increíble que te presentes sin saber de qué se trata”. Su réplica fue rotunda: “No me fue nada mal. Me encontré dos buenos folladores”. Pero a continuación me contó una cita de un cariz muy distinto:
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Quedé con un contacto que quería cerciorarse de la veracidad de mi descripción y me advertía de que era bastante mayor. Le aseguré que no había falseado nada y que la edad no era problema. Así que me presenté en un piso de aire acomodado, cuyo morador era un hombre que efectivamente ya no cumpliría los setenta, rechoncho y de aspecto venerable. Me recibió muy ceremonioso y me invitó a un café. Comprendí que se tomaba su tiempo y me senté frente a él  ante una mesita donde había depositado las tazas. Me explicó que él no estaba ya para muchos trotes, y menos todavía para lanzarse a buscar aventuras. Pero sus fantasías sexuales seguían siendo intensas y se distraía curioseando los chats. Le llamó la atención mi perfil y probó suerte. Casi no se creía que hubiera aceptado. Me dejó algo perplejo cuando dijo: “No te voy a dar mucho trabajo, pero me encanta que estés aquí”. Como no había ido solo para compartir un café, le puse las cosas fáciles. “Si quieres me puedo desnudar”. “¡Hombre! Si no tienes inconveniente, me gustaría verte”. “¡Por supuesto! Me puedes mirar, tocar y disfrutar conmigo. Para eso he venido”, lo alenté. Pero es que a mí la situación también me picaba la curiosidad. “Bueno, bueno, poco a poco”, dijo sonriendo ante mi vehemencia. Me puse de pie casi rozando sus rodillas. Había que ponerle salsa para que el hombre se fuera animando. Me desabroché lentamente la camisa y la dejé resbalar por los hombros. Lo ojitos le brillaban al ver mi torso desnudo. Me lo acaricié removiendo el vello; remarqué las tetas con las manos y jugué con los pezones. Me incliné hacia él. “¿No te apetece tocar?”. “¡Uy, uy, uy!”, soltó, pero no se decidía. “¿Te encuentras violento?”, pregunté, temeroso de ir demasiado rápido. “¡Qué va! Es que me frotaría los ojos para saber si no estaré soñando”. “Pues soy muy real”, y le cogí una mano llevándola a mi pecho. Acarició con delicadeza. “¡Qué calorcito desprendes!”. Le bajé entonces la mano hasta mi bragueta. Ya palpó más desinhibido. “¡Uf, lo que debe haber ahí!”. “¿Quieres más?”, lo provoqué. “Si puede ser…”. “¡Tú mismo!”. Con manos temblorosas me fue soltando el cinturón y bajando la cremallera. Echó hacia abajo el pantalón y lo ayudé liberando las piernas. Lo roces tenían su efecto y me estaban haciendo empalmar. En estas ocasiones me suelo poner un eslip muy pequeño que recoge lo mínimo. Ahora el vello púbico lo rebasaba y, al habérseme endurecido la polla, tensaba tanto el tejido que un huevo me asomaba por un lado. Se quedó paralizado. Lo incité recorriendo con un dedo todos los contornos y presionando el capullo oculto, que pronto marcó una manchita húmeda. “¿Sigo?”. “¡Sí, por favor!”. Eché abajo el eslip y me lo saqué por los pies. Quedé plantado ante él, ya completamente desnudo. Separé los muslos para resaltar la polla erecta  sobre los huevos. “¡Oh, cómo me gustas!”. “Todo es ahora para ti…”. “¿Podrías moverte un poco para ver el conjunto?”.

Me separé algo y di unos pasos lentos. Luego me fui girando. “¡Qué culo más precioso!”. Entonces me lo sobé, abriendo y cerrando la raja. “Me pone malo pensar lo que te meterán por ahí…”. No lo incité porque supuse que no estaba en su ánimo follarme. Una vez exhibido, me dirigí a él: “Pero no es justo que te quedes ahí vestido…”. “Si yo no valgo nada ya. Te desmoralizarías al verme desnudo”. “Apuesto a que no”. “Si acaso luego… Ahora ven aquí”. Me hizo gracia su determinación. “¿De frente o de culo?”. “¿Te importa que empiece por atrás?”. “¡Claro que no!”, y puse el culo a la altura de su cara. Primero lo acarició, deslizando los dedos por el vello. Pasó luego a estrujar y separar los lados de la raja. Cuando sentí el roce de su cara, me entraron escalofríos. Besos y lamidas me erizaban la piel. La lengua cálida y húmeda me recorría ya la raja y vibraba sobre el ojete. Un dedo comenzó a entrarme tímidamente. “¿Te molesta?”. “¡En absoluto! …Y dos tampoco”. A falta de polla, los dedos me estimulan, y no los tenía demasiado gordos. Me tomó la palabra y los giraba como un destornillador. “¡Qué calentito y húmedo está!”. Pero los sacó y hasta me dio una palmada como diciendo que por ahí ya tenía bastante. Me giré y, como suele ocurrir cuando me trabajan el culo, la polla había perdido momentáneamente parte de su vigor. “Me la tendrás que animar”, lo incité. Se puso a acariciarla, pero al ver que se endurecía pasó a frotarla. “¡Qué cosa más magnífica!”, murmuró encantado de la evolución. Sin soltarla, se detuvo unos segundos de contemplación. Se decidió a sacar la lengua y pasarla por el capullo. Me meneé lúbricamente para que se animara. Al fin, la sorbió y chupó con ansia. Su constancia me iba dando mucho gusto. “Si sigues así, acabaré corriéndome”, le avisé. Solo se paró para preguntar algo alarmado: “¿Y no quieres?”. “¡Faltaría más! Haz lo que te apetezca”. Retomó la mamada y a mí me iba creciendo la excitación. “Estoy a punto”, advertí por si no lo quería en la boca. Pero, asintiendo con la cabeza, intensificó el chupeteo. Ya me vacié sin reparo, sintiendo como engullía. Cuando se hubo relamido, exclamó: “¡Cuánta leche! ¡Cómo me ha gustado!”. Pero no me quería dar por satisfecho y dejarlo ahí. Como mi primer intento de que se desnudara lo había eludido con un aplazamiento, se lo recordé: “Ahora tú ¿no?”. “¿Yo qué?”. “Que te toca”. Captó el mensaje. “Pero si…”. “No querrás que me vaya ya…”. “¡No, no!”, e instintivamente una mano ya le iba a los botones de la chaquetilla que llevaba. Se puso de pie y, azorado,  empezó a quitarse ropa lentamente. Lo dejaba hacer entonándolo con mi desnudez. Fue surgiendo un torso redondeado de piel clara, con tetitas marcadas y pobladas de vello canoso. Desde luego el hombre tenía una idea infundada de su decrepitud. Se llegó a sacar los pantalones, pero se detuvo en los calzoncillos, como su fueran la línea roja que no estaba dispuesto a traspasar. Ya caería… Sin darle tiempo a reaccionar, me amorré directamente a una teta. Tenía un pezón salido y se lo mordisqueé. “¡Oi, oi, oi! Te las sabes todas…”, y se retorcía de placer. Cambié de teta y aproveché para llevar una mano a sus bajos. Se removió como rechazándolo, pero estaba tan a gusto con mi chupeteo, que su resistencia era débil. Tiré del calzoncillo hacia abajo y gimoteó: “¡Eso no!”. “¿A qué viene tanta vergüenza? ¡Mira cómo me has vuelto a poner”, dije irguiéndome para que me viera. La verdad era que el meterle mano me estaba excitando de nuevo y así lo indicaba mi polla. “¡Como eres!”, exclamó ya más rendido.

Lo impulsé para que quedara sentado de nuevo, acabé de quitarle los calzoncillos y me arrodillé entre sus piernas. Tenía unos muslos rellenos y suaves, y en el pubis canoso se asentaba la polla retraída entre unos huevos bastante gordos. Acaricié y palpé. Él miraba al techo azorado. Me metí la polla en la boca y se puso tenso. Mamé y note cierto engorde. “¡Qué bien lo haces!”. La cosa marchaba y estaba dispuesto a culminarla con perseverancia. Cuando tensó el cuerpo y farfulló “¡ay, ay,ay!”, la leche fluyó mansamente. Cuando se calmó, lo interpelé: “¿Qué, podías o no?”. “Has hecho un milagro”. “Ya será menos…”. Me sentí muy orgulloso de como había manejado la cita.

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Tan tierna historia casi había emocionado a mi amigo, y no era para menos. Golfo pero con corazón. Aunque no tardó en cambiar de tercio y me proporcionó una peripecia mucho más pedestre:
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Fui citado un domingo por la tarde en una pequeña agencia inmobiliaria, oficialmente cerrada y con la persiana metálica con candado. Mi contacto me había indicado que llamara al timbre de la puerta que encontraría en el vestíbulo de al lado. Un sonido de desbloqueo me permitió empujarla. Este misterio me daba un morbo tremendo. Era un local no muy grande y casi a oscuras, con varias mesas y ordenadores. Había una puerta entornada por la que salía luz. “¡Pasa, pasa!”, oí. Abrí y, tras una mesa de despacho, se sentaba un hombre muy grueso, sesentón y de cara tosca, con barba sin afeitar durante el fin de semana. Llevaba manga corta y, en los brazos recios y peludos, lucía un ostentoso reloj de oro y varios recargados anillos. Su pinta olía a negocios turbios en cantidad. Mirándome sin moverse un ápice dijo: “Así que tú eres el tío macho que no pide detalles ni pone condiciones”. “Más emocionante ¿no te parece?”, repliqué desafiante. Él fue a lo suyo con tono imperioso. “Soy hombre de gustos sencillos, pero me gusta mandar y tengo mis caprichos”. La constatación de lo presuntuoso de este tipo más que desagradarme activó mi faceta sumisa y me puse a su disposición. Por fin ordenó: “¡Acércate, que te toque!”. Pasé por el lado de la mesa y me coloqué a su alcance. Con cierta brusquedad me echó mano directamente al paquete. “Debes tener buenas cosas por ahí…”. “¿Quieres verlas?”. “Prefiero que te lo quites todo… Mejor el todo que las partes ¿no? Y ahora que no te ve nadie…”, rio su propia broma. Giró la butaca hacia mí y dificultaba mi destape sobando y estrujando cada trozo de piel que surgía. “¡Buenas tetas y peludas como me gustan a mí!”… “¡Eres también barrigón, eh!”. Conseguí quitarme el pantalón. “¡Joder, el muy vicioso ya empalmado!”. “¿Qué querías, con buenas manos?”, le dije en un halago no exento de ironía. Me agarró la polla con poca finura. “¡Vaya pollón te gastas, y bien duro! ¡Qué contento me vas a poner luego el cuerpo!”. Al menos ya sabía por dónde irían los tiros…

Pero de pronto tuvo un capricho. “Antes quiero que hagas como las secretarias en las películas… ¡Métete bajo la mesa!”. Se apartó, rodando el sillón para darme paso. Desde luego no se podían comparar mi volumen y el de una gentil secretaria, pero no dejé de encontrarle su gracia a la idea. Así que, con mis mejores retorcimientos, logré encajarme bajo el tablero y ponerme de rodillas y agachado. Con los esfuerzos, casi no había puesto atención en que él, mientras tanto, se había ido soltando el cinturón y abriendo la bragueta, por lo que, en cuanto estuve en posición, me encontré de cara con sus pantalones medio bajados y tres bolitas rosadas entre una maraña de pelos. ¡Pues a darle gusto al jefe!, me autoconvencí. Apoyado en el suelo solo con una mano, con la otra tanteé las bolitas y me centré en la del medio. Le corrí un poco la piel y surgió el capullo, más rojizo. Le di un lametón y oí: “¡Eso quiero, cómemela!”. La sorbí pues y mamé con empeño. Un poco más grande sí que estaba, pero casi igual de blandengue. Confesó desde arriba: “Hace tiempo que no se me pone dura, pero el gusto lo siento igual… ¡Tú sigue!”. Y seguí, sin mayores resultados. Al fin cambió de planes. “¡Venga, déjalo y salte!”. Con las medidas tomadas, la salida fue menos dificultosa. Él se había abierto completamente la camisa y mostraba unas gruesas tetas sobre la prominente barriga, todo ello poblado de un vello recio y entrecano. “¡Trae ese culo, que aún no te lo he visto!”, ordenó. Se lo puse a su alcance y exclamó: “¡Vaya pandero tiene el tío! ¡La de cipotes que te habrán metido!”. El suyo seguro que no, pensé. Pero él ya estaba sobándolo y dándole palmadas. “¡Anda, restriégamelo!”. Apoyé las manos en las rodillas y me encajé entre sus muslos. Subía y bajaba, pero sin esperanzas de reacción. “¡Que caliente estás, coño!”, y me ceñía con las manos como garras. Su excitación iba en aumento y casi gritó: “¡Chúpame ahora las tetas!”. Dócil me di la vuelta y me volqué sobre él.

Para que no estorbara, hice que se sacara del todo la camisa. Las tetas eran abundosas y, con la boca en una y los dedos en el pezón de la otra, fu trabajándolo. Además los pezones eran muy puntiagudos y daba gusto notar lo duros que se le ponían. Gemía, pero a la vez me sujetaba para que siguiera. “¡Qué cachondo me pones, cabrón!”. Tuvo unos instantes de lucidez que lo impulsaron a buscar mi polla con una mano. Con las refriegas y el chupeteo, se había recuperado de las incomodidades bajo la mesa y lucía bien tiesa. “¡Joder, tío! ¡Y el mango ahí como el de un toro!”. Me apartó y se puso en pie de un salto. “¡Ya no aguanto más! ¡Me vas a follar bien follado¡” Pasó a un lado de la mesa y de un manotazo tiró al suelo varias carpetas y papales. Se echó de bruces apoyándose en los codos. “¡Venga, venga, aquí me tienes!”. Tenía el culo, gordo como todo él, tan peludo como la espalda. Pese a su urgencia, tanteé el terreno. Le abrí un poco los rollizos muslos, miré la raja y comprobé que el agujero tenía buena entrada. No hice más preparativos que poner saliva en una mano y extendérmela por la polla. “¡Va, va, que estoy ardiendo!”, me azuzó impaciente. Ajusté la polla, me agarré a sus caderas y di un fuerte impulso. Entré un poco y aún empujé más. “¡Bestia!”, pero se meneó para darme acomodo. No cejé hasta tenerla toda dentro. “¡Me quema, muévete! Pero no te vayas a correr enseguida”. Era lo que más a gusto hacía en esta visita y quise aprovecharlo. Bombeé con ahínco y a veces sacaba la polla casi entera y volvía a clavarla para que la sintiera bien. “¡Así, así, jódeme!”. Veía como agitaba frenético la cabeza  y arañaba la mesa. “¡Quiero toda la leche! ¡Ni una gota fuera!”. El aviso fue oportuno porque ya me iba viendo el arrebato. Para que fuera consciente de que no lo iba a defraudar, comuniqué: “¡Me corro ya!”. “¡Sí, sí, échala bien adentro!”. Vaya si lo hice, en varias rachas que me iban dejando el cuerpo a tono. “¿No te queda nada?”. “Nada, nada ¿quieres verlo?”. Se fue girando desentumeciéndose y me la miró, húmeda y en receso. Aun la cogió sopesándola. “¡Qué buen trabajo me ha hecho la muy jodida!”. Pensé que poco más iba a sacar y que podía plegar velas. Pero me frenó. “¡Coño, espera! Aunque no te pueda dar por el culo, hazme al menos una paja”. No había agotado mi pose sumisa y me plegué a su petición. Su aspecto despatarrado en la butaca, con su abundancia de carnes y pelos, era la obscenidad personificada. Me arrodillé ante él y, chupando y sobando, me costó dios y ayuda animar mínimamente la regordeta polla. De algo sirvió porque exclamó: “¡Uy qué gusto, cabronazo!”. “¿Te viene?”, pregunté ya impaciente. “¡Tú sigue, sigue!”. Pero de repente empezó a soltar chorros espesos que me resbalaban por la mano. “¡La ostia, qué gustazo!”, sentenció. Aunque mientras me limpiaba con uno de los papales caídos por el suelo, soltó: “¡Anda que te lo has pasado de puta madre conmigo!”.

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Tras acabar su relato, le comenté a mi amigo: “Un poco basto el caballero ¿no te lo pareció?”. “Bueno, no dejó de tener su morbo”, afirmó muy convencido. Pero no tardó en presentarme una incursión hotelera y mucho más espiritual:
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Con un mucho de misterio se me indicó que acudiera a una determinada hora de la tarde a un hotel importante y dijera tan solo que me esperaban en la habitación X. Tan discreto como siempre, llegué a la recepción y seguí las instrucciones. Pero el conserje, que debía empezar turno, tuvo que preguntar al que salía: “¿Ha dicho Su Eminencia que espera a alguien?”. No pudo menos que asombrarme el tratamiento, aunque me chafaba la sorpresa, y una vez tuve vía libre, subí a la habitación de lo más intrigado. Llamé a la puerta y oí un débil “adelante”. Entré en una antecámara y, desde la habitación, la voz ahora más sonora dijo: “Deja bien cerrada la puerta y ven”. Me encontré con un hombre corpulento en la cama y tapado más arriba del pecho. Pero por los brazos que tenía fuera, así como los hombros, supuse que estaría desnudo o poco menos. Desde luego, las prendas que había dispersas por algunas sillas eran inequívocamente eclesiásticas y de alta jerarquía. Captó mi mirada y dijo sonriente: “Espero que no sea un problema para ti”. “En absoluto. Si ya he oído cómo lo llamaban abajo… Y nunca rehúyo una cita”. Hizo un mohín y aclaró: “Para lo que vamos a hacer, prefiero que me tutees ¿no te parece? Al fin y al cabo solo soy un poco mayor que tú”. “Como quieras”, acepté. “Acércate, que te vea bien”. Se movió para ajustar la lámpara de la mesilla y la ropa de cama se le bajó un poco, pero lo suficiente para descubrir unos abundantes y velludos pechos.

Me observó con atención y comentó: “Justamente el tipo de hombre que me va. Como varios de mis colegas, pero liarse con ellos es muy comprometido. Hay tantos chismorreos…”. No sé si me gustó que me equiparara a un obispo. Continuó explicándose: “Oficialmente esta tarde estoy indispuesto. He venido a una serie de reuniones muy pesadas y, distrayéndome con el ordenador, vi tu perfil  y no me he resistido a echar una cana al aire. La carne es débil”. Desde luego sinceridad no le faltaba. Se rio y añadió: “Te preguntarás a qué viene recibirte en la cama. Pero mejor que vestido con eso ¿no?”, y señaló las ropas. “Después de todo, siempre se acaba aquí…”. Pues allí estaba yo a ver qué resultaba. Él dijo: “¿Por qué no vas al baño a desnudarte?”. Me extrañó esa pudibundez. “No me importa hacerlo aquí”. “Es que tengo mis caprichos y me gustaría que volvieras con una cosa que encontrarás colgada allí”. Me dirigí con la mosca detrás de la oreja, no me fuera a querer disfrazar de monaguillo. Y no iba muy desencaminado porque, colgada de una percha, lucía una blanquísima alba de encajes en su mayor parte, lo que le daba una gran transparencia. No había nada más, así que supuse que tendría que ponérmela sobre el cuerpo desnudo. Me la probé y no me desagradó la idea morbosa del obispo al mirarme en el espejo. Me llegaba por encima de las rodillas y los encajes ocultaban más bien poco mi anatomía. Admití que me quedaba muy sexy y hasta resaltaba mi virilidad. De esta guisa aparecí pues ante el obispo. Nada más verme exclamó: “¡Perfecto!”, y añadió: “¿No te escandalizará mi fantasía, verdad?”. “Puede tener su gracia”, contesté insinuante. Se había sentado en el borde de la cama y, en efecto, estaba completamente desnudo. Con el torso hacia delante y las manos apoyadas en los robustos muslos, la curva de la barriga le ocultaba el sexo. Visto así me pareció casi más grandote que yo. Echó mano de unas gafas, que se puso para mirarme en perspectiva, mientras explicaba: “Es como una venganza de mis colegas… Algunos de ellos hacen cosas peores. Pero ahora te tengo aquí, mejor que cualquiera de ellos”. Como parecía embelesado, estimé oportuno un recordatorio: “¿Solo vas a mirar? Yo ya me estoy excitando ¿sabes?”. Lo cierto era que el roce del fino tejido y el hecho de la exhibición estaban teniendo efecto en mi polla, y algo se debía traslucir. “¡Sí, sí!”, rio, “Ya veo que algo se mueve por ahí abajo… “¡Anda, ven aquí!”. Me puse ante él ofreciéndome. Aún tiró de mí hasta quedar mis piernas entre las suyas. Se quitó las gafas. “Ahora ya estorban”. Sus brazos, algo más velludos que los míos pero igual de recios, se elevaron para palparme de arriba abajo. Tensaba el sutil tejido sobre mi pecho, resaltando los pelos aplastados y la roseta de los pezones. Bajó por la barriga, pero se detuvo debajo de ombligo. Mi polla ya lo esperaba haciendo subir los encajes. Pero me sorprendió con un cambio de estrategia en su morbosa inspección. “¿Puedes darte la vuelta?”. Así que le presenté el culo, que debía transparentarse bien, pero ya no se limitó a contemplar y sobar a través del alba. La levantó y con un imperioso “¡Échate adelante!”, la dobló hasta arriba de mis caderas. “¡Magnífico, magnífico! ¡Qué sombreado más bonito!”, y acariciaba el vello de mis cachetes. “Mucho mejor que el que le vi de refilón a un compañero una vez en que tuvimos que compartir habitación y que me excitó tanto”. ¡Y dale con compararme con obispos hasta por el culo! pensé. “Éste es todo para ti…”, dije con ganas de que me diera más marcha. Me tomó la palabra, porque enseguida se puso a besarlo y estrujarlo. Pronto sentí su cara encajada en la raja y unos lametones que me ponían la piel de gallina. Por fin se contuvo y exclamó, dándome una contundente palmada: “¡Uy, que me pierdo! …Anda, vuelve a ponerte de frente”. El alba bajó de nuevo por detrás y recuperé la posición inicial, pero con la polla disparada. “¡Qué envidia me da que te llegues a poner así!”, exclamó. “Eso de la envidia no te pega”, bromeé. “Tienes razón”, rio, “¡Ven aquí!”. Contempló el sexo que se traslucía y tensó un arabesco del encaje sobre la polla, que dejó un lunar húmedo. Lo lamió y, todo seguido, se metió en la boca la verga enfundada. Era una sensación extraña que me la chupara de este modo, aunque fue solo un juego morboso porque enseguida lo dejó y me pidió: “¡Mejor te la quitas, ya no necesito artificios!”. Así hice y el alba se deslizó al suelo.

Me sometió a un magreo intensivo de mis bajos; me estrujaba los huevos y metía la mano por debajo hasta alcanzarme el ojete. Mi polla seguía guerrera y la blandió como la empuñadura de una espada. “¡Qué excitante dureza!”, exclamaba. Se puso al fin a chuparla con glotonería y no lo hacía mal ni mucho menos, hasta el punto que hube de preguntarle: “¿Ya sabes lo que quieres hacer?”. Fue frenando y apartó la boca. “Sí, claro… no hay que vaciarte todavía”. Yo me había fijado en que, por debajo de la barriga, le apuntaba ya un capullo sonrosado, así que le propuse: “Relájate ahora y déjame hacer a mí”. No esperé el permiso y puse las manos en sus hombros. Las fui bajando para acariciarle las tetas. Entre el vello asomaban unas rosetas con los pezones turgentes. Me agaché y mi lengua jugó con ellos. “¡Ohhh!”, se estremeció de placer. Probé morder y me apretó fuerte la cabeza. “¡Qué gusto más salvaje me estás dando!”. Le solté los pezones enrojecidos y lo empujé hacia atrás sobre la cama. Destacando entre la barriga y los muslos velludos, se alzaba la regordeta polla, tiesa y mojada. Sin tocarla siquiera, la sorbí entre mis labios. “¡Ahhhh, canalla!”, profirió. Sin hacerle caso chupé con fruición. “¡Para, por favor,…eso no, eso no!”, casi gimoteaba. No lo entendí demasiado, pero cambié a sobarle los huevos; y como el cuerpo le quedaba un poco salido de la cama, pronto di con el ojete. Me ensalivé un dedo y lo cosquilleé. “¡Uy, cómo sabes hacer que me pierda!”. Se lo metí con suavidad pero a tope. “Necesito tanto que me penetres…” dijo en un susurro. “Desde luego, me encantará hacerlo”, respondí. Tal como estaba, fui a subirle las piernas sobre mis hombros, pero me detuvo. “¡Espera! Antes me habrás de castigar”. Quedé algo perplejo y añadió: “En ese cajón lo encontrarás”. Abrí y había un cilicio de cuerdas con varios ramales trenzados. Él había aprovechado ya para trepar sobre la cama y, arrodillado apoyándose en los codos, presentarme el culo gordo y velludo. Aunque ya había jugado algún que otro masoca, esta pretensión penitencial no dejaba de ser novedosa. Con determinación me instó: “¡Azótame antes de penetrarme!”. Dudaba de si se trataría de un simple ritual y le di unos golpes no muy fuertes. Pero reclamó: “¡Más energía, que me queme!”. Me apliqué hasta enrojecerle los cachetes y él resistía emitiendo gemidos. “¿Te he castigado ya bastante?”, pregunté y solo contestó: “¡Poséeme!”, cayendo de bruces sobre la cama. El problema era que con la actividad que acababa de desplegar me había aflojado un poco. Percibió mi indecisión y giró la cabeza para mirarme. “¿Quieres que te estimule? ¡Ven!”. Tomó sin más mi polla y la llevó a su boca. Mamaba tan bien que de buena gana me habría dejado llevar. Pero su culo me apetecía todavía más. Así que me subí sobre él y, con la polla llena de su saliva, la fui metiendo en las profundidades de la raja. “¡Sí, sí, tuyo, tuyo!”, exclamaba. Me moví con ganas pues estaba muy caliente ya. “¡Gloria bendita!”, se le escapó inadecuadamente. Casi me da la risa. “¡Lléname sin miedo cuando estés!”. De miedo nada, porque me vacié bien a gusto. “Ha sido increíble”, murmuró para sí mismo. Mientras me apartaba y caía a su lado, pregunté: “¿Satisfecho?”. “¿Cómo te diría? …Me has hecho muy feliz”. Cuando le pregunté: “¿No te querrás correr también?”, tuve que contener la risa ante su respuesta. “Eso estaría feo en mí”.

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Yo sí que me reí ante la conclusión de la historia de mi amigo, quien concluyó: “Ya ves, tomar por el culo era penitencia ¡Y vaya gustazo que me dio!”. Aún espigó una historia más de sus variadas citas, ésta casi familiar:
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Me abrió la puerta de un piso un tipo bastante parecido a mí, en edad y aspecto físico. Él también apreció la coincidencia, pero no le vino de nuevo y me explicó: “Precisamente eres los que buscábamos. Mi mujer quería que fuese alguien como yo”. “¿Tu mujer? ¿Voy a liarme con los dos?”, pregunté sorprendido. “Es un capricho suyo verme revolcándome con otro hombre, aunque ella no participará ¿Algún problema?”. “Ninguno por mi parte”, afirmé. Me condujo al dormitorio donde al fondo, frente a la cama y en penumbra, se hallaba la esposa acomodada en un confortable butacón y vestida con una bata. Le hice un educado saludo con la cabeza y ella respondió con un gesto de la mano, que más bien parecía significar que me olvidara de ella. Sin más prolegómenos, cada uno a un lado de la cama, el marido dijo: “Bueno, nos desnudaremos ¿no te parece?”. “Claro, para eso estamos”, contesté. Yo iba más rápido que él, al que se notaba un poco nervioso. Cuando solo me quedaba el ajustado eslip, me indicó: “Eso déjatelo de momento”.

Él conservó asimismo sus boxers de batista. Realmente éramos similares en corpulencia, solo que él algo menos peludo. Trepó a la cama –que iba a ser el escenario– y avanzó de rodillas hacia el centro. Lo imité hasta quedar frente a frente. Su actitud expectante me dio a entender que era yo quien había de iniciar el ataque-espectáculo. Así que planté una mano en cada una de sus tetas y las estrujé. Di con los pezones y los endurecí a base de pellizcos. “¡Sí, sí!”, murmuró como indicándome que iba por el buen camino. Entonces cambié una mano por la boca para chupar y mordisquear. La mano libre la deslicé por el vello de su barriga hasta introducirla por la cintura de los boxers. Le sobaba los huevos y la polla, que no parecía reaccionar todavía. Tal vez por eso quiso entrar él en acción. No me esperaba que lo primero que hiciera fuera abrazarme con fuerza y llevar su boca a la mía, presionando con la lengua para que la abriera. Correspondí sin dudarlo y nos dimos un buen morreo. Entretanto el marido había bajado la mano a mi eslip, encantado de la dureza que encontró. A continuación, sentándose sobre los talones, me lo bajó lenta y teatralmente. La polla enseguida se me liberó con una buena presentación. Me la acarició de forma que la maniobra resultara bien visible. Entonces llevé las manos a su cabeza y presioné para que la bajara. Con docilidad se agachó y me lamió el capullo. Impulsé las caderas y se la metí en la boca. Si al besarme dio muestras de una lengua especialmente activa, con mi polla no fue menos, rodeándomela y atrapándola. Me ponía muy a tono y dejé que se recreara en su lucimiento ante la esposa. Porque yo, de vez en cuando, miraba hacia ésta con el rabillo del ojo y percibí ahora que había subido las piernas sentada a la turca. Se me ocurrió entonces completar la exhibición y, cuidando mantener la mejor vista, impulsé al marido para que se tendiera bocarriba con la cabeza entre mis muslos. Mi polla recuperó su boca y me la follé meneando el culo. Pero a la vez me incliné hacia delante y logré arrebatarle los boxers. La polla, algo menor que la mía, se le había puesto ya bastante presentable. Se la manoseé con un efecto vigorizador y entonces la alcancé con mi boca. Mamábamos ambos formando así un vistoso sesentainueve, hasta que el hombre pataleó en demanda de tregua. Yo estaba ya lo bastante caliente para satisfacer bien a gusto la petición que me hizo a continuación: “¿Me puedes follar ahora?”. “¡Por supuesto!”, y dejé que escogiera la postura más vistosa. Optó por ponerse de rodillas con el culo en alto y el torso volcado hacia delante. Lo hizo situándose cerca de los pies de la cama, para que la vista de perfil que íbamos a ofrecer quedara más próxima. Mi fijé en que, sobre la mesilla de noche, había un tubo de crema lubricante. Eché mano de él y le puse un pegote en el inicio de la raja. Fui esparciéndolo con los dedos al tiempo que localizaba por dónde se la había de meter. La verdad era que ese culo, tan abundoso como el mío pero más claro de vello, me estaba apeteciendo. Noté al hombre un tanto tembloroso. De no haber habido testigos, lo habría tranquilizado; pero, dadas las circunstancias, temí dejarlo en mal lugar. Así que me limité a unas discretas palmaditas afectuosas. Con ostentación me embadurné asimismo la polla. Apunté el capullo y apreté un poco. Le dilaté la raja con las manos para invitarlo a relajarse. Aún entré más y me fui encontrando a gusto en ese agujero elástico pero prieto. Empecé a bombear y pareció que se iba relajando. Lo que no me esperaba era la dramatización que puso en marcha y que, sin duda, formaba parte del guión. “¡Qué hombre! ¡Me gusta tenerte dentro…y que lo vea ella!”… “¡Dame, dame, que soy tuyo!”… “¡Me vuelve loco tu follada!”… “¡La muy viciosa también disfruta!”… “¡Déjame bien regado!”… Con éstas y otras lindezas, la cosa se animaba. Me entregué a un lucimiento de variadas posturas: Me salía y le volvía a entrar; flexionaba las rodillas y lo atacaba desde más arriba; le daba palmadas o lo agarraba de las caderas. Lo que no se me escapó fue que la mujer había empezado a mover agitadamente el brazo que se le perdía en la entrepierna. Con tantas acrobacias llegué a estar en el nivel máximo de excitación. Quería que lo “regara”, lo iba a tener y además con aviso. “¡Ya me viene y te va dentro!”. “¡Sí, sí, toda, toda!”. No había acabado de decirlo y la arremetida final me fue dejando seco. Su “¡qué bueno ha sido!”, se mezcló con unos suspiros que venían del fondo. Único sonido que emitió la esposa en toda la sesión. Con la satisfacción haber hecho mi papel, la saqué y exhibí aún goteante. El marido cayó derrengado y quedé a su lado de rodillas sobre la cama, mientras la mujer se iba disparada hacia el baño.

Pensé que, si bien tanto yo como incluso ella nos habíamos aliviado, el marido apenas había hecho uso de su virilidad. No estaría de más darle una oportunidad, ahora que estábamos solos. Como en un arrebato de mimos, lo abracé para hacer que se pusiera bocarriba. Me dejaba hacer sonriéndome beatífico. Bajé y le entre por las piernas. La polla le reposaba flácida sobre los huevos. De un lengüetazo la sorbí. Lo cogió por sorpresa, pero en su languidez se dejó. Mamé con esmero y la blandura se fue trocando en dureza. Me la saqué de la boca y lo masturbé con desenvoltura. Su respiración se agitó y empezó a resoplar. No cejé hasta que la leche me rebosó entre los dedos. “¡Gracias, todo un detalle!”, susurró. No volví a ver a la esposa, tal vez avergonzada de su lúbrica expansión, y al marcharme pensé en lo complicadas que pueden llegar a ser las parejas.

Le comenté a mi amigo: “Yo creía que habrías acabado cepillándote también a la mujer”. “Pero no estaba en el guión…”, y añadió: “Además a ésta parecía que le bastaba su dedo”.

2 comentarios:

  1. Con tus relatos siempre consigues excitarme y cae una paja, o dos, como ha sido en este caso. Gracias, espero seguir leyendo más relatos tuyos.

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  2. Como me gustaria que me pasara algo asi soy de Mexico Puebla 18 ańos . Cumplir algo asi estaria de lujo

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