miércoles, 25 de julio de 2012

El padre de un compañero


Me encontré con un antiguo compañero del colegio, al que hacía tiempo le había perdido la pista. Me contó que había pasado una época complicada a causa de la separación de sus padres, pero que ya tenía empezados unos estudios técnicos que le gustaban mucho. Al comentarle yo que me estaba tomando un período de reflexión para decidir lo que iba a hacer en el futuro, se interesó en invitarme a un fin de semana en su casa. Él ahora estaba pasando una temporada con su padre, que vivía en una urbanización de las afueras. Al padre lo recordaba vagamente de los tiempos en que los hombres maduros eran fruta prohibida para mí. Acepté la posibilidad que me ofrecía de cambiar de aires, aunque no dejó de sorprenderme sus frases finales: “Mi padre se va a llevar una alegría. Creo que te gustará…”.

Al llegar, me recibió mi amigo y enseguida dijo: “Mi padre no tardará mucho en venir”. Parecía tener mucho interés en que nos encontráramos. Mientras tanto, me mostró la casa, de tres plantas. En la segunda estaban los dormitorios, el del padre y el suyo. En la tercera, abuhardillada, el padre tenía un estudio y había también una habitación de invitados. “Esta es la tuya. Cuando hayas dejado tus cosas, baja”.

Cuando lo hice, ya había llegado el padre. Me saludó muy cordial y bromista. “Ya ves que nos vamos a apañar solo hombres”. Pero lo que me dejó sin habla fue el aspecto que tenía. Bastante entrado en los cincuenta y bien robusto, me resultó atractivo a más no poder. Dijo a continuación: “Con vuestro permiso, estoy deseando darme un chapuzón… Y dirigiéndose a mí: “Aunque la piscina es comunitaria, suele estar muy tranquila. Si alguien se apunta…”. Sin esperar respuesta, subió las escaleras y al poco apareció en bañador y con una toalla en la mano. Aún lo encontré más espectacular, con sus redondeces y sus recios miembros velludos. Lo seguí con la vista a través de la cristalera. Me sacó de la distracción mi amigo. “Si te apetece ¿por qué no vas también a bañarte? Así te familiarizas… Yo prepararé la comida”.
 
No me costó decidirme a subir a mi habitación, deshacer el equipaje y proveerme también de bañador y toalla. Pero cuando llegué a la piscina el padre ya estaba saliendo del agua. Me saludó. “Soy de chapuzones rápidos… Aprovecha, que está riquísima”. Entonces se ciñó la toalla a la cintura y, con habilidad, extrajo por debajo el bañador. “¡Qué molesta es la ropa mojada! ¡Lástima que la piscina no sea privada! Pero haré pronto una en mi jardín”. Todo ello me dio mucho morbo y me supo mal que él ya se marchara. Pero ya que había ido, tendría que darme un remojón, aunque fuera rápido.
 
Comimos en la terraza, los tres en pantalón corto. Yo no perdía ocasión de mirar las fornidas piernas del jefe de familia. Me decepcionó que advirtiera: “Hoy aún tengo cosas que hacer y volveré tarde, así que no me esperéis para cenar. Pero mañana, que hago fiesta, estaré con vosotros”. Así que el resto del día lo pasamos solos mi amigo y yo. Salimos a dar una vuelta y charlamos sobre nuestras vivencias. Aunque yo no expliqué detalles sobre mis últimas experiencias. Sin embargo, él se mostró tremendamente sincero. “¡Mira que me gustabas entonces! Pero ya me di cuenta de que tú en quien te fijabas era en ese profesor de literatura gordo”. Quedé estupefacto, pues no podía imaginar que hubiera podido detectar esas inclinaciones mías tan secretas. Ante mi rubor, me tranquilizó: “Estas cosas las captamos los que estamos en el ajo… Algún día te presentaré a mi novio”.  No faltaron alusiones al padre. “Siento que hoy no haya podido quedarse… Ya verás como te cae bien”. No dije que ya me había caído de maravilla. Pero no dejaba de intrigarme ese interés por fijar mi atención en su padre, máxime después de haberme hecho saber que conocía mis gustos. ¿Daría todo ello sentido a la invitación misma?
 
Por la noche, nos fuimos cada uno a  nuestros dormitorios. Entre extrañar la cama y las incógnitas de la situación, no podía conciliar el sueño. De modo que opté por leer un rato. Ya tarde oí unos tenues ruidos provenientes del estudio próximo. Supuse que se trataría del padre y ya mi cabeza empezó con elucubraciones tórridas. Al poco rato sonaron unos golpecitos en mi puerta. “¡¿Sí…?!”, fue lo único que me salió con voz temblona. Abrió lentamente lo justo para asomar la cabeza y una franja del cuerpo, aunque no la parte central, pero lo suficiente para ver que estaba desnudo. Sonriente dijo: “He visto luz… Te debe costar dormir la primera noche. Mañana nos vemos”. Cerró sin más y me dejó con el corazón acelerado.
 
Al día siguiente, encontré desayunando a padre e hijo, el primero ya en bañador. Enseguida me preguntó: “¿Te apetecerá acompañarme a la piscina?”. No esperó respuesta. “Cuando acabes de desayunar  te cambias, que te espero”. Fuimos pues los dos, porque el hijo prefirió quedarse, y esta vez había ya alguna gente. “Ocupemos estas dos tumbonas con un poco de sombra”. Dejamos en ellas las toallas y nos lanzamos al agua. Yo no dejaba de admirar lo atractivo que me resultaba en sus desenfadados movimientos. Después de los iniciales chapuzones, se me acercó y empezamos una charla en remojo. Entre preguntas sobre mi familia y sobre cómo me iba, habló de su hijo. “¿Ya te ha dicho que tiene novio?”. Asentí algo cortado, pero él siguió: “Así es la vida… Él con pareja y yo divorciado”. Para colmo de mi turbación, al estar tan cerca, en esas fluctuaciones de brazos y piernas que se tienen dentro del agua, nos íbamos rozando de vez en cuando. Al fin salimos de la piscina y nos tendimos en las tumbonas. Yo quedé boca arriba, pero él pronto se giró hacia mí de costado y apoyó la cabeza en una mano. “¿Te ha contado también mi hijo la causa de mi divorcio?”. Ante mi respuesta negativa, añadió: “Bueno, mejor así. Ya la sabrás cuando me tomes más confianza”. Lo cierto es que, entre padre e hijo, me tenían cada vez más intrigado. El colmo de la sesión de mañana fue que, al cabo de un rato, se levantó. “Empieza a apretar el calor, así que me retiro… Si quieres, quédate un poco más”. Entonces repitió el gesto del día anterior de rodearse la cintura con la toalla y sacarse el bañador mojado. Pero ahora, al estar yo tumbado en bajo y permanecer él frente a mí, por la abertura que se hizo en la toalla, pude verle el sexo nítidamente. Y estuve seguro de que era consciente de ello por el guiño que me dirigió en cuanto levanté la mirada. Me quedé pues solo, elucubrando con lo que se me iba apareciendo como una estrategia de seducción y anhelando que ésta llegara pronto a plenos resultados.
 
Después de comer, el hijo se excusó: “Voy a la ciudad para ver a mi amigo. Está preparando unas oposiciones y solo tiene un rato libre… Espero que os apañéis bien sin mí”. Una vez más su táctica de quitarse de en medio. Fue el padre quien contestó: “No creo que te echemos en falta… Al menos yo”. Luego se dirigió a mí: “Si me dejas que haga una breve siesta, después quedaré a tu disposición”. Eso querré yo, me dije, imaginando lo que podía ser esa disposición. Completó la explicación: “La hago en la hamaca del estudio, que es más fresco. Pero no me importa tener compañía… si no prefieres hacer otra cosa”. Se fue para arriba y yo me quedé con el hijo para ayudarlo a recoger. Éste al fin se despidió con un enigmático: “¡Suerte!”, que me dejó más confuso, si cabe. Subí sigiloso la escalera y empecé a oír unos suaves resoplidos. Estaba allí, tumbado boca arriba y solo cubierto por un sutil chal blanco sobre el vientre. Yo estaba que explotaba de excitación y me senté en una butaca desde donde podía contemplarlo. Creyéndome a resguardo por su sueño, empecé a tocarme y a meter la mano por la pernera del pantalón. Cuál no sería mi sorpresa cuando observé que algo movía el chal, no pudiendo ser más que una erección.
 
De pronto abrió los ojos y me miró sonriente. “¡Ven aquí!”, me dijo con voz insinuante. Me puse a su lado y alargó una mano para tocarme donde yo acababa de tocar. “¡Vaya, vaya, lo que hay aquí! ¡Anda, quítate eso!”, y tiró del pantalón para ayudar a sacármelo. Entonces, como la altura coincidía, se giró de lado y tomó mi pene con la boca. Su succión me resultó deliciosa y aproveché para deslizar el chal. El grueso miembro erecto fue un imán para mí y me incliné para chuparlo a mi vez. Él se asía a mis muslos para que no me soltara y yo, con el cuerpo volcado, intensificaba la mamada. Eran tal mi excitación y tan sabias sus chupadas que, casi sin darme cuenta, me vacié en su boca. Me sentí avergonzado por no haber avisado siquiera. Pero él, una vez hubo tragado y relamido, me tranquilizó. “¡Cuánto me ha gustado! ¿Podrás acabar conmigo?”. No deseaba otra cosa. Así que tomé una posición menos forzada y me afané en darle tanto placer como el que acababa de darme él. Tuvo más aguante, pero resoplaba y me alentaba. “¡Así, cariño! ¡Qué bien, qué bien!”. Al fin casi rugió y, con sacudidas de todo el cuerpo, me fue llenando la boca. Me sacó de mi embeleso. “¿No era esto lo que querías?”. “Pero cuando viene no sabía que iba a pasar”, repliqué. Y soltó una carcajada.
 
“¡Vaya siesta que me has dado!”, bromeó. “Ponte aquí y durmamos un poquito, ¿te parece bien?”. Me hizo sitio en la ancha hamaca y quedamos muy juntos. Abrazado a él, percibía la cadencia de su respiración llevándolo al sueño y, poco a poco, acabé dormido yo también. Debimos pasar así bastante tiempo porque nos despertaron ruidos en la planta baja y, enseguida, la voz del hijo por el hueco de la escalera. “¡Ya estoy aquí! ¿Todo bien?”. Nos levantamos y vestimos. Yo nervioso, pero el padre muy tranquilo. Al bajar, nos recibió el hijo muy sonriente. “Os voy a hacer una cena de chuparse los dedos ¿Por qué no os despejáis un poco en la piscina?”. La idea no nos pareció nada mal, y a mí me sirvió para calmar un vago sentimiento de culpabilidad ante el hijo. La piscina estaba desierta a esa hora, por lo que mi acompañante, en un gesto provocador, se quitó el bañador dentro del agua y salió así a buscar su toalla.
 
La cena, desde luego, resultó exquisita y dimos cuenta de ella con gran camaradería y buen humor. Todo como si nada hubiera pasado, aunque ya no me cabía duda de que el hijo estaba al corriente. Yo no dejaba de pensar de que aún quedaba una noche  ¿Me aguardaría una nueva sorpresa? Acabamos algo tarde y llegó el momento en que, en apariencia, cada mochuelo había de ir a su olivo. Pero entré en mi habitación con la esperanza de que algo ocurriera. Me tendí desnudo en la cama y, pensando en lo ocurrido y en lo que todavía deseaba que ocurriera, tuve una nueva y potente erección. No quedé defraudado. La puerta se abrió poco a poco y asomó la cara del padre. Sonreía pícaramente. “¡Vaya forma de recibirme! ¿Eso es que me esperabas?”. Fue entrando todo el cuerpo, completamente desnudo. Ahí de pie ante mí pude contemplarlo en toda su madura virilidad y la cabeza me daba vueltas. Se acercó a la cama y se puso a acariciarme. Yo me fui incorporando, asido a su cuerpo. “Haz conmigo todo lo que quieras. Bésame, chúpame, cómeme y, sobre todo, poséeme”, iba diciendo con voz ansiosa. Esta exaltada entrega en un hombre como él me encendió. Me lancé sobre él y, con manos y boca, recorrí todo su cuerpo. Él se dejaba hacer dócilmente y solo emitía leves quejidos si estrujaba o mordía con más fuerza. Cuando me creyó suficientemente desfogado, exclamó: “¡Me has puesto al rojo vivo! ¡Ahora necesito tenerte dentro!”. Él mismo se echó en la cama boca abajo y sus glúteos suavemente velludos fueron para mí toda una incitación. Los sobé y luego cubrí de besos y lamidas. Adentré la lengua por la raja y él gemía. “¡Pon mucha saliva!”, pidió. “¡Entra ya, por favor!”, exclamó después con voz cargada de deseo. Inicié la penetración y me iba diciendo: “¡Poco a poco! ¡Poco a poco!”. Al estar ya dentro del todo, añadió: “¡Oh, cómo te siento, cariño! ¡Dame placer!”. Me moví con pasión y sus murmullos me enardecían. “¡Me gusta ser tuyo! ¡Dale, dale!”. Esta vez sí que avisé: “¡Estoy a punto!”. “¡Sí, sí, lo quiero todo!”, replicó. En una última arremetida, mi semen se expandió por su interior. Caí sobre su espalda y le oí decir: “¡Te has portado, cariño!”.
 
Me fui apartando y se giró boca arriba. Sonreía satisfecho y empezó a tocarse el pene en descanso. No resistí la tentación de lanzarme a chuparlo y pronto sentí que se endurecía en mi boca. Sin embargo me pidió: “Ponte de pie en la cama. Quiero masturbarme viéndote desde aquí”. Me erguí pues con un pie a cada lado de sus piernas.  Él se frotaba el pene dirigiéndome una mirada cargada de lujuria. Al fin el semen  se desbordó y dio un gran suspiro. Ahora sí que me dejó lamerlo mientras me acariciaba la cabeza. “¡Ha sido todo maravilloso!”, concluyó. Me habría gustado que se quedara a dormir conmigo, pero dijo: “Mañana he de empezar a trabajar temprano y debo descansar. Es mejor que vuelva a mi habitación”. Me besó tiernamente y se marchó.
 
Al día siguiente, que también era el de mi partida, encontré solo al hijo. Añoré no ver de nuevo al padre. Mi compañero parecía contento y me decidí a preguntarle directamente: “¿Cuál ha sido tu papel en este fin de semana?”. Me respondió sin ambages: “Cuando te encontré por casualidad, me acordé de tus gustos y pensé que encajarías bien con mi padre… Pero lo que haya pasado entre vosotros os lo habéis cocinado solitos. Me he limitado a no estorbar”. “Por cierto”, recordé. “Tu padre me preguntó si me habías hablado de la causa de su divorcio”. “Pues fue precisamente que mi madre lo encontró en la cama con un amigo mío”.

viernes, 13 de julio de 2012

Practicando en la piscina

En poco tiempo había acumulado dos experiencias que me llevaron al disfrute de mi sexualidad: la impactante, por ser la primera y por sus circunstancias, del Obispo y la más vulgar, pero que me hizo vivir una nueva faceta de receptor, del fontanero. A partir de ellas, además, sentía la necesidad de indagar en el hasta entonces para mí oculto y complejo mundo de las relaciones entre hombres. Por ello se me ocurrió comprobar si, en situaciones en las que anteriormente me había movido en la más completa ignorancia de que aquellos hombres que me atraían pudieran serme accesibles, descubría ahora nuevas posibilidades. 

Socio por mi familia de un club de natación, cuando lo frecuentaba antes, más allá de la contemplación furtiva de cuerpos que me conmocionaban, el recato y el pudor hacían que me mantuviera siempre ajeno a cualquier acercamiento. ¿Podría detectar ahora señales entonces indescifrables? Me aposté junto a la piscina, en un día poco concurrido. Dedicado a la observación, para mi suerte había más de un hombre maduro bastante apetecible. Hasta me pareció que había adquirido un nuevo sentido mediante el cual podía captar si a mis miradas les eran devueltos indiferencia o interés. De momento había más de la primera que de la segunda. Sin embargo, al fijarme en un hombre que estaba con quienes debían ser su mujer y una hija adolescente, tuve una sensación especial. No era solo que me resultara particularmente atractivo. Recio y velludo, todo su cuerpo rebosaba de un eslip atrevidamente pequeño. Jugaba con la hija al borde de la piscina, llamándome la atención el movimiento de sus anchos muslos y la fracción de raja trasera que a veces se insinuaba. También me dio la impresión de que sus evoluciones me iban en parte dirigidas. No es que me mirara abiertamente, pero cuando su vista pasaba sobre mí percibía un signo como de complicidad. Cuando la chica regresó con su madre, él se lanzó solo al agua. No tardé en hacer lo mismo, aunque manteniendo una prudente distancia. Sin embargo, en una de sus zambullidas pasó buceando muy cerca de mí, como si observara mi cuerpo bajo el agua. Ello me dio alas para, en una de mis inmersiones, acercarme hasta rozar una de sus piernas. Este disimulado acercamiento mutuo me excitó tremendamente.
 
Salió al fin de la piscina y dijo algo a las mujeres. A continuación se dirigió al vestuario de hombres. No dejé transcurrir muchos segundos en seguir sus pasos. Los socios teníamos cabina individual, con un espacio común que daba acceso a las duchas y que los usuarios cruzaban con más o menos pudor en el uso de sus toallas (¡Cuántas imágenes perturbadoras me habían impactado en mi época de inocencia!). No había nadie en el lugar en ese momento. Nadie salvo el que yo esperaba y que, con toda evidencia, me esperaba también a mí. De forma estudiada, tal como me pareció, manejaba una toalla, pero dejando a la vista su cuerpo ahora desnudo. Quedé impactado con la visión, que, a todas luces, sugería un ofrecimiento. Siguió disimulando, como si ignorase mi aparición, y se dirigió a la que debía ser su cabina.
 
Entró y dejó la puerta entornada. Ya no dudé en acercarme y mirar por la rendija. Me daba la espalda en actitud expectante. Me introduje y cerré tras de mí. Antes de darme tiempo a hacer nada, se giró y se agachó. Me bajó de un tirón el bañador y, sin más preámbulo, tomó mi pene con la boca. Tenía ya la suficiente erección para que me deleitase con su mamada ansiosa. Yo le acariciaba la cabeza y los hombros, colmado de goce. Pero se interrumpió y, mirándome a la cara, dijo con voz queda: “¡Fóllame, por favor!”. Se levantó y él mismo tomó crema de un pote y la extendió por su raja. Las circunstancias imponían rapidez. Se echó de bruces apoyado en una banca y se me ofreció. Henchido de deseo acaricié el generoso trasero, pero me urgió: “¡Métemela ya!”. La viscosidad de la crema facilitó la penetración, pero noté que él se contraía, reprimiendo cualquier sonido. A medida que me movía, me iba subiendo una placentera sensación. Él cooperaba afirmando las piernas y balanceándose. Agarrado a sus costados, notaba cómo su cuerpo se tensaba al recibirme. Volvió a susurrar: “¡Córrete, córrete!”. No me costó cumplir su deseo, pues ya el ardor me invadía. Le di una fuerte descarga, conteniendo mis suspiros. Cuando me despegué, se incorporó y, vuelto de medio lado, se tocaba el pene corto, grueso e hinchado. “¡Anda, acaba!”, casi suplicó. De buen grado, me arrodillé y lo chupé con vehemencia, hasta que, sujetando mi cabeza, llenó mi boca con su semen. No hubo más que una sonrisa como despedida. Me ajusté el bañador y salí. Al cabo de un rato vi que aparecía ya vestido y se unía a su familia que lo esperaba.
 
Pero mi aventura en la piscina no había acabado ese día. Aún me quedé un rato, indolente y contemplando, ya más relajado, algún que otro hombre atractivo. Al fin me decidí a marcharme y, antes de ir a cambiarme a mi cabina, pasé por los lavabos para orinar. Cuando estaba en plena tarea, entró un individuo vestido que se colocó en un urinario próximo. Era alto y grueso. Me miró descaradamente e hizo un gesto con la cara que me invitaba a fijarme en su verga. Bastante grande y medio erecta, me hizo sentir una pulsión de deseo. Quedamente me dijo: “Te he visto salir de la cabina de J… ¿Te lo has pasado bien?”. Me subieron todos los colores y llegué a temer una situación embarazosa. Pero, sacudiendo su miembro como reclamo, añadió: “¿Por qué no vienes también a la mía?”. No es que me pareciera rechazable la sugerencia, sino que me daba vergüenza no estar todavía suficientemente en forma. Por eso me mostré dubitativo. Pareció adivinar mis pensamientos, pues insistió: “Me da igual que se te ponga dura o no…”. Dicho esto, se cerró la bragueta y se dirigió a las cabinas.
 
No pude menos que seguirle a corta distancia. Entró en la suya y volví a repetir la escena de franquear una puerta entornada. Ya se había quitado la camisa, pero apenas me había dado tiempo a verlo cuando me hizo girar y me bajó el bañador. “¡Este culito es lo que yo quiero!”, musitó. Entonces comprendí por qué le importaba menos mi virilidad. Atropelladamente se liberó de los pantalones. “¡Ponme cachondo primero! ¡Cómeme las tetas y la polla!”. Ahora sí que pude ver la plenitud de su hombría. Peludo y rotundo, los pechos le descansaban sobre la prominente barriga y un sexo excitado oscilaba entre sus muslos. Me aboqué al torso para lamer y chupar los salidos pezones. Él me presionaba la cabeza incitándome a morder. Cuando se dio por satisfecho, me bajó hasta encararme con su vientre. Se sujetó el pene hacia arriba para que primero me ocupara de los gruesos testículos. Mi lengua los repasaba enmarañándose con los pelos. Soltó luego la verga, golpeándome la cara. Destilaba ya una pegajosa agüilla, que sorbí al metérmela en la boca. Mientras succionaba aquella pieza que me llenaba, me daba sudores fríos el recuerdo de la penetración del fontanero.
 
No pude pensar más porque oí: “¡Así, con mucha saliva…! ¡Trae ya ese culo!”. Me levantó con brusquedad y enrolló la colchoneta del banco, sobre la que me hizo caer con el trasero levantado. Me lo manoseaba amasándolo y abriendo la raja. “¡Y calladito, eh!”, advirtió. Una vez localizado el agujero, se dejó caer y apretó. Sentí una desgarradora quemazón pero, a medida que se intensificaba la frotación, el ardor se fue tornando en un extraño placer. Mis suaves murmullos lo debieron atestiguar, porque susurró: “¡Así me gusta, que disfrutes tú también!”. Un último y fuerte apretón, que volvió a dolerme, acompañó el vaciado. “¡Uf!”, y cayó sobre mí.
 
“Ha estado muy bien. Pero ahora vete con discreción”. Abrí despacio la puerta y, al no ver a nadie, me fui directo a mi cabina. Encerrado en ella, me masturbé frenéticamente.

domingo, 8 de julio de 2012

Después del Obispo…

La entrevista con el Obispo, por llamarla de alguna manera, todo y la conmoción que me produjo, me abrió una luz en lo que tanta desazón me producía. No solo mi atracción por el tipo de hombre del que el Obispo era una perfecta encarnación había hallado respuesta, sino que también había sido correspondido en un sabio aprendizaje. Sus implicaciones religiosas, sin embargo, iban quedando relegadas por la corriente de deseo que me anegaba. Ya no tenía tan claro el acierto de la opción sacerdotal y me resultaba más acuciante vivir mi sexualidad recién estrenada.

Pedí a mis padres un período de reflexión, que quise aprovechar para tratar de dar continuidad a mis anhelos. Pero precisamente por las circunstancias tan especiales que habían rodeado la pérdida de mi virginidad, me encontraba desconcertado en la detección de señales que me permitieran dar un nuevo paso. ¿Cómo podría saber si alguno de los hombres que me atraían sentiría también deseo hacia mí?

Pues resultó que la siguiente experiencia, aun bastante distinta, la iba a tener en mi propia casa.

Yo pasaba ahora mucho tiempo solo en ella, mientras mis padres estaban en sus ocupaciones. Un día mi madre, antes de marchar, me avisó de que vendría un fontanero para desmontar unos viejos depósitos de la azotea que causaban humedades en el desván. Como todo su trabajo sería allá arriba, solo tendría que recibirlo y él ya sabía lo que había de hacer. La verdad es que ni se me ocurrió pensar que pudiera pasar algo de lo que por entonces me interesaba tanto. Sin embargo, grande fue mi sorpresa cuando, al abrirle la puerta, vi la catadura del individuo. Maduro y regordete, vestía un mono de trabajo con las mangas remangadas, que dejaban al aire unos recios y velludos brazos. Similar vello aparecía por el escote abierto, tamizado por una camiseta blanca. Su aspecto era muy jovial, además de atractivo, y enseguida me hizo sentir la punzada del deseo. Lamenté perderlo de vista mientras subía la escalera.

Al cabo de un rato, sin dejar de darle vueltas a la imagen de él que me había quedado, se me ocurrió una excusa para, al menos, volver a verlo. Como era un día de mucho calor y los depósitos estaban en plena solana, pensé en subirle una botella de agua fría, como un detalle de lo más inocente. Así que, con ese pretexto, pero con el pecho palpitando, subí las escaleras. Casi se me cae la botella cuando, al salir del desván, me lo encontré encaramado entre los depósitos en un atuendo inesperado. Despojado del mono, solo llevaba la camiseta imperio y unos calzoncillos cortos. Él también se sobresaltó y, enseguida, se explicó: “¡Huy! Como estaba solo y con este calor no aguantaba en mono…”. Le repliqué: “No pasa nada… Se me ha ocurrido traerle un poco de agua”. “Pues muchas gracias. Me viene muy bien y haré un descanso”. No le quité ojo mientras bajaba. La camiseta, ceñida y mojada, marcaba las formas redondeadas del pecho y la barriga, aplastando el abundante pelambre. No menos peludas se mostraban sus robustas piernas, que rebosaban  de los sueltos calzoncillos.
 
“¡Uf!”, resopló cogiéndome la botella que le tendí. “Mejor dentro, en sombra”. Y pasó al desván, seguido por mí. “¡Qué oportuno has sido! …Eres un encanto”. Esta última expresión no dejó de resultarme chocante en él. “Antes de entrar dejen salir”, dijo risueño, “¿No hay aquí un sitio para mear?”. “En esa puerta hay un retrete”, le indiqué. Entró allí y, sin cerrar la puerta, se enfrentó a la taza. Oí el chorro y vi las sacudidas subsiguientes mientras le daba a la cisterna… ¿Modales rudos o algo más?, no pude menos que preguntarme, y mi imaginación voló.
 
Volvió con expresión satisfecha y una manchita húmeda en la blanca tela. “Es que cuando me da me da. Debe ser la próstata… ¡Venga esa agua!”. Bebió con ansia y a continuación se sentó sobre el poyo del viejo lavadero con las piernas colgando. Por la posición en que quedó, con los muslos separados, la abertura de los calzoncillos dejó ver la penumbra de parte del pubis. Mi mirada debió traicionarme, porque me soltó: “¡Mucho te fijas tú…!”. Y, ante mi sonrojó, añadió: “¿Te gustaría chupármela?”. Quedé paralizado, pero él ya sabía lo que se hacía. Con un breve tirón liberó su pene, de un tamaño considerable. “¿Qué te parece? Nada más pensarlo se me está poniendo gorda”. Efectivamente, el miembro asomado iba adquiriendo consistencia.
 
Ante mi actitud dubitativa, afinó su táctica: “Si no quieres lo dejamos y aquí no ha pasado nada…”. “¡No!”, exclamé al fin, impulsado por el temor a dejar pasar la ocasión, y caí de rodillas ante él. Me ofreció rumboso su verga y la tomé con mi boca. No me importó el sabor agrio y succioné con vehemencia. “¡Tenía hambre el mocito…! ¡Calma, calma!”. Pero yo no cejaba. “¡Espera! Que también me lamerás los huevos”. Me apartó y se bajó los calzoncillos. Aproveché para subirle la camiseta y restregar la cara por su barriga peluda. Esto le gustó y dejó que alcanzara los pezones, que coronaban los generosos pechos. Los chupé con tal ansia que llegó a bromear: “¡Oye, que la leche me sale más abajo! …Pero mama un poquito las tetas, que me pone”. No me privé y hasta lamía los pelos que circundaban el pezón. “¡Huy, si muerde y todo, el muy golfo!”. Cambió de tercio e hizo que bajara de nuevo la cabeza hacia su sexo en erección. Se lo levanté con una mano y dirigí mi boca a los gruesos testículos. Mi lengua los envolvía y los engullía de uno en uno. “¡Hey, que te los vas a tragar!”, y reía complacido. Recuperé entonces el pene y lo chupé anhelando ya que me regalara su jugo.
 
Pero el hombre tuvo una inesperada reacción. “¡Me has puesto tan burro que te tengo que follar!”. Me paralicé y liberé mi boca. “No, es que yo…”. Pero él saltó al suelo y me sujetó con fuerza entre sus brazos. De un tirón a mi ropa me dejó desnudo de cintura para abajo. “¡Pues yo te lo voy hacer! Hay que probarlo todo…”. La verdad es que me sentía incapaz de resistirme. Así que me giró. “¡Ponte de codos sobre el poyo!”. Sentir que me manoseaba la raja me produjo sudores fríos, por lo que preludiaba. En efecto, escupió varias veces y hurgó con mayor energía. Una extraña y dolorosa sensación me invadió al introducir un dedo, con el que frotó para extender la saliva. “¡Culito virgen! ¡Pronto dejará de serlo!”. A la mente me vino el tamaño del miembro que acababa de tener en mi boca. Instintivamente hice el gesto de soltarme, pero me asió con mayor firmeza. “¡De esta no te libras… y verás como te alegras!”. Una punta roma buscaba mi ano y, al centrarse en él, trató de entrar. Recibí una fuerte palmada. “¡No te cierres que será peor!”. Pero yo no hacía nada, inmovilizado por el pánico. Una presión más fuerte hizo que la penetración comenzara. Parecía que mi interior se desgarrara y ardiera. Casi sentí alivio cuando el vientre del hombre topó con mis glúteos. “¡Toda adentro! ¡Y ahora viene lo bueno!”, proclamó. Empezó a moverse en vaivén y la dolorosa quemazón se iba desplazando. Me apoyaba con todas mis fuerzas sobre los codos. Para mi asombro, todo y el dolor que experimentaba, algo dentro de mí adquiría un tono extrañamente placentero. Como si mi cuerpo sintetizara ambas sensaciones. Debí relajarme y el hombre lo percibió, porque exclamó: “¡Ya te va gustando, so vicioso! ¡Pues anda que a mí!”. Su timbre era entrecortado por el esfuerzo y la excitación. “¡Te voy a dar leche en cantidad!”. Su agitación fue aumentando y se trasmitía a mi cuerpo. Dio un fuerte bufido y algo viscoso se expandió por los recovecos de mi interior. Quedé como traspuesto y poco a poco me fui escurriendo hasta caer al suelo. Cuando levanté la vista, me encontré con su miembro goteante y en retracción. “¡Lame los restos, goloso!”. Como un autómata recogí con la lengua el sobrante.
 
“¿Qué? ¿Ya te pasó el miedo?”, dijo como orgulloso de su actuación. “No sé…”, respondí con la mente embotada. Entonces se arrodilló a mi lado e hizo que me extendiera en el suelo. “Te voy a hacer una paja que te va a dejar la mar de entonado”. Manoseó mi pene. “¡Con lo buena minga que tienes…! ¡Esto hay que animarlo!”. Se escupió en la palma de la mano y empezó a frotar. Una placentera sensación hizo que me relajara. El miembro se me iba endureciendo y él desplazaba la piel con sus dedos, mientras el glande se tersaba. Volvió a escupir, esta vez directamente sobre la punta, y aceleró la frotación. “¿Ves qué bien…?”. Lo miraba concentrado en su tarea. “¡Venga esa lechecita!”. Como si lo obedeciera, noté una sacudida en todo el cuerpo y la fuente de placer se desbordó. “¡Buena corrida, chico!”. Se limpió la mano en mi barriga.
 
Se bajó la camiseta, que había mantenido enrollada hasta las axilas, y se puso los calzoncillos. Me miró aún tendido en el suelo. “Tú haz lo que quieras, pero yo tengo que volver con los depósitos”. Risueño me tendió una mano para ayudarme a levantarme. “¿A que ha estado bien? …En adelante serás tú el que pida que te den por el culo”.

domingo, 1 de julio de 2012

El Obispo


La adolescencia fue para mí un mar de confusiones. En el ambiente en que me crie, tanto familiar como escolar, todo lo relacionado con el sexo tenía el tufo de pecado y aún más abominable, y casi innombrable, era cualquier atisbo de homosexualidad. Sin embargo, a medida que me iba desarrollando, experimentaba unas sensaciones que no alcanzaba a comprender y me sumían en una tremenda turbación. Porque me habría sido más fácil de entender, aunque me obligara a un virtuoso rechazo, si hubiera sentido atracción por otros jóvenes más o menos de mi edad. Pero el que mi mirada quedara prendida y el corazón se me acelerara ante hombres maduros y fornidos, era algo que no sabía interpretar. En lugares en que la visión era más propicia, como en la playa, las formas recias y el vello corporal me provocaban gran desasosiego. 

En esta tesitura, y puesto que la llamada del sexo opuesto no me espoleaba,  pensé que debía optar por una vida sacerdotal. Y así lo comuniqué a mis padres, con gran agrado por su parte. De manera que, recién cumplidos los dieciocho años y una vez acabados mis estudios, barajamos las posibilidades que se ofrecían. Mis padres, que tenían muchas relaciones en el mundo eclesial, conocían al Obispo y, muy orgullosos, quisieron darle la noticia de mi decisión. Entonces éste hizo una propuesta: “Como estas cosas se han de meditar bien, me gustaría conocer al chico y hablar detenidamente con él. ¿Por qué no viene a verme una tarde?”. Pareció una idea muy acertada y una ocasión que debía aprovechar. Yo no lo conocía y, no sin cierta timidez, me dispuse a obedecer.

Cuando llegué al Palacio arzobispal, un clérigo bastante anciano me condujo a las dependencias del Obispo. Me miró de una forma algo extraña, mientras me repasaba de arriba abajo. Me dijo que debía esperar en el despacho, pues Su Eminencia no tardaría en llegar de un acto al que había asistido. Se marchó y quedé allí a la espera. A través de una puerta abierta pude ver lo que debía ser el dormitorio.

La entrada del Obispo me produjo un gran impacto. No solo por la prestancia de su solemne vestimenta, sino sobre todo por su presencia física. Alto y robusto, con un vientre prominente, me dirigió una vivaz mirada en su redondo rostro –y esto me sorprendió– con cuidada y corta barba canosa. Cuando me ofreció su mano para que le besara el anillo, el roce del vello que la poblaba me provocó escalofríos. Me trató con cordialidad. “Así que tú eres el joven que tengo que examinar ¡Estupendo!”. Me hizo pasar directamente a su habitación y se mostró muy campechano, lo que interpreté como una forma de darme confianza. “Pues me viene la mar de bien tener un asistente… ¡Anda, ayúdame a quitarme las galas, que me tienen frito con este calor!”. Mientras se quitaba el collar con la cruz  y el fajín, ante mi titubeo dijo: “Puedes empezar con los botones desde abajo, que me cuesta más agacharme. Ya ves que hay cantidad”. Casi me arrodillé y, con manos temblorosas, empecé a soltarle los pequeños botones forrados. Mi nerviosismo iba en aumento a medida que subía, procurando no llegar a rozarlo. Él se desabrochaba por el pecho y me chocó que, cuando llegó al  nivel de la barriga, ralentizó sus movimientos para dejar que yo acabara. Finalmente, en el último botón, nuestras manos se juntaron y cogió brevemente las mías. “Lo has hecho muy bien”. Una vez abierta, lo ayudé a quitarse la sotana. Quedó con unos pantalones negros y una camisa blanca, que empezó a remangarse. Mis ojos quedaron fijados en sus brazos fuertes y peludos, pero a continuación se desplazaron al cuello de la camisa, que se había abierto y por donde le asomaba rizado vello. Deseé con todas mis fuerzas que no se diera cuenta de mi turbación. Dijo con toda naturalidad: “Espera, que me estoy orinando”. Se dirigió a una puerta, que dejó abierta. Me quedé inmóvil oyendo el sonoro chorro de su micción. Cuando acabó me llamó: “¡Ven, hombre, ven!”. Se estaba lavando las manos y yo, por hacer algo, le alcancé una toalla. Me dirigió una mirada risueña. “Aunque bien pensado, tomaré una ducha… He pasado mucho calor. No tardo nada”. Solo dejó medio entornada la puerta.

Respiré aliviado por la necesidad que tenía de controlar mis emociones. ¿Qué me estaba pasando? Esas sensaciones que tanto me hacían cavilar se reduplicaban ahora nada menos que a cuenta del Obispo, que con tanta intimidad me estaba tratando. Pero desde donde me hallaba, el ruido de la ducha machacaba mi cerebro y no pude evitar verlo por el rabillo del ojo reflejado en el espejo. Mis pensamientos se interrumpieron cuando, tras unos minutos, reapareció el Obispo enfundado en un albornoz. “Chico, si no te importa, yo voy a descansar en la cama… El acto de hoy me ha dejado agotado… Así charlaremos más relajadamente”. Al observar mi sofoco, añadió socarrón: “Anda, pasa mientras al baño y refréscate un poco… Y quítate la chaqueta y la corbata, que te va a dar algo”.
 
Seguí su consejo y cerré la puerta. Notaba una descontrolada erección y pensé que, si orinaba, igual bajaba. Pero al terminar, vi unos calzoncillos tirados en el suelo y no pude resistir el impulso de cogerlos. Los olí y el aroma que percibí me trastocó. Un par de pelos acaracolados contribuyeron a aumentar mi desvarío. Con todo ello mi erección aún fue más punzante. Debí tardar más de la cuenta porque oí su voz: “¡Puedes venir, eh!”. Salí de baño con andares un tanto forzados para que no se me notara el bulto en la entrepierna  y lo que encontré me dejó paralizado. Estaba en la cama con la espalda apoyada en un almohadón. La sábana la cubría apenas un poco más arriba de la cintura y le quedaba descubierto el torso desnudo. Unos pechos abultados reposaban sobre la oronda barriga; todo ello poblado de abundante vello, entreverado de canas. “Con este calor no hay quien aguante el pijama ¿No te molesta, verdad?”. Qué me iba a molestar, aunque todo el cuerpo me dolía de la excitación.
 
“Anda, siéntate ahí”. Me señaló una silla junto a la cama. Aliviado la ocupé y crucé la piernas, pese a no resultar una postura muy adecuada. Me miró fijamente y dijo: “Te estoy notando muy nervioso ¿Tanto te impresiono?”. “Bueno…, es una situación nueva para mí”, balbuceé. “¿Para qué crees que te he hecho venir?”. “Usted quería conocerme y examinar mi vocación”. “Pero hay muchas formas de conocerse… ¿No te parece?”. Ante mi creciente confusión, remachó: “Y creo que a los dos nos ronda por la cabeza la misma forma… ¿Me equivoco?”. Mi sonrojo y agitación eran más delatadores que cualquier cosa que hubiera podido decir. “¡Ven aquí!”. Golpeó con la mano el borde de la cama. Como movido por un resorte, obedecí y me senté donde me indicaba. “Vamos a hablar de hombre a hombre”. Me puso la mano sobre un muslo, lo que me produjo unos intensos escalofríos, y sentí que mi pene latía. “Aunque no lo parezca, llevo una vida muy solitaria y vacía de calor humano. Tú podrías darme un poco ahora”. “No lo entiendo…”. “Me entiendes perfectamente. ¿Crees que no te he observado desde que llegamos aquí?”. Corrió suavemente la mano y rozó mi pene. “Esto es más que una respuesta”. “Yo no quería…”, dije tembloroso. “No se trata de querer o no querer. El cuerpo dicta sus propias leyes”. Yo estaba sentado de espaldas a su cuerpo, girado lo justo para hablar con él. Pero cuando noté que tiraba de la sábana que lo cubría y la desplazaba hacia un lado, me dominó el impulso de mirarlo. Su completa desnudez me pareció majestuosa. Bajo su oronda barriga, el pubis oscurecido por el pelo remataba en un sexo, centrado entre sus gruesos y velludos muslos, como nunca antes había visto, pese a estar en reposo. “¿Ves algún mal en esto?”. Desde luego que no, aunque fui incapaz de responder. “Entonces debes ser generoso y mostrarte tú también”.
 
Como un autómata me puse de pie. Él me atrajo, me desabrochó el cinturón e hizo caer el pantalón. “Anda, acaba tú…”. Me quité la camisa y evidentemente mi erección había alcanzado el máximo nivel al tensar el calzoncillo. “¡Ay el vigor juvenil! A mí ya me cuesta más conseguirlo. Necesitaré tu ayuda”. “¿Cómo debo hacerlo?”, pregunté ansioso. “Hazme lo mismo que te hago yo a ti…”. Alargó una mano, echó abajo el eslip y me asió el pene, frotándolo suavemente. Creí que el corazón me iba a estallar en el pecho. Cuando iba a mi vez a estirar el brazo para tocarlo, me detuvo sin embargo. “Espera, no corras”. Entonces se giró hacia mí y, para mi estupefacción, acercó la boca a mi sexo. Su lengua salió y fue lamiendo desde la punta a la base para continuar con los testículos. Las sensaciones que me hacía experimentar eran indescriptibles. Pero cuando introdujo el pene entero en su boca y empezó a succionar, creí que iba a desmayarme. Se detuvo no obstante y mirándome desde abajo, dijo: “Hay que tomarlo con calma… ¿Sabrás hacérmelo a mí?”.
 
Nada podía desear más en aquel momento. Torpemente me precipité sobre la cama y él facilitó que me colocara separando las piernas. El cobijo entre ellas y el calor que trasmitían a mis mejillas me pusieron en un estado casi febril. Mis manos se posaron en el pubis y enredé mis dedos en los pelos. Toqué reverencialmente el miembro y sopesé los testículos. Por fin entró en función mi boca, colmando de besos cuanto encontraba. “¡Muy bien, muy bien!”, oí. Luego usé la lengua en lamidas intensas, hasta que engullí el pene y procuré chupar tal como recordaba que acababa de hacer él. Notar cómo se endurecía y crecía en mi boca me llenó de orgullo, y así me habría quedado eternamente. “¡Chico, qué rápido aprendes!”. Me sorprendió que me tomara por los hombros y tirara de mí. Me arrastró sobre su barriga hasta que mi cara quedó a la altura de su pecho y mi pene tropezó con el suyo. Con una mano dirigió mi cabeza hacia uno de sus pechos y dijo: “Chupa y mordisquea..., pero con cuidado”. Acaté con deleite esta nueva instrucción. Despejé con la lengua el vello que invadía la areola rosada y rocé el pezón, más cárdeno. Emitió un murmullo que me enardeció. Chupé primero y con mi mamada noté un picudo endurecimiento. Delicadamente rodeé la protuberancia con los dientes y poco a poco fui mordiendo. Arranqué gemidos, pero sin rechazo, aunque no dejaba de estar asustado. ¿Cómo podía querer una cosa así, que le debía doler? No tardó, sin embargo, en volver a cogerme la cabeza y llevarla hacia el otro pecho. Repetí pues la operación y él, sin duda intuyendo mi perplejidad, explicó: “No sabes cómo me entona esto… Misterios de la naturaleza humana”. Dicho lo cual, acercó su cara y juntó sus labios con los míos. Su lengua se abrió paso punzante y recorrió toda mi cavidad bucal.
 
“Aún has de aprender más…”. Me apartó hacia un lado y se incorporó, arrodillado sobre la cama y dándome la espalda. A continuación se inclinó hacia delante. Pude ahora contemplar su espléndido trasero, tan abundoso como todo él y ornado de un vello más suave. Acaricié con delicadeza la oronda superficie y sentí un impulso irrefrenable de lamerla. “Parece que te gusta…”, bromeó. Concentré mi atención en la anatomía que se me ofrecía, deleitándome con la simetría de los glúteos y la oscuridad de la raja que los separaba. Asimismo, los testículos se balanceaban entre los muslos. Parecía anticipar mis deseos, porque añadió: “A ver si sabes ocuparte de mi zona oculta”. Entendí que se refería a la raja y a ella me dediqué con todo mi ardor. Primero la manoseé y distendí, pasando los dedos cada vez más osadamente. Al notar un punto más blando, reaccionó: “¡Huy, lo que has encontrado, pillo! ¡Sigue jugando, sigue!”. Esta incitación me  volvió más osado. Era ya mi cara la que profundizaba y mi lengua la que hurgaba. Salivaba seducido por lo que oía: “¡Así, así!”. Volví a probar con un dedo, que se hundió fácilmente. “¡Este sí que es un alumno aventajado! …Acércate un momento”. Me desplacé hacia un lado y pudo palpar mi pene erecto. “Estamos los dos a punto ¡Penétrame!”. Quedé confundido e indeciso. “Te gustará, ya veras. Y yo lo deseo”.
 
Volví detrás de él y, arrodillado, mi pene alzado se hallaba justo a la altura del punto en que acababa de tantear. Me acerqué más y la punta se perdió en la raja. “¡Empuja, empuja!”. Volqué todo el cuerpo y noté cómo iba entrando. Un calor  húmedo cercaba mi miembro. “¡Bien, muy bien! ¡Ahora muévete y bombea!”. A medida que lo hacía, un ardor placentero crecía en mi sexo. “¡Sigue, sigue!”. Y ponía mis cinco sentidos en ello. De repente, una chispa prendió en mi cerebro y, como una corriente eléctrica, fue recorriéndome hasta llegar al extremo de mi pene. Una serie de sordas explosiones me dejó vacío. Nada que ver con las poluciones nocturnas, ni siquiera con las pecaminosas masturbaciones en las que a veces había caído. La posesión de aquel cuerpo tan deseado había ido más allá de lo imaginable. Me sacó de mi ensueño su voz: “¡Te has portado! ¡Lástima que no hayas durado más! Pero si ha sido tu primera vez…”. Dándose cuenta quizás de que podía haber sonado como minusvaloración, se dio la vuelta y me tomó entre sus brazos. “Me estás haciendo muy feliz”. Me entregué con gusto a sus caricias mientras se aquietaban mis palpitaciones.
 
“Ve calmándote, que también he de darte lo que tú me has dado”. Aunque estaba dispuesto a aceptar cuanto él deseara, atajó cualquier temor por mi parte. “Tranquilo, que no tengo el vigor suficiente para penetrarte… Pero, si quieres, podrás saborear lo que bulle en mi interior”. Se cogió el miembro flácido y me invitó. “¡Avívalo y disfrutemos los dos!”. Me reanimé al instante para ese cometido. Acaricié el pene con suaves masajes, subiendo y bajando la dúctil piel. No tardé en tomarla con mi boca y volví a experimentar el placer de su crecimiento. Mis succiones ahora eran más decididas. Él entonces sujetó mi cabeza y la dirigía para acompasar mis movimientos. Sentía en mi lengua una especie de latidos y, en un momento dado, inmovilizó mi cabeza y la apretó hasta que la punta del miembro me presionó el fondo del paladar. Se agitó con sonoros suspiros y la boca se me fue llenando de un espeso magma que se escurría por mi garganta. Tragué y relamí goloso, hasta que me apartó. “Dentro de ti ya hay algo mío, como también he tenido algo tuyo en mí… ¿No es hermoso?”. De nuevo me refugié en la calidez de sus brazos, que me estrechaban contra su pecho.
 
Tras unos minutos de quietud y silencio, al fin dijo: “Ya va siendo hora de que te marches”. El tiempo me había pasado muy rápido, así que repliqué: “Pero aún no hemos hablado…”. Su contrarréplica  me dejó perplejo. “Después de lo que ha pasado esta tarde creo que podrás empezar a saber lo que quieres hacer con tu vida… Aviso de que sales”.