domingo, 8 de julio de 2012

Después del Obispo…

La entrevista con el Obispo, por llamarla de alguna manera, todo y la conmoción que me produjo, me abrió una luz en lo que tanta desazón me producía. No solo mi atracción por el tipo de hombre del que el Obispo era una perfecta encarnación había hallado respuesta, sino que también había sido correspondido en un sabio aprendizaje. Sus implicaciones religiosas, sin embargo, iban quedando relegadas por la corriente de deseo que me anegaba. Ya no tenía tan claro el acierto de la opción sacerdotal y me resultaba más acuciante vivir mi sexualidad recién estrenada.

Pedí a mis padres un período de reflexión, que quise aprovechar para tratar de dar continuidad a mis anhelos. Pero precisamente por las circunstancias tan especiales que habían rodeado la pérdida de mi virginidad, me encontraba desconcertado en la detección de señales que me permitieran dar un nuevo paso. ¿Cómo podría saber si alguno de los hombres que me atraían sentiría también deseo hacia mí?

Pues resultó que la siguiente experiencia, aun bastante distinta, la iba a tener en mi propia casa.

Yo pasaba ahora mucho tiempo solo en ella, mientras mis padres estaban en sus ocupaciones. Un día mi madre, antes de marchar, me avisó de que vendría un fontanero para desmontar unos viejos depósitos de la azotea que causaban humedades en el desván. Como todo su trabajo sería allá arriba, solo tendría que recibirlo y él ya sabía lo que había de hacer. La verdad es que ni se me ocurrió pensar que pudiera pasar algo de lo que por entonces me interesaba tanto. Sin embargo, grande fue mi sorpresa cuando, al abrirle la puerta, vi la catadura del individuo. Maduro y regordete, vestía un mono de trabajo con las mangas remangadas, que dejaban al aire unos recios y velludos brazos. Similar vello aparecía por el escote abierto, tamizado por una camiseta blanca. Su aspecto era muy jovial, además de atractivo, y enseguida me hizo sentir la punzada del deseo. Lamenté perderlo de vista mientras subía la escalera.

Al cabo de un rato, sin dejar de darle vueltas a la imagen de él que me había quedado, se me ocurrió una excusa para, al menos, volver a verlo. Como era un día de mucho calor y los depósitos estaban en plena solana, pensé en subirle una botella de agua fría, como un detalle de lo más inocente. Así que, con ese pretexto, pero con el pecho palpitando, subí las escaleras. Casi se me cae la botella cuando, al salir del desván, me lo encontré encaramado entre los depósitos en un atuendo inesperado. Despojado del mono, solo llevaba la camiseta imperio y unos calzoncillos cortos. Él también se sobresaltó y, enseguida, se explicó: “¡Huy! Como estaba solo y con este calor no aguantaba en mono…”. Le repliqué: “No pasa nada… Se me ha ocurrido traerle un poco de agua”. “Pues muchas gracias. Me viene muy bien y haré un descanso”. No le quité ojo mientras bajaba. La camiseta, ceñida y mojada, marcaba las formas redondeadas del pecho y la barriga, aplastando el abundante pelambre. No menos peludas se mostraban sus robustas piernas, que rebosaban  de los sueltos calzoncillos.
 
“¡Uf!”, resopló cogiéndome la botella que le tendí. “Mejor dentro, en sombra”. Y pasó al desván, seguido por mí. “¡Qué oportuno has sido! …Eres un encanto”. Esta última expresión no dejó de resultarme chocante en él. “Antes de entrar dejen salir”, dijo risueño, “¿No hay aquí un sitio para mear?”. “En esa puerta hay un retrete”, le indiqué. Entró allí y, sin cerrar la puerta, se enfrentó a la taza. Oí el chorro y vi las sacudidas subsiguientes mientras le daba a la cisterna… ¿Modales rudos o algo más?, no pude menos que preguntarme, y mi imaginación voló.
 
Volvió con expresión satisfecha y una manchita húmeda en la blanca tela. “Es que cuando me da me da. Debe ser la próstata… ¡Venga esa agua!”. Bebió con ansia y a continuación se sentó sobre el poyo del viejo lavadero con las piernas colgando. Por la posición en que quedó, con los muslos separados, la abertura de los calzoncillos dejó ver la penumbra de parte del pubis. Mi mirada debió traicionarme, porque me soltó: “¡Mucho te fijas tú…!”. Y, ante mi sonrojó, añadió: “¿Te gustaría chupármela?”. Quedé paralizado, pero él ya sabía lo que se hacía. Con un breve tirón liberó su pene, de un tamaño considerable. “¿Qué te parece? Nada más pensarlo se me está poniendo gorda”. Efectivamente, el miembro asomado iba adquiriendo consistencia.
 
Ante mi actitud dubitativa, afinó su táctica: “Si no quieres lo dejamos y aquí no ha pasado nada…”. “¡No!”, exclamé al fin, impulsado por el temor a dejar pasar la ocasión, y caí de rodillas ante él. Me ofreció rumboso su verga y la tomé con mi boca. No me importó el sabor agrio y succioné con vehemencia. “¡Tenía hambre el mocito…! ¡Calma, calma!”. Pero yo no cejaba. “¡Espera! Que también me lamerás los huevos”. Me apartó y se bajó los calzoncillos. Aproveché para subirle la camiseta y restregar la cara por su barriga peluda. Esto le gustó y dejó que alcanzara los pezones, que coronaban los generosos pechos. Los chupé con tal ansia que llegó a bromear: “¡Oye, que la leche me sale más abajo! …Pero mama un poquito las tetas, que me pone”. No me privé y hasta lamía los pelos que circundaban el pezón. “¡Huy, si muerde y todo, el muy golfo!”. Cambió de tercio e hizo que bajara de nuevo la cabeza hacia su sexo en erección. Se lo levanté con una mano y dirigí mi boca a los gruesos testículos. Mi lengua los envolvía y los engullía de uno en uno. “¡Hey, que te los vas a tragar!”, y reía complacido. Recuperé entonces el pene y lo chupé anhelando ya que me regalara su jugo.
 
Pero el hombre tuvo una inesperada reacción. “¡Me has puesto tan burro que te tengo que follar!”. Me paralicé y liberé mi boca. “No, es que yo…”. Pero él saltó al suelo y me sujetó con fuerza entre sus brazos. De un tirón a mi ropa me dejó desnudo de cintura para abajo. “¡Pues yo te lo voy hacer! Hay que probarlo todo…”. La verdad es que me sentía incapaz de resistirme. Así que me giró. “¡Ponte de codos sobre el poyo!”. Sentir que me manoseaba la raja me produjo sudores fríos, por lo que preludiaba. En efecto, escupió varias veces y hurgó con mayor energía. Una extraña y dolorosa sensación me invadió al introducir un dedo, con el que frotó para extender la saliva. “¡Culito virgen! ¡Pronto dejará de serlo!”. A la mente me vino el tamaño del miembro que acababa de tener en mi boca. Instintivamente hice el gesto de soltarme, pero me asió con mayor firmeza. “¡De esta no te libras… y verás como te alegras!”. Una punta roma buscaba mi ano y, al centrarse en él, trató de entrar. Recibí una fuerte palmada. “¡No te cierres que será peor!”. Pero yo no hacía nada, inmovilizado por el pánico. Una presión más fuerte hizo que la penetración comenzara. Parecía que mi interior se desgarrara y ardiera. Casi sentí alivio cuando el vientre del hombre topó con mis glúteos. “¡Toda adentro! ¡Y ahora viene lo bueno!”, proclamó. Empezó a moverse en vaivén y la dolorosa quemazón se iba desplazando. Me apoyaba con todas mis fuerzas sobre los codos. Para mi asombro, todo y el dolor que experimentaba, algo dentro de mí adquiría un tono extrañamente placentero. Como si mi cuerpo sintetizara ambas sensaciones. Debí relajarme y el hombre lo percibió, porque exclamó: “¡Ya te va gustando, so vicioso! ¡Pues anda que a mí!”. Su timbre era entrecortado por el esfuerzo y la excitación. “¡Te voy a dar leche en cantidad!”. Su agitación fue aumentando y se trasmitía a mi cuerpo. Dio un fuerte bufido y algo viscoso se expandió por los recovecos de mi interior. Quedé como traspuesto y poco a poco me fui escurriendo hasta caer al suelo. Cuando levanté la vista, me encontré con su miembro goteante y en retracción. “¡Lame los restos, goloso!”. Como un autómata recogí con la lengua el sobrante.
 
“¿Qué? ¿Ya te pasó el miedo?”, dijo como orgulloso de su actuación. “No sé…”, respondí con la mente embotada. Entonces se arrodilló a mi lado e hizo que me extendiera en el suelo. “Te voy a hacer una paja que te va a dejar la mar de entonado”. Manoseó mi pene. “¡Con lo buena minga que tienes…! ¡Esto hay que animarlo!”. Se escupió en la palma de la mano y empezó a frotar. Una placentera sensación hizo que me relajara. El miembro se me iba endureciendo y él desplazaba la piel con sus dedos, mientras el glande se tersaba. Volvió a escupir, esta vez directamente sobre la punta, y aceleró la frotación. “¿Ves qué bien…?”. Lo miraba concentrado en su tarea. “¡Venga esa lechecita!”. Como si lo obedeciera, noté una sacudida en todo el cuerpo y la fuente de placer se desbordó. “¡Buena corrida, chico!”. Se limpió la mano en mi barriga.
 
Se bajó la camiseta, que había mantenido enrollada hasta las axilas, y se puso los calzoncillos. Me miró aún tendido en el suelo. “Tú haz lo que quieras, pero yo tengo que volver con los depósitos”. Risueño me tendió una mano para ayudarme a levantarme. “¿A que ha estado bien? …En adelante serás tú el que pida que te den por el culo”.

11 comentarios:

  1. si señor asi me gusta, cada vez que leo tus relatos me tengo qe hacer una paja, me pone to cachondo.saludos

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    1. Gracias. Menos mal que alguien dice algo de vez en cuando...

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    2. de nada tio, un placer, es lo minimo qe se puede hacer,por lo menos dar las gracias

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  2. Muy buenos los relatos gracias x ponermela dura!!

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  3. Tendré que probar......uffffff

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  4. Tendré que probar......uffffff

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  5. Increibles relatos, no me queda otra que pajearme en el baño de la oficina, gracias!!

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  6. Cada relato me hace temblar de calentura como quisiera conocerte y me los contaras al oido y luego follar como locos. (el venezolano)

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  7. Exelente
    VVanupp me encantan tus relatos sos un genio ...... Ademas que me calientan un monton soy un oso grande y es verda que algunos pendejos se derriten con mi porte...Te mando un Abrazo de Argentina

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    1. Celebro que te sientas identificado. Los osos grandes sois lo mejor... Un abrazo

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  8. Vuelvo siempre a releerlos (y por supuesto a pajearme con cada uno)Sos el uno (pochoccho@gmail.com)

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