martes, 14 de febrero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días VIII


(Continuación) Sería reiterativo reproducir el relato de la revisión médica de mi esclavo, a la que acudió encantado. No me privó, por supuesto, de contármela con pelos y señales, pero podría resumirse en que doctor y paciente se masajearon, se mamaron y se follaron recíprocamente dentro de un concepto muy laxo de terapia. Ni que decir tiene que el sanado regresó con la pierna pimpante y un destello de lujuria en la mirada.

Pero utilizar la palabra “andanzas” al referirme a él se me iba quedando corto. Su capacidad para enredarse en los encuentros más rocambolescos seguía resultando ilimitada, y lo más curioso era que salía de ellos con el ingenuo convencimiento de ser cosas del destino. Tal es el caso de una tarde en que salió a primera hora para hacer unos recados. Me extrañó que se demorara tanto en regresar, pues no creía que lo que había de hacer requiriera demasiado tiempo. Sin embargo, mi extrañeza se fue convirtiendo en alarma a medida que pasaban las horas y avanzaba la noche. Era totalmente inusual en él que hubiera dejado pasar la hora de mi cena sin ninguna previsión al respecto. Se comprenderá que, dada la singularidad de nuestro vínculo, a la preocupación natural por que le hubiera ocurrido algo, se sumaban las complicaciones que podrían surgir.

Cuando por fin oí que se abría la puerta, respiré y me dispuse a que me diera cumplida cuenta de su tardanza. Apareció muy alterado y con la ropa desajustada y sucia. Antes de que me diera tiempo a hablar, ya empezó él atropellando las palabras por su sofoco: “¡Ay, señor, qué mal me sabe haberlo dejado abandonado! ¿Habrá podido apañarse con la cena o en un momento le preparo algo?”. Lo atajé cabreado: “¡Déjate de cenas ahora, y a ver si me explicas tu vuelta a estas horas y con esa pinta!”. Buena cosa le dije, porque ya fue un no parar:

“Es que el mundo es un pañuelo y yo siempre me doy encontronazos... ¿Se acuerda usted de aquel día en que volvíamos de las vacaciones y, después de la parada para comer, me vio bajar de un camión?”. “Sí, y limpiándote la boca de la mamada que le habías hecho al camionero”. “Pues lo que son las cosas... Estaba yo en un almacén de bricolaje buscando las cintas para las persianas que hay que cambiar, cuando me pusieron una mano en el hombro. Me volví y era un hombretón impresionante. “¿No te acuerdas de mí?”. Lo miré extrañado, porque era difícil que no recordara una pieza como aquella. Pero cuando se echó mano al paquete en plan descaro, enseguida me vino la luz: “¡Claro! Pasé un ratito en tu camión, ¿a que sí?”. “Y no veas el buen recuerdo que me dejaste”. También me vino la imagen del pollón que me comí aquel día y se me escapó una sonrisa pícara. “Pues el camión lo tengo ahí fuera...”, dijo insinuante. Me hice a la idea de que no iba a poder negarme a repetir la faena, después de la simpatía del hombre. La cosa, sin embargo, se puso más complicada. “Precisamente ahora he quedado con dos amigos que estarían encantados de conocerte”. “Conocerme ¿cómo?”, quise precisar. Ya ve que soy precavido... Me engatusó un poco: “Seguro que a ti también te gustan... ¡Déjame darles una sorpresa y presumir del ligue que les llevo!”. Tonto de mí, ya me empecé a interesar. Porque si eran tipos como él... “¿Y a dónde habría que ir?”, volví a preguntar. “Si está aquí al lado. Es un local que uno de ellos está acondicionando para poner un gimnasio. Ni siquiera hace falta que cojamos el camión,...aunque luego te puedo llevar a donde quieras”. Se le notaba tanto interés que cómo iba a negarme. Ya me conoce... Además sería un ratito y, si me traía en el camión, ganaba tiempo. Así que pagué las cintas que había cogido y salimos rumbo a lo desconocido... para mí, claro. Él no dejaba desde luego de animarme: “Verás que amigos más majos y abiertos tengo. Te van a acoger de coña”. Se me escapó: “¿Pero son como tú...?”. Soltó una risotada: “Así que te gusto... Pues ya verás a los otros dos””.

“Llegamos ante una puerta metálica bajada y con una más pequeña en medio. “Tengo una llave”, dijo. “Es que la entrada es lo más atrasado”. Pero por donde íbamos pasando no es que estuviera mucho mejor. Al pasar por delante de una puerta abierta sí que vi una habitación bastante grande con muchos trastos de gimnasia, aunque un poco apilados y que no parecían muy nuevos. El camionero empezó a llamar: “¡Eulogio! ¡Artemio! ¿Estáis ahí?”. Vaya nombrecitos, si ellos son igual..., pensé. Una potente voz contestó: “¡Aquí, nos estamos duchando!”. Al fondo había una especie de cuarto de baño y en un rincón, sobre un sumidero, un brazo de ducha soltaba un buen chorro. ¡Y qué barbaridad lo que había debajo! Dos tiarros descomunales en cueros y bien remojados, que el camionero quedaba pequeño a su lado... y ya es decir. Además debían haber estado dándose gusto, porque lucían unas vergas tiesas que quitaban el hipo. Mi acompañante, sin inmutarse, me señaló y les dijo: “Os traigo carne fresca”. ¡Vaya forma de presentar a uno!, pensé. Aunque luego siguió más elogioso: “Yo solo le he probado la boca, pero la mama que te cagas. Y todo lo demás promete...”. Me dio una palmada en el culo que casi tropiezo. “Pues que empiece por ahí ¿verdad?”, le dijo un coloso a al otro. Dicho y hecho. Chorreando agua y cimbreando los pollones se me abalanzaron. Empujándome de los hombros me hicieron caer de rodillas. Y mire que yo de alfeñique no tengo nada. Lo malo fue que se me empaparon los pantalones en el suelo mojado. Ya esa falta de cuidado me debió haber molestado lo suficiente como para levantarme y dejarlos plantados. Pero cuando tuve ante mis ojos aquellas dos maravillas pidiendo “cómeme” se me fue el oremus. Sé que me dirá que no tengo remedio y que me pierdo en cuanto veo una polla. Pero es que aquéllas eran las columnas de Hércules, oiga. Así que, con la sesera derretida, me amorré a una o a otra según el manejo que a cuatro manos le iban dando a mi cabeza. Oí que el camionero decía: “¡Eh, que yo quiero mi recordatorio!”. Y, con el manubrio asomando por la bragueta, se abrió paso entre los otros dos y se puso también a mi disposición. “¿Qué os decía? Es un mamón de cojones... Pero, como no lo paremos va a coger un empacho de leche”. Fui yo el que aflojó entonces, que uno, aunque no lo parezca, sabe controlarse”.

““Pues ahora hay que comprobar el resto del material”. Como si fuera un muñeco de trapo, los dos de la ducha me agarraron y, sin ningún miramiento, me fueron dejando a pelo. Encima iban tirando la ropa al suelo y aún se enguarraba más. Me distraje porque el camionero aprovechó para acabar de despelotarse también y me dio gusto ver lo que lucía. “¡Mirad cómo se le ha puesto con el chupeteo!”, dijo uno. ¡Y cómo no se me iba a poner, que uno no es de piedra! La verdad es que, vistas las cuatro en perspectiva, la mía no es que desmereciera. Pero ellos, con sus achuchones comentados: “¡Qué buen pajón tiene el tío!”, “¡Este culo debe ser un coladero!”, “¡Tiene unas tetas para comérselas a mordiscos!”. Parecía que se me fueran a repartir por cachos. Bueno, siempre sube la moral que te alaben las prendas aunque, con tanto furor a mí alrededor, no las tenía todas conmigo. Yo miraba al camionero, que era el que me resultaba de más confianza. A éste se le ocurrió: “¿Por qué no le enseñamos el gimnasio?”. Las risotadas que provocó me dejaron con la mosca detrás de la oreja. La habitación a la que me llevaron desde luego tenía poco de gimnasio en funcionamiento. Como le dije, había muchos aparatos amontonados en plan almacén. “Vamos a jugar contigo un poquito ¿A que te apetece?”, me persuadió el camionero. A ver, quién se iba a hacer el estrecho con esos tres monumentos. Había pegada a la pared una tira de barras horizontales de madera. Me pusieron de espaldas a ellas y el culo me quedó encajado entre dos. ¡Ay, qué susto cuando me subieron los brazos y me ataron las manos a una barra de arriba! “Tranquilo, que esto es para ordeñarte y calmarte los ardores de esa polla que se te ha puesto loca”. La verdad es que la tenía de lo más estirada y me latía como si estuviera allí el corazón. “¡Ahora sí que voy a comerle las tetas!”, dijo el que se había encaprichado con esa parte de mi anatomía. ¡Y vaya si comía, que creí que me iba a dejar sin pezones! Pero, con escalofríos y todo, me fui entonando. Como me tapaba con su cabeza, no pude ver cuando, por abajo, me estiraron de los huevos y engulleron mi polla como si tuvieran una ventosa. Todo y la sorpresa, me empezó a dar un gusto tremendo. Y no era uno sino dos los que se turnaban en la mamancia; lo notaba en el cambio de estilo. Cuando mis resoplidos se fueron acelerando –ya sabe que soy un poco escandaloso en este trance–, una mano enérgica me dio la puntilla. No sé cómo pude echar tanto; creía que no iba a parar. También ellos se admiraron, por el regocijo que mostraban. “¡Joder, qué semental!”, fue lo más suave que dijeron”.

“Pero claro, no se iban a conformar con mi espectáculo de surtidor. “Con toda la leche que has soltado, te habrás quedado seco. Te conviene repostar”. A buen entendedor... Me soltaron las muñecas de la barra y, mientras yo me desentumecía y sacudía las últimas gotas de leche, acercaron un potro, de esos que se usan para saltar; por cierto con bastante polvo. Viéndolos allí arrastrándolo y graduando la altura de las patas, con las buenas plantas que lucían y las pollas oscilando de un lado para otro, me entraron unas ganas enormes de que se aliviaran conmigo. Sentimental que es uno... No tuvieron que explicarme mucho para entender que me tocaba echarme barriga abajo sobre el potro, de modo que la cara, por un lado, y el culo, por el otro, me quedaban a la misma altura. La ronda que montaron parecía la danza del sable. Los pollones hacían un pase por mi boca, para que los pusiera contentos, y otro por mi culo. Y nada de cremas ni aceites; se apañaban con salivazos a la raja. Pues mire que la variación me llegó a gustar. Después de la primera arremetida, que me cortó el resuello –yo creo que empezó el que la tenía más gorda–, todo fue como una seda. Aunque un poco brutos, le ponían tanto entusiasmo que me lo contagiaban. Parecía que me pulieran por dentro y el calorcillo iba en aumento. Pese al impacto, yo tampoco desatendía las tareas de boca. Hasta el punto que uno de ellos, cuando le tocó el turno, me echó una descarga que por poco me atraganto. Los otros dos no; éstos me atizaron por detrás a conciencia. El primero en correrse me dio una embestida que casi salto el potro y me metió tanta salsa en varias convulsiones que pensé que ya no me iba a caber más. Pero el siguiente no se anduvo con chiquitas y se abrió paso por el agujero pringoso. Un último empellón y sí que me cupo, sí, aunque esta vez fue un chorro continuado, que bien que lo noté. Claro que el batido de leche se me escurría por los muslos”.

“Después de una cosa así se crea como una camaradería, no me diga usted que no ¡Uy, perdón! ...al menos es lo que yo siento. Además, no crea que me dejaran tirado después de usarme. Antes de que me hubiera dado tiempo a bajarme del potro, el camionero tuvo la pillería de asomarse por debajo. Como el borde me quedaba justo por encima del paquete, avisó a los otros: “¡Mirad qué bien le ha sentado al tío la follada!”. Era que, como soy de recuperación rápida, y más dadas las circunstancias, me había puesto burro total otra vez. Me dio corte incorporarme, pero tampoco era tan raro después de lo que había pasado ¿no? “Pues mira, me da el capricho de aprovecharte, ¿no te importa, verdad?”. No entendí de primeras a qué se refería pero, en cuanto se tumbó sobre el potro y me ofreció el culo, lo tuve claro. A pesar de las burlas de sus colegas, me dispuse a complacerlo. Porque me pareció todo un detalle por su parte; con razón era mi favorito, fuera de comparaciones, que los tres tenían su encanto. Como al fin y al cabo parte era suya, recogí un poco de leche aún fresca en mi entrepierna y se la estampé en la raja. Me dio mucho gusto entrarle y me animé con el mete y saca, sobre todo cuando exclamó: “¡Follas tan bien como mamas, cabrón!”. Tan entusiasmado estaba yo que acabó protestando: “¡A ver si te corres, que es para hoy y ya me quema el culo!”. Es que esta vez, claro, me costaba más. Pero hice un esfuerzo de concentración y al fin nos quedamos los dos apañados”.

“El disgusto me lo llevé cuando fui a recuperar mi ropa. Con tanto ajetreo ni había caído en recogerla. Y estaba allí en el suelo hecha un guiñapo y mojada. Pero, claro, no tuve más remedio que ponérmela tal cual. Encima, se me había ido el santo al cielo y no sabía ni qué hora sería. Miré al camionero, que también se estaba vistiendo, por si se acordaba de su promesa de acercarme a casa. Sí que cumplió el hombre, y así no tuve que ir por ahí con esta pinta. Incluso se disculpó por haber exagerado lo del gimnasio a punto de inaugurar. En realidad, de eso nada; no era más que un local abandonado que aprovechaban para montarse sus juergas y, como había algunos cacharos para dar el pego, se inventó el cuento. Todo para que fuera confiado. Qué considerado, ¿no?”.

Desde luego, su táctica de hablar sin parar conseguía calmarme por agotamiento. No niego que también me ponía cachondo con tanto detalle. Pero tenía que mantener el principio de autoridad. “No me importa que te dé por el culo media ciudad. Pero deberías ser más considerado y no quedarte por ahí sin avisar”. “No sabe cuanto lo siento, señor. Si creía que sería una mamadita de cinco minutos. Me dejé enredar y no pude negarme, aunque arrepentido lo estoy y mucho”. “¿Arrepentido tú de haberte comido tres pollas, que además te han dejado el culo como después de un bombardeo? Vamos, anda...”. “Le aseguro, señor, que no se repetirá”. Lo miré con todo el escepticismo del mundo, que resultó justificado en cuanto cambió de tercio. “¡Ay, ay, ay! ¡Qué cabeza la mía! Pues no me he dejado olvidadas en el local las cintas de las persianas... Voy a tener que volver un día de estos. Total, a ellos no les van a hacer ningún avío y sería una lástima perder lo que costaron. ¿No le parece, señor?”. “Ya, ya...”. (Continuará)

No hay comentarios:

Publicar un comentario