domingo, 19 de febrero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días IX


(Continuación) Que mi esclavo se fuera montando por su cuenta las juergas más inverosímiles a la menor ocasión, me hizo pensar en alguna forma de tenerlo más controlado y, por qué no, de aprovechar su descaro para divertirme yo también. Una buena oportunidad se presentó cuando, pasado algún tiempo, el amigo traumatólogo se puso en contacto conmigo para hacerme una invitación y una propuesta. Quería que yo asistiera a su fiesta de cumpleaños, solo para íntimos, y me preguntaba si sería posible contar también con “el que tú y yo sabemos”, según su expresión. Creí que se trataría de algo parecido a la orgía en que lo había presentado en sociedad en mi casa, aunque fuera con los ojos vendados. Pero mi amigo me explicó que sería algo distinto. Los que acudirían no eran precisamente unos marchosos, sino hombres maduros que, o bien provenían de un rompimiento sentimental, o bien formaban parejas de larga duración y no muy dados a nuevas emociones. Aunque le unía una gran amistad con ese grupo y se reunían con cierta frecuencia, los encuentros no dejaban de ser excesivamente convencionales. Por ello, pensando en la curiosa mezcla de ingenuidad y sexualidad desbocada que caracterizaba al que no hacía mucho había tenido la oportunidad de tratar –en sentido bastante amplio–, se le había ocurrido que podría darle una nota picante a la fiesta y animar a los amuermados asistentes. Me hizo gracia la idea y le dije que confiara en mí para prepararle una buena sorpresa.

Cuestión aparte era, sin embargo, mentalizar al esclavo de en qué había de consistir su intervención. Antes que nada le engañé con el señuelo, determinante para él, de que me embolsaría una buena cantidad de dinero si cumplía con lo que le íbamos a requerir. En este caso no se trataba simplemente de hacer lo que se le pidiera, como había ocurrido en su etapa de hombre de alquiler, sino que debía poner en juego su espontaneidad erótica y provocadora. De manera que, tras una puesta en escena en la que sería convenientemente asesorado, habría lanzarse a poner cachondo al personal. Se le iban abriendo los ojos como platos al hilo de mis explicaciones, hasta que soltó: “Vamos, como Rita Hayworth y la danza de los siete velos”. “Más o menos, pero en macho”, aclaré. Él no dejaba de subestimarse: “Es que usted sabe que yo, cuando se trataba de atender caprichos de los clientes, no me dolían prendas. Pero si ahora tengo que ponerme a conseguir que a los señores les den caprichos, no creo que tenga gracia para eso y lo voy a dejar en mal lugar”. Contraataqué: “También me consta que, en cuanto ves cualquier posibilidad de alboroto sexual, te pones como una moto y no hay quien te pare”. “Si lo dice usted..., pero sentiría que hiciera el ridículo por mi culpa”, contestó dubitativo. Vencí sus temores con una arenga: “Déjate llevar por tu instinto y verás como tú mismo te sorprendes,...y de paso nos sorprendes a todos”. Estuve plenamente convencido de que se saldría, incluso en exceso.

Hice que fuera bien arreglado y le exhorté a que, al llegar, se abstuviera de actitudes serviles y se comportara con naturalidad. Le entregué una bolsa de deportes, cuyo contenido él ignoraba, y en la que había puesto una serie de objetos necesarios para su actuación. El anfitrión, al que pedí que guardara la bolsa en un lugar discreto, lo presentó como un paciente al que había tratado recientemente, lo cual no dejó de provocar algunas sonrisas malévolas. A mi esclavo le tranquilizó la identidad de aquél y, aunque muy circunspecto, se atrevió a integrarse al pica-pica y hasta a hacerse con alguna bebida.

Todo transcurría con una contenida corrección, cuando le hice una discreta señal para que me siguiera a la habitación donde aguardaba la bolsa de deportes. Se sometió dócilmente a mis instrucciones y manipulaciones. Al cabo de un rato, y no sin tenerlo que conminar severamente, reapareció en una transformación espectacular. Llevaba anudado a la cintura un pareo muy transparente estampado de flores rojas, que permitía vislumbrar un mínimo tanga también rojo. El torso estaba parcialmente cubierto por una profusión de largos collares con bolas de distintos grosores y colores y, a juego, lucía algunas pulseras en brazos y muñecas. Remataba el atrezzo con un antifaz adornado con plumas. Por arte de magia, se había convertido en un magnífico ejemplar de los más tórridos desfiles californianos.

Ante su irrupción, todos quedaron paralizados y se hizo el silencio, lo cual volvió más audible la música de fondo que sonaba. Yo mismo tuve un instante de duda sobre lo que había desencadenado y llegué a temer que, sintiéndose ridículo, no se atreviera a ir más allá de poner posturitas. Pero pronto vi que su capacidad de histrionismo y seducción iba a desplegarse en toda su dimensión. Con un ritmo sicalíptico y cierta torpeza que, sin embargo, suplía con ingenua picardía, siguió la música y se fue moviendo por la sala. Los collares se desplazaban y descubrían sus tetas, cuyos pezones toqueteaba. Mientras evolucionaba desataba risas nerviosas y miradas de deseo. La sorpresa había estado fuera de lo imaginable por los correctos reunidos. Por fin se dirigió al anfitrión y le concedió el honor de soltar el nudo que sujetaba el pareo. Lo hizo con manos estremecidas y la prenda cayó al suelo. La pequeñez del tanga quedó de manifiesto, pues el minúsculo triángulo delantero, ya bien tensado, dejaba fuera el vello del pubis, y los huevos casi salían por los lados. La estrecha tira trasera se perdía dentro de la raja, dejando su orondo culo completamente al descubierto. De esta guisa, se dedicó a quitarse collares y pulseras que iba poniendo a cada uno de los concurrentes, a los que de paso besaba y repartía algunas caricias. Gustosos se dejaban hacer, aunque con una pasividad debida todavía al asombro.

Cuando ya su único atavío eran el antifaz y el tanga, cada vez más engullido por sus redondeces, con un falso pudor recuperó el pareo y se lo anudó por encima del pecho. Por su transparencia, sin embargo, quedaba muy poco velada su anatomía. Se desprendió del antifaz y, con un desenfado que me asombró, se integró de nuevo al picoteo e, incluso, a las libaciones del grupo, cuya única nota frívola la daban los collares que tan gentilmente había repartido.

En un momento determinado, a una disimulada indicación mía y según la instrucción que le había dado, exclamó: “Supongo que alguien se habrá acordado de la tarta. Me ofrezco para servirla”. Un gordito muy risueño, y que si bien era no precisamente la pareja pero sí un amigo muy íntimo del homenajeado, se ofreció para acompañarlo a la cocina. Como tardaron un rato, llegué a sospechar que se estuvieran metiendo mano. El personal empezó a batir palmas jocosamente y, por fin, llegó su reaparición. Seguido del gordito, que hacía sonar una campanilla, era el portador de la tarta con las velas numéricas prendidas. Y daba otra vuelta de tuerca a su descoco, pues llevaba un delantal rojo muy pequeño, casi infantil, cuyo peto dejaba fuera los pezones y que por abajo apenas rebasaba el nivel de los huevos. A todos les intrigaba morbosamente si había conservado el tanga, pues el lazo del delantal por detrás podría esconder, en su caso, su fina sujeción. Por lo demás, cuando avanzaba y se hacía visible su parte trasera, los cachetes del culo mostraban los dos números dibujados también en rojo.

Ahora lo inmediato era el ritual de apagar las velas. Así que depositó el pastel en la mesa ante el celebrante que, con la vista puesta en el equívoco delantal, bromeó: “Procuraré tener puntería, no vaya a ser que el soplido levante alguna cosa”. Pero se atenuó el resto de la iluminación y acertó a la primera. Aplausos, albricias y besos, olvidándonos por unos instantes de la pertinaz provocación. El gordito y él se hicieron cargo de las particiones y el reparto de platos. Como la tarta estaba abundantemente rodeada de nata, se cuidaba de que, por poco golosos que fueran algunos, todos quedaran provistos de una buena porción.

Su llamativo y sucinto atuendo no podía menos que contrastar con la indumentaria convencional del resto. Y el ambiente estaba suficientemente caldeado para que se liberara más de una inhibición. Cuando un pegote de nata fue a parar a uno de sus pezones y otro al otro, se desató la tormenta. Con toda frescura agarró a los dos lanzadores y los instó a reparar el agravio. Gentilmente, usaron sus lenguas para lamer la nata con cierto detenimiento. Pero el doble chupeteo contribuyó a su vez que el misterio se fuera desvelando. Por un efecto reflejo, el delantal que hasta el momento había cubierto lo justo se fue levantando, en una evidente demostración de que bajo él no había ninguna otra barrera de contención. El corto y fino tejido se retrajo entonces y dejó asomar la punta del capullo. Con un falso gesto de pudor se volvió de espaldas, pero su culo de cachetes numerados no ofrecía precisamente una visión menos provocadora. Antes bien, el que alguien soltara el lazo trasero de delantal, que se desprendió, pareció operar como la señal para que, entre varios, lo arrastraran sobre la mesa poniéndolo boca arriba. Le subieron los pies para que los apoyara y quedara con las rodillas levantadas. Las perspectivas que ofrecía desde cualquier ángulo no podían ser más lujuriosas, a pesar de su actitud mimosa de bebé gigante. Lo rodearon y pegotes de nata e, incluso de tarta, fueron cayendo sobre su cuerpo. Una guinda quedó encajada en su ombligo. Los lametones que iba recibiendo aumentaron su estado de excitación y la polla se le erguía bamboleándose entre los muslos. Aunque sin duda era el manjar más preciado, nadie se atrevía a poner el cascabel al gato. Pasar de fugaces lamidas a una mamada en público era algo que retenía hasta a los más lanzados.

Sorpresivamente, el anfitrión, reconfortado por el abundante cava y lo señalado del día, se decidió a compartir protagonismo con él. Con un gesto de “dejádmelo a mí”, se la cogió con delicadeza con dos dedos por unos instantes para, a continuación darle una chupada a la punta. Los aplausos y ovaciones superaron los del apagado de las velas, y el esclavo estaba encantado con las consecuencias de su provocación. Mas el celebrante, pese a la expectativa suscitada, no quiso sobrepasar ese acto algo más que simbólico y se limitó a darle un cariñoso cachetito en el culo. Sus invitados eran demasiado sosos para darles más carnaza. Aunque también tuve claro que la cosa no iba a acabar ahí.

Pero el esclavo seguía allí encima con las piernas encogidas, la polla tiesa, los huevos bien asentados e, incluso, el ojete casi a la vista por la tensión de los glúteos, por lo que pensé que ya lo más sensato era reconducir la situación. Así que le hice bajar de la mesa y lo llevé al baño para que se librara de los restos de nata. La ducha no sólo lo dejó limpio, sino que sirvió también para atenuarle la calentura. No dejaba de estar desconcertado por que todo hubiera quedado en algún que otro chupeteo, después de haber echado los restos con sus disfraces, que le habían dado tanta vergüenza. “Así que a ti solo te gusta el folleteo puro y duro”, le reconvine. “No señor, y usted perdone, que cuando hace falta le pongo fantasía”. “Si lo has hecho muy bien, pero ya has visto que los invitados no daban para más”. “Por respeto no digo lo que me han parecido”. “Eso, mejor te lo callas... Además, ¿crees que el doctor que te ha tratado siempre tan bien te va a dejar ir de rositas?”. “Bueno, si es así...”. Le alcancé una sutil bata japonesa que le llegaba a medio muslo y que, al contacto de la piel mojada, acentuaba la transparencia. “Venga, al ruedo. Y no desesperes”, concluí.

Con la ausencia del exhibicionista, los ánimos se habían ido calmando y pronto empezó el desfile de los que se marchaban. Todos se despedían agradeciéndole lo bien que se lo habían pasado, lo cual restauró su amor propio. Por supuesto, se ofreció para ayudar a recoger y acentuaba su amabilidad esperando recompensa. Así, finalmente quedamos solos con el anfitrión y el gordito. Y, como no podía ser menos, se desató la calentura acumulada. La bata del esclavo, que de por sí bien poco tapaba, saltó por los aires y, a medida que su polla volvía a pedir guerra, los otros tres ya nos estábamos desnudando apresuradamente.

Para empezar, el anfitrión, que lucía ya un pollón considerable, de cuyas virtudes el esclavo había disfrutado a fondo en las visitas médicas, se abalanzó sobre él. Como el hombre además era fornido y se había ido quemando con las continuas provocaciones, casi lo levanta en vilo en su deseo de desquitarse. El gordito y yo, más calmados, reservamos nuestras energías para más adelante. Nos acomodamos en un sofá y, mientras nos acariciábamos lánguidamente, nos dispusimos a no perdernos un espectáculo que prometía. Pareció que el médico quería hacer retroceder la moviola, pues impulsó a su presa a tenderse de nuevo sobre la mesa y, levantándole las piernas, le hizo una comida de polla, con lamida de huevos incluida, con un ansia liberada de testigos molestos –el gordito y yo éramos de confianza–. Cuando ya lo había hecho patalear de gusto, se pasó al extremo opuesto de la mesa, tiró de él para que la cabeza le quedara colgante y le plantó el paquetón sobre la cara. Le chupeteaba los huevos abriéndose paso hasta que la polla le entró en la boca. El doctor la movía como si estuviera follando y el esclavo engullía con avidez poniendo todo su empeño. Estiró los brazos sobre éste para alcanzarle los pezones. Se los retorcía de tal modo que le hacía dar saltos hasta levantar el culo. Era una gozada ver cómo la polla de esclavo, cada vez más tiesa de la excitación, oscilaba entre sus muslos. Al fin y al cabo era lo que había estado deseando durante toda la fiesta.

Con total docilidad obedeció cuando le ordenó bajar de la mesa y ponerse con la barriga apoyada en su superficie. Lo forzó a separar las piernas al máximo y allí quedó exhibido el culo con los números dibujados todavía. Se cebó con él a base de cachetadas y estrujones. Como si esa fuera la verdadera tarta que quisiera devorar, siguió con lamidas a la silueta de los números hasta llegar a hundir la cara en la raja. Luego los dedos entraban y salían, haciéndolo  estremecer. Se apartó un momento para coger un buen pegote de nata de los restos de la tarta. Se lo emplastó certeramente y lo extendió por fuera y por dentro. Ya sólo tuvo que ensartarlo con ese magnífico pollón que iba a hacer sus delicias. El follado casi sollozaba de placer y se removía ansioso por tenerlo todo dentro. Una vez el vientre hundido en la raja, el bombeo fue implacable. Las embestidas hacían palmear sobre la mesa al esclavo y los dos parecían insaciables. “Estoy montando bien la nata ¿eh?”. “¡Usted sí que sabe, doctor!”. “¡Este culo me pone malo! ¡Qué manguerazo te voy a soltar...”. “Está usted en su casa, doctor”. Este diálogo simbólico nos excitaba y divertía a partes iguales a los espectadores. Pero al fin al follador se le agotó la resistencia y, con un fuerte y sonoro espasmo, cesó en la arremetida. Quedó de pie recuperando el equilibrio y el otro se deslizó hasta quedar sentado en el suelo. Le cogió la polla y lamió los restos de leche y nata.

Sin que lo hubiera soltado aún la boca del esclavo, el anfitrión se dirigió a nosotros, viéndonos empalmados: “¿Qué, os habéis divertido?”. Y, mostrando un desparpajo que contrastaba con la circunspección mantenida en la fiesta, añadió: “Voy un momento a limpiarme un poco. A ver si me lo ponéis a punto porque también quiero que su polla me alegre el culo culo”. Así que, en cuanto salió, tiramos del que todavía se relamía y lo tendimos en el sofá. Se entregaba mimoso a nuestro magreo, feliz de que aún quedara juego por delante. Pero los que habíamos quedado en la reserva también estábamos lanzados ya. Así, mientras el gordito se inclinaba para chupársela, yo me echaba sobre éste y, abrazándolo desde la espalda, le sobaba las tetas y le restregaba la polla por el culo. Cuando lo suplí en la mamada, él se sentó en el suelo y me la chupó a su vez. Pero el anfitrión, en lugar de volver a la sala, nos estaba ya llamando y los tres diligentemente acudimos al dormitorio, donde estaba. No dejó de llamarnos la atención que, pese a lo que había anunciado, estuviera tumbado boca arriba en la cama con las rodillas dobladas en el borde, eso sí presentando de nuevo armas. Sin embargo, nos sacó pronto de dudas al pedirnos al gordito y a mí: “Ayudadme a mantener subidas las piernas. Así es como me gusta”. De modo que, con una mano de cada uno de nosotros en la pantorrilla y otra a mitad del muslo, quedó con el culo bien expuesto y disponible. El gordito, solícito, soltó por un momento una mano y cogió una porción de crema de un pote que había sobre la cama. La extendió por las partes sensibles y dejó el agujero bien lubricado. El esclavo entretanto se daba afanoso los últimos toques a la polla, presto a satisfacer lo que tan tentadoramente lo reclamaba. Cayó entre los muslos, con el pecho sobre la barriga del oferente. Con un golpe de pelvis, se clavó en él y, ante los gruñidos y la agitación de éste, tuvimos que reforzar la sujeción de las piernas. El esclavo subía y bajaba con ritmo acelerado y, cuando estaba más levantado, aún se podía ver la polla del follado recuperando la vertical. También se agarraba a las piernas para hacer más fuerza y jadeaba enardecido por la visión de los efectos de su actividad en el rostro del sometido, congestionado por la lujuria. Cuando éste casi suplicó “¡Córrete ya!”, se tensó al máximo, soltó al fin su descarga y, curiosamente, de forma simultánea, un chorro de leche brotó de la polla del médico, como si se tratara de vasos comunicantes.

Soltamos las piernas y los dejamos reponerse uno junto a otro. El doctor se había pegado por detrás al esclavo y lo abrazaba agarrado a sus tetas. Pero había llegado nuestro momento y, en la parte libre de la gran cama, me abalancé sobre el gordito y empecé a besarlo y mordisquearlo por todos lados. Él reía por las cosquillas y la excitación tratando de corresponderme. Acabamos con la polla de cada uno en la boca del otro en unas gratificantes mamadas. Pero el chico debía tener acumulado tal grado de calentura que pronto me llenó de leche. Como para castigarlo por su corrida sin previo aviso, lo forcé a  presentarme su redondito culo y le abrí la raja, sobre la que eché su propio jugo retenido en mi boca. También unté mi polla y se la clavé sin más preámbulo. No tardé en vaciarme animado por sus quejas y arrumacos.

A pesar del alboroto, el anfitrión se había quedado plácidamente dormido sin soltar a su presa, que no se atrevía a moverse para no perturbarlo. El gordito y yo nos desplazamos al salón para disfrutar de una copa en la tranquilidad de la noche. Por una vez, al ser testigo directo, pude ahorrarme la narración de mi esclavo, aunque tal vez él le habría puesto más prosopopeya.

Sin embargo, una vez estuvimos en casa, caí en la tentación de tirarle de la lengua. “Y tú eras el que decía que no ibas a tener arte para provocar al personal...”. “Una vez que usted me disfrazó de cosa rara no me iba a esconder detrás de una cortina y a aquellos señores se les veía muy necesitados de alegría”. “Alegría la que te diste tú con el dueño de la casa”. “Supongo que eso entraba también en la contrata, ¿no, señor?”. “Salme ahora con que solo fue para no dejarme en mal lugar...”. “Si un servidor no dice nada... Pero lo de usted y el amigo del doctor ¿también entraba en el programa?”. “¡No seas impertinente!”. (Continuará)

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