viernes, 15 de junio de 2012

Camioneros “meeting point”


En el bar del pequeño pueblo de montaña en el que pasé unos días, oí una serie de comentarios jocosos que despertaron mi curiosidad. Resultaba que, por una carretera de la comarca que había quedado cortada, se estaba dando sin embargo un inusitado tráfico de camiones y vehículos pesados. Se decía que, al llegar al final, quedaban aparcados rodeados de bosque. Los cometarios, entre risotadas, eran del siguiente tenor: “No se sabe qué carga llevarán, pero seguro que vuelven descargados”; “Desde luego, fruta no llevan… Esa se la comen”; “El otro día pasó hasta un tráiler… Buena trasera encontrarían”; “La Guardia Civil no se atreve a ir por allí, por si les tocan el fusil”. No me costó entender de qué iban las alusiones y que probablemente se trataba de un punto de encuentro de camioneros para desfogarse. Me entró una curiosidad tremenda por conocer el lugar y las actividades que en él tenían lugar. Claro que acercarme con mi pequeño utilitario iba a cantar en exceso. Se me ocurrió que, en la capital de la comarca, un conocido tenía una furgoneta bastante grande. Así que se la pedí prestada con la excusa de que tenía que trasladar unos muebles. Cargué unos cuantos trastos y traté de disimular mi aspecto de urbanita. Unos tejanos muy usados y una camisa a cuadros me parecieron adecuados. Aunque mi intención de hacerme pasar por uno más del gremio no dejaba de ser arriesgada y desconocía los usos y costumbres de tales encuentros, al menos podría curiosear en lo que allí se cociera.
 
Sin embargo no sabía cuál sería el momento en que habría más concurrencia. Descarté la mañana y, a primera hora de la tarde, muy emocionado por la aventura, me aposté discretamente en el acceso a la carretera, dispuesto a observar el movimiento. Pasó un buen rato y empecé a temer que hubiera sido víctima de un bulo. De pronto, el ruido de un motor me sacó de mis cavilaciones. Efectivamente, un camión de tamaño mediano enfilaba la ruta. Esperé unos minutos y tomé la misma dirección. Después de unas cuantas curvas divisé el final de la carretera. Ésta llegaba a una especie de explanada cercada de arbolado, entre el que, de forma radial, se habrían algunos caminos. Al comienzo de un de ellos estaba arrimado el camión que acababa de ver. Aparqué a un lado de la explanada, repasé mi atuendo y me dirigí resuelto hacia allí, decidido a dármelas de enterado. Lo que encontré fue que, a la sombra del camión, un hombre comía plácidamente un bocadillo. Su visión me resultó de lo más sugerente: maduro y regordete, su única indumentaria era un exiguo pantaloncillo que, por la postura en que estaba de un pie subido al bordillo, le marcaba generosamente el culo.
 
Se giró al oírme, en absoluto sorprendido, y me repasó con la mirada. Me anticipé en el saludo: “¡Hola! ¿Cómo está la cosa?”. “Un poquillo pronto hemos llegado… Pero ya se animará, ya”. Improvisé un velado piropo: “Para mí ya está animado…”. Se rio alagado y descaradamente se tocó el paquete: “¡Cómo llegamos todos de salidos! …Así que te van maduros”. “Maduros y llenitos…”. Pues tú tampoco desmereces ¡eh!”. Lo corroboró metiendo una mano bajo mi camisa y acariciándome la barriga. “Pero ven, que conocerás a mi compañero que todavía se echa una siesta en la cabina”. Para ponerme a nivel, lo seguí tomándolo de los hombros y, al precederme en la subida, lo empujé por el culo. Detrás de los asientos estaba tumbado un pedazo de tío, que ni se enteró de nuestra aparición. Éste llevaba camiseta, pero su corto pantalón marcaba una evidente erección. “¡Siempre va salido!”, comentó mi guía. Y ni corto ni perezoso, hurgó en una pernera y sacó los huevos y un pollón bien tieso. “¿Qué te parece? Para comérsela ¿no?”, comentó con orgullo. El otro reaccionó entonces: “¿Qué haces?”. “Espabila, que ya van llegando… Aquí un colega”. Me dirigió una mirada escrutadora y, como saludo, estiró un brazo y me agarró el paquete: “Mucho gusto… Nos vemos luego”.
 
No tardaron en aparecer, en un corto intervalo de tiempo, una camioneta y otro camión, que se colocaron junto al que nosotros ocupábamos. “Ven, que te voy a presentar”, dijo mi introductor. Expeditivo, me hizo bajar de la cabina, no sin antes conminar a su colega: “¡Tú, desperézate, que tienes que alegrar más de un culo!”. Me señaló la ventanilla de la furgoneta: “¡Míralo, estará hablando con la parienta… y ya con el pájaro fuera!”. Efectivamente, un gordo tetudo y peludo voceaba a un móvil. Por la bragueta del  calzón que llevaba como única vestimenta le asomaba el pito. “Picha corta… pero el tío da un juego que te cagas”, fue el dictamen de mi acompañante.
 
En el camión ya no se veía a nadie. Pero mi introductor encontró la explicación. “¡Con qué prisas han llegado éstos!... Mira allí”. Entre unos setos, un robusto hombre desnudo se entregaba a una mamada que le hacía otro agachado ante él. “Ni tiempo le ha dado al de los congelados a quitarse el chubasquero…”.
 
Me tenía subyugado, a la vez que caliente, el ambiente que se iba creando. La compañía de mi apetitoso guía, en su casi desnudez, y los roces que no rehuía aumentaban mi deseo de pasar a mayores. Para ponerme en situación, pensé que, como mínimo, me sobraba la camisa que aún conservaba. Pero, nada más quitármela, el estruendo de un potente motor que se aproximaba captó nuestra atención. Un camión con tráiler incorporado ocupó gran parte de la explanada en perpendicular a los otros vehículos. “Éste servirá de parapeto y nos hará invisibles desde la carretera”, explicó mi acompañante. “Lo conduce una buena pieza… ya verás”. Paró el ruido y, a los pocos segundos, se abrió la puerta de la cabina. Surgió un suculento gordete, con sólo un eslip descaradamente abultado. Cuando estuvo de pie en el pescante, a modo de saludo festivo, se lo bajó y exhibió un perfil alucinante de culo peludo y gorda polla.
 
“¡Hombre, ya se te echaba de menos! Tan guerrero como siempre”, le dijo mi guía. “A éste no lo debes conocer ¿Qué te parece?”, añadió señalándome. “Siempre se agradecen las novedades, y no tiene mala pinta”, respondió el otro, sobándose descaradamente la polla. “¿A que me harías una mamada, que vengo muy caliente?”, me interpeló. Titubeé, aunque ardía de deseo, y mi acompañante me animó: “¡Venga, tío, que todo queda en casa!”. El del pescante me ofrecía la polla, gorda y jugosa, y me amorré a ella con ansia. “¡Hey, hey, qué buen mamón! ¡Lo que me hacía falta!”. El cómplice entretanto me había bajado los pantalones y, desde atrás, me sobaba el culo y la polla. “No te entusiasmes, que esto es sólo el aperitivo”, avisó el del pescante retirándome la polla. “Bajo, que nos vamos a follar a tu amigo”. El aludido, ya despelotado, provocaba un poco más a allá y exhibía su trasera.
 
Se abalanzó sobre él, que se inclinó ofreciéndole el culo. Yo me puse delante y tomó mi polla con su boca. Casi me la muerde cuando el otro se le clavó sin contemplaciones, pero luego coordinó sus chupadas con las embestidas que recibía por detrás. Me estaba poniendo negro con la mamada y la enculada, que hacía vibrar todo mi cuerpo. “¡Anda, cámbiate conmigo, que no quiero correrme todavía…! ¡Aún queda mucha tela que cortar!”. Hicimos el trasvase y entré fácilmente en el agujero dilatado y caliente. El que acababa de salir jugaba con su polla azotando y restregándola contra la cara del inclinado, que pugnaba por atraparla con la boca. “¡Como que te voy a dar mi leche de buenas a primeras, tragón!”. La situación me sobrepasaba y, para colmo, llamó mi atención una pareja que, a poca distancia, se metía mano medio en cueros.
 
Así que, sin poder aguantar más, me vacié en el culo que estaba follando. Al notarlo, el receptor ironizó: “¡Sí que pareces novato…! ¡A la primera de cambio ya te has quedado listo!”. “Es que te tenía muchas ganas…”, repliqué casi disculpándome. “Por cierto ¿de dónde han salido esos?”, dije señalando a los que ahora se morreaban. “Hay otro acceso por la parte de arriba. Por ahí estará llegando más gente”. Su recomendación entonces fue ésta: “Mientras te recuperas, vete paseando y verás lo que hay. A nadie les molesta que los miren y, si te animas, podrás participar”. Sin preocuparme de recuperar mi ropa, estaba dispuesto a seguir el consejo, excitado de curiosidad. Pero ésta me picó ante todo en algo que recordé: “Por cierto, ¿qué habrá sido de tu amigo, el del pollón que me enseñaste en tu camión?”. “¡Es verdad! A ése le cuesta arrancar, pero cuando lo hace… Voy a ver ¿Vienes…?”. Encantado lo seguí, sin quitar ojo a su culo, que tanto había disfrutado. Subimos a la cabina y lo encontramos en la misma posición y con la polla igual de tiesa, pero ahora ya sin ropa, y con la novedad más importante de estar comiéndole el culo al gordito, que antes estaba hablando por el móvil, y que se sentaba de espaldas sobre su cara.
 
Al oírnos entrar se separó un momento y, mirándonos, dijo con voz pastosa: “¡Mamádmela, que así me follaré con más ganas a este vicioso!”. Volvió a su tarea y su grande e inhiesta polla oscilaba tentadora. Había para los dos, así que nos la repartíamos: uno tragaba el capullo, otro lamía la base y los huevos. Pero el gordito del culo comido, sin duda temeroso de que le frustráramos la follada, se removió con una asombrosa agilidad y nos desplazó sentándose sobre la disputada verga, que se metió a tope. Era para ver su expresión de gusto mientras saltaba buscando la máxima frotación. Pero el otro, para dominar la situación, le dio una fuerte palmada e hizo que se pusiera con el culo en pompa. Así descargó toda su calentura: “¡Te  va a salir mi leche por las orejas!”. “¡Ya será menos!”, lo provocaba el gordo, “¡Folla y no presumas!”. “¡Ni que te metieran todos los días una polla como ésta! Que ya te he visto espiándome para que no te quitaran la vez”.
 
Este diálogo, entreverado de resoplidos, provocó que tanto el compañero como yo nos pusiéramos verracos y nos metiéramos mano al ritmo de la follada. “¡Vaya con tu hombre, eh!”, le comenté. “A mí me da por culo cuando queremos. Que tenga también un poco de variedad”. En este momento, el mentado dio un alarido y una arremetida que casi tira al suelo al gordo. “¡¿Qué, tendrás bastante leche?!”, le farfulló. “Y también voy a relamer los restos”, replicó el otro y se giró para lamerle y chupetearle la polla goteante. Yo tuve entonces el impulso de ponerme a mamar la del que tanto me había enseñado. Después de haber disfrutado de su culo, no pude reprimir el ansia de saborear aquella pieza gorda y jugosa. Él me dejaba hacer, riendo: “Parece que la has tomado conmigo ¡Chupa, chupa!”.
 
No pasamos a mayores, porque me dijo: “Deberías darte una vuelta por ahí. Ya verás la de cosas que encuentras… Nos volveremos a ver”. Tenía razón y no era plan de seguir pegado a sus talones. Así que me lancé a la aventura entre los diversos vehículos y el arbolado, dispuesto a observar lo que hacían tantos tíos desmadrados y, si se terciaba, darme más gustos. Me adentré en la zona desconocida, donde aún iba llegando algún que otro vehículo pesado. Me atrajo el sonido del motor de una furgoneta que acababa de llegar y que cesó cuando me acercaba. Casi me golpea la puerta que se abrió y por la que, seguidamente, salió un individuo. Era un tipo rudo y gordote – ¡cómo no!–, con la camisa abierta y el pantalón medio descolgado. No se sorprendió al verme desnudo y con el pito aún tieso, sino que me dijo a modo de saludo: “Por lo que veo, la juerga ya está en marcha… Creí que no llegaba… Mira cómo vengo de sofocado”. Me di el gusto de acariciarle la oronda, caliente y peluda barriga. “¡Toca, toca, que me hacía falta!”. La mano se me deslizó fácilmente por dentro del pantalón y. al alcanzarle la polla, ésta fue engordando. “¡Esto sí que es un buen recibimiento! Tengo ganas de que me la comas… y comértela yo a ti”, exclamó agarrando la mía. “¡La traes bien a punto, eh, golfo!”. “Hay mucha cosa buena por ahí”, repliqué.
 
Se sentó en el asiento con las piernas hacia fuera bien abiertas. Mimoso, dejó que le sacara el pantalón. Tomé su polla con mi boca y me esmeré en la mamada. Engullía sus gordos huevos y me tragaba de sopetón la verga entera. “¡Así, así! ¡Tú sí que sabes…!”. Pero llegó a contenerme e hizo que ocupara su lugar. “Te la voy a poner a punto para que me alegre el culo… ¿Verdad que me follarás?”. Estaba dispuesto a hacer lo que me pidiera y sus chupadas reforzaron mi erección. “¡Toma, todo tuyo”. Y me presentó su impresionante culazo. “Me gusta correrme con una buena polla dentro”. Puse la cara ante la raja y se la ensalivé a lametones. “¡Cómo me pones, tío”. A continuación, agarrado a los soberbios glúteos, le fui entrando hasta meterla entera. “¡Uy, qué ganas tenía de esto! ¡Quédate ahí bien apretado!”. Después de la corrida que le había echado al guía, no me acuciaba la urgencia. Casi prefería reservarme para lo que todavía me deparara la aventura. Así que, más que bombear, removía la polla y provocaba contracciones del conducto. Alargué un brazo por debajo del barrigón y agarré la verga dura y húmeda. “¡Eso, menéamela, que estoy ya muy caliente!”. “¡Dale, dale, y no saques la tuya!”. No tardó en llenárseme la mano de líquido viscoso que se escurría entre mis dedos. “¡Uff, qué bueno ha sido!”. Me cogió la mano pringosa y la lamió con deleite. “¡Joder, ha sido llegar y besar al santo! Aún buscaré algo más por ahí…” Y tomamos direcciones opuestas.
 
Me adentré por la zona boscosa, pero estaba demasiado solitaria y pensé que me había desviado de donde podría encontrar más movimiento. Mientras cavilaba qué dirección tomar, vi que desde lejos avanzaba un hombre ancho y fuerte. Por su camisa abierta y los pantalones desabrochados, estaba claro que buscaba algún tipo de rollo. Lo observé en la distancia, para comprobar cuál sería su actitud.
 
Se detuvo en un lugar liso y cubierto de hojarasca. Entonces se fue desnudando completamente y extendiendo la ropa sobre las hojas secas. Se arrodilló sobre ella y quedó con los codos apoyados en tierra. Exhibía así su culo gordo y peludo, con las pelotas colgando ¿Sería su forma de comulgar con la naturaleza o esperaba algo más mundano? Me fui acercando y la visión que ofrecía era tentadora. Al oír el crujido de mis pasos, siguió con la cabeza agachada entre los hombros, pero afirmó las rodillas y removió lascivamente el culo. Esta incitación al primer desconocido que se presentara me excitó sobremanera. Después del anterior voyerismo con el que se pajeaba, un lujurioso culo hacía de reclamo. “¿Se puede tocar?”, pregunté para ver por dónde salía. Su voz sonó cavernosa por la postura en que se hallaba: “Soy tuyo para que juegues, comas… y folles si eres lo bastante hombre”. “Así que me estás provocando ¿eh?”. “Tú mismo… si te gusta lo que te ofrezco… Si no, ya vendrá otro”. Y mientras, se removía pidiendo guerra. Ya me habían subido los ardores a la entrepierna y me lancé a disfrutar del obsceno trasero. Cogí los gruesos huevos, que pesaban en mi mano, los apreté y retorcí con malicia. Él gruñía entre quejoso y complacido. Manoseé luego la pilosa cobertura de glúteos y muslos, acompañándolo de fuertes palmadas que dejaban rosadas marcas. El ojete le quedaba tan a la vista que apenas lo sombreaba la raja. Pasé la mano y el dedo índice se me metió entero como absorbido. “¡Jo, menos mal que no muerde!”, exclamé. “¡Frota, frota, que me da gusto!”, replicó. “Espera, que aquí cabe más que un dedo”. Saqué el que tenía dentro y me puse a lamer y ensalivar. La punta de la lengua me entraba, provocándole gemidos. Ahora metí dos dedos y me afané en la frotación solicitada. Habría cabido alguno más, pero si lo dilataba demasiado la polla me iba a bailar dentro cuando me lo follara. Él estaba ebrio con el masaje anal, hasta que pidió: “¡Una polla caliente es lo que necesito ahora!”. Yo también deseaba ya metérsela y, como supuse, el conducto era de una gran elasticidad. Igual habría tragado una que dos pollas a la vez. Sin embargo, su húmeda calidez y las contracciones con las que iba presionándome cuando bombeaba, me trasmitían un ardor inmenso. Mi segunda corrida de la jornada, más pausada pero no menos intensa, se expandió por el interior con holgura. “¡Te has portado, tío!”, fue su conclusión. La saqué y me incorporé, pero él apenas si cambió de posición. “¿Te has quedado de piedra o qué?”, ironicé. “Ya pasará más gente por aquí…”. Así me alejé de aquel culo insaciable.
 
Iba todavía con la mente tan distraída en mi último hallazgo que casi me tropiezo con una pareja retozando bajo unos arbustos. Uno, de medio lado, se dejaba lamer el culo por el otro, en una escena de lo más escabrosa. Cuando me vio llegar, el que recibía las lamidas se giró hacia mí, mostrando su gorda polla. Aunque ésta atraía principalmente mi atención, no sabía decir de qué, pero su cara me resultaba conocida ¿Me habría hecho algún trasporte tal vez?
 
Sin embargo, no hubo tiempo para más averiguaciones porque, de repente, apareció el gordo que se había corrido mientras le daba por el culo, ahora exhibiendo una gran erección. Debían ser conocidos, pues se saludaron muy cordialmente y el gordo se puso en cuclillas junto a la cabeza del que permanecía tendido. Intercambiaron algunas chanzas sobre lo calientes que estaban hasta que, con la mayor naturalidad, el gordo se agarró la polla y la dirigió a la boca del amigo, que se puso a mamarla con expresión viciosa.
 
Extenuado como estaba por el folleteo y la emoción por el filón que había encontrado, pensé que ya iba siendo hora de volver a la zona por donde había llegado, así como recuperar la ropa que había quedado por allí. De paso, también me hacía gracia saber lo que habrían seguido haciendo los de mi primer encuentro. Localicé con facilidad el hueco que habían formado el gran camión y los otros vehículos. De momento no vi a nadie, pero un lateral del tráiler estaba bajado. Allí  tenían montado una especie de saloncito de campaña, con viejas butacas y colchonetas, y desde luego había bastante actividad. Preferí otear subrepticiamente antes de meterme en otra refriega. Sin embargo, el que me había hecho de introductor, quien contemplaba a su amigo dando por el culo al del tráiler, me vio y me dirigió una sonrisa. Pero ya me limité a despedirme con la mano y un “Hasta otra”.

lunes, 11 de junio de 2012

Aprovechando la informática

Hace unos años, conocí en el trabajo a un chico que me tomó mucho afecto. Bastante joven, agradable y muy tímido, estaba totalmente en el armario. Esto lo supe porque llegó a confesármelo por la confianza que me tenía. Nunca tuvimos relaciones sexuales, porque por su bisoñez no lo encontraba atractivo, aunque él había reconocido que le iban los hombres maduros. De vez en cuando hablábamos, casi siempre por teléfono, y me contaba las dificultades que, lastrado por su timidez, tenía para hacer amistades. Últimamente se dedicaba a la informática, en la que era un experto. Me venía muy bien para que me asesorara en los frecuentes problemas que tengo al respecto, debidos a mi ignorancia en el tema. Desde el tiempo en que había empezado a tratarlo había madurado físicamente. No es que hubiera engordado, pero sí que se habían redondeado algo sus formas. De todos modos no se alteró nuestro trato amistoso.

Mi amigo y amante de años, del que tantas veces he escrito, no lo conocía en persona y siempre me gastaba bromas sobre los hipotéticos revolcones que nos daríamos con la excusa del asesoramiento informático. Cuando le dije que iba a venir a mi casa para hacerme unas conexiones, se le ocurrió  que aprovecharía  para traer un portátil que le estaba dando problemas. No se me escapó que también le picaba la curiosidad por comprobar la descripción que le había hecho del chico. Esto último no dejó de ponerme con la mosca detrás de la oreja, dada la afición de mi amigo a provocar situaciones comprometidas. Y saber que se trataba de un tímido, al que además le gustaban los maduros, era todo un reto para él, que cincuentón, alto, gordote y peludo se pirra por las conquistas.

Preferí poner en conocimiento del informático que vendría también mi amigo. “Así lo conocerás por fin, después de todo lo que te he hablado de él”. “¡Uy, qué corte! Con  lo lanzado que debe ser…”. “No te preocupes. Seguro que te gusta”. De que le gustaría estaba yo seguro y de que sería una dura prueba para su timidez, casi seguro.

Llegó primero el chico y pareció aliviado de no encontrar de sopetón a mi amigo. Se puso a manipular ordenador, cables y clavijas, con prolijas explicaciones que apenas entendía. Al cabo de un rato, oímos que abrían la puerta de entrada. “Ya está ahí”, dije. Lo precedió un risueño “¡Hola!” y se asomó al despacho. Hice las presentaciones y mi amigo, ni corto ni perezoso le plantó dos besos. “Caray, sí que estáis liados aquí”. Abarcó con su mirada el maremágnum que había formado, pero también al informático. “Como veo que va para rato, voy a beber algo y ponerme cómodo, que vengo sofocado”. Lo de ponerse cómodo no sonó extraño, puesto que venía de traje y corbata. Pero no dejé de preguntarme cómo de cómodo. Al poco me llamó desde la cocina y, al acudir, me espetó: “¡Oye, el tío ese está muy bueno! Bastante joven, para variar, y guapetón”. “¡Uy qué miedo me das! No te vayas a pasar, que ya te he dicho que es terriblemente tímido y le puede dar algo”. “Ya será menos… Venga, vosotros a lo vuestro”. Y me fui escamado.

No mucho después, empezó a dar la nota. Apareció en la puerta, bebiendo agua de un vaso, ya sin la camisa y con los pantalones medio desbrochados, bastante debajo del ombligo. “¡Oye!”, se dirigió a mí una vez acabó de beber con parsimonia, “¿Dónde están la camiseta y el pantalón que me pongo aquí? No los encuentro”. Tuve que adaptarme a su patraña. “Si hay varios en el armario… A ver los que coges”. Se eclipsó, pero al informático casi se le cae la placa que tenía en la mano. Dije para arreglarlo: “Es muy campechano”. “Ya veo, ya”, y trató de concentrarse en lo suyo.
 
Reapareció mi amigo, quien había escogido su atuendo con toda malicia: una camiseta de un largo escaso y un pantalón corto, muy corto, de chándal, pero con amplias perneras y con el que ya había hecho más de un estrago. Si se sentaba en el sofá bajo la ventana, estaba liada. Pero de momento se mostró muy interesado en las actividades del informático. Lo sometió a una observación sistemática y le hacía preguntas frecuentes y aparentemente intrascendentes. Pero con ellas lograba mantener su atención y que lo tuviera que estar mirando. Porque además se movía en torno a él y se le acercaba continuamente, con lucimiento de sus orondas formas. Se estiraba hacia arriba para coger algo de la estantería y la camiseta dejaba al descubierto parte de su velluda barriga. El pobre chico casi bizqueaba, con un ojo puesto en lo que estaba haciendo y otro en las evoluciones de mi amigo. Éste no se privó de algún que otro roce, llegando incluso a acercar el paquete al codo del incauto apoyado en el brazo del sillón, provocándole unos calambres a duras penas disimulados. Pero mi amigo cambió de estrategia. Ya había comprobado que no era ni mucho menos indiferente al informático, y se propuso avanzar en sus provocaciones con un descaro mayor. “Chicos, ya me lío con tanta técnica. Id haciendo y aquí me espero… Estoy reventado”. Como yo preveía, se sentó en el sofá con las piernas sobre un puf. Con el pantaloncito que le había subido casi hasta las ingles, algo tenía que pasar. El chico, dándole a las teclas y a las conexiones, trataba de concentrarse y evitaba mirarlo demasiado. Apurada la copa, mi amigo se puso a ojear un periódico que, al poco, soltó y cerró los ojos. Que su sueño era fingido lo constaté cuando, en un momento en que el otro estaba de espaldas, dio un tironcito a una de las perneras, de forma que, al volver a verlo, se encontrara con una visión bastante completa de polla y huevos. Esta procacidad contrastaba con la visión beatífica de su rostro de dormido. El informático no pudo evitar de mirarme con una elocuente mímica de “uff”. Adopté una actitud desenfadada y me dirigí a mi amigo, que sin duda me oiría a la primera: “¡Eh, tú, a ver si te tapas!”. Abrió los ojos como si no supiera de qué le estaba hablando. Luego miró hacia abajo y dio un estirón del pantalón, logrando una precaria ocultación. “¡Uy, vaya!”, fue su única reacción, sin darle mayor importancia. Pero ya había montado su numerito.
 
…Que tenía continuación. “Me he quedado frito… Y me ha vuelto a entrar sed. Voy a por agua ¿Queréis algo?” Declinamos y se levantó, ajustándose con desenfado el pantalón. Fue a la cocina y, para relajar al informático, bromeé: “¡Ya le has visto el pajarito, no te quejarás!”. “¡Vaya con tu amigo, uf!”. Éste no tardó en volver provisto de un vaso de agua con abundantes cubitos de hielo. Había recobrado la vivacidad y volvía a curiosear en torno al afanoso técnico. De repente intuí sus malévolas intenciones. La mirada pícara que me dirigió lo decía todo. Situado a su espalda, simuló que tropezaba con un cable, con la consecuencia de que buena parte del contenido del vaso se derramó sobre la camisa del ingenuo chico. El salto que éste dio por la fría humedad que le caía encima fue fulminante, lanzando el sillón hacia atrás. Hipócritamente avergonzado y deshaciéndose en excusas, mi amigo se apresuró a paliar los efectos. Yo corrí a traer una fregona y una toalla. Ya mi amigo estaba diciendo: “Quítate la camisa que está empapada”. Desde luego no había más remedio, dado el remojón, pero la cara del hombre se fue poniendo cárdena del sofoco y me miraba buscando amparo. “La pondré a secar y, con el calor que hace, estará bien cuando te vayas”. Tembloroso se la fue desabrochando y mi amigo, solícito, se la recogió. Pero lo tenía todo tan estudiado que se la echó al hombro y me arrebató la toalla. Como si estuviera ofuscado por su torpeza, él mismo se puso a secar el torso desnudo, lo que aumentó el sonrojo del mojado. De pronto hizo ver que se percataba de que la humedad de la camisa se había trasladado a su propia camiseta. “¡Jo, no hago más que liarla!”, exclamó. “Bueno, me la habré de  quitar también”. Ni corto ni perezoso se quedó con el sucinto pantalón. Con tan artera maniobra estaba matando dos pájaros de un tiro: captar más en detalle el aspecto físico del interfecto y progresar en su exhibicionista estrategia de seducción.
 
En plan de distender la situación, le comentó: “Pues así se te ve más llenito…”. El otro replicó como si hubiera de excusarse: “He engordado algo últimamente”. “Si estás muy bien. Fíjate yo, con la de kilos que me cuelgan… y tanto pelo”. Se sintió obligado a devolverle la lisonja: “Bueno, yo te veo bien…”. Se ruborizó al decirlo y mi amigo le correspondió con una socarrona sonrisa. Me tronchaba en mi interior ante este diálogo tan comedido, pero cargado de intención por parte de mi amigo. De pronto cambió de tercio y se dirigió a mí: “Aquí estoy estorbando demasiado… ¿No tenía que ajustarte unos rieles de la cortina de la sala, que están a punto de caerse? Pues cojo una escalera y aprovecho”. Cuando salió, el informático se atrevió a desahogarse: “Es peligroso ¿eh?”. Aunque añadió, como si le supiera mal que nos hubiera dejado: “Me habrá debido considerar poca cosa…”. “Me parece que te equivocas…”, repliqué enigmático.
 
Oíamos a mi amigo maniobrando en la sala, pero no pasó mucho tiempo y voceó: “¡Echadme una mano, que se me está cayendo todo!”. Acudimos y el espectáculo estaba servido. Encaramado en la escalera sostenía el largo riel en equilibrio inestable. Lo más chocante, sin embargo, era que el breve pantalón se le había resbalado hasta los tobillos (¿casualidad?, no lo creí), con lo que presentaba al descubierto toda su parte trasera. Di preferencia para que acudiera en su ayuda a mi acompañante, sobrecogido por el impacto visual, pero presto al socorro. Era para ver su expresión elevando las manos para que le alargara el riel, lo que hacía que su cara estuviera a pocos centímetros del orondo culo. Mi amigo, sin inmutarse ni llegar a volverse, le dijo: “¡Uy, gracias! Ya que estamos, aprieto los tornillos de los topes y quedará más firme el riel”. Éste permaneció en manos del informático, que parecía un funámbulo, con la mirada vidriosa. Mi amigo, en un gesto de falso pudor, se inclinó para subirse el pantalón, dando lugar a una postura que dejaba ver los huevos colgantes en la entrepierna. Terminó su tarea sin mayor percance y, para bajarse, se apoyó en los hombros del improvisado ayudante. Bromeó: “¡Vaya striptease a trozos que estoy haciendo hoy!”. Percibí que se iba abriendo una brecha en la coraza de timidez. “Inesperado, pero…”. “¿Así que te ha gustado?”, lo ayudó mi amigo. Entonces le acarició con suavidad las tetillas y, sin solución de continuidad, le tomó una mano y la llevó a su paquete. “Mira cómo estoy ya”. El otro tocó y me dirigió una expresiva mirada. Acompañada de un fruncimiento de los labios en un ¡oh! mudo, parecía buscar mi aprobación de tan escabrosa escalada. Le hice un gesto de ¡adelante!
 
Ahora era mi amigo el que sobaba la entrepierna del informático. “Esto tampoco está mal ¿eh? …Ya verás cómo se anima”. Le soltó el cinturón y arrastró hacia abajo pantalón y eslip. Se le disparó una polla bien tiesa. “¡Vaya, vaya, lo que tenías aquí escondido!”, comentó mi amigo. Yo también pensé en lo que me había perdido en todos estos años, pues era la primera vez que lo veía así, y empecé a ponerme cachondo. Mi amigo se inclinó, le cogió la verga, la miró de cerca y se la metió en la boca. El joven se apoyaba en sus hombros con la mirada perdida en lo alto. Puesto que ya estaban quitadas todas las máscaras, no quise permanecer al margen. Me puse detrás de mi amigo y le eché para abajo los pantalones. Mientras él seguía mamando, le acaricié el culo. Al mirar el chico, le dije: “¿Te gusta, verdad?”. Cada vez más liberado de su timidez contestó: “¡Cómo no!...Y tú también”. Esto me alagó, dada la reserva mantenida hasta el momento, aunque siempre lo había intuido. “Así que vas a matar dos pájaros de un tiro… Quién lo diría”. Sonrió medio avergonzado. Aproveché entonces para desnudarme y quedar al mismo nivel que ellos. Para que la mamada no fuera demasiado lejos, dado lo excitado que estaba, el informático pidió a mi amigo que parara. Éste se incorporó y el joven cayó de rodillas y tomó el relevo. Era evidente su entusiasmo en el disfrute de la polla gorda y dura de mi amigo, al que ahora tenía disponible de cuerpo entero. Mientras chupaba ansioso, lo recorría con las manos por delante y por detrás. Al verme ya desnudo y empalmado, me hizo un gesto para que me acercara. Me uní a ellos y él se puso a alternar las mamadas. Mi amigo, cariñoso, me echó un brazo por los hombros. “Me lo podré follar ¿verdad?”. “Y a ti te vamos a follar los dos”, repliqué. “¡Umm!”, fue su respuesta glotona. Pero al oír cómo nos repartíamos el pastel, el chico desocupó la boca y advirtió: “¡Uy, yo de eso poca práctica tengo!”. “Ya te enseñaremos, ya”, replicó mi amigo.
 
Lo teníamos a nuestra disposición y bien que lo aprovechamos. Él también disfrutaba manoseando nuestros cuerpos. Mi amigo y yo nos repartimos las tetas. Se las chupábamos y mordisqueábamos, a la vez que le sobábamos el culo. Gemía y nos agarraba las pollas con cada mano; la suya oscilaba tensa. “¡Uf, qué fuerte es esto!”, llegó a decir.
 
Mi amigo estaba encantado con la nueva conquista y su naturaleza tímida e inexperta, que era un acicate para sus juegos provocadores. Estaba dispuesto a excitarlo al máximo, si es que ya no lo estaba, para así tenerlo más dócil  a sus pretensiones. Lo cogió por su cuenta y se puso a incitarlo. “Así que te he gustado ¿eh?”. Empujándolo barriga contra barriga lo iba haciendo retroceder por el pasillo hacia el dormitorio. “¡Tócame la polla y mira cómo me la pones!”. El chico palpaba, pero se volvía a poner nervioso. “¿No te gustaría tenerla en ese culito tan rico que tienes?”. “Bueno… Es que yo… No sé… Es muy gorda…”. “Verás como te gusta… Nuestro amigo nos ayudará”. Yo, que los seguía, recibí su mirada apurada, que me limité a responder con una sonrisa de asentimiento.
 
Al llegar junto a la cama, mi amigo lo hizo caer bocarriba. “Te la voy a chupar un poquito ¿eh? La tienes muy guapa”. Me subí a la cama y me puse a horcajadas sobre su cara. Tomó con ansia mi polla con su boca. “Así tan caliente, estás a punto”, le dijo mi amigo. “¡Anda, date la vuelta!”. Dejó que lo hiciera girar y mi amigo alcanzó un frasco de aceite. “Te voy a poner suave”. Vertió un poco sobre la espalda y los glúteos, y fue extendiéndolo con un incisivo masaje. “¡Un culo precioso!”. Yo, entretanto, me había sentado a la cabecera con las piernas a los lados de cuerpo del informático, quien se aferraba a mi polla como faro de salvación. Mi amigo ahora descargó sobre él todo su volumen y se restregaba arriba y abajo. Cuando se alzaba, veía su endurecida polla rondar por la raja. Luego la roció con aceite y empezó a hurgar con un dedo. Cada vez que le entraba, el chico respingaba y refugiaba su cara entre mis muslos. “¡Así, así, bien abierto!”, susurraba mi amigo. Al fin, se cogió la verga y la dirigió al centro. Empujó despacio. “Poquito a poco, sin miedo”. Notaba sus temblores en mis piernas e iba soltando un “uy” prolongado que, cuando el vientre de mi amigo quedó completamente pegado al culo, se convirtió en un “ay” aún más intenso. Menos mal que optó por apretar la cara contra mi sexo, pues mi polla en su boca habría corrido riesgo de mordida. Mi amigo seguía a la suya. “Ya está toda dentro ¿has visto? Relájate, que vamos a disfrutar los dos”. Empezó a moverse con un bombeo cada vez más decidido. El enculado gemía a cada embate, pero noté que poco a poco su tensión disminuía y más bien se iba tornando en excitación. Prueba  de ello fue que buscó con la boca mi polla y la mamaba acompasadamente. Mi amigo cada vez mostraba más animación y  sofoco, con todo el cuerpo agitado. Me lanzaba expresivas miradas para hacerme partícipe de su disfrute. “Me voy a correr ¿Quieres?”. “¡Vale!”, balbució  con mi polla en la boca. Parecía que le supiera mal que se acabara.
 
Saciado, mi amigo se dejó caer bocabajo a lo largo de la cama. Yo sabía que no tardaría en reclamar que nos ocupáramos de su culo, y más con la perspectiva de doble ración. El informático aún se reponía de la emoción. “Bien ¿no?”, le pregunté. “¡Uy! Mejor de lo que creía”. Encontré excesivo por esta vez tratar de follármelo yo también. Además, haber visto en acción a mi amigo y que ofreciera ahora su orondo y atractivo culo me tenía suficientemente deseoso de tirármelo. Así que le dije al joven: “Mientras te recuperas del susto, voy  a metérsela, que ya no me aguanto. Seguro que te pones cachondo viéndonos y querrás follarlo también. Es lo que él espera”. “¡Oy, sí! Nunca lo he visto hacer en vivo”. Mi amigo ya se impacientaba y se removía libidinosamente. Le unté un poco de aceite y me eché unas gotas en la polla. Me metí entre sus muslos y me clavé de golpe. “¡Bruto, no des mal ejemplo!”, se quejó. Pero en cuanto empecé a bombear, vibraba de entusiasmo. “¡Dale, dale! ¡No pares!”. El informático, a nuestro lado, miraba con ojos como platos y se pasaba las manos por todo el cuerpo. Casi lo empuja mi amigo cuando, en su arrebato, se levantó sobre las rodillas y se metió la almohada bajo la barriga. Así le entraba más a fondo y mi calentamiento se aceleró. Para dejarlo en buen uso, en el último momento, me salí y derramé la leche sobre su rabadilla.
 
Mi amigo se puso bocarriba y empezó a sobarse la polla. Esto desconcertó al informático, que ya estaba dispuesto a sustituirme. Lo saqué de dudas sin embargo: “Un cambio de postura que te gustará”. Mi amigo ya había doblado las rodillas y yo le agarré de las piernas para mantenérselas en vertical. El culo volvió a quedar disponible y el chico captó la jugada. “¡Así qué bien, podré verlo de frente!”. Se bajó de la cama, se sujetó la polla y tanteó con cierta indecisión. Pero cuando enfiló el ojete, se le tragó la polla entera. “¡Oh, qué caliente!”, exclamó. Con la lección bien aprendida, hizo las delicias de mi amigo, cuya barriga chocaba con las tetas en las arremetidas, mientras los huevos y la polla iban saltando. “¡Folla, folla!”, decía entre gruñidos. Y el otro ponía todas sus energías con la cara arrebolada. “¡Me corro, me corro!”, “¡Sí, sí!”, fue el diálogo final.
 
Solté las piernas de mi amigo y caí tumbado a su lado. El informático, todavía fuera de la cama, nos miraba como si no creyera los que estaba pasando. Llegó a susurrar: “¡Quién me lo iba a decir!”. Pero enseguida tomó conciencia y preguntó a mi amigo: “¿Lo he hecho bien?”. “¡De coña! Me habéis dejado el culo la mar de contento”. Y tan contento estaba que la polla se le volvía a endurecer. “¡Sube!”, le dije al otro, y se colocó al otro lado. Me imitó cuando me puse a chuparle un pezón a mi amigo, quien rezongando de gusto se la meneaba. “¡Jo, qué tío!”, comentó el informático. La leche fluyó sin que hiciera grandes aspavientos y mi amigo ya sí que quedó KO.
 
Recostados o tumbados formábamos un panorama después de la batalla. Al informático, de repente, le volvió el prurito profesional. “¡Anda, si lo del ordenador se ha quedado a medias!”. Mi amigo le replicó con recochineo. “¡Chico! Siento haberos interrumpido con mis frivolidades”. “¡De eso nada! ¡Si ha sido una maravilla! …Además faltaba poco”. “Bueno”, concluyó mi amigo, “Me doy una ducha y os dejo tranquilos. …Que sois un peligro”. “¡Mira quien habla, el exhibicionista!”, dije, y el informático asintió. Confirmó ese calificativo el hecho de que, mientras nosotros dos aún nos relajábamos en la cama, mi amigo, tras la ducha, vino a secarse y vestirse en nuestra presencia, sin escatimar gestos provocadores. “¡Ya sé que os gusta, viciosos!”.
 
Se despidió con sendos besos con lengua, que dejaron traspuesto al informático, no acostumbrado. “El portátil lo vuelvo a traer otro día ¿Vale?”. E hizo un giño. Nosotros reanudamos las tareas técnicas. El informático, con el pulso aún temblón, se desahogó. “¡Vaya encerrona!”. “No me digas que no has disfrutado. Parece que te has liberado bastante de tus complejos”. “Con lo asustado que estaba al principio… Es que tu amigo se las sabe todas”. “Ya le gusta provocar, ya”. “Y tú en la retaguardia… ¡Vaya pareja hacéis!”. Terminó lo que le faltaba por hacer y comprobó que todo quedaba bien. Me sorprendió sin embargo al decir: “¿Antes de que me vaya, me querrás follar un poquito?”. El caso es que yo estaba pensando en lo mismo.