sábado, 24 de marzo de 2012

Las ventanas indiscretas

Por asuntos del trabajo tuve que pasar una temporada en otra cuidad, así que alquilé un apartamento en una calle céntrica. Preferí que fuera interior para evitar el ruido urbano, de manera que desde mis ventanas solo se veían las del piso de enfrente, bastante cercanas aunque a un nivel un poco inferior. Como pasaba la mayor parte del día fuera y volvía tarde, no presté mucha atención a quién o quiénes podrían vivir allí. Pero una noche, cuando ya había apagado la luz y me disponía a dormir, me extrañó la inesperada iluminación exterior. Me picó la curiosidad y miré por la ventana, desde donde podía obtener una vista completa de un cuarto de baño y un dormitorio. Lo que hizo que me quedara clavado mirando fue que, en este último, un hombre muy robusto se estaba desnudando, de espaldas aunque reflejado en el armario de espejo. Colgaba la americana en una percha y se desabotonaba la camisa sacándola por fuera del pantalón. Se sentó en la cama para quitarse los zapatos y, a continuación se sacó los pantalones y la camisa. De nuevo de pie, ya solo con un slip y girado para recoger las prendas que había dejado sobre la cama, pude apreciar la magnífica catadura del individuo: grandote y bastante velludo, con prominentes tetas y barriga. Completó el íntimo striptease, quitándose también el slip y mostrando un culo que no desmerecía del resto. Desde luego, la exhibición se estaba volviendo de lo más excitante, y aún más cuando se puso a examinar su propio cuerpo ante el espejo. Se sobaba con voluptuosidad su delantera y se cogía los huevos y la polla, por lo que podía ver, de buenas dimensiones. Daba la impresión de que se estaba gustando.
 
Pasó luego al baño y su primera medida fue ponerse a orinar. Por la posición en que estaba el váter, mostraba su perfil  y parecía recrearse haciendo que la polla se le moviera sin manos y que el abundante chorro serpenteara. Para escurrir las últimas gotas, se manoseó con tanta delectación que pude apreciar un patente endurecimiento del miembro. Resultaba claro que el tipo estaba caliente y el espectáculo prometía. Se dirigió luego a la ducha que, para mi suerte, también ofrecía una buena visión. Así que me dispuse a contemplar sus hábitos higiénicos. Colocado bajo la aspersión, iba girando para recibir el agua en todo su cuerpo, a la vez que se lo palpaba a gusto. No descuidaba reafirmar la erección, que lucía en todo su esplendor. Aún más, descolgó el mango de la ducha y lo manipuló para que vertiera un único y potente caño. Lo proyectaba a la entrepierna y hacía que la verga rebotara. Después lo pasó atrás e, inclinándose hacia delante, enfocó la raja de su orondo culo. Con una mano la abría para que el chorro diera en la diana del ojete. Esta operación debía proporcionarle un gran placer, ya que la mantuvo un buen rato. Por fin se enjabonó a discreción y repitió similares tocamientos y encauzamientos del agua durante el enjuagado. La seriedad y concentración de su rostro, de barba corta y calvicie pronunciada, contrastaba con la sensualidad con que trataba su cuerpo al recorrerlo con una toalla. Añadió un nuevo elemento a sus cuidados, pues tomó un frasco que, por el uso que le dio, debía contener aceite, y, vertiéndolo en las manos, se lo extendía con lúbrico masajeo. En particular, untaba las tetas y pellizcaba los pezones resbalosos, para pasar luego a frotar huevos y polla, tiesa y abrillantada. Soltó entonces el frasco y cogió un tubo de crema. Una buena porción fue a parar a la raja del culo, donde se perdían los dedos hurgadores. No me cabía duda de que se estaba preparando para alguna actividad sexual, pero ¿esperaría a alguien o se bastaría él solo? La intriga me estaba poniendo totalmente cachondo y hube de controlarme para no hacerme una paja antes de tiempo.
 
Volvió al dormitorio llevando una toalla grande. La extendió sobre la cama y dejó abierto un cajón de la mesilla de noche. Se tumbó entonces coca arriba despatarrado y la polla destacaba pujante entre sus sólidos muslos. Se sobaba y estrujaba las velludas tetas, hasta que echó mano al cajón y sacó dos pinzas con las que atrapó los pezones, con una expresión de dolorido placer. Se giró boca abajo y se restregaba sobre la cama. Su carnoso culo se movía al ritmo de los gestos con los que frotaba la polla en la toalla, como si la estuviera follando. Luego se irguió sobre las rodillas y sacó un consolador de un tamaño considerable. Se echó hacia delante dejando la culata en alto. Se llevó a ella el aparato y se lo fue introduciendo poco a poco. Ya todo dentro, con la mano que lo sujetaba hacía girar la base, sin duda para activar la vibración. Ésta debía ser intensa, como reflejaba la agitación que le provocaba. Habiendo agotado su capacidad de aguante, se desplomó para, a continuación, girarse, manteniendo el culo apretado para que el consolador no se le saliera. La turgencia de la polla había disminuido algo, pero se afanó en avivarla con airosos meneos, al tiempo que daba golpecitos a las pinzas de los pezones. Por fin se lanzó a una masturbación en toda regla, cogiéndose los huevos con la mano libre. Yo, desde mi mirador privilegiado, observaba los estremecimientos de placer y la congestión de su cara, que parecían reproducirse en mí. Ya que, de una forma casi automática, acompasaba a su ritmo el meneo que le estaba dando a mi polla. Así, cuando vi brotar el chorro del vecino, el mío puso perdida la pared bajo la ventana. Ni me planteé siquiera la opción de apartarme, porque mi vista seguía clavada en sus actos posteriores. Así, se extendía la leche por el vientre, limpiándose la mano en la pelambre. Después liberó los pezones de las pinzas con un gesto de dolor. Quedó relajado un breve rato, y no me cansaba de contemplar lo bueno que estaba. Pero se levantó con decisión y, arrastrando la toalla, fue al baño. Tras un rápido enjuague en la ducha y un secado, volvió a salir apagando la luz. Apartó el cubrecama y se acostó. Solo entonces se hizo la oscuridad.
 
Durante varias noches no hubo ningún signo de actividad en el piso de enfrente, pese a que, dominado por la excitación, aguardé al acecho hasta altas horas. Pero, cuando ya me resignaba a pensar que lo sucedido había tenido un carácter excepcional, volvieron a encenderse las luces. Me precipité a mi observatorio y pude ver de nuevo al vecino. En esta ocasión, estaba sacando de una bolsa algunos objetos empaquetados que depositó sobre la cama. Aparte de eso, el hombre empezó a repetir el mismo ritual de la vez anterior, incluidas la meada y la ducha placentera. Pero, una vez hubo concluido de aplicarse el aceite corporal y la crema en el culo, se dirigió al dormitorio y volvió con uno de los paquetes. Al deshacerlo, vi que el contenido era un consolador algo más grande que el de la otra noche, aunque con la peculiaridad de que, en la base, llevaba una especie de ventosa. Efectivamente, la adhirió a un mosaico de la pared, a la altura de su vientre, y el artefacto quedó en ángulo recto. Comprobó su consistencia y se giró apuntándolo al culo. Apoyadas las manos en las rodilla, fu empujando hasta que las nalgas casi rozaban la pared. Entonces empezó a moverse, unas veces adelante y atrás, otras agitando el culo para aumentar las sensaciones. Su lasciva agitación y la expresión de placer que mostraba me excitaron tremendamente, encantado con la novedad.
 
Pero no iba a ser la única porque, una vez quedó satisfecho, apartó el culo y maniobró para despegar el consolador. Aunque, ya suelto, volvió a metérselo y se encaminó al dormitorio, apretando las piernas para sujetarlo. Por lo visto, le gustaba tener el agujero bien relleno. Se ocupó ahora de otro de los paquetes, del que extrajo dos pequeñas medias copas metálicas unidas por un fino cable que, desde una de ellas, se prolongaba hasta un mando, y una especie de elástico para rodear el torso. Se las ajustó sobre cada teta y pareció que fueran unos mini sujetadores. Pero cuando probó el mando, quedó clara su función, pues las tetas se pusieron a temblar como flanes. Lo detuvo, sin embargo, y deshizo el último paquete. Contenía un cilindro en cuyo interior depositó un poco de líquido de un frasquito, y la utilidad del cual no supe captar de momento. Se quedó de pie ante la cama y ahora sí que puso en acción el vibrador de tetas. Se manoseó la polla para darle el deseado vigor y, cuando cogió el cilindro entendí en qué consistía. Era uno de esos aparatos masturbadores que simulan un culo o un coño, según gustos, y en el que se introduce el pene. Es lo que hizo con el suyo y, con las tetas temblando y el manejo del cilindro a dos manos, era una completa imagen de la lujuria. La verdad es que, al menos para verlo, me parecía más estética la forma clásica, pero el debía estar pasándolo de maravilla, por la cara que ponía y el gesto de resoplidos que veía en su boca. Tampoco fue impedimento para que me pajeara bien a gusto, aunque resultara más difícil sincronizar mi corrida con la suya. Y vaya si tuve una buena descarga, más o menos a la vez que él dejaba quieto el cilindro. Sacó la polla y detuvo las vibraciones pectorales. Se le notaba encantado con las novedades.
 
No menos encantado estaba yo con el espectáculo erótico que periódicamente podía disfrutar. Pero no siempre se conforma uno con lo que tiene al alcance. Se me ocurrió asumir el riesgo de hacerme notar de alguna manera, con la descabellada idea de comprobar si su exhibición era más o menos consciente. A partir de ahí, echaba a volar la imaginación sobre las posibilidades que pudieran surgir. Así pues, la próxima ocasión que se presentó, tras constatar que era un hombre de costumbres fijas, encendí la luz de mi habitación y seguí atisbando subrepticiamente. Al principio, pareció no darse cuenta, pero precisamente cuando estaba meando levantó la vista hacia mi ventana. No creo que llegara a verme, aunque su mirada era fulminante. Se precipitó a bajar la persiana y otro tanto hizo en el dormitorio. De este modo, por mi tonta ocurrencia delatora, quedé privado en lo sucesivo de tan caliente pasatiempo. Cuando veía filtrarse luz a través de las persianas, solo me quedaba el consuelo de meneármela pensando en lo que estaría haciendo y en si disfrutaría de más novedades.

domingo, 18 de marzo de 2012

Un ligue con trampa

Una mañana, salí un momento de casa para recoger la prensa en el quiosco de enfrente. Como estoy suscrito no llevaba dinero encima. Al esperar en el semáforo, se me acercó un hombre con una petición curiosa: “Me puede dar algo para el metro. Se me ha acabado la tarjeta”. No pude hacer más que la típica negativa con la cabeza, en este caso justificada, al no tener nada. Pero el individuo me llamó la atención. De unos cuarenta años cuerpo ancho y redondo, no mal parecido, con tejanos y sudadera, asomando algo de vello por el cuello. Cruzó antes que yo y pude ver que repetía la petición con otros transeúntes, igualmente sin éxito. Resultó, por otra parte, que, más allá del quiosco, se había instalado una especie de mercadillo y tuve la curiosidad de pasarme para ver lo que había. Por allí andaba él y pude observarlo con más detenimiento. Llegó a verme y me reconoció con una triste medio sonrisa. Me decidí a abordarlo: “Antes no te he podido ayudar porque, de verdad, he bajado sin dinero”. “No pasa nada. No ha sido usted el único”, respondió. Tuve una ocurrencia: “Si estás un rato por aquí, vuelo y traigo algo”. Vino la sorpresa: “Vale, pero si me da un poco más puedo hacerle una mamada”. Me quedé pasmado y aprovechó para añadir: “Por la forma en que me miraba, pensé que le gustaría”. Ahora repliqué: “No es mi costumbre pagar por esas cosas”. “Si no estuviera necesitado, yo tampoco lo ofrecería”, aclaró. Estaba hecho un mar de dudas, porque encontraba al hombre muy atractivo, aunque una relación así me parecía demasiado fría. “Mira: me gustaría ayudarte”, le dije, “pero eso de sacarme la polla en cualquier rincón y que me la chupes no me hace mucha gracia”. “He dicho eso porque es lo más fácil. Lo que me gustaría es despelotarnos, meternos mano y, si quiere, que me diera por el culo”. “¿Te gustaría, dices...?”. “Claro, me va el rollo. Pero si puedo sacarle algún provecho...”. Me iba calentando e imaginaba lo que habría más allá de esos pelos que asomaban por el cuello, pero llevarlo a mi casa y luego pagarle me seguía dando reparos. Pareció leer mis pensamientos: “Entiendo que no se fíe de meterme en su casa, ni que le jure que soy una persona honrada, y menos después de haberle pedido dinero. Tal vez será mejor dejarlo estar... No soy muy hábil para estas cosas”. Este desenlace no me convencía, así que hice una propuesta algo hipócrita: “Podemos hacer una cosa: nos olvidamos por ahora del dinero; hacemos como que hemos ligado y que te invito a casa; luego me cuentas tus problemas y haré por ayudarte”. Rió ante la retorcida ocurrencia: “Si me tengo que fiar de usted, usted también se fiará de mí”.
 
Así que me lo subí a casa. Nada más entrar me dijo: “Me encanta entregarme en  todo y le aseguro que no es fingido”. “Ya se verá, pero para que empiece a creérmelo, puedes aparcar el usted”. “Vale, pero me daba morbo”. El morbo me lo dio él cuando se plantó ante mí en un voluptuoso ofrecimiento. Olvidé cualquier reparo cuando empecé a palpar por encima de la sudadera y di con el volumen de sus pechos. Metí las manos por debajo y se lo subí; el ayudó sacándoselo por la cabeza. Encontré una camiseta donde se marcaban unos picudos pezones y surgían unos brazos torneados y peludos. Mientras él se la quitaba también, posé una mano en la bragueta, donde encontré una prometedora dureza. Pero volví a concentrarme en su torso que, desnudo, era mucho más carnoso y abundante de lo que parecía vestido. El vello ya intuido desde el principio lo poblaba con generosidad, suavizándose en la transición hacia la espalda. Tomé entre mis manos las resaltadas tetas y no pude resistir llevar también mi boca lamiendo los duros pezones. Resbalé la lengua hasta el ombligo y entonces me detuvo cogiéndome de los brazos. “Ahora me toca a mi”.

Me dejé hacer como un muñeco mientras me abría la camisa y. al echarla hacia atrás, dejaba intencionadamente trabados los brazos con los puños abotonados. Los deliciosos lametones que me aplicaba me erizaban la piel, hasta que me sacó de mi embeleso: “Recuerda que te ofrecí una mamada”. Y con destreza me bajó la cremallera del pantalón y hurgó para sacarme la polla. “Así me gusta: tiesa y mojadita”. Casi me molestó el recordatorio y que pretendiera despacharme de esa forma, pero añadió: “No te preocupes, que no voy a hacerte correr todavía. Es para que veas lo buen chapero que soy”. Pese a que insistiera en el tema que me irritaba, me olvidé de todo cuando empezó a succionar con una habilidad increíble. “¡Para, por favor!”, tuve que llegar a decir. “¡A la orden! Pero deja que te quite del todo la ropa y así estarás más suelto para descubrir lo que te falta de mí”. Con presteza me dejó en cueros, y aún comentó: “Luego te comeré el culo; ya verás lo bien que lo hago”. Se entregó a mi lúbrica curiosidad cruzando las manos tras su nuca. Al despojarle del pantalón, surgió el slip que delimitaba un sucinto triángulo entre el pubis y los muslos, resaltando su abultado contenido. Hundí la cara en él y aspiré el húmedo calor que desprendía. Pero quería conocer todo e hice que se girara. Encontré un culo espléndido de sinuosas formas tapizado de vello. La sombreada raja se había tragado uno de los lados del slip. Tiré hacia debajo de éste y me desboqué con besos y mordiscos. “No te lo comas todo, que luego lo necesitarás en buen uso”, advirtió con sorna. Volví hacia su sexo liberado del slip. Sobre unos huevos rotundos, bien pegados a la entrepierna y velados por el pelo espesado, se erguía una polla gruesa y no muy larga. El capullo descubierto y brillante fue un imán para mi boca, que amoldó los labios a su contorno. “Me gusta que te guste..., pero luego la vas a disfrutar más”. Su recurso a ir aplazándolo todo para más adelante me excitaba sobremanera y doblegaba mi voluntad. “¿Vamos a seguir aquí de pie o me vas a llevar a tu cama? El precio es el mismo...”. ¡Y dale con las dichosas alusiones que avivaban mi mala conciencia por el sexo de pago! “Te llevo, pero no estás cumpliendo lo pactado de no hablar ahora de eso. “Perdona..., pero es que soy tan putón”, remachó. ¡No había manera! ...y yo más caliente que un mico.

En la cama nos revolcamos sin dar tregua a manos y bocas. Su furor y osadía eran contagiosos y no dejábamos parte alguna del cuerpo sin palpar ni saborear. Rodábamos unos sobre otro, o bien contraponíamos cabezas y pies. Con mi cara entre sus muslos, chupaba y lamía los huevos y el ojete, sintiendo que él hacía lo mismo conmigo. La mutua comida de pollas estuvo a punto de hacernos estallar, aunque él pareció tenerlo todo planificado: “Me puedes sacar la leche como más te guste, pero a ti te pondré bien excitado para mi culo... Y que sepas que me recupero con rapidez”. Se tendió con provocadora indolencia y, con las piernas abiertas, se tocaba los huevos haciendo oscilar su polla tiesa. “Todo tuyo. Toma lo que quieras”, me retó. Aquella joya gorda y jugosa me invitaba a extraerle toda su sustancia. La lamía cubriéndola de saliva y la torneaba con mis manos. Cuando la engullía le apretaba a la vez los huevos y sentía su contracción en mi paladar. Me debatía entre prolongar el saboreo o acelerar la corrida. De nuevo intervino: “Me has puesto burro total, así que aprovecha”. No paré ya de chupar y, cuando todo su cuerpo se estremeció, la leche inundó mi boca. “No te la quedes toda y compártela conmigo”, tiró de mi hasta que mi cara estuvo frente a la suya y me metió la lengua para relamer su propio jugo. Desde luego, estaba desplegando un erotismo envolvente y ya ardía en deseos de poseerlo. Una vez más adivinó mi pensamiento: “Ya sé que estás que te sales, pero voy a prepararte bien. Te comeré el culo, como te dije, que es mi especialidad”. Me hizo doblar las rodillas y se colocó detrás de mí. Su lengua empezó a cosquillearme de una forma deliciosa y cuando la aplicó a mi raja pareció que, misteriosamente, se hubiera alargado y afinado, por la intensidad con que me la repasaba. Los toques que le daba al ojete, húmedos y calientes, me electrizaban y la corriente me llegaba hasta la polla, que se tensaba al máximo. Paró a tiempo porque, si hubiera insistido más, habría llegado a correrme.
 
“Creo que ya estás a punto para cebarte con mi culo. Babéamelo bien para que te entre hasta el fondo”. Obedecí como un autómata y me encaré a esa maravilla que había resaltado en alto. Sobé y lamí con ansia, profundizando con la lengua en la raja, seguro que no con su maestría, pero inflamado de deseo. “Ya me lo siento todo mojado ¡Fóllame con ganas!”. No lo hice esperar y me eché sobre él clavándome con fuerza. “Un poco bruto, pero ¡cómo me gusta!”. Me enervaba con su pose achulada y follándolo me desfogué. Le arreaba con todas mis fuerzas, sacaba la polla, me la meneaba y volvía a entrarle de golpe. “¡Te guste o no, no voy a parar hasta quedarme seco!”. “¡Uy, eso es lo que quiero; que me lo llenes de leche!”. Mi calentamiento  llegó al máximo y noté que mi capullo palpitaba expulsando lo que pugnaba por salir. Me mantuve dentro hasta que me aflojé y la polla resbaló. Agradecí la ausencia de comentarios, aunque, con un gesto morboso, se pasó un dedo por la raja y lo lamió.
 
Permanecimos tumbados uno junto a otro, ya relajados. Quise ser yo quien abordara la segunda parte del acuerdo. Así que le dije: “Bueno, ahora hablemos de lo tuyo”. “¿Qué mío?”. “Lo que no has dejado de recordarme muy inoportunamente”. “¡Ah! ¿Te lo habías tomado en serio? Si era solo mi forma de ligar, que me da mucho morbo... Te vi salir a la calle y se me ocurrió enredarte”. “¡Coño, vaya gracia! Casi me amargas el polvo”.  “Pues no sabes lo cachondo que me ponía verte amortizar la inversión”. “¡Putón de pacotilla...”. “¿Te crees que gordo y mayorcete como soy me iba a ganar la vida haciendo chapas?”. Pensé pero no dije: “Yo, llegado el caso, no habría escogido otra cosa”.


martes, 13 de marzo de 2012

Intercambio de colchones

Tuve necesidad de renovar el colchón de mi cama, no porque fuera demasiado viejo, sino por la vehemencia de ciertas efusiones sobre él. Con el volumen de mi amigo Javier y los arrebatos que le daban, el pobre colchón se había expandido hacia los lados. Escogido el recambio, en la tienda quedaron en que me llamarían para concretar la entrega y la recogida del antiguo. Lo hicieron justo la mañana del día en que Javier iba a venir para hacer la comida y pasar la tarde. Confié en que el intercambio sería a primera hora y que, cuando llegara Javier, ya estaría colocado. Pero el tiempo corría sin novedad y al fin apareció él, dispuesto a poner en práctica su arte culinario. Por la hora que se había hecho, pensamos que no iban a cumplir lo acordado. Así que, con su atuendo de cocinero, que solía ser no llevar absolutamente nada encima, Javier se dedicó a sus menesteres. Pero de forma imprevista sonó el timbre y decidimos dejar cerrada la puerta de la cocina. Acudí a abrir y parapetado tras el colchón había un tiarrón impresionante, que lo llevaba como si fuera una colchoneta hinchable. Hasta lamenté que Javier se lo fuera a perder. Lo dirigí por el pasillo hacia el dormitorio, donde hizo el intercambio de colchones sin más ayuda que sus poderosos brazos. Era un tipo simpático que, incluso, hizo una broma de doble sentido sobre el estado del colchón desechado. Pero, sobre todo, destacaban sus formas recias y lo que intuí cuando, en un gesto maquinal, se ajustó el paquete.

Probablemente Javier pensó que la operación duraría algo más y, necesitando algo del comedor, salió de la cocina. Fue el momento en que el portador del colchón viejo salía del pasillo y se encontró con su procaz figura. La sorpresa fue tal que el colchonero perdió el equilibrio, se le descontroló el colchón y ambos cayeron desencajados entre la estantería y la mesa. Como yo iba detrás, pude presenciar que, acuciado por la urgencia y sin pensar en el pudor, Javier acudía raudo en ayuda del caído.

Era todo un espectáculo verlo en cueros vivos tratando de levantarlo. Tarea que no resultaba fácil no solo por el peso muerto del colchonero, que superaba al suyo, sino porque, empotrado entre el colchón doblado y la estantería, le había quedado trabada una pierna debajo de ésta. Desde luego, a Javier no se le pudieron pasar por alto las cualidades del accidentado, quien, a su vez, no salía del asombro por la lúbrica aparición. Colaboré tirando del colchón para dejarles más espacio. El colchonero intentó girarse para ponerse de rodillas y conseguir algo de equilibrio. Pero la pernera del pantalón debía haberse enganchado en un clavo de los bajos de la estantería, que tiró de aquél, arrastrando también parte del calzoncillo.

El caso es que Javier, para soltar el enganche, tenía la cara a pocos centímetros del peludo culazo emergente. No fue de extrañar que, al enderezarse, su polla hubiera experimentado un evidente engorde. Al fin el colchonero quedó sentado sobre una esquina del colchón. Su mirada no dejaba de recaer en los ostentosos atributos de Javier, que pergeñó una excusa, aunque sin el menor gesto de cubrirse: “¡Vaya estropicio que he provocado! Si lo llego a saber no salgo de la cocina”. “No, es que no sabía que había alguien más y me ha cogido por sorpresa...”, disculpó el colchonero. Ambos parecían obviar que el quid de la cuestión había estado en la desnudez integral de Javier, en cuya exhibición persistía, luciendo de paso también el gordo culo, mientras recogía con provocador y parsimonioso recochineo las cuerdas que habían sujetado el colchón para su porte.

Tercié con una mezcla de preocupación y malicia: “Tendrías que ver si hay alguna herida en la pierna”. Con ademán acogedor, Javier le tendió la mano para ayudarlo a levantarse. Sí que debía tener al menos un golpe porque cojeaba levemente. Pero lo más llamativo era que, también por delante, el pantalón le había quedado bajo al nivel del pubis, lo cual, unido a que la camiseta se le había subido, ofrecía la perspectiva de algo más que una oronda barriga ornada de vello. Levantamos el colchón y lo dejamos apoyado en vertical sobre una pared.

Me regodeaba viendo cómo Javier desplegaba sus redes de seducción y aprovechaba la turbación que le provocaba al colchonero. El examen de la pierna fue un paso más. Sentado en una silla, fue a subirse la pernera, pero le ajustaba demasiado. “Mejor si te los quitas ¿no?”, recomendó Javier en tono aséptico. Pareció que al colchonero se lo fuera a tragar la tierra ante tal tesitura. Quedó claro el motivo de su zozobra cuando no tuvo más remedio que obedecer: un lateral aflojado del slip no había resistido la presión y dejaba fuera la polla tiesa. La visión constante del descaro de Javier había sido más fuerte que las penalidades sufridas. Todo iba pues desarrollándose en una sucesión lógica de causa y efecto. Al fin y al cabo, si estaba resultando de lo más natural que Javier se moviera en pelotas y empalmado por todo el escenario, tampoco iba a extrañar que el colchonero lo llegara a estar también.

Por mi parte, decidí mantenerme en un segundo plano porque, aunque el colchonero era un ejemplar soberbio, veía que el combate se libraba en la atracción mutua que se generaba entre ellos dos. El espectáculo valía la pena y ya tendría ocasión de desahogar la excitación que me producía. Así que me quedé en un papel celestinesco y, al ver que, más allá del slip estirado, efectivamente había un rasguño en la pantorrilla, dejándolo en manos de Javier dije a éste: “Voy a traer agua oxigenada. Tú que sabes de eso, mira si tiene alguna luxación”, atribuyéndole unos presuntos conocimientos. Empleé pocos segundos y, al volver, la escena era la mar de tierna: el colchonero sentado con la pierna estirada sobre los muslos de Javier, ya que éste se había puesto en cuclillas y se la examinaba a fondo, llegando a rozarla con la polla. La expresión del colchonero era ya una mezcla de azoramiento y agrado. Cuando le entregué el frasco y el algodón, Javier limpió con todo cuidado la herida. La forma en que pasaba el algodón bien empapado era pura voluptuosidad. Para colmo iba soplando como si el líquido fuera alcohol y hubiera de escocer, lo que erizaba el vello de la magnífica pierna. El pobre colchonero, en plena calentura y disimulando la pujanza en su entrepierna, se debatía entre quedarse a verlas venir o tomar alguna clase de iniciativa.

Súbitamente, en un arrebato de sofocación, el colchonero tiró de la ropa medio enrollada que aún le cubría el torso y se la sacó por la cabeza. Ya no quedaba más para el ataque, pues Javier lo secundó bajándole del todo el slip. El colchonero se quedó quieto y dejó que ahora fueras Javier quien se explayara con la contemplación de su entera desnudez. Desde luego, reveló un cuerpo impresionante, con gruesas y peludas tetas. Fue de lo más excitante ver cómo la boca de Javier tomaba ya posesión de la verga, al tiempo que alzaba las manos para sobar y estrujar los pechos, buscándole la mirada. Dejada atrás ya toda su contención, el colchonero resoplaba de gusto y se cogía a los brazos de Javier. Frenó las ansiosas chupadas y tiró de éste para que se levantara. A quien le había costado tanto arrancar, ahora le entró un verdadero furor. ¡Qué olvidada quedaba su lesionada pierna! Como Javier había sido la causa de sus males, se abalanzó sobre él y, manejándolo como si fuera un muñeco, se desahogó con magreos y achuchones. Le daba fuertes palmadas al culo y Javier debía estar deleitándose pensando en el momento en que recibiría su magnífica verga.

Ya en plena forma, tumbó el colchón en el suelo e hizo caer panza arriba a Javier. Se abalanzó sobre él, inmovilizándolo con su peso y volumen, que superaban a los de Javier. Le sujetaba los brazos y le comía las tetas, arrancándole gemidos. Luego bajó y, separándole las piernas, hundió la cara entre los muslos para lamerle los huevos. La polla de Javier le golpeaba la frente y por fin la engulló con boca ansiosa hasta pegar los labios contra el pubis. Javier se estremecía de gusto y daba palmadas sobre el colchón. De pronto el colchonero se irguió y, apretándose contra Javier, juntó las dos pollas con las manos y las frotó. La sorpresa vino para mí porque, al verme en mi discreta posición, me interpeló: “¿Tú qué, solo mirando? ¡Ven para acá y saca esa polla!”. Nada más estuve a su alcance, me echó para abajo el pantalón del chándal –que llevaba desde el principio y que precisamente me había puesto para recibirlo de forma respetable–, me atrajo y alcanzó mi polla con la boca, mientras seguía manoseando las otras dos. Mira por donde, no le bastaba Javier y yo tenía así premio. Aproveché entonces para quedarme como ellos, es decir, en pelotas, y sobarle los peludos pecho y espalda.

El colchonero dejó la boca libre y me interpeló: “Tu cocinero tiene un buen culo ¡Menudas folladas le arrearás!”. Contesté para allanar el camino: “También le gusta la variedad...”. “Pues ayúdame a sujetarlo, que le voy a dar una variación... Para que vea lo que pasa cuando se sorprende a la gente como él lo ha hecho”. Yo sabía de sobras que no hacía falta sujetarlo, porque ser poseído por un tipo como aquél era el colmo de su voluptuosidad, pero gustoso colaboré en dar la vuelta a Javier y, de hinojos tras su cabeza, mantenerlo cogido por los hombros. Como mi polla quedaba frente a su cara, la buscó con la boca, como alivio de la tensión por el ataque esperado. El macizo colchonero se preparaba ya. Empujando con las rodillas, separaba los muslos de Javier y se la meneaba con energía para asegurar la dureza. Escupió varias veces en su mano para humedecer la verga y también le metió un dedo ensalivado para suavizarle el agujero, lo que ya le provocó a Javier los primeros estremecimientos. No fue demasiado brusco en la embestida inicial. Con la polla sujetada para atinar, iba dando lentos golpes de cadera. Pero cuando abrió camino dilatando a Javier, los gimoteos  de éste se desataron, para convertirse en un aullido al sentirla toda dentro. Aparté mi polla de su cara como precaución y le apreté los hombros. “¡No te quejes, que te gusta, golfo!”, fue la amonestación del follador. “¡Síííí...!”, la respuesta fue elocuente. Con esta confirmación, el colchonero no necesitó más para que su verga se convirtiera en un émbolo y, a medida que lo accionaba, las imprecaciones de Javier se mezclaban con sus resoplidos. La posición privilegiada en que me encontraba me ofrecía una perspectiva de lo más excitante. Javier llegó a implorar: “¡Córrete de una vez!”. “¡Con este culo tan caliente no tardaré en llenarte, no!”. Pronto dio el bufido final y Javier constató: “¡Joder, qué lechada has largado! Me siento inundado”. “¡Qué bueno eres para follarte! ¡Cómo disfrutará tu amigo contigo!”. No pude menos que darle la razón.

Los tres caímos boca arriba sobre el maltrecho colchón. El colchonero blandiendo la polla morcillona y goteante; Javier sobándose la tuya para alzar la lanza después de la batalla, y yo, con un empalme punzante. Aún bromeó: “¡Vaya manera de calentaros a mi costa, eh!”. Y se puso a manoseárnoslas. “Voy a tener que descargaros...”, reflexionó. Se dirigió a mí: “A ti te la voy a mamar, que para dar por culo ya tienes a tu hombre”. ¡Vaya si me la mamó! Se la metía hasta la garganta cogido a mis huevos y sorbía como una aspiradora. Estaba yo tan recalentado que, sin previo aviso, me vacié en su boca. Cuando hubo tragado, protestó: “¡Coño, eso se avisa que casi me sale por la nariz!”. Pero se relamía la leche de los labios. Javier entretanto se revolcaba  esperando agitado su turno.

Como con los meneos a su polla Javier la había puesto al rojo vivo, el colchonero lo conminó: “Deja la manita y a ver si eres tan bueno dando como tomando”. Javier no podía desear otra cosa en ese momento y se encaramó a su grupa. “Entra directo, que tengo ancho el conducto”. Así, sin ni siquiera saliva, se clavó de un solo empujón. “¡Uah, bien, bien!”, lo animó. Y Javier correspondió con fuertes y continuados golpes de cadera. “¡Vaya culo tienes; cómo me calienta la polla!”, farfulló. Aunque con la tensión más calmada, me coloqué detrás de ellos para no perderme la amalgama de culos en acción, a cual más deseable. La corrida fue anunciada con un bufido y una contracción de los glúteos, así como celebrada por el receptor: “¡Ya estamos en paz: leche por leche y culos contentos!”.

Lo curioso del caso fue que, apenas recuperamos todos el equilibrio, el colchonero recogió su ropa, se vistió rápidamente, levantó el colchón con si fuera una pluma y se lo echó encima. “Bueno, que disfrutéis el nuevo colchón”. Se encaminó hacia la puerta, que hube de abrirle, y tras guiñarme un ojo, se dirigió al ascensor.

Como soy aficionado a darle vuelta a las cosas, reflexioné que, aunque el folleteo a todos nos iguala, cada individuo tiene su misterio. Y el colchonero había sido un ejemplo. No solo por su reacción última, sino también por el contraste entre su pusilanimidad inicial tras el incidente de la caída y el desparpajo sexual que mostró luego. El rompecabezas me lo guardé para mí, porque Javier ya tenía bastante con el disfrute de la imprevista aventura y, además, se afanaba en la cocina para recuperar el atraso en la comida.



lunes, 5 de marzo de 2012

Un helicóptero muy peculiar

Hay cosas que uno supone que solo pasan en las películas americanas donde, en rascacielos acristalados, se cuelgan esforzados limpiadores, dando lugar a escenas de espionaje y, cómo no, eróticas. Pues bien, resultó que recibí una comunicación de la administración de mi finca avisando de que se iba a proceder  a una revisión de la fachada y los huecos interiores. Efectivamente, a los pocos días, pude ver que unas cuerdas con sus correspondientes anclajes se deslizaban por delante de mi balcón, y en ellas iba desplazándose algún que otro operario. Apenas les presté atención por parecerme excesivamente jóvenes y delgados para mi gusto. Sin embargo, cuando llegó el momento de ocuparse del hueco al que daban las ventanas de una habitación y del baño de mi piso, observé que el método era distinto. En lugar del descuelgue por cuerdas, se usaba una especie de plataforma que podía subir y bajar mediante un mecanismo de poleas. El descubrimiento de esto último, por lo demás, fue acompañado de una grata sorpresa. Al entrar en la habitación interior, me encontré con que, enmarcada por la ventana, aparecía una oronda y peluda barriga, sin duda descubierta por la elevación de brazos de su poseedor. Asimismo, en los pantalones algo bajados se marcaba un paquete de lo más estimulante. Para colmo, cuando se giró, agachándose para coger algo, mostró parte de la raja del culo, con un piloso sombreo.
 
No pude resistir la tentación de darme a conocer de alguna manera. Pero temí que, si abría de golpe la ventana, podría darle un susto en su peligrosa situación. Así que, con unos golpecitos en el cristal, traté de llamar su atención. Enseguida, al inclinarse para mirar, llegué a ver el resto del cuerpo: un madurote rellenito con un rostro agradable y barbita con alguna cana, que sonreía con cordialidad bajo el casco protector. Fue entonces cuando abrí y, tontamente, le pregunté: “¿Qué tal va?”. Contestó con simpatía: “Pues ya puedes ver: aquí subido al helicóptero”. “Al menos no tienes que colgarte como tus colegas”. “Como yo no soy tan atlético, me montan aquí para una zona menos comprometida”. Me estaba gustando el hombre y me sabía mal dejar la cosa ahí. De manera que añadí: “Pues ya sabes: si te hace falta algo no tienes más que llamar al cristal”. “Muy amable, hombre. Y tranquilo, que no me colaré por ninguna ventana”. “Bueno, tampoco tengo nada que ocultar...” ¿Sonaría a insinuación?
 
Al día siguiente, cuando me levanté, vi que los cordajes de sujeción estaban más desplazados hacia la ventana del baño, pero no había ninguna plataforma. Como enfrente solo hay una pared ciega, nunca me había ocupado de poner una cortina. Me dispuse a ducharme y, a pesar de ruido del agua, pude oír el crujido de las poleas. Quedé expectante y, al poco tiempo, vi que lentamente iba pasando en ascenso por la ventana la cabeza del operario, el cuerpo con la mano manejando el mando que debía activar el mecanismo y, por último los pies sobre la plataforma. Pensé que no habría mirado hacia el interior, pero, para mi sorpresa, la detención fue momentánea, porque de pronto el ascenso se convirtió en descenso, que dejó la cara enfrentada a la ventana. Hice como que no me daba cuenta de su subrepticia maniobra y él rápidamente reajustó la altura y dejó visible solo el cuerpo. Me hizo gracia que, creyendo que todavía no lo había visto, aprovechó para reajustarse la ropa, y no me cupo duda de que lo hacía para quedar más insinuante. La exhibición de barriga era tan vistosa o más que el día anterior; no ya por una casual subida de brazos, sino por el truco de arrugar hacia arriba el polo. La cintura del pantalón sufrió, en cambio, una bajada, y un rápido estirón desde atrás hizo más evidente el paquete. El hombre se había preparado en unos segundos para el momento en que yo lo viera. ¡Y vaya si lo estaba viendo, que hasta inicié una erección! La ocasión era óptima y no la iba a desaprovechar. Directamente desde la ducha, me asomé a través del cristal y golpeé con suavidad. Parecía que lo estuviera esperando, porque enseguida se agachó y miró un poco azorado. Con estudiada naturalidad, para que pudiera verme a gusto, le hice un gesto de espera con la mano y me distancié de la ventana, entreteniéndome en buscar una toalla. Entretanto, él se había puesto en cuclillas aguardando, como si pensara “si no le importa, a mí menos”. La toalla escogida era pequeña y solo me sequé un poco la cara. Entonces abrí la ventana y, por la posición en que estaba, a mayor altura que yo, le quedaba el paquete, marcado entre las piernas flexionadas, a escasa distancia de mi cara, y más abultado que antes. Se me anticipó a hablar: “Buenos días. Hoy me tocaba esta parte y vaya indiscreción la mía...”. Había que mantener el tono: “Son gajes del oficio. Pero ya te dije ayer que no tenía nada que ocultar”. “Pues no sabes la envidia que me ha dado, con el calor que hace de buena mañana. Y ese fresquito que se nota debe ser del aire acondicionado”. “Aprovéchalo un poco, si quieres... Pero cambia de postura, que se te van a dormir las piernas”. Ahora se sentó el la plataforma con las piernas colgando. Exageraba los gestos de sofoco, subiéndose el polo para airearse. “Si no fuera porque tenemos que llevar la ropa de trabajo, vendría con pantalones cortos”. “Con lo bien que te quedarían...”, repliqué mirando los sólidos muslos, y sonrió. Alargué la conversación: “¿Estás tú solo aquí?”. “Sí. Dijeron: el gordito al patio, y me apaño a mi aire”. “Bueno, mejor así. Y ya he visto que manejas muy bien el helicóptero, como tú lo llamas”. “No tiene secretos, y cuando te acostumbras, dan lo mismo diez pisos que dos”. No era cuestión, sin embargo, de perderse en consideraciones técnicas. “¡Oye! Yo voy a desayunar ¿Por qué no pasas y tomas algo”. “¡Uf! Ya me apetecería, pero es que estoy muy sudado... “. “Más cerca la ducha imposible. Anda, entra y te quedas como nuevo”. Lo ayudé a soltarse los arneses y a saltar por la ventana, tocándolo en las piernas y en los brazos por primera vez. Se le notaba algo atolondrado y, mientras recobraba el equilibrio, me ceñí una toalla a la cintura. No por pudor, pero el palique en la ventana había hecho su efecto en mi polla y no quería ser tan explícito de momento. Cierto, que de buena gana me habría abalanzado sobre él, lo habría despelotado y me habría metido también en la ducha. Sin embargo, estaba disfrutando con el juego de seducción, que parecía ir viento en popa, y me excitaba alargarlo. Por eso, aunque ya se había quitado el polo – ¡uf, qué tetas peludas!–, preferí respetar su intimidad y salir del baño. “Espero que disfrutes; ya ves las toallas... Voy a la cocina”. Salí del baño dejando la puerta abierta y, ya fuera, pregunté: “¿Qué te apetece tomar?”. “Me encanta la leche fresca”. Fuera o no indirecta, me dije que la tendría. Él tampoco cerró la puerta y, al poco de oír el ruido del agua, no pude resistir la tentación de asomarme: “¿Todo bien?”. La pregunta era redundante, porque lo vi espléndido bajo la ducha, confirmando mis intuiciones: estaba para comérselo. No le inmutó mi aparición y contestó alegre: “¡De maravilla!”. Volví a aplacar la llamada del instinto.
 
En la cocina, nervioso, saqué de todo lo que pudiera servir para un desayuno, aunque en lo que menos pensaba en ese momento era en comida. No tardó en aparecer, e imitaba mis anteriores maniobras desinhibidas en el baño, porque solo se secaba la cara con una toalla pequeña. Ahora sí que veía al completo sus atractivos: una pilosidad muy bien repartida adornaba sus firmes redondeces y el sexo destacaba entre sus muslos con apetecible turgencia. Quiso darle naturalidad a su frase: “Mejor no me pongo ahora la ropa sudada ¿verdad?”. “Ni falta  que te hace”, respondí por decir algo y sin quitarle el ojo de encima. “¿Y tú qué”, me sorprendió, pues casi había olvidado que seguía con la toalla a la cintura. Como me pilló con una taza en cada mano, ante mi sonrisa, tiró suavemente de la toalla, que cayó al suelo. “Tampoco a ti te hacía falta”. Debía ser de la misma opinión que yo de que al morbo es mejor darle su tiempo, porque, tras su mirada complacida, exclamó: “¡Bueno! ¿Dónde está esa leche?”. Me reí con ganas y la saqué de la nevera.
 
Nos sentamos en sendos taburetes junto a la barra donde había dispuesto el desayuno. Ambos encarados y recreándonos en el deseo recíproco que desataba la seductora visión del otro. Mientras dábamos cuenta de manera casi mecánica de la colación, nuestros sexos, ya exacerbados, se reclamaban mutuamente. Cuando lo vi beber con delectación el vaso de leche, me deslicé del taburete y, con un beso, libé también de su boca. No dejé que él se bajara y empecé a recorrerle el cuerpo con las manos y los labios. Sobaba, lamía y chupaba, y él, mimoso, se dejaba hacer, abrazándome a su vez. La posición en que se encontraba, sentado hacia el borde del taburete y con los talones sobre el reposapiés, era inmejorable para mi lujuria. Separándole los muslos, me lancé a degustar sus huevos y su polla, que se erguía desafiante. Él resoplaba de placer sintiéndose tan vehementemente agasajado. Poco a poco fue resbalando hasta quedar de pie y deseoso de seguir gozando de mis arrebatos, me retó: “Si me comes el culo, me volverás loco”. Se giró y echó la barriga sobre el taburete; separó las piernas y, con una mano, se acarició el culo libidinosamente. Me lancé al ataque de esa superficie oronda y de suave pelaje. Lamía, mordisqueaba y, cuando tomaba aire, palmeaba resaltando su color. Arrastré la lengua por la raja sombreada y, con las dos manos, la abrí para hundir la cara en ella. Intensifiqué el manejo de mi boca, alcanzando el ojete. Se estremecía y agarraba con fuerza las patas del taburete. “¡Oh, oh, qué gusto! ¡Eres una fiera!”. Disfrutó un rato más, hasta que estalló: “Te dije que me volverías loco... ¡Ahora verás! ¡Te voy a comer vivo!”.
 
Se incorporó y se enfrentó a mí. Quiso tomar de mi boca su propio sabor y me besó apasionadamente. “¿Me llevas a tu cama?”, y se dejó guiar abrazado a mi espalda; su polla rabiosa me iba golpeando. Cuando llegamos, me cogió por los hombros y me hizo caer boca arriba. Quedó de pie unos instantes mirándome con deseo. “Te has puesto las botas con mi polla y mi culo. Ahora me toca comer a mí”. Se me echó encima y parecía que moldeaba todo mi cuerpo con sus recias manos; a la vez chupaba y mordisqueaba a conciencia. No se dejaba ni brazos ni piernas, lamiendo hasta las axilas y los dedos de los pies. Me entregaba a tan completo repaso al borde del delirio y aún faltaba lo que él había dejado para el final. Mi polla, estallante de excitación, fue sorbida por su boca, arrancándome un grito. Hacía girar la lengua por el capullo con un efecto estremecedor. Se trasladó luego a los huevos, que succionaba enteros, con el escalofriante efecto de que se los fuera a tragar. Tiraba de mis muslos hacia arriba para acceder a la raja y lamerla a fondo, con un irresistible cosquilleo. De pronto, se interrumpió y dio un resoplido, como necesitado de respirar. Con agilidad se puso en cuclillas sobre la cama, con las piernas a ambos lados de mi cuerpo, hasta situar el culo sobre mi polla. La dirigió con una mano y súbitamente estuve dentro de él. Se movía provocando una intensa frotación, al tiempo que me estrujaba las tetas, aunque no tardó en decir: “Disfruta, pero no te llegues a correr. Ya sabes que me gusta beber leche fresca”. “Pues, como me estás poniendo, ésta va a salir ardiendo”, repliqué. Observaba mi rostro y, cuando vio que se tensaba, me dejó la polla libre y retrocedió hasta atraparla con los labios. Sus chupadas dieron el toque final y expulsé mi fluido que se expandió dentro de su boca. Cuando acabó de tragar, dijo risueño: “Algo caliente sí que estaba, pero rica, rica...”.
 
Fue retrepando por la cama para quedar a mi altura. Ahora yo lo abracé y tuve el deseo de besar su pecho. Al pasar la lengua por los pezones, se ponían duros. “Otro de mis puntos débiles. Muérdelos a gusto mientras no me los arranques, que les tengo cariño”. Le tomé la palabra y los chupé y mordisqueé con fuerza. Él gemía pero, a la vez, se puso a meneársela. “¿Pretendes apañártelas tú solo? ¡Trae para acá?”, y cambié de tercio para trabajarle la polla. La dejó en mis manos y, mientras con una le apretaba los huevos, otra la frotaba desde el capullo a la base. Él resistía mis manipulaciones pellizcándose los pezones. Yo chupaba la punta y la cercaba con la lengua, salivando en abundancia. “¡Me das más subidón que el helicóptero, tío! ¡Va a salir leche batida!”, iba exclamando. “No me hagas hablar, que estoy ocupado”, y engullí la polla entera. Me llegaba hasta la garganta, subiendo y bajando para respirar. “¡Cariño, que me estalla el gusto!”, gritó. Un fluido cálido y espeso me fue inundando la boca hasta casi desbordarla. Tragué con avaricia y recogí con la lengua lo que rebosaba. “¡Menuda corrida! ¡Eres un semental!”. “Ven, que te voy a limpiar la boca”; con un beso profundo rebañó toda mi cavidad. Quedamos uno junto a otro, exhaustos y lánguidos. Volvió entonces a la realidad: “¡Joder, y esto en horario laboral!”. Se sentó en la cama. “Me doy un remojón, me visto y para fuera”. Se levantó de un salto, dedicándome una sonrisa. Lo seguí hasta el baño y lo contemplé mientras se duchaba. Me dedicaba gestos provocadores al lavarse la polla. Lo ayudé a secarse, aunque me advirtió: “¡Cuidadín, que me pierdes!”. Miró con desagrado su ropa de trabajo y se la fue poniendo. Tras un beso fugaz, trepó hacia la plataforma. Le dije: “La próxima vez no hace falta que entres por una ventana,...aunque tiene su morbo”.

jueves, 1 de marzo de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días FINAL

(Continuación) La broma de la venta ficticia del esclavo no dejaba de responder a una inquietud más profunda por mi parte. La prolongada convivencia, todo y las comodidades que comportaba, y no digamos las placenteras expansiones, no dejaba de resultarme un tanto agobiante. Mi natural sentido de la independencia se veía lastrado por su presencia continua y, quieras que no, me sentía implicado en sus irreflexivas ocurrencias. Por supuesto, no se trataba de sacarlo a la venta ni de ponerlo de patitas en la calle. Me consideraba lo suficientemente responsable de su destino para que solo fuera imaginable una salida que no me creara mala conciencia y no fuera traumática para él.

Vi algo de luz a raíz de su vuelta de una visita, para una revisión absolutamente innecesaria ya, al amigo traumatólogo. Sabía de sobras en qué habría consistido el repaso pero, al margen de sus escabrosas crónicas, hizo unos comentarios que me parecieron muy significativos: “¡Hay que ver qué encanto de doctor! Y el tiempo que me dedica; hasta parece que le sepa mal que me vaya. Además, en esa consulta tan acogedora, en la que se apaña él solo, se está la mar de bien. No sé si me explico...”. Reí para mis adentros, pues bien conocía que esa recoleta consulta la usaba el amigo para atender a “pacientes especiales”.

Me decidí a sondear discretamente al médico y lo llamé para que mi recibiera. “En mi consulta privada, supongo...”. “Por supuesto”. Era el lugar más idóneo. Me acogió con afecto... y algo más. Llevaba su bata de las grandes ocasiones, es decir, sin nada debajo. “Hacía tiempo que no nos veíamos tú y yo...”. Y, mientras nos besábamos, me echó mano al paquete. No me extrañaba que el esclavo le tuviera tanta querencia, porque era un volcán sexual. Aunque no fuera el principal motivo de mi vista, a nadie le amarga un dulce y éste era de los que te dejan a gusto. Así que, adelante; ya habría tiempo para las cosas serias. “Enseguida sabes el miembro que necesita tratamiento ¿eh?”. “Y tú también sabes dónde me lo voy a meter para una resonancia magnética”. A mi vez, hurgué por dentro de la bata y enseguida di con el pollón que tanto había alborotado el culo del esclavo. “Anda, desnúdate que te daré un repaso”, ordenó el doctor. Obedecí gustoso y, sobándome y lamiéndome por donde pillaba, me arrinconó contra la mesa. “Te voy a poner a punto, que el culo se me pone carnívoro”. “¡Y cuándo no en ti! Aunque igual echas de menos la de nuestro común amigo”. Así lo nombré por primera vez. “Una polla en el culo es una polla en el culo; no hago comparaciones”. A todo esto me iba dando unas lamidas a los huevos y una chupadas a la polla que me estaban poniendo a cien. De pronto me entraron unas ganas irreprimibles de comérsela a él. “Ven para acá, que primero voy a dejarte amansado y lubricado con tu propia leche”. Lo forcé a cambiar de posición y me volví loco disponiendo de su espléndida verga. Me atragantaba jugando a meterla entera en mi boca y hacía lo mismo con los huevos. Luego me centré en una chupada enérgica y continua, agarrándolo por el culo. “¡Joder, me vas a dejar seco!”. No estaba yo para respuestas y era precisamente eso lo que pretendía. “¡Lo conseguiste, mamonazo!”. Y la boca se me llenó de leche. Sin permitirse un respiro, él mismo tomó posiciones y me presentó el culo. “¡Venga, que me hace chup, chup!”. Le abrí la raja y vacié en ella mi boca. Cargado como iba, lo penetré con todas mis fuerzas. “¡Coño, vaya entradas te gastas!”. “El permiso estaba dado ¿no?”. “Menos chulería y ahora a zumbar... ¡Como te corras enseguida te mato!”. “No te preocupes, que para eso tardo”. “Mejor así, y no pares”. Creo que cumplí sus deseos bombeando con vehemencia, lo que sazonaba dándole palmadas a sus peludas redondeces y agarrándole las tetas. Él rezongaba encantado, pero todo tiene un límite, así que avisé: “Lo quieras o no, ahí va mi leche”. “Ya la estaba esperando; casi no aguantaba más el fuego”. Y vaya si me corrí bien a gusto, cayendo derrengado encima de él a continuación.

“Por cierto, ¿tú venias por algo en concreto?”, me soltó como si hasta el momento no hubiéramos hecho más que intercambiar saludos. “Bueno, sí”, repliqué con cierto recochineo, “He observado que nuestro amigo tiene que visitarte con frecuencia y me alarma que sea por un problema de salud”. “¿Ese? Si está más sano que una manzana. En confianza, soy yo el que le recomienda revisiones periódicas... Ya puedes imaginar por qué”. “Así que os habéis cogido afición...”. “No estarás celoso...”. “Para nada. Si parece que haya nacido para pasarse la vida dando y tomando”. “Desde luego está más bueno que el pan. Y no creas que no me intriga cuál es su relación contigo. Pero no soy curioso, y me basta con poder follar con los dos, juntos o separados”. “Pues te cuento, y vas a caer de culo”. “Con lo arregladito que me lo has dejado...”.

Y le conté de pe a pa la increíble historia. Su cara iba reflejando el asombro, aunque se relajó con carcajadas cuando llegué al remedo de venta con que lo había puteado. “¡Ja, ja, lo de la venta ha sido muy bueno! ¿Cómo no contaste conmigo?”. “Ya lo pensé, ya. Pero era más impactante con desconocidos para él”. “Pues igual te lo habría comprado...”. La conversación iba entrando en el terreno que me interesaba. “Con la querencia que te tiene sería lo menos traumático”. “¡Uy, uy, uy! Todo esto me lo has contado por algo, y me huelo que estás buscando una salida indolora ¿Me equivoco?”. “Dicho así, me da no sé qué, pero algo de eso hay”. “A ver que piense... Como sabes, esta consulta es casi clandestina. ¿Qué tal si me lo instalo aquí, y hasta me podía hacer de ayudante con los pacientes especiales?”. “¡Vaya orgías que os ibais a montar!”. “A él no parece que le disgusten... También podía hacerme otros servicios, como a ti”. “Lo malo es que no concibe otra forma de cambiar de amo que no sea la venta... Entiéndeme, que no te lo voy a cobrar. Es que habría que darle una cobertura que le resulte creíble”. “En todo caso, te lo pagaré a polvos. Y con él, me lo traes aquí, que ya montaremos algo. De paso, celebraremos los tres la transferencia”.

Me fui con el ánimo más calmado y dejé pasar unos días. Por fin llamé al esclavo y le dije: “He hablado con el médico que te cuida tanto y quiere que vayamos los dos a su consulta”. Se sorprendió: “A ver si es que tengo algo malo...”. “Tranquilo, que ya me ha dicho que estás como una rosa”. “Tanto como eso... Pero como usted mande”. “Esta misma tarde vamos a ir y sabremos de qué se trata”.

Que el doctor nos recibiera con su insinuante bata dejó algo descolocado al esclavo, pues debía creer que la cita era más formal. Pero el médico tenía ya su estrategia y no le iba a dejar que pensara demasiado. “Nos conocemos todos y quiero que tu amo vea la confianza que nos hemos cogido tú y yo”. Que me nombrara como su amo aumentó su desconcierto, ya que él suponía que el médico ignoraba su condición. “Y ahora haz lo mismo que haces nada más llegar cuando vienes solo”. Cortado, empezó a desnudarse y, en un santiamén, se quedó en cueros. “Así me gusta ¿Y ahora qué?”. Como un autómata se arrodilló y metió la cabeza por debajo de la bata. El doctor aprovechó para mirarme con una gran picardía y, mientras con una mano manejaba la cabeza del que de le mamaba, con la otra hizo un gesto para que me acercara. Hábilmente me bajó la cremallera del pantalón y rebuscó hasta sacarme la polla. Haciendo resurgir la cabeza del esclavo le dijo: “Ya me has puesto bien cachondo. Ocúpate ahora de la polla de tu amo, no se vaya a enfadar”. El otro, con un giro, me la engulló y, para trabajar mejor, fue bajándome los pantalones. Aproveché para quitarme la camisa y el médico hizo otro tanto con su bata, dejando a la vista el esplendor de su verga. Aquél siguió dando órdenes: “Úntanos las pollas de aceite, que vamos a montar un sándwich”. Llegué a preguntarme qué tenía que ver todo este folleteo con el objeto de la visita. “Pon la barriga sobre la camilla y el culo a mi alcance. Tu amo me entrará por detrás”. Cayó con todo su peso sobre el esclavo, que tan solo rumoreó, ya acostumbrado a estos ataques. No se olvidó de mí y me facilitó el acceso con su posición bien encajada en el de abajo. Mira por donde me lo iba a cepillar por segunda vez en pocos días. La jodienda simultánea fue de lo más coordinada: él bombeaba y sus movimientos le daban frotación a mi polla dentro de su culo; cuando se ralentizaba, era yo quien metía caña. El caso es que el montaje me puso muy caliente y acabé medio gritando: “¡Joder, que me corro”. A lo que siguió: “¡Pues yo también!”. Nos fuimos despegando y dejamos libre al esclavo, que parecía embelesado. Pero el médico no daba por acabada la que yo suponía que debía ser la primera parte de su estrategia envolvente. Cogió al esclavo de los hombros y lo empujó para que quedara boca arriba en la camilla. La polla la tenía tiesa a reventar. “Lo que entra tiene que salir. Así que te voy a sacar esa leche que tanto me gusta”. Se puso a mamársela con tal vehemencia que el esclavo tenía que hacer esfuerzos para no patalear. Cuando, para ocupar las manos, se puso a estrujarse las tetas, el deseo que nunca deja de aflorarme cuando lo veo tan entregado al placer me impulsó a volcarme sobre él y sustituir sus manos por mi boca, chupándolo y mordiéndolo. “¡Doctor, me corro!”, tan respetuoso él. Y el doctor no paró de sorber y relamer hasta que la polla se aflojó.

De pronto el médico cambió el chip e hizo como que lo ignoraba. Me apartó tomándome del brazo y me habló bajando la voz, pero no tanto como para que fuera inaudible por el esclavo. “Necesitaría a alguien que me ayudara en esta consulta, y ya supondrás que debe ser de confianza”. Las antenas del esclavo funcionaban con disimulo mientras se afanaba en recoger la ropa desperdigada. “¡Oye! ¿Es cierto que quisiste ponerlo en venta?”, e hizo un gesto con la cabeza señalando al interfecto. “Bueno, aquello fue solo un broma que le gasté”. “Me habría gustado participar...”. “La verdad es que resultó muy divertido”. “Pues yo lo habría comprado, y además en serio”. Puse cara de perplejidad. “No sé qué decirte; así por sorpresa... “. Garabateó sobre un papel y me lo enseñó. “¿Qué te parecería esta cifra?”. “Desde luego es muy generosa... Pero para decidirme a venderlo habría de estar seguro de que lo dejo en buenas manos”. “Esas son las mías ¿no te parece?”. “Desde luego tenéis muy buen feeling...”. “Además, tú y yo somos buenos amigos; podrías visitarnos cuanto quisieras. ¿No te ha gustado lo de hoy?”. “Por supuesto, ¡menudo trío!”. “Pues no te lo pienses más y comunícaselo”.

Llamé al esclavo y acudió expectante. Viéndolo así, desnudo y con el erotismo natural que lo caracterizaba, se me encogió el corazón. Pero me mantuve firme y le hablé: “Como no tienes nada de sordo, no se te habrá escapado lo que hemos estado tratando. Estoy en mi derecho de venderte y tú mismo reconoces que no puedes objetar nada. Pero no creas que me deshago de ti así como así. Te he buscado un amo que no te resulta ni mucho menos extraño, como tengo comprobado. Así que, en cuanto hagamos la transacción, pasarás a ser propiedad del doctor”. Éste, entretanto, había ido rellenando, un cheque –de valor 0, y que rompí tan pronto me quedé solo–, que me entregó con solemnidad (la que permitía el estar todos en pelotas). Luego, ya en calidad de amo, le habló: “Vas a vivir en esta consulta, que cuidarás y en la que me asistirás en todo lo que estime necesario. Habrá algunos pacientes para cuyo tratamiento requeriré tu colaboración. Lo que sí tienes absolutamente prohibido, dados los antecedentes que conozco de ti, es traerte aquí a gente por tu cuenta y sin mi permiso. Cuando me convenga vendrás a mi casa para hacerme algún servicio y, por supuesto, podrás visitar a tu antiguo amo cuando éste me lo pida”. Mirar el rostro del esclavo mientras soltábamos nuestros discursos era todo un ejercicio de deducción. En su mente debía estar entremezclándose la pena porque lo hubiera al fin vendido y el consuelo de ir a parar a las manos de su admirado doctor. Por lo demás, la voracidad sexual de éste casaba a la perfección con las cualidades del esclavo. Como para corroborarlo, el doctor añadió: “En muestra de sumisión, ahora me vas a hacer una buena mamada, que me he vuelto a poner cachondo”. Dicho esto, se despatarró en la butaca luciendo su polla gorda y dura. Nada mejor para el esclavo en su primera tarea. Se arrodilló ante su amo e hizo una exhibición de buenas prácticas. “¡Chupa, chupa y beberás la leche de tu amo! Te voy a tener muy bien alimentado”, exclamaba el médico en su excitación. Y vaya si bebió: hasta la última gota. No le escapó al doctor que, con el espectáculo, yo también me había calentado, por lo que tuvo un detalle: “No estará mal que, como despedida de tu antiguo amo, le dejes bien servido”. Sin dilación, se abocó sobre mi polla y, aunque eras muchas las mamadas con las que me había deleitado, ésta me resultó especialmente deliciosa.

Volví a casa con mi recuperada libertad plena, aunque no dejé de experimentar un cierto vacío. Sin embargo, la vida siguió adelante y la decisión adoptada llegó a ser muy satisfactoria para todos. Médico y esclavo estaban de lo más compenetrados, demostrando además el último una gran habilidad para captar nuevos “pacientes” para la consulta. Me visitaba con cierta frecuencia y, además de sus ardorosos servicios, se apañaba para dejarme el piso como los chorros del oro. Tampoco olvidó su costumbre de contarme, con su desinhibición y gracejo habituales, algunas de sus grandes o pequeñas aventuras. Tal vez merezca la pena ponerlas por escrito.