domingo, 7 de abril de 2013

Domingo, maldito domingo


Salida de casa a media mañana de un domingo, con la inocente idea de comprar la prensa y el pan, y regreso en menos de media hora con una calentura a tope. Día desapacible y calles casi desiertas. Por el chaflán aparece un tipo gordote paseando un perrito. Lo llamativo es el contraste entre una gruesa sudadera con capucha a la espalda y un corto pantalón de deporte bien ceñido. Las robustas y velludas piernas que luce me dejan pasmado. Desvío mi ruta y me hago el tonto como si buscara un número de la calle, siguiéndolo para alargar el disfrute de su vista en las paradas para que el perrito se desahogue. Como era de esperar, no me presta la menor atención… De vuelta de mis encargos, con la mente todavía llena del paseante, entro en mi portal y voy al ascensor. Antes de que se cierre, oigo que vuelven a abrir y retengo la puerta. Accede una vecina con su amante –lo sé porque ya los había visto otras veces–, que resulta ser el tío más bueno de los que pululan por la finca. Recio y viril, se nota a todas luces que están deseando echar un polvo. Ella le arregla el cuello de la camisa, que deja ver los pelillos del escote, mientras él la mira con ojos libidinosos. Despedida con “buenos días” –“buen revolcón”, pienso yo–. La mano me tiembla ya cuando pongo la llave en la cerradura. Enciendo la tele de la cocina para ver si distraigo mis pensamientos y lo primero con que me encuentro es un gordo y lustroso abad que explica lo fructífero de la convivencia entre monjes viejos y jóvenes. No me cuesta nada imaginármelo con el sayo levantado y la polla pidiendo una mamada.

Sin ganas de hacer nada, y menos aún ponerme a leer las malas noticias de la prensa, me hago un bocadillo de atún y me lo como con una cerveza; de postre, un plátano –¡cómo no!–. Me resisto a un triste autoservicio, así que vuelvo a echarme a la calle. Paso ante un cine y veo que ponen una película en que actúa el que hace de Tony Soprano. Menos es nada. Como es de sesión continua, más que mediada la proyección, accede a la sala un matrimonio clásico, ella y él  maduros y voluminosos. Se colocan en una fila delante de la mía, un par de asientos hacia un lado. La luminosidad de la escena de ese momento me permite observar la buena pinta del varón cuando, vuelto hacia mí se quita el abrigo. A su vez, me parece que él también se fija en mí. Se nota que están en plan de gresca, por lo tarde que han llegado a causa de ella, según él. Si no fuera por lo atractivo que me resulta su perfil, que ha desplazado mi atención de la pantalla, casi les hago guardar silencio. Fantaseo con que tengo delante al mismo actor que está luciendo su humanidad en celuloide.

Terminada la película, me entretengo con los títulos de crédito, con curiosidad por el estado de la pugna conyugal. El marido llega a la conclusión de que, habiendo visto el final, ya no le interesa retomar el principio. Por ello está dispuesto a marcharse, aunque la mujer no lo haga. Así queda la cosa, y el esposo buenorro se encamina a la salida. No sin antes dirigirme una incisiva mirada. Yo también salgo y, por necesidades fisiológicas – ¿solo por eso?–, antes de alcanzar la calle, me dirijo al servicio de caballeros. Es uno de esos espacios amplios y con algunos recovecos, propio de las antiguas y grandes salas cinematográficas, antes de fraccionarse en minisalas. Éste, por cierto, muy renovado y aséptico. Hay tres o cuatro usuarios dispersos por los mingitorios y uno de ellos es el marido airado. Ocupo una posición desde la que poder observarlo. No parece tener prisa en acabar, así que nos llegamos a quedar solos. Es entonces cuando se gira hacia mí, con la polla y los huevos fuera del pantalón. Se acerca para colocarse a mi lado. Alarga una mano y me la agarra. Pasa un dedo por la punta mojada,  lo sube hasta su boca y, en un lúbrico gesto, lo chupa. La verga ya se le ha puesto dura y la mía empieza a estarlo. No me resisto a echarle mano y sobar lo que exhibe. ¡Qué lejanos en el tiempo tengo ya los ligues de urinarios!

El esposo salido muestra una gran excitación. Hace un gesto con la cabeza señalándome las cabinas de los váteres. Pero me parece una frustración más del día –con las prendas que exhibe el tío– acabar con un pajeo rápido encerrados en un cubículo tan exiguo, y más con el impedimento de nuestra ropa de abrigo. No se arredra ante mi desagrado y me espeta el consabido “¿Tienes sitio?”. Mi intriga por la existencia de su cónyuge, es desarmada: “Como nos hemos cabreado, se irá a merendar con una amiga”.

Casi no puedo creer que, después de día tan aciago, esté llevándome a casa a aquel pedazo de hombre, que, en su calentura, busca los roces durante el breve trayecto. Por mi parte, contesto con monosílabos temblorosos  –por mi marejada interna– a su conciso interrogatorio: “¿Es muy lejos?”; “¿Vives solo?”; “¿Tienes tantas ganas como yo?”. En el ascensor ya pasamos a las manos. Palpo la dureza en su entrepierna y él retuerce la mía como si me la fuera a arrancar. Al parar en mi piso, está esperando para bajar una vecina chismosa que nos dirige una malévola mirada.

Abro la puerta y lo hago pasar. Pero tira de mí, cierra con un pie y me arrincona apretando con su barrigón, mientras se quita juntos abrigo y chaqueta, que caen al suelo –debe ser de los que su mujer le plancha la ropa–. Así más suelto, cruza los brazos por mi cogote y su lengua ya está dentro de mi boca antes de que pueda respirar. Correspondo gustoso y noto un suave sabor mentolado. Entretanto, en lo que me da la sisa de mi chaquetón, palpo su robusto torso que desprende un acogedor calor. Él, después de haberme recorrido la cara con besos y lamidas, sin liberarme de su barriga, ya está manipulando mi cinturón y bajándome de un tirón pantalones y calzoncillos. Se escurre y, arrodillado, me sujeta por los muslos y contempla mi polla que se levanta, casi goteando de lo mojada. Pero esto un segundo, porque de un lametón me la deja seca, siguiendo tal sorbida que parece que me la vaya a arrancar. He de frenar su ímpetu y lo hago levantar –No es cuestión de que, después de traérmelo a casa, me corra ya en la puerta con los pantalones en los tobillos–. Tomo el control y aprovecho para quitarme el chaquetón y liberar mis pies. Él también hace lo propio con sus prendas inferiores. Su polla bien tiesa y sus huevos resaltan en el pelambre del pubis sobre unos rollizos muslos. Pero quiero ir por partes, además de temer que una mamada ahora, con la marcha que lleva, provoque una ejaculatio precox. Blandiendo mi polla contra la suya, ocupo mis manos en poner en práctica mis deseos. Con rapidez suelto los botones de su camisa y voy desvelando unas pronunciadas tetas que desbordan la camiseta que lleva. Subo ésta y accedo al pelo denso y recio de su barriga redonda y dura. Me amorro a un pezón, lo que le provoca un gemido. Con una mano pellizco el otro, y exclama en un susurro: “¡Cómo me pone eso!”. Manoseo a conciencia aquella piel velluda cuyo contacto me enerva. Con una excitación extrema, ahora él se afana en manipularme. Usa sus fuertes manos para sobarme al tiempo que me despoja del resto de la ropa. Lametea y restriega la cara por todo mi cuerpo. Su barba me raspa y siento deliciosos escalofríos. Lo incito entonces a buscar una mayor comodidad.

Los dos ya desnudos nos adentramos en el piso. Hago que vaya ante mí porque quiero verlo de espaldas y sobarle el culo. Dos simétricas franjas de vello, menos espeso que por delante, bajan hasta dispersarse sobre el orondo trasero, que trajino  con avaricia. Ríe y comenta: “Noto que te gusta…”. Por cortesía le pregunto si quiere beber algo. Su respuesta es: “Ya me lo darás tú…”. Al ver que lo dirijo al sofá rinconera, que me parece puede dar mucho juego, me pide: “Llévame a mear antes. Ya sabes, los mayores…”. Lo acompaño al baño y me quedo pegado detrás, con la polla apretada a su culo. En el espejo lateral miro cómo apunta  al váter la suya, aún bien crecida. “Te ayudo”, digo y paso una mano hacia adelante para sujetársela. “¡Qué gustirrinín!”, murmura y el dorado líquido empieza a brotar. Su reflejado perfil, tetudo y barrigudo, me extasía. Hasta se la sacudo cuando el chorro cesa y luego se gira para estrecharse contra mí. “Anda, mea tú”, dice. Algo de ganas sí que me ha entrado con la emoción. Para mi sorpresa se arrodilla con todo su volumen a mi lado. También me la sostiene y hago un esfuerzo. Él mira y, al decrecer el hilo, acerca su boca para chupar. Es una afición que siempre me ha chocado, pero recuerdo que él ya había tomado una muestra en los urinarios del cine.

Este remanso de sosiego se troca en vehemencia de nuevo cuando llegamos al sofá. Sin más preámbulo, me impulsa con sus fornidos brazos a subirme de pie en el asiento. Desde esa desigual altura, y con un “¡Deja que te coma!”, me va manoseando de arriba abajo y combinando succiones y lamidas. Sorbe las tetas y arrastra la lengua hasta el ombligo. Sigue por los muslos y juguetea con la polla. Antes de chupetearme los huevos, se explaya: “¡Qué ganas tenía! ¡Y qué bien que me hayas traído aquí!”. Me dejo hacer con una entrega lasciva. Me da la vuelta y la toma con mi culo. Hace que lo ponga en pompa y recrudece los apretones y repasos bucales. Sus mofletes rasposos se abren paso por la raja alargando la lengua con vehemencia. Me produce tan placentero cosquilleo que me afloja las piernas. Hasta tal punto me ponen negro los manejos por delante y por detrás que temo un derrame espontáneo. Pierdo el equilibrio y él me sujeta entre sus brazos. Exultante, me marca una peculiar hoja de ruta: “Ponme cachondo sin miramientos hasta que ya no pueda más. Entonces me follas… Pero no te corras, que quiero tu leche en la boca”.

Sube un pie sobre el sofá y cruza las manos tras la nuca, ofreciéndome su corpachón. Ahora sí que soy completamente consciente del regalo que al fin me ha deparado el día. Me lanzo en picado dispuesto a cebarme con aquel pedazo de tío. Como ya me había dicho que el trabajo de tetas lo ponía, no lo voy a privar –ni privarme–  de magrear y saborear sus copas generosas, con pezones agudos entre vello recio marcado de canas. Cuanto más estrujo, chupo y muerdo, más me incita. “¡Aggg, fuerte, fuerte! ¡No te cortes!”. De cortado nada, si casi me ahogo. Pero llegado al borde de la resistencia, me impulsa hacia abajo. Su verga oscila mojada, con el capullo enrojecido. Planto una mano en los huevos y los aprieto. “¡Oyyy…. Sííí!”, consiente. Manoseo la polla y luego me la meto entera en la boca. Estoy deseando que me la inunde su leche y succiono frenético. Él, encantado, se ríe sin embargo. “Tengo aguante. Hasta que no me hayas follado no tendrás ni una gota”. 

Se gira entonces y se arrodilla en el sofá, apoyándose con los codos en el respaldo. “¿Te hace una comida de culo de aperitivo?”, me provoca. La perspectiva que ofrece me nubla la vista. Su ancha espalda desciende en pendiente hasta la frontera, de vello algo más tupido, de la rabadilla. Los gruesos muslos separados, en ángulo con las sólidas pantorrillas, sustentan orondas nalgas, cuya pilosidad  se oscurece en la raja. Me lanzo voraz, arañando la espalda y palmeando el culo. Él murmulla complacido. Restriego la cara por toda el área a mi disposición; muerdo y lamo el vello. Abro la raja con las dos manos y entro mi perfil. Mi lengua baila y se enreda. Él gime y coopera balanceándose. “¡Escupe y mójame bien!”, conmina. Ya empapado le meto de repente un dedo. “¡Uyyyy…!”, oigo. Meto dos, froto y retuerzo. Más “¡uyyyys…!”, pero sin el menor rechazo. El ojete está caliente y elástico. “¡Folla ya!”, implora más que exige. Toco mi polla, que está a punto, y hago que él se flexione un poco. La clavo de golpe. “¡Aggg, bestia!”, se tensa. Empiezo a moverme agarrado a sus caderas. “¡Así, así! Pero no te corras”, me recuerda. Me echo sobre él y le agarro las tetas, cambiando el ritmo. Leal, aviso: “¡Estoy a punto!”. Con un rápido giro, me saca y se tumba, con la cara entre mis muslos. Las primeras gotas le salpican, pero se amorra enseguida y va bebiendo mientras yo me descargo electrizado.  Cuando caigo derrengado a su lado, aún relamiéndose se pone a meneársela. Se arrodilla junto a mí y, con un rugido, me rocía la cara y el pecho…

Percibo como un fogonazo que me hace abrir los ojos. Se han encendido las luces del cine. Los espectadores más rezagados enfilan el pasillo hacia la salida. La fila de delante está vacía. Tengo la boca pastosa. Noto la entrepierna tirante y humedecida. Con unas auténticas ganas de orinar, voy a los lavabos. De momento  me parece que ya no queda nadie, pero, en un recodo más discreto, el gordo de la fila de delante y otro tío se están mirando.

1 comentario:

  1. Jajaja. Hace tiempo que no me duermo en el cine y desde luego nunca tuve sueños tan excitantes.

    Eres fantástico escribiendo relatos.

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