lunes, 6 de febrero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días VII


(Continuación) La vuelta a la monotonía de la reclusión hogareña no dejó de descolocarlo, como me temí. Cumplía a la perfección sus quehaceres domésticos y, desde luego, se esmeraba al entregárseme siempre que lo requería... ¡y vaya si había progresado en las habilidades amatorias! De vez en cuando, incluso, se dejaba caer por casa el amigo que estaba en el secreto, quien siempre se marchaba con el culo bien trabajado. Pero la hipersexualidad que había desarrollado en los últimos tiempos no dejaba de quedarle demasiado reprimida. Desde luego, él no hacía la menor alusión, pero un día, al pasar ante la puerta de su baño, oí unos extraños sonidos guturales. Abrí temiendo que le ocurriera algo y lo sorprendí en cueros haciéndose una paja ante el lavabo. Paró en seco y, por el espejo, vi su expresión de susto, como si lo hubiera pillado en una fechoría. “Por mí no te prives. No será la primera vez que veo cómo te corres”. Aunque haberlo pillado meneándosela me resultaba excitante. Aún sujetándose la polla replicó: “Temí que usted lo considerara un desperdicio, esto de aliviarme por mi cuenta”. “Si ya sé que eres un semental... Venga, acaba lo que habías empezado... y luego me haces una mamada”. Retomó la operación con los huevos sobre el borde del lavabo y enérgicos repasos a la verga tiesa. Para dejarlo a su aire, me abstuve de tocarlo, pese a que la forma en que apretaba el culo para concentrar las fuerzas me ponía cachondo. Sus resoplidos fueron subiendo de volumen hasta que, del capullo enrojecido, le salió un chorro en aspersión que llegó a salpicar el espejo. Con la respiración entrecortada dijo enseguida: “Permítame limpiarme un poco antes de servirle”. Se enjuagó las manos y la polla goteante, y, tras secarse, se arrodilló ante mí, como si aún tuviera que hacerse perdonar. Con delicadeza, pero también con decisión, me desabrochó el pantalón y lo hizo bajar. Yo me había excitado ya bastante con su pajeo, así que le bastó acercar la boca a mi polla y engullirla de una sola succión. ¡Cómo sabía chupar y usar la lengua para causarme un placer inmenso! No cesó hasta que una corriente ardorosa hizo que me vaciara, llenando su boca de leche. Y aún mantuvo dentro mi polla para lamer y tragar hasta la última gota. “¿Lo he hecho bien, señor?”, preguntó cuando por fin pudo hablar. “¡Joder, eres insuperable! No me extraña que tuvieras tanto éxito haciendo el putón”. Buena cosa se me ocurrió recordar, porque inmediatamente percibí un brillo delator en su mirada. Él mismo hizo por neutralizarlo: “Me gustaba serle útil entregándome a los clientes que usted escogía, señor”.

Pero se produjo un incidente doméstico que alteró nuestra rutina. Al volver un día, me lo encontré cojeando sensiblemente. Al preguntarle qué le ocurría, me explicó que estaba subido a una escalera ordenando un altillo y, al hacer un mal gesto, había caído y aterrizado sobre una pierna. Enseguida trató de quitarle importancia insistiendo en que no era nada y ya se le pasaría. Sin embargo, no pudo ocultar la dificultad con la que se movía, e incluso se le escapaban expresiones de dolor. No tuve más remedio que decirle que sería conveniente que lo mirara un médico. El se resistía, haciéndome ver además la clandestinidad de su situación. Pero no me quedaba tranquilo y hube de ingeniar una solución, para la que lo convencí con un argumento decisivo para él: “¿No ves      que si te quedas cojo no me vas a poder servir como yo necesito y tendré que prescindir de ti?”.

Precisamente, uno de los amigos que habían asistido a la orgiástica fiesta de presentación en sociedad era traumatólogo y se me ocurrió acudir a él. Como el esclavo había sido usado y abusado con los ojos vendados, no podría reconocerlo. La cuestión era planteárselo al médico con discreción. Así que lo llamé: “¿Te acuerdas del individuo con el que jugamos a la gallinita ciega?”. “¡Cómo no me voy a acordar! Si aquel tío era un portento”. “Pues resulta que ha vuelto a mi casa y, en una de esas cosas raras que le gusta experimentar, se ha dado un tortazo y tiene una pierna fastidiada. ¿Te importaría que te lo mandara para que le eches una ojeada?”. “¡Una ojeada y lo que haga falta!”. “Bueno yo hablo en plan profesional. Lo que dé de sí la visita ya es cosa vuestra... Pero no hagas ver que lo conoces. Es un poco rarillo y le daría corte”.

Hice que el lesionado cogiera un taxi y se presentara en casa del galeno. Preferí no acompañarlo para no involucrarme en lo que pudiera pasar, conociendo a los dos sujetos. Evidentemente no iba a faltar un relato pormenorizado de lo acontecido: “Si ya le decía yo que no era nada grave. Pero eso sí, el doctor ha sido de lo más amable. Y mano de santo, que todo hay que decirlo... Bueno, mano y más cosas”. “Desde luego cojeas mucho menos... y se te nota muy contento. Así que desembucha”.

“No crea, que al principio estaba yo muy impresionado, con tanto aparato raro y tantos cuadros de huesos. Pero el doctor enseguida supo darme confianza, como si me conociera de toda la vida”. No pude menos que reírme para mis adentros: de toda la vida no, pero sí de la cabeza a los pies. “Además que estaba de muy buen ver; no me extraña que fuera amigo de usted. Con su bata blanca que no se había cerrado demasiado. Pensé que habría sido por las prisas. Pero que no llevaba nada debajo lo averigüé luego... Ante todo se ocupó de mi estado: “Así que has tenido una buena caída... Será mejor que te quites los pantalones para ver esa pierna”. Como yo me movía un poco tambaleante, hasta me ayudó ofreciéndome su brazo, ¡tan velludo y con qué buen tacto! “Ahora te vas a tumbar en la camilla y comprobaré si hay algo roto”. Allí me tiene usted con un toqueteo de la pierna que casi ni me enteraba de que me dolía. Dirá usted que no tengo remedio, pero lo que me pasó no lo pude evitar. Tanto roce y tanto estrujón, que casi llegaban a la ingle, me provocaron una erección, que ni los calzoncillos podían disimular. Y vaya si se dio cuenta el doctor, porque dijo: “Roto no hay nada, tienes unos huesos duros... y parece que no solo los huesos”. No sabe la vergüenza que me entró, porque yo estaba allí por una cosa sería y no para provocar. Menos mal que el doctor siguió muy profesional él: “Solo tienes una buena hinchazón... de la rodilla –la palabra ‘hinchazón’ y la pícara pausa que hizo me volvieron a sonrojar–. Te la voy a untar con una crema y ponerle una venda elástica... Hablo de la rodilla, claro” – ¡y dale!–. Pues sí, la crema me iba dando un calorcillo calmante que parecía milagrosa. Y del arte con que me la aplicaba el doctor ni le digo. Lo malo era que, con el gustito, la polla se me ponía cada vez más rebelde y parecía con vida propia, por los estirones que le daba a los calzoncillos. Encima no se me ocurrió otra cosa que pensar que igual la del doctor también estaba traviesa bajo la bata. Pero, si era así, lo estaba disimulando muy bien. Cuando por fin me tensó la venda, me dio un cachetito cariñoso en el muslo y dijo: “Solo falta una inyección de un calmante que te dejará como nuevo”. Y añadió con todo el recochineo: “Ponte boca abajo, pero ve con cuidado no se te vaya a partir otra cosa”. Desde luego no tuve más remedio que echarme mano al paquete y sujetarme el aparato para que quedara aplastado. No es que me cogiera por sorpresa que me bajara los calzoncillos por detrás; lo normal para poner una inyección. Pero quedarme con el culo al aire me puso aún más salido. Usted ya me conoce, señor. Para colmo el doctor se puso juguetón con el algodón empapado en alcohol, que casi se escurría por la raja. Y me daba palmaditas en un lado y en el otro, simulando el pinchazo, que ni lo noté cuando me lo dio de verdad. “Anda, ya te puedes sentar”. Y yo ahí con las piernas colgando de la camilla y los calzoncillos medio caídos, que solo los sujetaba la punta de mi polla. “¿Seguro que no te golpeaste en otras partes del cuerpo? Mejor que te quites la camisa por si hay algún hematoma”. Ya sí que me quedé con la mínima expresión de ropaje. Fue tan minucioso en el repaso de pecho y espalda que ya empecé a escamarme. Porque no iba a confundir los pezones con un moretón, y bien que me los estrujaba. Como casi se había metido entre mis muslos, ya noté algo duro que se me apretaba. ¿Y qué iba a hacer yo después de lo bien que me había tratado? Mentiría si dijera que no le tenía a estas alturas unas ganas tremendas, pero no me parecía apropiado tomar yo la iniciativa. Aquí fue cuando el doctor, muy finamente, estiró con un dedo la goma de mis calzoncillos y, claro, la polla me salió disparada. Me pareció suficiente iniciativa, de modo que desabroché los pocos botones que aún le cerraban la bata y me amorré a una teta para calmarme los nervios. Le debió gustar, porque estiró para abajo la especie de pantalón de pijama que llevaba y restregó aún con más fuerza la polla por mi muslo. Luego juntó la mía y la suya con una mano y les daba unos frotes que para qué. Yo dale que te pego chupándole las tetas, y bien que le gustaba. Sentado como estaba, tenía poca movilidad, pero el doctor ya sabía lo que hacer. Fue escurriéndose y de repente se metió entera mi polla en la boca, con tanta vehemencia que se me puso toda la piel de gallina. La mamada era de profesional, pero no precisamente en medicina. Yo estaba ya que me salía, pero el doctor, con las alturas muy bien calculadas, se dio la vuelta entonces y apuntó su raja a mi polla. Apretó un poco y ya la tuve bien adentro. Removía la popa con mucho arrebato y yo le puse más énfasis agarrándole las tetas. “¿Le parece que me corra, doctor?”, pregunte, porque no había que perder las formas. “¡Venga ya, que me está ardiendo el culo!”. Fue un alivio para la calentura que había ido acumulando el chorro que solté; hasta me dio apuro la cantidad de leche que le metía dentro. Pero el doctor, la mar de satisfecho, seguía pegado a mi entrepierna y meneándose: “¡Así, así, hasta que se afloje bien empapada en tu leche!”. Ya ve qué cosas... Y no crea, que como la tenía apretada y caliente, aún tardó un rato en ponérseme morcillona. Al fin, cuando el doctor notó que se me escurría, se separó de mí sacudiendo el culo. Enseguida me di cuenta de que le quedaban ganas de jarana, porque al volverse ya se le había puesto el cipote como un obús. Imaginé que ahora me iba a tocar otra inyección y la verdad es que me apetecía un gustazo por atrás con esa jeringuilla tan bien cargada. Tiró de mí para que bajara de la camilla. Eso sí, con cuidado de que no forzara la pierna vendada... Todo un detalle de buen médico, no me dirá que no. Quedé apoyado con los codos y ahí tenía ya mi culo a su disposición. Lo que no me esperaba fue que se pusiera a darme palmadas con mucho entusiasmo. Si lo que pretendía era estimular la circulación de la sangre, desde luego que lo estaba consiguiendo, porque las posaderas me empezaban a hervir. Lo que son las cosas, eso me aumentó las ganas de que el ardor me fuera para adentro con esa verga que prometía. No me defraudó, no, el doctor. En cuanto se le pasó el capricho de la zurra, me dio una embestida que casi se me saltan los ojos. ¡Qué potencia, oiga! Porque se movía perforando como un buldózer, o como se diga. Ni tiempo me daba a poner de mi parte algún meneo. Así que tenía el culo echando humo por dentro y por fuera. “¿Te gusta este ejercicio de rehabilitación?”, dijo encima; supongo que con recochineo. Ya puestos, me apunté: “Doctor, ya sabe que estoy en sus manos. Todo lo que usted haga será para bien”. Le debió hacer gracia, porque intensificó, si cabe, las arremetidas. No entendí por qué añadió: “Este culo me trae muy buenos recuerdos”. Desde luego, cliente no había sido, que tengo mucha memoria visual. El caso es que cada vez estaba más salido, no solo enculándome venga y dale, sino dándome estrujones y tortazos por todos los sitios que alcanzaba con las manos. Pegó un berrido que casi me deja sordo y se descargó a base de bien. Como un detalle se me ocurrió agacharme y, con la pierna vendada estirada, le lamí los restos que le goteaban de la polla. Y hay que ver el doctor, debe ser que abusa de las vitaminas. Porque estaba yo limpiándole a fondo el instrumental y éste empezó a hincharse otra vez dentro de mi boca. Y él como si fuera de lo más natural: “¡Qué bien la mamas, golfo! Sigue ahí un rato y verás como te llevas propina”. Bueno, pues tampoco había prisa, ¿no? Así que me esmeré con chupadas y lengüetazos, y aquello se notaba cada vez más duro. “¡Dale, dale, que tu boca casi me pone más caliente que tu culo!”, me animaba. Estuve un rato sin parar, que hasta me dolían las quijadas. Pero conseguí sacarle una lechada que no sería tan abundante como la que me había entrado por detrás, pero sí me hizo tragar varias veces. Yo, con tanto meneo, había cogido un empalme tremendo, lo que al doctor no se le escapó en cuanto me incorporé. Muy atento me dijo: “Anda, que necesitas descansar. Échate otra vez y te aplicaré un último tratamiento”. Panza arriba ahora y con el palo mayor empinado. Me escamó que me pusiera un paño sobre los ojos, pero aclaró: “Así te dará más morbo”. De todos modos, ya sabe usted que estoy hecho a todo. Lo primero que sentí fue que me iba rodeando los huevos y la polla con una especie de cordoncillo, aunque sin apretar demasiado... menos mal. El paquete me quedó más resaltado todavía. Cambió de zona y unos chorritos aceitosos me fueron cayendo sobre los pezones... ¡y qué gusto me dieron los pellizquitos que me iba dando! Siguió bajando con el goteo, que me entró en el ombligo y me hizo cosquillas. Pero lo más fue cuando me cayó sobre el capullo y se escurrió por toda la polla y los huevos. Luego empezó a darme un masaje que hizo que tensara hasta los dedos de los pies. Con una o las dos manos resbalosas me hacía unos pases que me llevaban al cielo. Y no quedaba ahí la cosa, porque de vez en cuando me daba una chupada por sorpresa que, con los labios escurridizos por el aceite, aún daba más gusto. Total, que me estaba poniendo burro del todo y ya me bajaba un calambre desde la coronilla. Cuando ya no podía más y grité ‘¡doctor, que me corro!’, ¿sabe lo que hizo el muy pillo? Apretó fuerte con la yema de un dedo el agujero del capullo y tuve una sensación rarísima. Porque la leche hacía presión para salir y no podía, lo que me daba como escalofríos. Por fin quitó el tapón y, al mismo tiempo, soltó de un tirón el cordoncillo. Y no vea qué alivio tuve al quedar la vía libre. El doctor mismo, muy pulcro él, enjugó la mezcla de leche y aceite de mis bajos con el paño que me había tapado los ojos. “Bueno, creo que ya va siendo hora de que te vistas”. Era su forma de acabar la visita, por lo que le pregunté: “¿Qué se debe, doctor?” –Porque, aparte del dinero para el taxi, también había calculado una reserva para la consulta–. Pero soltó una risotada: “Darnos por culo cuando vuelvas a la revisión, ¿te parece?”. Hay que ver, con lo fino que había empezado... “Lo que usted mande, doctor. Aquí me tendrá”. Me fui un poco azorado... pero con todo el cuerpo la mar de encajado. Y me alegro de que mi arreglo le haya salido gratis al señor”.

“Está visto que, vayas donde vayas, y aunque sea con la pata coja, acabas follando”, le dije riéndome. “Bueno, señor, usted ya debía saber a quién me mandaba... y con lo bien que se ha portado, no me iba a hacer el estrecho”. “¿El estrecho tú? Ni aunque te hubiera cortado la pierna... Anda, que ya estarás deseando que te haga una revisión”. “Es que estas lesiones hay que vigilarlas, no sea que me quede una malformación”. “¡La polla se te va a mal formar a ti!”. Y así he podido reseñar un nuevo episodio de nuestra convivencia. (Continuará)
 

1 comentario:

  1. Mmmm, ya lo estaba echando de menos. Gracias por seguir deleitandonos con tus relatos.

    ResponderEliminar