martes, 10 de septiembre de 2013

Una panadería que no solo hace pan


La sugerencia que me ha hecho un comentarista de uno de mis relatos me ha llevado a recordar una historia relacionada con el mundo de la panadería. Más en concreto la que se encontraba en la planta baja de la finca en que yo vivía y cuyo obrador se situaba en el semisótano. Eran tiempos de elaboración artesanal y nocturna, con un agradable olor del pan horneándose que se propagaba por el patio interior del edificio. Además se daba el caso de que el mencionado obrador tenía en su parte superior unos alargados ventanales que daban a ese patio. Mi piso estaba en la primera planta en el lado opuesto, por lo que desde la  ventana del baño se captaba una vista bastante completa del local.

No le habría prestado especial atención de no ser porque el panadero, un hombre mayor, muy gordo y de aspecto rudo, en las noches de verano solía sentarse a tomar la fresca delante de la tienda antes de ponerse manos a la obra. Con unos calzones cortos y las piernas separadas, sobre las que descasaba su prominente barriga, por la camiseta imperio de amplio escote le rebosaban unas tetas peludas, aunque a veces ni siquiera llevaba esa prenda. Cuando yo volvía tarde a casa siempre pasaba por delante y me daba las buenas noches con una voz campanuda.

Por el morbo que tales encuentros propiciaban decidí ponerme a fisgar por la ventana de mi baño con la luz apagada. Me picaba la curiosidad de observar cómo se manejaba el hombre en la intimidad de su trabajo. Y su ritual cotidiano llegó a estar lleno de interés.

Se encendían las luces y el panadero entraba con una cachaza que hacía desplazar su volumen como un metrónomo. A partir de ahí empezaban las libidinosas sorpresas. Porque lo primero que hacía era abrir la puerta de un retrete, que se ubicaba al fondo en un extremo, aflojarse el calzón que le caía debajo de las rodillas y soltar una larga meada. Lo veía de espaldas con el culazo gordo y peludo, que agitaba rítmicamente para impulsar el chorro. “¡Vaya, qué distracción más buena!”, pensé la primera vez. “¿Cómo no se me habría ocurrido antes?”. La vista que tenía era bastante satisfactoria, pero aun así cogía unos prismáticos para no perder detalle. Porque la cosa se ponía de lo más interesante.

Y es que, una vez aliviado, se deshacía de los calzones sacando los pies de ellos y se dirigía a una pileta que había al lado haciendo ángulo. Ahora lo veía de perfil, y lo primero que hacía era arrimarse y, levantándose el barrigón, ponerse a lavar la polla. Ésta sí que me quedaba oculta por la masa corporal que la cercaba, pero la manipulación era evidente. A continuación se quitaba la camiseta, si la llevaba, y se afanaba en un minucioso fregado de cintura para arriba. El jabón espumeaba sobre las gordas tetas peludas y lo frotaba también por los sobacos y los brazos jamoneros. Después se baldeaba con abundante agua y se secaba minuciosamente. Podía vislumbrar el oscuro triángulo aprisionado por la barriga y los muslos, y donde destacaba la más clara punta del cipote. Terminaba colocándose un mandil de un blanco impoluto, cuyo peto desbordaba el ubérrimo pecho y que ataba detrás con un lazo. Así que, cada vez que me daba la espalda, le quedaba al descubierto, velluda y rematada por el gran culo. Desde luego la higiene de la labor del pan parecía asegurada con todo este ceremonial inicial, que coronaba encajando en la cabeza un pañuelo con cuatro nudos.

Me quedaba un rato espiando sus movimientos en el rutinario trabajo. Amasaba levantando nubes de harina, aplanaba con el rodillo, cortaba, daba forma a las piezas y llenaba las bateas que iba metiendo en el horno. Todo ello con sus pesados movimientos y el regalo de su culata cuando me daba la espalda. A ratos se sentaba en una banqueta y, con las piernas bien separadas, levantaba la falda y la agitaba como un abanico para darse aire en la cara, moteando de blanco su pelambre. Según la posición en que estuviera podía distinguir el sexo carnoso que se abría paso entre los recios muslos.

Pese a que el ceremonial variaba poco de un día a otro, no dejaba de pasarme un rato en la ventana siempre que podía. Era mejor que mirar un programa absurdo en la televisión. Mi perseverancia obtuvo una primera recompensa la vez en que, al llegar a la secuencia de aventarse con el delantal, tuvo lugar una rijosa variante. Con la tela levantada se la remetió por el peto para dejarla sujeta. Libres las manos, se las llevó a la entrepierna y empezó a toquetearse. Su rostro se puso soñador y se pasaba la lengua por los labios. Prismáticos al canto, veía cómo una mano sobaba los ennegrecidos huevos y otra la verga. Ésta se le iba engordando más que alargando y de los sobes pasó a un meneo más enérgico. Todo él vibraba como una olla en ebullición  y no tardó en disparar discontinuas efusiones de esperma que le desbordaron la mano y cayeron en el suelo. Después de un minuto de inflarse y desinflarse con la cabeza hacia atrás, se incorporó lentamente, buscó un trapo, se agachó con dificultad culo en pompa y limpió el suelo. Por último se encaminó a la pileta y se hizo un lavado a fondo. Yo había ocupado una mano con el visionado pero con la otra se puede suponer lo que hacía…

Aunque era una panadería clásica –solo pan, de diversas clases­–, los domingos ofrecía también algo de pastelería, lo que duplicaba la actividad del obrador. Por eso, el sábado por la noche, se introducía la variante de un refuerzo. Como yo no había prestado especial atención a esos usos comerciales, me pilló totalmente por sorpresa y tuve una auténtica fiebre de sábado noche.

El titular estaba ya, como de costumbre, en la fase de amasado cuando levantó la vista y saludó con una mano blanquecina. En mi visual surgió un macizo varón, bastante más joven que el panadero y algo más esbelto, pero que por su catadura hubiera dicho que era su hijo… a no ser por los hechos que a continuación se desarrollaron. Eso sí, venía vestido de calle y parecía estar acostumbrado a la procaz indumentaria del patrón, ya que no mostró la menor extrañeza. Se le acercó y besó fugazmente en la mejilla, apartándose para no mancharse de harina. Llevaba una bolsa que dejó en el rincón de la pileta. Se quitó la camisa y emergió un torso bien cargado en carnes y velludo. Cuando pasó a sacarse los pantalones pensé: “¡Qué bien, qué bien!”. Y cumplió mis expectativas al quedar con un eslip justito. ¡Qué cuerpazo! El panadero era excesivo, pero a éste se le haría inmediatamente un favor. Lo mismo debía pensar aquél, que no le quitó un ojo de encima mientras detenía el amasado y se limpiaba las manos. Sibilinamente se le fue acercando y lo embistió con la barriga. El recién llegado lo rechazó con cierta firmeza, pero insistió y trató de bajarle el eslip por detrás metiendo un dedo. Casi lo consigue, pero ahora la oposición fue mayor y el panadero, al que estaba diciendo algo, volvió a su tarea. Ya tranquilo el recién llegado, concentré mi atención en ver qué haría. Una pequeña decepción fue que se limitara a sacar de la bolsa un delantal similar al del panadero y ceñírselo al cuerpo. Bueno, al menos mostraba los pezones rosados entre el pelambre del pecho.

Trabajaron un rato cada uno en lo suyo, al parecer en silencio. Y aunque era bastante tarde me empeñé en aguantar por si volvía a producirse algún incidente escabroso. ¡Y vaya si lo hubo! Porque cuando el panadero hubo metido todas las bateas en el horno, se sacudió bien la harina y se sentó en la banqueta muy cerca del pastelero. Sin dejar éste su ocupación, hablaban y al parecer con bastante cordialidad, pues ambos sonreían. Un nuevo intento de bajarle por detrás el eslip tuvo éxito esta vez. El pastelero, riendo, hasta ayudó levantando los pies para que la prenda saliera. ¡Por fin le veía el bonito culo!

El panadero le dijo algo y entonces el pastelero mojó un dedo en la crema que estaba removiendo y se lo presentó. El panadero se lo chupó con fruición y esto le desató la lujuria. Porque tiró del otro, le subió el delantal y metió la cabeza por debajo. Debió hacerle una buena mamada – ¡Lástima que eso ni con prismáticos se veía! –, ya que el pastelero se sobaba las tetas con deleite. El panadero, sin interrumpirse, lo rodeó con los brazos y soltó el lazo de detrás. El pastelero se lo sacó por arriba y el delantal cayó sobre el panadero. Éste manoteó para apartarlo de sí y siguió con lo que hacía. ¡Ahora sí que tenía la visión completa del pastelero en pelotas, y además con la polla tiesa que entraba y salía de la boca del panadero! ¡Joder, el tío estaba cachas de vicio, con sus buenas curvas peludas… y vaya numerito tenían montado! Como para habérmelo perdido… Aquello era la Bella y la Bestia en plan oso-porno.

Al pastelero se le notaba ya más caliente que un gorila. Le había arrancado el delantal al panadero y, junto con el suyo, los extendió por el suelo y se echó encima. Al panadero, despatarrado, le colgaba el conjunto de huevos y polla por fuera de la banqueta. El pastelero subió la cabeza y se puso a chupetearlo. Le debió parecer poco aprovechable postura tan incómoda, porque se puso de pie y a su vez tiró del panadero para hacerlo levantar. Cuando lo hubo conseguido, fue haciéndolo recular hasta que las posaderas toparon con la mesa del obrador. Empujándolo consiguió que se desequilibrara y cayera de espaldas agitando torpemente sus pernazas. Ahí sí que le hizo una buena mamada, con lamida de huevos y ojete incluida.

Pero esto iba a ser solo un precalentamiento, porque enseguida blandió su propia verga y se la clavó repetidas veces. Sin embargo el panadero dio muestras de ahogarse con el barrigón que le empujaba las tetas y hacía que éstas casi le taparan  la cara; así que pataleó para desengancharse. El pastelero, con el pollón bien tieso, no se resignaba a dejar a medias la enculada. Ayudó a bajar al panadero, que tenía la retaguardia enharinada, pero lo obligó a echarse de bruces sobre la mesa. En esta nueva postura retomó la jodienda con más ímpetu si cabe. El panadero, menos incómodo en la nueva postura, también la disfrutaba, pues se removía y daba palmadas sobre la mesa, levantando nubecillas de harina. A estas alturas yo estaba que tiraba cohetes y la polla me dolía de apretarla contra la pared bajo la ventana. Porque además el pastelero tenía un aguante de admirar, y eso que no se tomaba ni un respiro. Pero todo llega y, para mayor espectacularidad –eso que no sabía que tenía público–, en un brusco envite, sacó la verga al exterior y en varios chorreos regó el lomo del panadero. La copiosa leche se mezcló con la harina que todavía le quedaba.

El panadero fue incorporando su mole con dificultad mientras el otro aún balanceaba el péndulo goteante. Me dio la impresión de que el primero todavía tenía ganas de guerra –claro, había quedado servido por detrás pero no por delante–, pues hizo varios intentos de acoso al pastelero. Éste sin embargo hizo gestos de los que me pareció deducir que le estaría diciendo que él ya se daba por satisfecho y que le quedaba trabajo por hacer. Hasta el punto de que se lavoteó en la pileta y volvió a ponerse su delantal. Ante el rechazo, el panadero se dedicó a sacar bateas del horno. Con un mínimo de sensatez habría sido el momento de desentumecerme por la tensión a que había sometido mi cuerpo con el fisgoneo e irme a la cama, donde podía meneármela ricamente recapitulando los acontecimientos. Pero me costaba apartar los ojos, que ya tenía congestionados, Solo me permití ir a beber un vaso de agua –tenía la boca seca– y aliviar la vejiga.

Mi perseverancia no fue en vano. El pastelero no tardó ya en acabar la confección de sus bizcochos, que metió a su vez en el horno. Entre tanto el panadero, quien no debía tener otra cosa que hacer que esperar a que el pan se enfriara, sentado en su banqueta en cueros vivos, observaba las evoluciones del pastelero, que no le prestaba atención, con ojos libidinosos y, para distraerse, no paraba de toquetearse la entrepierna.

Entonces fue cuando tuvo lugar una escena casi enternecedora. El pastelero se desprendió del delantal, volviendo a lucir todos sus encantos, y con ánimo reconciliador se dirigió hacia el panadero. Esta vez no se tendió debajo pero, con humilde entrega, se acuclilló ante él. Le acariciaba polla y huevos, y también les dio algunas chupadas. El panadero, enardecido, se puso de pie y sujetándose la barriga le facilitó el trabajo. La mamada se hizo más continua, asegurada por las manos que sujetaban la cabeza. El panadero empezó a temblar como un flan y no se relajó hasta que –supuse– el pastelero se hubo tragado todo lo tragable.

No sé ellos, pero yo acabé completamente extenuado. Me desperté cuando ya era de día, sentado en la tapa del wáter y con la mochila de la cisterna clavada en los riñones. La entrepierna la tenía pringosa. Me venían ráfagas de las ensoñaciones que había tenido en el lapso de inconsciencia. El panadero, desnudo, me cogía como si fuera una masa cruda y me echaba bocarriba sobre la mesa. Me espolvoreaba con harina y me la iba extendiendo por el cuerpo. Me amasaba, pero era más bien un magreo en regla con apretones y pellizcos. Al llegar a mis partes más sensibles me rebozaba los huevos como si fueran rosquillas, para luego hacer una degustación de mi polla en toda regla. Estando sujeto a tan placenteros usos, aparecía el pastelero despelotado, quien se arramblaba a mi cabeza que colgaba hacia atrás y por las buenas me metía la verga en la boca. Sus meneos llevaban la misma cadencia que la mamada experta del panadero y yo me amorraba al ariete como el sediento al pitorro de un botijo. Al fin en una explosión simultánea lo que me salía por abajo me entraba por arriba…  Todo ello consecuencia de haber sido testigo de un revolcón épico y muy real. Me asomé por si acaso, pero el semisótano estaba ya sin luz. Y lo que sí tenía claro era que ese domingo no iba a comprar ni pan ni bizcochitos… Pero ¿con qué ojos miraría al panadero cuando me lo volviera a encontrar tomando el fresco por la noche?

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