miércoles, 23 de octubre de 2013

El fontanero fogoso


Me había cambiado de piso y el nuevo necesitaba varios arreglos de fontanería. Como no conocía todavía el barrio, no sabía a dónde recurrir. Me encontré en el vestíbulo con una vecina algo mayor y muy amable, que ya me había brindado útiles asesoramientos. Le pregunté si conocía a algún fontanero de confianza. Se lo pensó un poco y me dijo: “Hay uno que viene bastante pronto, mañoso y no demasiado caro”. Otra señora que iba con ella, la interrumpió riendo. “¿Ese…?”. “Bueno, sí”, contestó mi vecina, “Es que tiene la costumbre de quitarse más ropa de la debida en cuanto llega a las casas. Pero eso a este señor no creo que le escandalice… La verdad es que trabaja muy bien”. Me dio el teléfono y me quedé con la intriga de a qué se referirían exactamente las damas. Lo llamé y enseguida aceptó venir al día siguiente para tomar nota de lo que habría que hacer y el material que necesitaría.

Cuando le abrí la puerta quedé gratamente impresionado. Era un individuo de mediana edad, gordito y barrigón, que derrochaba locuacidad y resolución ante mis explicaciones de lo que hacía falta que arreglara, hasta con un punto de autobombo. Aparte de resultarme muy apetitoso, de su indumentaria de tejanos y camiseta verbenera me costaba deducir cómo serían sus habilidades exhibicionistas. Ese día de toma de contacto estuvo desde luego muy formal,  y solo al agacharse para mirar por debajo del fregadero se le bajó el pantalón por detrás y me regaló con la visión de una porción de la raja del culo ¿Sería eso a lo que se referían mis puritanas vecinas? En todo caso la visita fue corta, aunque ya estuvo dispuesto a empezar dentro de un par de días. De momento quedé con buen sabor de boca y con el gusanillo de ver cómo se desenvolvía metido en faena.

Mi sorpresa fue grande cuando volvió, fiel a la cita. Su pulcro aspecto de otro día se había trocado en una simple camiseta blanca y unos anchos pantalones de faena sujetos, estilo Cantinflas, por unos tirantes. Entró resoplando con varias bolsas y la caja de herramientas. En cuanto las hubo distribuido por el suelo, en un gesto brusco se echó a los lados los tirantes, como para liberar sus movimientos. Y cuando se agachaba para sacar cosas, el pantalón se le iba escurriendo hasta llegar, ahora sí, a dejar al aire casi al completo el culo tapizado de vello. Pero la cosa no había hecho más que empezar…

Enseguida se puso de pie, se ajustó levemente la retaguardia y, como si se sintiera agobiado, soltó: “¿No te importará que me ponga cómodo para trabajar?”. Era una afirmación más que una pregunta y, sin más,  se subió la camiseta para sacársela por la cabeza; momento en que pude contemplar sus velludas tetas y barriga, liberada ésta hasta la frontera del pubis. No hizo el menor gesto de volver a subir los tirantes  para aguantar el pantalón, que le quedaron en un equilibrio inestable al límite de lo decente, y seguro que sin calzoncillos. Si era esto lo que hacía en todas las casas, comprendí la fama cosechada. Cuando recuperé el habla, no me abstuve de comentar en plan jocoso: “Algo me habían dicho…”. Soltó una carcajada. “¡Uy las señoras…! Pero siempre me vuelven a llamar”.

Se puso en acción, con la milagrosa sujeción al mínimo de los pantalones. Si trabajaba por lo bajo, el culo le quedaba más o menos expuesto; y si subía los brazos para hacer algo en alto, la cintura se le iba hasta la raíz de la polla. Yo lo seguía para, con la excusa de darle conversación, no quitarle ojo de encima. “Eso de las señoras tiene su gracia ¿verdad?”, dije volviendo a sacar el tema. El rio otra vez. “Bueno, así se distraen…”. No supe si se refería a los cotilleos o al espectáculo que les ofrecía. “Así que es la típica historia de los fontaneros…”, insistí. “¡Uy, yo no me meto en esos líos! Si quieren mirar que miren…”. Ante este reconocimiento de su exhibicionismo, aparentemente pasivo, argüí como si diera por satisfecha mi curiosidad: “Bueno, hoy aquí no hay señoras…”. No titubeó lo más mínimo en darme la réplica. “No te creas, que también hay señores…”. Fingí incredulidad. “¿Qué también te miran?”. “¡No veas…!”. “¿Y no te importa?”. “¡Qué más me da! Yo mi forma de trabajar no la cambio”. Lo decía como si hablara de llevar un uniforme. Ante tan desenfadada sinceridad me quedé sin saber qué añadir. Y es que además el hombre no paraba de moverse con el pantalón continuamente a punto del descuelgue total, que controlaba con algún que otro leve reajuste. Lo cual ya me estaba haciendo babear.

Las confidencias se interrumpieron momentáneamente cuando tuvo que meterse debajo del fregadero, arrastrándose decidido, con agilidad de lagarto pese a su volumen, en otra variante de lucimiento de sus encantos. Aproveché para tratar de ordenar las cuestiones que rondaban por mi calenturiento magín. ¿Me habría calado ya el otro día como a uno de esos señores a los que les gusta mirar? Era lo más probable; si no ¿a qué venía tanta provocación? Además, probablemente la dosificaría según el contexto, si le servía para fidelizar a la clientela. No me imaginaba que a mis provectas vecinas les hiciera una exhibición tan descarnada como la de hoy. Casi diría que me estaba obsequiando con una sesión especial.

Mis cavilaciones quedaron en suspenso cuando reanudó la charla, cada vez más sicalíptica, con medio cuerpo oculto y permitiéndome ver sin ser visto sus retorcidas posturas. “Reconozco que no siempre se conforman con mirar…”. “¡Ah ¿no?!”, dije haciéndome el ingenuo. “Alguna mano se les va…”, prosiguió en su confesión por etapas. Insistí con el mismo tono neutro. “¿A quiénes, a ellas o a ellos?”. “A unas y a otros”, afirmó. “¿Y te dejas?”. “¿Por qué no? Yo sigo con lo mío”. Su pachorra narrativa me estaba poniendo negro, aunque mi timidez me frenaba para tomar cualquier clase de iniciativa y me hacía esperar a ver como evolucionaba su estudiada –de eso cada vez tenía menos dudas– estrategia. Además me resultaba muy morboso seguirle el juego e ir tirándole de la lengua.

Pero ya estaba reculando para salir y, un poco atascado, me tendió una mano para que lo ayudara. Al lograr ponerse de pie, el pantalón se le había escurrido tanto que no solo asomaba el vello del pubis sino hasta parte de la polla. Ahora no hizo sin embargo el menor gesto de corregirlo al ponerse a abrir los grifos para comprobar su funcionamiento. “Parece que esto ya va”, comentó en plan profesional. Como se le notaba algo sofocado, le ofrecí: “¿Quieres beber algo?”. “Si puede ser, una cerveza”. Saqué dos de la nevera, encantado de compartir un descanso. Se sentó en una banqueta y yo cogí otra y me puse enfrente. Las tetas le reposaban sobre la barriga desnuda. Hizo un amago de brindis y sonrió pícaro. “No te estaré escandalizando con mis historias…”. “¡Qué va! Si estaban de lo más interesantes”. “Sí, lo de que me metan mano es lo más comprometido…”. “¿Te llevan a la cama?”, pregunté para hacerlo ir al grano. “¡Uy! Ya te he dicho que no busco rollos con las señoras, que nunca se sabe cómo acaban”. “¿Entonces…?”. “Yo voy a lo mío y, si me lo pide el cuerpo, a alguna le dejo que me baje los pantalones y toquetee por ahí… Como mucho un chupeteo…, y se queda tan contenta”. “¡Vaya, sí que te dosificas!”, dije como transición para la pregunta clave: “¿Y si son hombres?”. Sin inmutarse precisó: “Bueno, van más al vicio…”. “¡Ah ¿sí?!”, pregunté como si estuviéramos hablando de entomología. “Me fijo si se soban el paquete mientras me miran”. “Pero también harán más ¿no?”. “Si estoy de ánimo, ahí tienen mis pantalones para que jueguen… “¿Y dejas que te la chupen?”. “¡Claro! Hasta lo hacen mejor”. Avancé más entonces. “¿Y tú no les haces nada?”. “Preguntas tú mucho ¡eh!”. “Es que no te imagino quieto como un palo…”, expliqué. “¡Ja, ja, ja, muy listo eres tú! A dónde querrás llegar…”. Me temí que las cosas no iban bien y que, después de la cantidad de provocaciones que me había lanzado desde que llegó, debería pensar que era un pánfilo que solo quería hablar.

Apartó el botellín vacío y cambió de tema. “¿No querías que mirara la cisterna del baño?”. Cuando se puso de pie, tuvo un gesto que me dio mal augurio, como si quisiera indicar que hasta aquí habíamos llegado; y tal vez por mi pusilanimidad. Porque se subió los tirantes que llevaba descolgados y se los ajustó a los hombros. Con lo que el pantalón, de todos modos poco subidos, quedaba asegurado. Como el baño era antiguo, la cisterna era de tirador con cadena y estaba en alto oculta por el falso techo. Puso un pie en el borde de la bañera y otro sobre el wáter. Sacó la tabla que hacía de trampilla y la bajó alargándomela. En el movimiento se le descolgó de nuevo un tirante, pero no hizo nada para recolocarlo. Es más, incómodo con la asimetría, llegó a desprenderse del otro.

Buena señal, pensé. Mientras manipulaba con los brazos en alto, el pantalón se le fue bajando. Yo estaba detrás y, cuando el culo quedó medio fuera, me dije que ahora o nunca. Así que le planté una mano en cada cachete. Él no se inmutó y seguía como si tal cosa. Me envalentoné y pasé los brazos hacia delante, circundando los muslos y con la cara pegada a la rabadilla. Acaricié el vello púbico y empecé a hurgar por dentro del pantalón. Me sobresaltó su voz. “¡Joder, qué incómodos son estos trastos viejos! A ver si te decides y la cambiamos por una de mochila”. Este ignorar mis metidas de mano quedó sin embargo desmentido porque, en cuanto forcé la bajada del pantalón, la verga liberada fue vigorizándose. Ahora sí que se dio por enterado, pues dijo “¡espera!”, descolgó los brazos y, apoyándose en mi hombro, fue dándose la vuelta para intercambiar la posición de los pies. Quedó así ante mí con la polla bien tiesa, en un ofrecimiento irresistible. Y en efecto no me resistí a metérmela en la boca. Comentó con tono irónico: “¡Menos mal, ya te daba por perdido!”. Enervado, mientras chupaba, alcé las manos y le agarré las tetas. Entonces avisó: “Muy fuerte se te ha despertado la fiera… Pero yo aquí me tambaleo trabado. Deja que me baje”.

Una vez a mi altura, me miró sonriente y, por sorpresa, me dio una fuerte agarrada al paquete. “Te había dejado en la duda de si yo también hacía o no hacía ¿verdad?”. Yo a mi vez le volví a agarrar la polla, pero me conminó. “¿Te piensas quedar así vestido o qué?”. Me faltó tiempo para, en el colmo de la excitación, quitarme toda la ropa atropelladamente. El aprovechó para deshacerse de los pantalones. Pero enseguida se acordó de su trabajo. “Todo a su tiempo. Primero quiero acabar lo que me falta ahí arriba. Como no deje las tuercas bien apretadas te puede caer una cascada encima”. Así que volvió a subirse, esta vez dándome el frente. “Puedes jugar mientras…, pero sin pasarte. Que quede algo para luego”, dijo al meter los brazos en la abertura del techo. Tener aquel cuerpo estirado a mi disposición, ya sin subterfugios ni temores, me puso fuera de mí.  Lo sobaba por todas partes al tiempo que no descuidaba hacerlo también a mi sexo enfebrecido. Daba chupetones a la verga, que mantenía su turgencia, o la levantaba para lamerle los huevos. Él recibía mis acometimientos con aparente imperturbabilidad. No omitió sin embargo algunos comentarios. “¿Sabes que ya estaba a punto de dar la batalla por perdida? Y no sería porque no pusiera toda la carne en el asador”. “¡Vaya táctica de calientabraguetas que te gastas!”, repliqué sin dejar de actuar. Él siguió explicando con un cínico didactismo. “Mira, lo de trabajar descamisado va bien para mantener contenta a la clientela. Pero lo del pantalón lo gradúo según las circunstancias”. “Pues hoy, nada más llegar, no has parado de lucirte”. “Ya venía dispuesto… ¿Crees que no me di cuenta de cómo me mirabas el otro día? Sobre todo cuando me agaché, y eso que solo te enseñé un poquito de culo”. “Pues sí que tienes ojo clínico… Y yo en la higuera, con la procesión por dentro”. “Complicadillo me lo has puesto… Y ahora mírate, recuperando el tiempo”. Pero no descuidaba su tarea. “Esto creo que ya está. Me das la tapa y pasamos a otra cosa”.

La otra cosa estaba claro qué iba a ser. Lo confirmó él mismo. “No creas, que con tantas provocaciones estoy de lo más cargado”. Lo tuve comprobado en la dureza y humedad de la polla con la que me embestía. Porque ahora se desquitaba restregándose contra mí y dándome fuertes apretujones. “¡Mi cliente favorito!”, exclamó lisonjero. “Será el de hoy…”, contrapuse. “¿Tan putón crees que soy?”. “Tanto y más. Que me has puesto en el disparadero”. “¿Ah, sí? ¡Pues verás lo que es bueno!”, replicó retador. Salimos del baño e inmediatamente se arrodilló ante mí y, sujetándome por los muslos, se enfrascó en una comida de polla que me hacía ver fuegos artificiales, hasta que hube de advertirle: “No querrás dejarme seco ya aquí…”. “¡Claro que no!”, vació la boca. “Es solo la revancha por haber abusado de mí mientras tenía las manos ocupadas”.

Acabamos revolcándonos en la cama, con chupadas  y lamidas a diestro y siniestro. Preguntó de pronto: “¿Te puedo follar?”. Hube de confesar mi incorregible aversión a ser penetrado. “No importa”, replicó sin alterarse”, “Ya encontraré a otro cliente menos estrecho”. Y a continuación: “Pero tú a mí sí ¿no?”. “Eso sí… Tu culo se lo merece”, dije agradecido. Lo puso a mi disposición y quise saber: “¿Así por las buenas?”. “Tú arréame, que ya entrará”. Me atraía ese culo obsceno y peludo que tan descaradamente había exhibido. Me entretuve manoseándolo y estrujándolo, pero me urgió. “¡Venga, venga!”. Así que apunté y apreté. Al principio tuve que hacer fuerza, pero pronto me entró entera. “¡Sí que tienes buenas tragaderas!”, comenté. “No ves que soy fontanero… ¡Menéate y dame gusto!”. Bombeé ya a placer y compartí el gusto con él. “¡Así, así, como te salgas te mato!”. No era esa mi intención, ni mucho menos, sino que puse toda mi energía. “¡Creo que ya no aguanto más!”, le informé. “¡Sigue ahí, sigue ahí!”. Me pegué una corrida que me electrificó todo el cuerpo. Me eché sobre él y me fui desenganchando.

Rio satisfecho. “¡Bien desatascado me has dejado!”. “¡Anda que no te habrán cepillado clientes a ti… y por eso tienes la cañería tan despejada!”. “Sí, pero también hay quienes dejan que les meta la escobilla…”. Me sonó a cierto reproche y, al verlo allí lascivamente despatarrado, mi deseo se reavivó. “Tengo otro conducto que traga muy bien…”. Me avoqué sobre su verga y, en dos chupadas, la puse bien dura. “¡Hombre, todo un detalle! Porque no era plan irme de aquí sin descargar”. Se dejaba hacer con una renovada excitación y me cogía la cabeza para controlar la mamada. “¡Aj, qué bueno! Lo cargado que iba no se me ha ido por detrás”… “¡Voy a descargarte una cisterna entera!”… “El culo lo tendrás cerrado, pero tu boca parece una ventosa”. Estos improperios relacionados con su profesión no recibían respuesta por impedirlo mi tarea. “¡Jo, que me viene! ¡Ni se te ocurra quitar la boca!”. No era esa mi intención, porque deseaba morbosamente recibir su leche. ¡Y vaya si la recibí! Con sacudidas de todo su cuerpo y bufidos, me llenó la boca y aún rebosó. Por si faltaba confirmarlo, en cuanto recobró el resuello, exclamó: “¡Leche de fontanero, sí señor!”. “Espero que no se me indigeste el atracón”, repliqué.

Como si se hubiera pasado todo el tiempo currando, dijo: “¡Bueno, se acabó mi jornada!”. Todavía en pelotas, recogió sus bártulos con método. Recuperó camiseta y pantalón, sin descuidar ajustarse los tirantes. “En la calle no enseño el culo… Normalmente”, ironizó. Añadió, ya en la puerta: “Recuerda que han quedado arreglos pendientes”. “Igual espero al invierno, para que no vengas tan acalorado”. “¡Eso! Ahora tú hazte la monja”.

4 comentarios:

  1. Me ha encantado. besotes!!!

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  2. Que manera de contar tus relatos, me ponen al 1000 por hora, son muy buenos, saludos de Durango, mexico

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  3. Oooooo si que bueno, que pajote me he hecho

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  4. Eres un experto en esto tío. Saludos.

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