sábado, 18 de mayo de 2013

El capellán castrense


Con alguien que había conocido en circunstancias que no vienen al caso, mantuve un  intercambio de anécdotas sobre la época en que estábamos obligados a servir a la patria. Yo me animé a contarle mi historia con el sargento y él me correspondió con la suya propia. Me he atrevido a transcribirla, procurando ser lo más fiel posible a su relato:

Me correspondió cumplir el servicio militar en el cuartel de una población de montaña. Entonces era un gordito ya algo peludo y, aunque tenía clara mi atracción por los hombres, apenas contaba con experiencia al respecto. Torpe para las labores castrenses, era lo suficientemente avispado como para adaptarme a las circunstancias y tratar de escabullirme de las tareas más rudas de la milicia. Por ello, al conocer al capellán castrense, pensé que simular un interés por los asuntos religiosos podría serme de utilidad. A ello se unía que el capellán, hombre campechano y más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, tenía un aspecto que no me desagradaba en absoluto. Tirando a grueso y muy viril, la sotana que siempre vestía, con sus ribetes rojos propios del cargo, le daba un empaque muy atractivo. Así que me esforcé en hacerme notar, mostrándome de lo más servicial y abordándolo para hacerle consultas de moral, más o menos abstractas. No me costó mucho caerle en gracia y pronto me llegué a convertir en su asistente. Me ocupaba de tareas de sacristía y hasta ayudaba en la misa. Aunque hacía tiempo que tenía abandonada la práctica religiosa, el recuerdo de haber hecho de monaguillo en el colegio me sirvió para desenvolverme con acierto.

Por otra parte, empecé a descubrir que la intimidad que suponía auxiliar al capellán a revestirse de sus ornamentos de celebración me provocaba una cierta turbación. Sobre todo porque el eclesiástico se prestaba a ello con una aparente complacencia y propiciaba los acercamientos y roces a su oronda figura. Poco a poco se fue creando, por lo demás, una relación cada vez más estrecha entre ambos, hasta el punto de que llegué a quedar relevado de casi todas las otras obligaciones para estar prácticamente al servicio del sacerdote. A éste le encantaba la imagen de fiel devoción que como modoso soldadito no descuidaba mostrarle.

El capellán, por su jerarquía, disponía de unas dependencias confortables, compuestas de dormitorio, salita y cuarto de baño. Con frecuencia acudía yo a ellas para conversar e, incluso, ayudar al mosén a preparar sus sermones. Le ordenaba las fichas y buscaba referencias bíblicas. Eran las únicas ocasiones en que solía prescindir de su rigurosa sotana, para quedar con el pantalón negro y una camisa blanca. Fogoso por su robustez, acostumbraba a llevar la camisa con más de un botón desabrochado y las mangas recogidas hasta el codo. El abundante vello que de este modo mostraba no dejaba de impresionarme, y si además llegaba a algún roce accidental me producía estremecimientos.

En una ocasión en que acudí a las habitaciones del capellán, tal como habíamos quedado, no recibí respuesta al llamar. Abrí con cautela la puerta y entonces sí que oí: “¡Pasa, hombre, pasa!”. Salía del baño recién duchado y medio envuelto en una toalla. Me sobresalté y balbuceé una disculpa. “¡Perdone, ya vuelvo más tarde!". “Si estoy enseguida… ¡Siéntate!”. Con la toalla a la cintura se trasladó al dormitorio. El cuerpo rollizo y peludo que pude ver me dejó boquiabierto. Para colmo, la silla que yo habitualmente ocupaba quedaba frente a la puerta del dormitorio, que el capellán no cerró. Así llegué a tener una visión fugaz del orondo culo, ya sin toalla, cuando el capellán abrió el armario de puerta con espejo para sacar ropa. No tardó en reaparecer vestido y con la camisa arremangada. El húmedo arrebol de la ducha reciente en su piel completó el efecto turbador que me había causado. Hasta el punto de que, una vez abordamos lo que habíamos de hacer, el capellán llegó a advertirme: “¿Qué te pasa hoy, que estás como en Babia?”.

Un día el capellán me propuso acompañarlo a dar un paseo por la montaña. A pesar del calor reinante no prescindió de su sotana y tan solo se cubrió la cabeza con una gorra. El camino era ascendente, aunque no difícil, y el capellán demostró ser un buen caminante. Yo a duras penas me adaptaba a su marcha. Después de una buena subida, dimos con un torrente que formaba una balsa de aguas cristalinas. Allí hicimos un alto y aprovechamos para beber de las cantimploras que llevábamos. El capellán se mostraba encantado con aquel remanso de paz y, de pronto, tuvo una ocurrencia. “Nos podíamos dar un baño ¿no te parece?”. Ingenuamente objeté. “Lo malo es que no hemos traído traje de baño”. La réplica me dejó pasmado. “Ni falta que nos hace ¿Quién nos va a ver por aquí?”. El laborioso desabotonar de la sotana me dio tiempo a quedarme de momento en calzoncillos. En espera de los  pasos siguientes del capellán, me debatía entre no perderme ni un detalle de los mismos y que mi interés no resultara demasiado descarado. Pero el observado no dejaba de atraer la atención sobre su persona. Tras doblar la sotana sobre unas matas, mostró la blanca camisa empapada de sudor. “¡Mira, mira cómo estaba!”. Al tersar con las manos la tela mojada sobre el pecho, se transparentaron los pezones rodeados de vello aplastado. “Irá bien que se seque”. Se la quitó y la extendió al sol. Ahora, a la cruda luz del día, pude contemplar de nuevo aquel torso en toda su peluda rotundez. Se desprendió del pantalón y, ya ambos en calzoncillos, el capellán decidió: “¡Venga, los dos a la vez! ¡No te dé vergüenza, hombre!”. Desnudos frente a frente, sentí vértigo ante aquel cuerpazo desprovisto de cualquier connotación sacra. Pero el capellán se desenvolvía con la mayor naturalidad. “No me digas que no se está bien así, con el aire y el sol por todas partes”. Farfullé un asentimiento, con la mente fija en el empeño de que mi entrepierna no me jugara una mala pasada. El mosén, sin embargo, estaba dispuesto a prolongar sus reflexiones. “Fíjate en el contraste entre tu cuerpo joven y el mío…”. ¡Y vaya si me fijaba! “Aunque al paso que llevas vas a acabar pareciéndote a mí”, añadió como una jocosa reconvención. “Tampoco está usted tan mal…”, se me escapó. El piropeado se rio. “¡Anda ya! No hace falta que en esto también me hagas la pelota…”. Añadió dando por  concluidas las comparaciones: “¡Menos cháchara y al agua!”. Ya descalzados, nos dirigimos a la balsa con andares cuidadosos para no dañarnos con las piedras. Yo iba extasiado por el cimbreo del culo peludo que me precedía.

El capellán se tiró en plancha, se sumergió unos segundos y emergió. Yo, más timorato opté por entrar poco a poco. “Con lo fría que está lo pasarás peor”, me advirtió. Desde luego el agua, proveniente de los deshielos, estaba gélida, lo cual por otra parte me venía bien para calmar los ardores. Chapoteamos y nadamos para desentumecernos. El capellán no se privó de hacer el muerto, con la barriga emergida y la polla oscilante por los vaivenes del agua. “¡Esto es vida, chico!”. No nos movíamos alejados el uno del otro, y en una de las aproximaciones, el capellán se permitió una licencia que me sorprendió. Me pasó fugazmente una mano por debajo de los huevos y comentó jocoso: “¡Qué encogidos se te han quedado con el frío!”. En una irreflexiva reacción, intenté devolverle la broma, pero el capellán se apartó. “¡Un respeto…!”. Y ahí quedó la cosa.

Salimos buscando el calor del sol, que aún nos resultaba ahora débil para compensar el enfriamiento sufrido. “No tenemos ni toallas… Habremos de hacer como los lagartos”, comentó el capellán. Ante mi tiritar, bromeó: “Pareces un pollo desplumado”. A continuación volvió a sorprenderme. “¡Ven, que te frotaré un poco…, aunque sea con las manos!”. Me entregué gustoso a las manos del capellán, que con energía me friccionaban la espalda llegando casi al culo. “¿Qué, vas entrando en calor?”. Desde luego yo estaba en la gloria y, aunque no dejé de desearlo, no me atreví ya a ofrecer una frotación similar.

No dejaba de asombrarme la ausencia total de pudor con que el capellán, recostado en un tronco caído, disfrutaba de los rayos del sol. Entre sus robustos muslos, el sexo aparecía bien a la vista y, como parecía mantener los ojos cerrados, yo, enfrente de él, no le quitaba los ojos de encima. Incluso algunas veces, en un gesto mecánico, se daba toques a la polla, no del todo retraída, para recolocarla sobre los huevos. Confiado en que no era mirado, me permití acariciar la mía, con una rodilla levantada para ocultarla por si acaso. Pero los párpados del capellán debían estar solo entrecerrados, pues no se le escapó la furtiva maniobra. “A ver si es que el calorcito te está haciendo efecto…”, advirtió.  Retiré la mano avergonzado. Mas el capellán añadió con tono tranquilizador: “Si es natural…, mientras no se deje uno llevar por la concupiscencia”. Y aún más: “No tienes que ocultarte… Si a mí también me pasa…, ya ves”. A mí, ofuscado por creer que había sido pillado en falta, me había pasado por alto la erección que ahora presentaba el capellán. “¡Anda, relájate aquí un rato, que pronto tendremos que volver!”. Me invitaba a compartir el tronco, donde quedamos el uno junto al otro,  cándidamente empalmados y en silencio, disfrutando de los últimos minutos. Pero yo estaba sumido en un mar de confusiones.

Pronto hubimos de ponernos en marcha y, al levantarnos llevábamos adheridas en las partes traseras briznas de hierba y restos de tierra. Antes de vestirnos nos sacudíamos llevando las manos hacia atrás, pero la dificultad inherente a la operación fue subsanada decididamente por el capellán. “Espera, que te ayudo”. Fue limpiándome con sus manos espalda, culo y piernas. Esta vez sí que tuve permiso para actuar a la recíproca, y por primera vez pude deslizar mis manos por el velludo reverso, experimentando nueva excitación.

La vuelta al cuartel, ya cuesta abajo, fue mucho más cómoda. Yo estaba tomando conciencia a marchas aceleradas de que mi interesado y utilitario acercamiento al capellán estaba evolucionando a un fuerte atractivo sexual, que se exacerbaba con las licencias desinhibidas que aquél prodigaba. Incluso me asaltaba la duda de si podría estar siendo objeto también de una sutil maniobra de seducción o de si todo no eran más que erróneas interpretaciones producto de mis fantasiosos deseos. Me atreví a aprovechar la caminata para plantearle al capellán, bajo la capa de cuestiones morales, reflexiones que me habían asaltado a raíz de lo acontecido en la excursión. “Padre, con motivo del bienestar sentido tras el baño, me asaltó un fuerte deseo de masturbarme”. “¿Te crees que no me di cuenta? Pero no lo hiciste…”. “Padre, delante de usted cómo lo iba a hacer…”. “De todos modos es un impulso muy humano y, a fuerza de ser sinceros, te reconoceré que yo también lo experimenté”. Me arriesgué un poco más. “Tal vez influyó estar los dos como estábamos…”. El capellán guardó silencio unos segundos, aunque no pareció sorprendido. “La naturaleza humana va como va… y los dos estábamos a gusto ¿no?”. La conversación iba por buen camino para mí ¿O mejor aún para el capellán, que llevaba las riendas?”. “Con usted me siento muy bien, padre, y con toda la confianza que me tiene”. “Bueno, la confianza es mutua ¿no te parece?”.

En éstas habíamos llegado al cuartel y el capellán dijo: “Ahora lo que nos hace falta es una buena ducha”. Hice amago de irme a la zona de reclutas, pero el sacerdote me retuvo. “No, hombre, no. Puedes usar mi baño cada vez que quieras… Pero no lo digas por ahí”. “Pues se lo agradezco… Y por supuesto con discreción”. En las dependencias privadas ya no tuvimos ningún reparo en desnudarnos los dos. “Usa tú primero la ducha”, ofreció el capellán. “Yo voy a afeitarme para la misa de esta tarde”. Así que estábamos en una escena de lo más íntima: yo bajo la ducha sin cortina y el capellán al lado, con la barriga apoyada en el lavabo, repasándose con la maquinilla. Acabó él primero y aguardó sonriente mis últimos enjuagues. “Te ha cogido mucho el sol. Tienes la piel enrojecida”. Me alargó una toalla. “Sécate. Voy a ver si tengo algo por aquí”. Cogió un pote de crema y se untó las manos. “Esto te irá bien”. Empezó a extendérmela por los hombros y la parte alta de la espalda, pero al llegar al culo me dio un cachetito y dijo: “Aquí no te ha dado casi el sol. Como estabas boca arriba”. Entonces pasó adelante. Sus manos me recorrían el pecho lubricándome el vello y bajaban por la barriga. Eludió el sexo, pero untaba los muslos ahondando en la entrepierna. “¡Huy, padre, que ya sabe lo que pasa!”, previne ante la inevitable erección que iba teniendo. Ni en las más locas de mis fantasías habría imaginado que un cura en cueros, gordo y peludo me iba a estar tocando así. “Si aún voy tener que hacer la buena acción del día…”, fue la réplica imprevista, mirándome con ojos brillantes. Con una mano grasosa tomo posesión de la polla para irla frotando. “Si no lo hago yo, lo acabarás haciendo tú”, fue su curiosa justificación. El ritmo que le daba a la mano, me sacaba de mis casillas, con las piernas temblándome. No paró hasta que el semen brotó en varios tiempos. Sacudiendo la mano, el capellán comentó: “Ves qué bien ¿A que te has quedado más tranquilo?”.  “No me lo esperaba, padre… Pero en la gloria”.

“¡Venga, que aún me tengo que duchar yo!”, zanjó el capellán entrando en la bañera. Me senté sobre la tapa del wáter, para reponerme y tratar de procesar en mi mente todo lo sucedido hasta entonces. Aunque aliviados mis ardores, el deseo de aquel cuerpo que se remojaba se mantenía incólume. “¿Querrá que le ponga crema también, padre?”, dije con todo el doble sentido que la pregunta encerraba. La respuesta fue clara. “Yo tengo la piel más dura. Pero ya puestos, si quieres enjabonarme…”. La propuesta era seductora, así que di un salto para hacerme con el jabón. No hubo zona del cuerpo que no recorriera con mis manos, enredando los dedos en el abundante vello y ahondando en los recovecos. La pasividad complaciente del mosén me incitaba aún más. Habría sido insólito que la verga de éste no se llegara a alzar brabucona. No pude menos que preguntar: “¿Le hará bien un alivio, padre?”. “¡Ay, la carne es débil!”, me replicó como si hiciera una cesión. Puse en juego todas mis artes masturbadoras, ayudado por la fluidez jabonosa. El capellán resoplaba y crispaba las manos como garras en mis hombros. La descarga fue abundante y explosiva. Toda su humanidad acabó teniéndose que apoyar en la pared de baño para que las piernas no le fallaran. Cuando recobró el resuello sentenció: “Ya ves las consecuencias de la excursión de esta mañana…”. “¿Tan malas han sido?”, pregunté desorientado. “¡En absoluto, hijo, en absoluto!”. Celebramos poco después la misa en la mayor compenetración y casi solos.

Durante unos días pareció que el capellán marcaba distancias conmigo. No me reclamaba a sus habitaciones ni me daba oportunidades de hablar en privado. Ya no es que temiera perder sus favores y, con ellos, los privilegios de que disfrutaba, sino que sobre todo me apesadumbraba el cambio de actitud del capellán por la fuerte atracción que por él sentía, por no llamarlo enamoramiento. Llegué casi a culpabilizarme del desarrollo de los acontecimientos y no veía la forma de enmendarlo. Abrumado por el desasosiego, decidí buscar al menos una explicación. Me armé de valor y llamé a la puerta del capellán. De momento me tranquilizó ser recibido con una naturalidad cordial. “Tú dirás…”, dando pie al diálogo. “Es que tengo mala conciencia por si, por mi culpa, llegamos a una situación incómoda para usted…”. Me interrumpió. “Siento que te hayas hecho esa idea, que no puede ser más equivocada. Si sabes perfectamente que era yo quien te provoqué con descaro hasta llegar a aquello…, que por cierto fue estupendo. La cuestión es algo más complicada. Tu inclinación me resultó evidente desde el principio, así que no es que me pese haberte corrompido. Pero también me queda claro que tu experiencia sexual es aún muy limitada…”. Se tomó un respiro para medir bien sus palabras. “. Mira: fue muy bonito jugar con nuestros cuerpos y llegar a esa doble masturbación; no lo niego. Pero al venir culpabilizándote, no me queda más remedio que serte sincero. Lo que me ha frenado es precisamente que, en lo más profundo, desearía hacer mucho más contigo. Con más crudeza lo diré: ir recorriendo todas las modalidades del sexo entre hombres. Y me abrumaría la responsabilidad de interferir en la evolución natural de tu sexualidad siendo aún tan joven”. Pareció haberse descargado de un gran peso. Entonces yo, conmovido por tan sincera confesión, traté de contrarrestar los reparos del capellán con toda mi capacidad de argumentación. “No sabe cómo le agradezco que se haya abierto de esa forma ante mí. Pero si conoce que mi inclinación sexual es tan clara para mí como la suya misma, también debería admitir que no me perjudicaría en absoluto, sino todo lo contrario, avanzar en mi experiencia de su mano, de mucha más garantía para mí que los bandazos que pueda depararme a vida”. Respiré a fondo, asombrado yo mismo de lo que acababa de soltar. El capellán entonces, mirándome con ternura, me cogió una mano. “¡Mira que eres listo, muchacho!”, exclamó rebajando la tensión. Enseguida sin embargo volvió a ponerse serio. “¿Pero, y mi profesión y el lugar en que estamos?”. También se me ocurrió una respuesta. “Para lo segundo, la discreción que estamos sabiendo mantener y, para lo primero, ¿hacemos daño a alguien?”. “¡Hijo, no hay quien te gane en dialéctica!”. “¡Sí, padre!”. Lo que provocó un falso y cariñoso gesto de darme un tortazo.

La entrevista quedó sellada con un cálido y profundo beso. Pero en aquel momento no había tiempo para más y la prudencia era ley para ambos. No cabía ya duda de que, tanto uno como otro, ardíamos en deseos de consumar un encuentro ya sin subterfugios, en el que me entregaría a cuantas experiencias me abriera mi querido maestro. La ocasión se presentó a los pocos días. El capellán notificó que tenía previsto pasar la jornada clasificando y poniendo al día sus archivos. Para ello necesitaba contar con mi ayuda, ya imprescindible. Acudí a la hora fijada con el corazón latiéndome fuertemente. Ya no era, como otras veces, “a ver qué pasaba”, sino con la certeza de que mi vida iba a entrar en un camino que anhelaba más que nada. Nos aseguramos de que nada ni nadie pudiera sorprendernos, cosa por lo demás bastante improbable, pues todos en el cuartel estaban ya acostumbrados a los retiros del capellán, que no debían ser perturbados.

Tras fundirnos en un abrazo inicial, fue toda una delicia para mí ser ahora quien desabrochara la solemne sotana. A partir de ahí nos turnamos para quitar el uno al otro el resto de la ropa, como si fuéramos a descubrir por primera vez nuestros cuerpos. Ya desnudos, fue el capellán quien quiso tomar la iniciativa de nuestro encuentro. Con manos sabias y boca ansiosa me fue recorriendo, arrancándome gemidos de placer. Aprendida la lección, tomé el relevo para imitarlo, con tanta vehemencia, que el capellán, risueño, tenía que frenarme. Para la siguiente fase amatoria, me dejé conducir al dormitorio y allí ser echado sobre la cama. Con delicadeza el capellán se inclinó sobre mí y, previas lamidas por el entorno púbico y los testículos, tomó con su boca mi pene erecto y húmedo. La calidez de las succiones que recibía en nada se parecía a la de alguna que otra furtiva mamada que me habían hecho en la sordidez de un cine. A punto de estallar mi placer, deseé ante todo dárselo yo también al capellán. Éste dejó que conmutáramos las posturas y así tuve mi cara frente al admirado sexo de hombre maduro. Chupé y lamí con tanta energía, que el capellán, riendo, hubo de apaciguarme. “¡Para ya, que serías capaz de dejarme fuera de juego!”. Quedamos los dos tumbados y, entre besos y abrazos, el capellán me susurró: “¿Te gustaría penetrarme?”. No me lo esperaba, o tal vez no tan pronto, y la disponibilidad que me ofrecía me emocionó. “Si crees que lo haré bien…”, repliqué en los primeros tuteos de nuestra intimidad. “Con eso tan duro que tienes ahí me volverás loco”, y el capellán me sobó la tiesa polla. A continuación se giró colocándose boca abajo y resaltando el trasero. “¡Cómo me calienta este culo desde la primera vez que lo vi!”, exclamé goloso. “Pues ahora es todo tuyo. Disfruta de él y pónmelo a punto”. El primer impulso que sentí fue el de acariciar y comer aquella oronda y velluda bóveda, simétricamente dividida en dos por la oscura raja. Mis manos recorrían y estrujaban ambas medias esferas, y mi cara buscaba el cosquilleo de los pelos. Con la lengua repasé la raja, primero por su contorno exterior, pero luego ahondando cada vez más. Intuía la utilidad de la saliva que expelí con profusión. “¡Muy bien, muy bien!”, oí decir orgulloso. Me animé a usar un dedo que, tanteando, dio con el ojete. Le cosquilleé y luego se lo entré. “¡Huy, huy, me estás abriendo!”. Y al poco: “¡Venga, atrévete ya!”. Comprobé primero la dureza de mi polla y la dirigí a la oscuridad de la raja. Sentí que la resistencia inicial cedía y me dejé caer hasta que mi vientre hizo de tope. “¡Huy, cariño, cómo me has traspasado!”. Yo me había quedado inmóvil. “¿Lo he hecho bien?”. “¡Dentro te tengo…, ahora bombea!”. Empecé a moverme cada vez con más decisión y el frote en el cálido conducto me fue arrancando un intenso placer. “¡Sigue, sigue, eres un hacha!”. “¿Te gusta?”. “¡Cómo te digo, estoy ardiendo!”. Con los ánimos que me daba y la excitación que me invadía, sentí que el placer me desbordaba. “¡Ya me viene!”. “¡Pues vacíate a gusto, que te recibo!”. Tensado todo mi cuerpo, noté entre espasmos la rociada que pasaba de mí a las profundidades del capellán. Caí de golpe sobre el generoso cuerpo y enseguida inquirí: “¿Te he satisfecho?”. “¡Vaya con el novato! ¡Ha sido maravilloso!... ¡Ven aquí!”. Me atrajo entre sus brazos y nos besamos con dulzura. No pude abstenerme de querer saciar una morbosa curiosidad. “¿Habías hecho esto muchas veces?”. “No creas… Y mi iniciación fue mucho menos grata. Fui violado en el seminario”.

Yo sabía que todavía no habíamos acabado. Llevé una mano hacia la verga del capellán y, en mis caricias, noté cómo se endurecía. “Todavía te falta algo ¿verdad? ¿Querrías tomarme?”. El capellán me besó. “No hay que ir tan rápido. Ya llegaremos a eso y, si lo deseas realmente, probaremos”. La delicadeza con que me trataba me emocionó. Entonces me fui deslizando hasta acercar mi cara a su verga. “De ésta sí que puedo ocuparme ¿no?”. “No deseo otra cosa…”. Pasé de las caricias a las lamidas, y de ellas a sorber desde el capullo a la base. “No corras mucho, que me has dejado muy cargado y quiero disfrutarlo”. El capellán posó las manos en mi cabeza y fue acompasando el sube y baja de la mamada. El delicioso saboreo del que disfrutaba, comprobando la tensión de la verga en mi boca, hizo que mi energía se reforzara. “¡Uf, cómo chupas, niño! ¡Estoy que me salgo!”. El aviso me puso en guardia para recibir lo que tanto ansiaba. Pero el capellán de nuevo mostró su prudencia. “¿Seguro que lo quieres en la boca?”. Mi cabeceo afirmativo sin soltar la presa, dio paso a que, en pocos segundos, el denso semen me anegara. Lo degustaba mientras tragaba, lleno de satisfacción. “¡Qué barbaridad… y eso que no tenías práctica!”, se desahogó el capellán. “Con cariño se aprende rápido…”, repliqué lleno de satisfacción.

Los dos tumbados muy juntos íbamos transitando de la agitación a una dulce relajación. El capellán declaró complacido: “Has sido una fiera… Me has dejado para el arrastre”. Sin embargo yo me estaba inflamando de nuevo de deseo. “Pues mira como estoy yo otra vez”, alardeé de la erección recuperada. “Así que vuelves a estar en pie de guerra… No hay nada como ser joven”, comentó el capellán, él sí exangüe. “Tú descansa”, le propuse, “Pero deja que me masturbe mirándote”. Me elevé sobre las rodillas a su lado y él lánguidamente me iba acariciando. Contemplar su cuerpo explayado ante mí era añadido estímulo para la excitación que me iba dominando. Al dar signos de estar a punto de correrme, el capellán me incitó. “¡Anda, échamela encima!”. Así que rocié el vientre de mi mentor y éste se extendió lentamente la leche con su mano.

Aquí concluyó el relato de mi confidente, en lo que para él constituyó una maravillosa ceremonia de iniciación. También me contó que sus discretos encuentros habían tenido una continuidad cada vez más satisfactoria en todo el tiempo que le restó de estancia en el cuartel. Pero lo más emocionante fue el desenlace de la historia. Al poco tiempo de ser licenciado y retomar sus estudios de derecho, el capellán tomó a su vez importantes decisiones. Dejó el ejército y se secularizó. Se puso a ejercer como abogado, puesto que tenía también la licenciatura en derecho. Cuando mi interlocutor acabó la carrera, vivieron y trabajaron juntos. En cuanto tuvieron la posibilidad legal se casaron, y así es como siguen.

8 comentarios:

  1. magnifica me ha gustado mucho saludos

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  2. Que placer el que produce esta historia y lo mejor desarrollarse en un doble ambiente tan prohibido la Iglesia y el Ejercito aunque dicen que ahi es donde es mas excitante. Gracias por tan buen relato

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  3. Me tienen loco tus relatos. Gracias por escribir.

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  5. estupenda historia me ha gustado completamenta, siempre estoy atento a tus relatos porque me parecen geniales y este no ha sido la excepcion he de decir tambien que el final me parecio estupendo :D

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  6. Por fin he tenido un rato para leer uno de tus relatos. Y confieso que me ha encantado, el elemento sotana siempre me ha producido un morbo enorme. Si tu intención era excitar, lo has conseguido plenamente ;-)
    Te invito a leer mis novelas, que intuyo te gustarán:
    http://bobflesh.tumblr.com/todo-empieza-en-nueva-york/
    http://bobflesh.tumblr.com/vacaciones-en-el-mar/
    Yo prometo seguir leyendo todo lo que publiques aquí.
    Un abrazo carnoso y peludo.

    Bob

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  7. Muy buenas historias muy inspiradoras!
    Wisconsin USA

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  8. Me a gustado mucho un final muy bello enhorabuena.un saludo

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