viernes, 11 de mayo de 2012

Un puto masoca... pero cariñoso

En un bar de ambiente se me acercó un tipo y se puso a mi lado. “Creo que te conozco ¿Podemos hablar?”. Pensé que sería un intento de ligue y, aunque tenía buen aspecto, maduro y delgado, no me atraía demasiado, por lo que me mantuve distante. Pero él prosiguió: “Soy un gran admirador de tu blog. Me gustó especialmente el de amos y sumisos”. Me dejó sorprendido: “¿Cómo puedes saber que es mío?”. “Te relacioné con el perfil que tienes en otra web ¿Acierto?”. Consciente de que es difícil mantener el anonimato, no eludí reconocer mi paternidad, pero advertí: “En cualquier caso todo es producto de la imaginación, y más esa historia”. “Es que querría hacerte una propuesta”. Y enseguida aclaró: “No es conmigo. Ya imagino que no debo ser tu tipo. Se trata de alguien que me encarga buscarle alguna persona interesante para que juegue con él. Por los hombres que describes en tus relatos, seguro que éste te gustará”. “¿No tiene tu amigo una manera un poco rara de ligar?”, repliqué. “Cada uno se monta sus fantasías y la de él es que yo lo entregue a desconocidos. Incluso le da morbo que cobre por ello”. Ante mi alarma se apresuró a aclarar: “Pero esto es absolutamente ficticio, mera representación”. “O sea, que me estás ofreciendo un puto masoca”. “Eso sería simplificar. Nada de violencia o dolor, solo servicios completos”. Para tratar de convencerme me aduló: “Precisamente por la inventiva que demuestras en tu historia, que él también ha leído, pensamos que podrías dar un buen toque de fantasía. La mayoría de la gente solo va al grano”. “¿Hay sexo de por medio?”. Ya estaba yo picado. “Por supuesto, todo el placer que quieras extraer de él”. Como no acababa de tenerlo claro, me propuso: “Mira, tú vienes y lo ves in situ. Si no te interesa lo dejas y en paz”. Por probar... Y finalmente acepté.

Acudí a la cita temiendo haberme metido en un embolado. Me recibió el ya conocido, quien me dio explicaciones: “Puedes usarlo como más te guste para cualquier cosa que se te ocurra y ordenarle lo que se te antoje. No te cortes insultándolo cuanto quieras; eso le excita. Yo solo hago de maestro de ceremonias, pero me puedes llamar si necesitas algo con total libertad. Soy Fausto”.

Me condujo a una habitación bastante grande y muy particular. Todo ordenado y enmoquetado, había diversos divanes y cojines de varios tamaños dispersos por el suelo. Las luces indirectas, con el mando que me indicó, podían cambiar de intensidad y enfoque. Una puerta abierta daba a una sala de baño muy lujosa y completa. Otra puerta estaba cubierta por una cortina. A ella se dirigió mi introductor: “¡Tú, puta! Tienes un servicio. Y más vale que te esmeres, no vaya a ser que acabe teniendo que devolver el dinero que han pagado por ti... Sal cuando oigas que cierro la puerta”. Con una sonrisa cómplice me miró y salió, forzando el ruido al cerrar.

Me entraron mil dudas sobre lo que iba a encontrar, dispuesto a largarme si se trataba de algo raro. Pero cuando descorrió la cortina quedé sobrecogido. Me sonreía con picardía un hombre de mediana edad francamente guapo, rasurado y con el cabello muy corto. La parte superior de un kimono, anudada con un lazo y que le llegaba a medio muslo, cubría un tronco robusto sobre unas piernas recias y velludas. Una vez que mi mirada lo hubo recorrido de arriba abajo, con una voz viril y cierto deje de ironía dijo: “Ya lo has oído: soy tu puta”. Se acercó a mí y no me resistí a tirar del lazo que lo ceñía. Se abrió el kimono y, con un ligero agitar de sus hombros, la sedosa prenda resbaló hasta el suelo. Lo que se me desveló en ese momento corroboró con creces mi impresión inicial. Gordo, pero en absoluto fofo, lucía una acogedora barriga coronada por dos buenas tetas, todo ello poblado de un vello que invitaba a acariciar, al igual que el de los fornidos brazos. Más abajo, el sexo estaba oculto por un sucinto tanga que a duras penas recogía su turgente contenido. El marco de unos fuertes muslos completaba el cuadro. Parecía ansioso por captar el efecto que me causaba pero, aunque pensé que estaba ante el tío más bueno que había visto en mucho tiempo, preferí abstenerme de piropearlo de entrada. Con la idea de que tenía carta blanca, lo primero que me apeteció fue meterle mano y así le dije: “Primero quiero tocarte a mi gusto. Luego ya te ocuparás de mí”. Como esto debió sonarle a aceptación, levantó los brazos y separó un poco las piernas poniéndose a mi disposición: “Toca, estruja y pellizca cuanto quieras”. Y era eso a lo que me dediqué. Le recorrí a dos manos la barriga y el pecho, disfrutando del tacto piloso. Le cogí con fuerza las tetas que desbordaban mis malos y le pellizqué los pezones hasta endurecerlos. Le palpaba los brazos y contorneaba sus músculos, jugando con el pelo de los sobacos. Otro tanto hice con sus piernas hasta que, cogiéndolo por sorpresa, le agarré bruscamente el paquete y tanteé el contenido oculto. Él cedía y facilitaba mi inspección, entregado de buen grado. Preferí retardar el juego con su sexo y, antes, pasar a su espalda. Ésta, sólida con todo él, tenía más espaciado el vello y se iba arqueado para continuar en dos rotundos glúteos orlados de suave pelusa. La tira trasera del tanga se perdía en la profundidad de la raja. Lo sobé con gusto e hice que se inclinara. Como la tira era elástica, la sacaba y la soltaba para que volviera a metérsele. Él respingaba cada vez. Le pedí que se pusiera de nuevo de frente y colocara las manos sobre su nuca. El tanga ya estaba sufriendo los efectos de una erección. El centro estaba estirado y por los bordes desajustados salían parte de los huevos. Poco a poco fui bajándolo y la polla se disparó en horizontal. Desde luego su aparato no desmerecía en absoluto del resto. Los huevos gruesos y bien pegados simétricamente a la entrepierna eran de un tono más rojizo. La polla recta y gruesa acababa en un capullo medio salido. “Veo que te pones contento”. Comenté. “Todo para tu placer, como debe ser”, respondió. “Será eso... Menudo salido estás hecho”. Porque durante mis manoseos adoptaba una actitud de satisfacción morbosa que aún me excitaba más.
 
Ya muy caliente, me sobraba la ropa y deseaba estar también en cueros para restregarme contra él. “Ahora me vas a desnudar. A ver si lo haces como una puta competente”. Me hizo sentar y empezó por abajo, quitándome zapatos y calcetines. Me tomó un pie y frotó su mejilla por él. “Te advierto que no vengo duchado. Pensaba que ya me lavarías tú”. “Desde luego, pero en el precio entra también saborear al hombre”. Dicho esto se puso a chupar y a meter la lengua entre los dedos. Como me hacía cosquillas, le dije que siguiera con el resto. “Vas a encontrar más sabores...”. Metió la cara en mi entrepierna mientras me desabrochaba el pantalón. Con habilidad llegó a bajarlo y sacarlo por los pies. Mi slip estaba tenso y donde se marcaba el capullo había una mancha húmeda. “Te has mojado, eh. Eso es que te gusto”, dijo meloso. “No soy de piedra... Ya sabes lo que tienes que hacer”. Tiró del slip y se enfrentó a mi polla. Lamió el jugo y rebuscó con la lengua. “Este requesón que se te ha formado está también muy rico”. “Ya veo que he hecho bien en guardártelo. ¡Traga todo, puta viciosa!”. “Tragaré cuanto quieras darme...”. Me estaba poniendo de lo más cachondo, pero no era cuestión de ir demasiado rápido. “Deja la mamada para otro momento y acaba de desnudarme. Me puse de pie y me deshice del slip. Me abrió la camisa y recorrió con la lengua desde el vientre al cuello. El roce de su cuerpo me erizaba la piel cuando me quitaba del todo la camisa. Me chupó las tetas y arrastró la lengua hasta las axilas. “El olor de hombre me vuelve loco”. “¡Cerda, que no huelo mal!”. “No he dicho eso, cariño. Es un olor muy natural”. No quise insistir en ello y lo insté a repasarme por detrás. “Por ahí encontrarás también olores y sabores”. Ansioso, resbaló por mi espalda hasta quedar en cuclillas ante mi culo. Lo sobó con suavidad y poco a poco fue intensificando el paso de los dedos por la raja. Al fin separó los lados y apretó la cara dentro. “¡Umm, qué nido más cálido y acogedor!”. Noté que hurgaba con la lengua en el agujero. “Dejo a tu gusto lo que hagas ahí”. “Este saborcito agrio me embriaga”. “A asqueroso nadie te gana”. “Soy una puta sin límites en estas cosas, encanto”. “Desde luego con el chupeteo que te has traído me has dejado limpio... Pero aún no me has dicho si te gusto”. “Tanto pagas, tanto me gustas, hermoso”. “Pues te debo gustar mucho porque he pagado un pastón”. “No creo que te vayas a arrepentir, cielo”. Parecía totalmente inmerso en su fantasía de prostitución, aunque ni siquiera en las expresiones que utilizaba dejaba caer notas de afeminamiento. Puta pero macho... ¡y qué macho!
 
“Bueno, después de las presentaciones, ahora sí que voy a jugar contigo en serio”. “Aquí tienes a tu putita, para lo que mandes”. “Pues pasemos al baño que necesito echar una meada”. “Puedo hacer algo más que mirar...”. “No estará mal mear a una putorra como tú. Prepárate para recibir el chorro... y date prisa que no me aguanto”. Tendió una toalla en el suelo y se tumbó. “¿En el suelo? Tú mismo. Luego tendrás que hacer de fregona”. Apunte al vientre, en el que seguía tiesa la polla, y fui subiendo el chorro hacia la cara. Como abrió la boca, insistí sobre ella y, mientras, él se restregaba los meados por el cuerpo. Debió tragar porque, en cuanto el chorro decreció, se incorporó y dijo: “Voy a aprovechar hasta la ultima gota”. Se amorró a mi polla y noté cómo sorbía. “¡Vaya guarra! Tendrás que lavarte la boca con lejía”. Pero estaba lanzado. “Antes de ponerme limpito podrías apretar por detrás para que te alivies del todo. Gaseoso o sólido, aquí me encontrará”. Esto ya era demasiado, pero parecía que controlara mi voluntad. Así que puse el culo en pompa delante de su cara e hice fuerza. Primero solté un sonoro pedo que celebró: “¡Aire puro! Me ha movido los pelos del pecho”. Me entró una risa floja que desencadenó una pedorrera. “No te vayas a resfriar...”, reí. Menos mal que el cuerpo no me daba para más; así que le dije: “Esto es lo que hay... aunque seas un come-mierda”. Era el colmo. “Al menos déjame que chupe un poquito, que siempre queda algo”. Y me dio intensos lametones en la raja.
 
Aunque estas prácticas poco habituales para mí me envolvían en una extraña morbosidad, me di cuenta de que estaba metiéndome en unos vericuetos que, más que excitarme, me causaban cierto malestar y, sobre todo, me distraían de mi deseo de disfrutar de un cuerpo que me gustaba tanto y obtener todo el placer que, sin duda, era capaz de proporcionar. Para aclarar mis ideas le ordené: “Anda, déjate de guarradas, que serías capaz de revolcarte en mierda. Limpia esto y luego lávate tú. Aún tienes que demostrarme que eres capaz de echar un buen polvo”. Algo contrito, sacó de un armario un cubo y una fregona para ponerse, muy hacendoso a limpiar el suelo. Aproveché para recrearme en la contemplación del movimiento de sus carnes a la luz más cruda del baño. Cuando acabó se detuvo esperando mi aprobación. “Ahora un buen enjuague de boca y a la ducha”. “¿Me la voy a dar yo solo?”, preguntó mimoso. “Que desaparezcan primero los rastros de meados y luego ya veremos...”. Bajo los chorros de agua y con el enjabonado minucioso estaba de lo más seductor. Su deliberada lascivia me ponía cada vez más cachondo y acrecentaba mi deseo de desfogarme. Cortó mis cavilaciones: “No creo que te siga dando asco ya ¿Por qué no vienes con tu putita? Verás lo lustroso que te voy a dejar”. Me metí en la ducha dispuesto a no desaprovechar el calentón que sin duda me esperaba. Me acogió con algo más que los brazos abiertos: “Mira cómo me pones nada más acercarte... y no es teatro”. Efectivamente la polla le iba engordando. “Ya veo que eres una puta agradecida”. Y se la agarré con fuerza. “Ya me la comeré cuando me apetezca... Ahora me pongo en tus manos”. Cargadas éstas de jabón, me dieron unas friegas por todo el cuerpo que me hacían estremecer de placer. Cuando se afanaron en mi polla tiesa a tope no pude aguantarme más. Bruscamente hice que se girara y se echara hacia delante. Sin contemplaciones se la clavé en el culo y, con el jabón, entró toda de golpe.”¡Ay, qué cliente más bruto!”, se lamentó. Pero al mismo tiempo se meneaba lujuriosamente para dar más juego a la follada. Paré porque no quería correrme todavía y menos antes de haberlo ordeñado a mi gusto. Nada más sacar la polla del culo, se giró y se la metió en la boca. Lo corté sin embargo. “¡Para, mamona! Te daré la leche cuando me apetezca”. “Lo que tú digas, rey. Así luego tendré más sed”.
 
Lo que me apetecía ahora era revolcarme con él en los mullidos cojines sobre el suelo de la habitación, que, con su colorido, parecían el decorado de un harén. Para alimentar mi fantasía, se envolvió en un chal de gasa roja muy transparente que, al aplastar el vello del cuerpo lo volvía aún más sugerente. Se tumbó con indolencia y me abalancé sobre él. Estrujaba y mordía por todas partes, llegando a rajar la gasa con mis tirones. Se dejaba hacer con docilidad, satisfecho del deseo que provocaba. Lo hacía girar y le mordía el culo. Le abrí la raja y lamí con ansia, buscando con la lengua el agujero dilatado por mi anterior follada. Le metí un dedo, luego dos, y al intentarlo con tres ya se retrajo, frenando mi furor. Pero éste se reavivó cuando, de nuevo boca arriba, me concentré en su entrepierna. La falsa idea, que él alimentaba, de que había comprado el uso de su cuerpo llevaba a contagiar mi fantasía. Pensaba que el endurecimiento de su polla al frotarla y tragarla era producto de mi voluntad más que de su natural calentamiento. Habiéndola dejado bien tiesa, abría la boca al máximo para engullir la bolsa de los huevos o bien los chupaba alternativamente. “¡Cariño, cómo me estás poniendo!”. “¡No finjas, puta!”. “Si esto es fingir...”, e imprimió una vistosa oscilación a su polla. Se le escapó este toque de realidad. Pero yo seguía en mi onda. “¿Entra en el precio sacarte la leche?”. “Es un extra que te quiero regalar, cielo”. Me puse a alternar meneos y mamadas a la polla cada vez más tensa. Él me incitaba con murmullos de placer. Llegó un momento en que sus muslos temblaron y aferré con fuerza la boca al capullo. La leche empezó a fluir y, antes del último espasmo, me pidió: “¡Sube y compártela conmigo, amor!”. Me desplacé por su cuerpo y fundí mi boca con la suya. El espeso néctar se expandió y lo rebañaron las dos lenguas.
 
Quedamos abrazados, con mi excitación momentáneamente apaciguada. “¿Te gustaría un fin de fiesta especial? Lo reservo para clientes tan rumbosos como tú”. ¡Ayayay! Por dónde me iba a salir éste... “Confía en mí, amorcito, y no pienses en cochinadas... Anda, llama a Fausto, que ya tendrá todo preparado. Yo mientras haré unos arreglitos por aquí”. Entreabrí la puerta por la que había accedido y llamé al alcahuete. No tardó en aparecer, aunque ahora totalmente desnudo y empalmado. Era probable que nos espiara de algún modo, pero no estaba yo para reproches. Le pregunté por lo que, según su pupilo, debía tener preparado. “No tardo nada y lo traigo. Lo pondré ante la puerta y ya lo recogerá la putilla”. Le comenté irónico: “Ya que estás tan animado puedes también entrar y darle por culo. Estás invitado”. “Uy, eso rompería todo el tinglado y os aguaría la fiesta. Prefiero apañarme solo... de momento”. Esto último me sonó enigmático, pero volví adentro y llegué al baño. Estaba montando una especie de camilla algo baja con la superficie cóncava, que más bien parecía una hamaca. “Te vas a tumbar aquí y te voy a vendar los ojos”, dijo muy resuelto. Ante mis reticencias insistió: “Hombre de poca fe, te garantizo que no te vas a arrepentir”. Su abrazo para guiarme me desarmó. Quedé allí encajado y enseguida me cubrió los ojos con una banda de tela. Al mismo tiempo sonaron unos golpes a la puerta de la habitación. “¡Ya vuelvo!”, exclamó con voz ilusionada. Su inmediato regreso iba acompañado de un inocultable olor de chocolate deshecho, lo que ya me dio una pista de la jugada. No tardó en caer sobre mi pecho, vertido desde una cierta altura,  un chorro espeso y cálido de un aroma exquisito (soy un chocolatero adicto). Se iba desparramando por mi cuerpo y al alcanzar la zona púbica sentí un delicioso cosquilleo. Notaba cómo se iban inundando los huevos, y mi polla, al contacto de la ardorosa pasta, se levantaba como si quisiera nadar en ella. Cuando mojé un dedo y lo lamí, unas manos empezaron a alisar el chocolate, para ser sustituidas a continuación por una boca que, con avidez, chupaba en mis partes más sensibles. Esa misma boca, rebosante, se ajustó a mi polla que iba relamiendo con la lengua. Fue una sensación indescriptible, la del calor untuoso y las habilidades bucales. Poco a poco un calambre me fue sacudiendo e, incontrolado, mi leche se fue mezclando. El mamón no me soltó hasta que empecé a aflojarme. “Una combinación perfecta”, farfulló de forma casi ininteligible con la boca llena. “Esta cochinada me ha gustado más”, reconocí embriagado por los efluvios. “Lástima por el desperdicio pero ¿cómo me las apaño yo ahora?”, añadí al poder mirar los estragos. “¿Crees que tu putita te va a dejar así? Venga, cariño”. Y me echó por encima una gran toalla con la que enjugó la primera capa de chocolate. Me ayudó a salir de la camilla y me condujo hasta la ducha. “Verás qué limpio te dejo... Y si te animas, mi culito aún hace chup-chup... Te recuerdo que me dejaste a medias”, dijo con jocosa retranca. ¿Quién le estaba sacando el jugo a quién?, me pregunté.
 
La verdad es que, con sus frotes y toqueteos jabonosos, me estaba dejando muy entonado. Se restregaba conmigo en plan provocador sabiendo el atractivo que no dejaba de ejercer sobre mí. Consiguió que mi polla se endureciera de nuevo, pero me lo tomé con calma. En realidad, por mucho que se las diera de puta, había hecho conmigo lo que había querido. Ahora estaba dispuesto a que hiciera lo que yo quería. “Así que tienes el culo ansioso ¿eh, putilla? Pues para que te folle tienes que satisfacer un capricho”. Lo noté intrigado. “Me voy a tumbar cómodamente en los cojines y tú, en vertical, con las piernas abiertas a mis costados me montarás un numerito erótico, meneándotela hasta correrte sobre mí. Si lo haces bien, luego te daré por culo hasta que pidas clemencia”. La demanda pareció hacerle gracia, así que tomamos posiciones. Me excitaba verlo desde esta perspectiva y el zorrunamente me pidió: “Cielo, levanta una manita y ponme en marcha”. Alcancé su polla que fue creciendo en mi mano. Pero enseguida la dejé suelta. “Venga, que se vea tu clase de puta fina”. Y no me defraudó. Se apretaba los huevos y, a través de la entrepierna, se metía un dedo en el culo, mientras su polla oscilaba. Cuando se la agarraba se masturbaba con deleite y, con la mano libre, se iba sobando y pellizcaba los pezones. Empezaron a temblarle las piernas y lo sujeté por los muslos. “Voy a echarte tanta leche que parecerá que estoy meando”. Dicho y hecho, en varias oleadas gruesas gotas caían sobre mi pecho y me salpicaban la cara. Se quedó quieto como transpuesto. Yo estaba tremendamente cachondo y aproveche: “Échate y pon ese culazo, que te voy a lubricar con tu propia leche”. Recogí la que me resbalaba y unté con ella la raja. “Ahora sí que te va a hacer chup-chup”. Mi polla resbaló pringosa hasta el tope de mis huevos. “¡Esto es un hombre! ¡Dale fuerte y déjame lleno!”. Lo follé con variaciones de ritmo para hacer que durara. Él gemía a la vez que me alentaba: “¡Bruto! Pero no pares”, “¡Qué caliente la tienes! Me quema las entrañas”. Así me iba excitando hasta que noté que me corría con más intensidad aún que con el chocolate en su boca. Exagerado hasta el fin exclamó: “Tu leche me ha recorrido por dentro hasta la garganta ¡qué rica!”. Aún se giró y buscó mi polla con la boca: “Déjame rebañar los restos”. Como también vio que me quedaba leche suya pegada por el pecho, fue subiendo con la lengua para lamerla. “¡Umm, cómo me gustan las mezclas...!”.
 
Estábamos los dos exhaustos, al menos yo, pero me costaba despegarme de sus formas redondeadas y cálidas y del roce de su vello. “No estaré haciendo esperar a otro cliente...”. La risotada que soltó me dio pie para tratar de saciar mi curiosidad. “Me lo he pasado muy bien contigo, y digo poco. Pero no parece que tú hayas disfrutado menos. ¿Se puede saber de qué va esta historia de Fausto explotándote sexualmente y tú aquí encerrado haciendo de puta?”. “Es una fantasía que nos montamos. Fausto conoce mis gustos y me busca los tíos. Así todo queda en casa”. “Y de paso él se pone cachondo espiando por algún sitio. Que ya lo he visto antes...”. “Pero falta algo más... Si no tienes prisa en marcharte y no te importa, ahora me voy a ocupar de Fausto. Igual que a él le gusta mirar, también nos va tener público”. “Si se trata de ver alguna nueva proeza tuya... Así me llevo un buen recuerdo”. Al instante apareció el aludido. Desde luego, por no sé qué mecanismo estaba al tanto de todo lo que pasaba. No me abstuve de comentarle: “¿Qué, disfrutando a nuestra costa?”. Y se rió: “La putilla siempre da la talla... La verdad es que me habéis puesto bien burro”. Y se acercó al otro balanceando la polla morcillona: “¿Me la pones a punto, cariño?”. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas, el gordo se la cogió y se puso a mamarla entre arrullos. Cuando la cosa quedó a gusto de los dos, sorpresivamente me vi  implicado. La “putilla” se levantó, se inclinó hacia mí y, con sus gestos persuasivos, se apoyó poniendo una mano en cada uno de mis hombros. “Anda, ayúdame, chato”. Como yo había quedado sentado en el suelo, la situación era casi cómica por la perspectiva que tenía delante. Con su cara casi pegada a la mía, aún podía ver sus tetas y su barriga colgantes. Porque el culo lo tenía levantado a disposición de Fausto. Así que me apreté los machos viéndolas venir. Muy sonriente recibió la primera arremetida, aunque encogió levemente los ojos. “Bien al punto que te lo ha dejado el cliente ¿eh?”, aún dijo con sorna. A medida que el otro le arreaba repercutían en mí sus balanceos y me excitaba de nuevo la visión que me ofrecía. Todavía más cuando observé que, más allá de su barriga, la polla iba asomando la punta en una erección progresiva. Me entraron ganas de agarrársela, pero temí que se desequilibrara el andamiaje. Mi asombró llegó al colmo cuando le oí decir: “Cariño, avisa que nos iremos juntos”. Y efectivamente, al lanzar Fausto un agónico “¡me coooorro!”, gotas lechosas cayeron sobre mis piernas. Eso se llama compenetración... Un beso fugaz fue mi recompensa al enderezarse.

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