lunes, 16 de enero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días VI


(Continuación) Como el mundo es un pañuelo, y más en éste del sexo homo en que nos movemos, sin querer puse a mi pobre esclavo en un compromiso, del que supo sin embargo salir airoso: “Me mandó usted a casa de un señor que, nada más verme, y sobre todo cuando me desnudé para que comprobara la mercancía, me dijo: “Ya me parecía a mí... ¿Tú no eres el que, en una fiesta en casa de un amigo, éste te presentó para que jugáramos... y vaya si lo hicimos”. Me quedé sin saber qué decir, pues no quería que me relacionaran con usted, pero mi silencio me delató. Así que el señor prosiguió: “Sin embargo él nos explicó que eras un conocido suyo que se entregaba a esas experiencias con los ojos vendados”. Traté de buscar una salida: “¿Ah, sí? Le daría vergüenza decir que me había contratado, pero sus buenos cuartos le costé a ese señor. Lo de los ojos vendados fue cosa suya”. ¿Verdad que hice bien, señor? “Pues tengo muy buenos recuerdos... Te importa que avise a otro amigo que vive en esta misma finca. Estuvo también en aquella fiesta y se alegrará mucho”. “Es que yo he venido para servirle solo a usted”, repliqué pensando en la tarifa. “Por eso no te preocupes. Con el juego que das, serás recompensado con creces... y lo pasaremos muy bien”. Serán ustedes, me dije para mis adentros, pero consentí: “Si es así...”. Me dejó solo en cueros y supongo que fue a llamar por teléfono. Como aquel día no veía nada, no podía recordar qué uso hicieron de mí estos señores. Por la pinta del de la casa, maduro regordete, supuse que no serían de los más brutos. No tardó en volver y me dijo; “Mientras sube mi amigo, voy a adornarte un poco. Esta vez no te taparé los ojos, solo algún detallito para que estés más sexy”. A ver de lo que me va a disfrazar ahora, pensé, pero bueno... Trajo una especie de chal rojo, de gasa muy transparente, que se veía todo lo de detrás. Se esmeró en anudármelo a la cintura con muchos cálculos, como si estuviera vistiendo a una novia. Eso sí, no perdía ocasión de tocarme el culo y palparme la entrepierna. Como al menor roce ya me empalmo, se puso muy contento. “Sigues siendo una fiera”. Luego me pasó por el cuello varios collares con bolas de distintos tamaños y colores. Añadió unas pulseras con cascabelitos en las muñecas y los tobillos. Como remate me pellizcó fuerte los pezones, para endurecerlos, y los cogió con unas pinzas de las que colgaban unas borlitas. Eso me dolió un poco, pero me acostumbré. Total, que parecía yo el monigote ese de la baraja de cartas que tiene usted. Llegó el otro señor, más o menos como el anfitrión pero más alto, y al verme soltó una carcajada. “¡Lo has dejado monísimo!”. Eso mismo pensaba yo... Pero fue más al grano y me cogió la polla por encima de la gasa. “De ésta sí que me acuerdo”. El señor de la casa puso una música marchosa y los dos se bajaron los pantalones. Ya podían haber requerido mi colaboración, que le habría echado más gracia... Los dos se sentaron en sendas butacas tipo relax y con la mano se alegraban las pollas. “Anda, báilanos un poquito para ponernos cachondos”. ¡Ay madre! Con lo negado que he sido yo siempre para el baile. Así que traté de disimular mi patosería danzante con meneos y gestos cochinotes. Agitaba las tetas haciendo voltear las borlas de las pinzas y aguantando los tirones que me daban. Movía las caderas y hacía que la polla subiera la gasa. Me giraba, destapaba el culo y me abría la raja... La cosa debía funcionar porque las pollas se les iban poniendo tiesas. Las había visto mejores, pero tenían un pase. Me arrimé entre ellos para que, con la mano libre, me fueran tocando a su gusto. Uno quiso que le aplastara la polla con el pie, lo que el otro aprovechó para meterme el dedo en el culo. Les ofrecí mi polla por si les apetecía chupar, y vaya si se apuntaron. Me daban tales chupetones apretándome los huevos que se me ponía la piel de gallina. Claro que lo que querían era dejarme bien a punto para sus apetencias. Me sorprendió que el anfitrión se levantara de la butaca y me cediera el puesto. Con los pantalones por los tobillos y la camisa arremangada sobre la barriga –lo que encontré un poco cutre–, orientó el culo sobre mi polla. Yo, que me había enrollado el chal para más comodidad, me sujeté la polla para que atinara en el agujero que se me venía encima. Entré con precisión y el señor se removió para un mejor encaje. Luego subía y bajaba dándose gusto. Mi postura algo forzada y los golpetazos sobre el vientre no propiciaban un restriegue suficiente para que me fuera a vaciar. Pero él, que entretanto se la iba meneando, se quedó sentado bien clavado y se corrió salpicándome las rodillas. Al menos yo había quedado intacto para trabajarme al otro señor. Éste no se anduvo con chiquitas y ya tenía el culo al aire reclamándome. De modo que, casi sin transición pasé de un agujero a otro. Pero aquí ya me podía mover a mi gusto y vaya si lo agradecía el receptor. Modestamente, he de reconocer que he cogido un estilo bastante elaborado. Con la voz quebrada me dijo: “Cuando vayas a correrte avísame, que quiero notarlo”. “¿Le va que aguante un poco más?”. “Claro que sí, rey, encantado”. Agradecido por el piropo, hice un esfuerzo de concentración para apaciguarme, sin disminuir por ello la energía  de mis arremetidas. Hasta que no tuve más remedio que decir: “¡Ya voy!”, y pasó lo que tenía que pasar. En realidad me alegré que de viniera el invitado, porque con él me lo pasé mejor, aparte de que la visita le cundiría a usted más. Pero aún no había acabado, ya que el mismo señor no tenía bastante. “Con lo caliente que me has puesto, me vendría de perlas una mamadita”. Y ahí estaba yo chupa que te chupa, y dispuesto a tragarme lo que fuera. En la despedida todo fueron alabanzas: “Eres único follando”. Y también algún recochineo: “Tan educado que ni dando por el culo apeas el usted”. Pero a esto repliqué: “Así cada uno está en su lugar”. Por cierto, que mi mentira inicial debió colar, porque no me dieron recuerdos para usted”. Desde luego mis amigos se mostraron generosos, pues en el sobre iba bastante más de lo tarifado.

Cada vez se le notaba más hombre de negocios, a su manera. Y yo contento de que así estuviera ocupado. Dedicarse solo a servirme en casa y luego recluirse en su habitación habría acabado resultando desquiciante. Y organizar visitas de amigos era arriesgado, por la difícil explicación de su presencia. No me fallaba cada vez que requería de él un revolcón, pero con el sexo mercenario se sentía muy a gusto y se redimía con su creencia en el lucro que me aportaba. Aparte de que sus informes parecían sumergirme en ‘Las mil y una noches’...

Pero no todo es perfecto y un día regresó antes de lo previsto, muy sulfurado y avergonzado por no traerme el dinero esperado. Incluso percibí un cierto tono de reproche, inusual en él. “Yo no sé qué vería usted en el correo electrónico, pero me ha mandado a una visita que se las traía... Nada más llegar al piso me dio mala espina, por lo sucio y desordenado que estaba todo. Y el sujeto que me recibió –yo no lo llamaría señor–, todo el ya en cueros –buen cuerpo, eso sí– hasta olía mal. Me ordenó bastante bruscamente que me desnudara también, y lo hice, aunque con pocas ganas. Pero ya su pretensión fue el colmo. Quería que me tumbara en una colchoneta muy poco limpia para él meárseme e, incluso, cagárseme encima. Ya sé que hay gente a la que le van esas prácticas y, si son a gusto de todos, es cosa suya y lo respeto. Pero contratar a alguien para desahogarse en él por las buenas me pareció un abuso. Aún si hubiera sido al revés, tapándome la nariz, lo habría abonado. Más que nada por no dar la tarde por perdida y no volver de vacío, pero sin ningún gusto, entiéndame. Así que cogí mi ropa y salí corriendo. Me fui vistiendo en el ascensor. Menos mal que no me tropecé con nadie. Y aquí me tiene sin haber rascado bola. Gajes del oficio...”.

“Este último encargo ha sido muy bonito y casi me he emocionado. Resulta que era un matrimonio, de hombre y mujer, se entiende, de edad mediana y de muy buen ver. Ella, una señora guapetona y él, que tenía un aire a mí. Sería por eso que me escogerían por Internet, lo que entenderá cuando siga explicándome. Pues, pese a quererse mucho y estar muy unidos, el señor, por el motivo que sea –no iba a ponerme yo a preguntar en plan indiscreto–, se había quedado completamente impotente, o sea, que dejaba a la señora a dos velas. Para arreglar el problema dentro de casa, habían decidido buscar un suplente que de vez en cuando hiciera la faena que el pobre no podía. De ahí el interés por el parecido, para que la señora no lo notara tan raro. Además, al estar el marido presente, no parecería tanto que le ponía cuernos. Lo organizaron con mucha elegancia. Ellos dos se metieron en el dormitorio y me dijeron que, cuando estuviera desnudo entrara. Me imaginé que el señor, sentado en una butaca, se limitaría a mirar cómo yo le hacía a su señora un apaño. Estaba tan concienciado de cumplir todo lo bien que pudiera que, cuando llamé a la puerta ya estaba empalmado. Pero lo que me encontré fue algo distinto a lo que había imaginado, porque estaban los dos desnudos sobre la cama medio abrazados. ¿A ver si es que el marido quiere también aprovechar el alquiler en sus partes sanas?, pensé. Me equivoqué igualmente porque, como verá usted, el hombre solo iba a colaborar dentro de sus posibilidades. La señora tomó la iniciativa y pidió que me arrimara a su lado de la cama. Con mucha delicadeza me cogió la polla y se puso a chupármela con un bien hacer tremendo. ¡Hay que ver lo que se perdía el pobre marido! Éste, sin embargo, participó a  su manera y se puso a acariciar el coño de la esposa. Cuando ella cesó en la mamada –muy prudentemente por cierto porque, de haber seguido, no me habría podido controlar–, él me dejó libre el terreno. Con toda la finura de que fui capaz se la fui metiendo. Estaba calentito y húmedo, y me movía con comodidad. Ahora el marido se había puesto boca abajo para besarla con mucho cariño y magrearle las tetas. Por lo visto, yo únicamente servía para la jodienda. Solo se apartó cuando ella empezó a dar unos gritos que, la verdad, no me esperaba de una señora tan fina. Pero he de reconocer que me animaban y, encima, ver el apetitoso culo del señor era un gozo añadido. Por prudencia no me atreví a tocárselo, y eso que lo tenía al alcance de la mano. El caso es que todo contribuyó a que, en cuanto la esposa pareció algo más calmada, le largara un corrida de las buenas mías. Se quedó la mar de a gusto... con el hambre que debía pasar. ¿Y ahora qué?, me dije, porque el trabajo me había parecido sencillito. Cuando la señora, para que descansara, me hizo un hueco en su lado libre de la cama y me dio un beso afectuoso, yo estaba dispuesto, en cuanto me recuperara, a que siguieran disfrutando de la contrata. Igual a ella le gustaría la novedad –o no, vaya usted a saber– de que también le entrara por detrás. Y al marido, por muy pocho que estuviera de los bajos, ¿no le iría bien que le alegrara el culo, ni que fuera con una buena lamida? Pero ya que ellos se habían quedado solo en plan relax, no me atreví a proponerles nada, no fuera que me salieran con que por quiénes los tomaba. Así que me limité a decir: “Si no quieren nada más...”. Como me quedó muy fino, sonrieron y el señor contestó: “Por hoy no, muchas gracias”. Me asaltó la duda de si con eso quería decir que volverían a contar conmigo o que otro día podría haber más jarana. Las dos cosas me hacían ilusión y, si fueran juntas, mejor que mejor. De todos modos me gustó haber contribuido a la armonía conyugal. A saber, sin mí, cómo habría acabado todo”.

No siempre lo solicitaban para actividades directamente sexuales, al menos en principio. Como un pintor para el que posó en una serie de dibujos, aunque acabara dándole por el culo en los descansos, para inspirarse mejor, según le decía. No faltó una clásica aparición desde dentro de una gran tarta de cumpleaños trucada, a partir de la cual su desnudez, que no tardó en rebozarse en nata, crema y chocolate, fue lamida con avidez por los concelebrantes. Lo del peculiar árbol de Navidad erótico fue muy curioso: “Vaya caprichos más raros se les ocurren a la gente con posibles. Una fiesta en un chalet muy lujoso de una pareja gay, como ahora se dice. Por lo visto ellos, y los invitados que luego fueron llegando, eran aficionados a las redondeces y pilosidades. Y como yo de eso estoy bien provisto, iba a resultar muy decorativo. Tuve que ir con tiempo para los preparativos. Anda que no habrá debido sacarles usted pasta gansa. Yo, lo primero, despelotarme ante los anfitriones, como suele ser de rigor. Y no escatimaron los toqueteos, con la cosa de hacerse una idea de cómo quedaría mejor. Me hicieron subir a una tarima redonda, forrada de tela roja con estrellitas. Aquello parecía un poco inestable, pero me explicaron que era giratoria y me enseñaron un conmutador oculto por la alfombra para que, al pisarla, la plataforma girara lentamente. A mí, lo único textil que me pusieron fue un gorro de Papá Noel. Aunque me colgaron algunas guirnaldas y tiras de lucecitas. No muchas, para que no me taparan demasiado. Bolas no había; ya estaban las mías. A mis lados había unos bastones, con rayas imitando los de caramelo, en los que apoyarme para que no se me durmieran los brazos haciendo la postura del abeto. Para desentumecerme, de vez en cuando también podía levantarlos juntando los dedos rectos por encima de la cabeza. Y allí me tiene usted, esperando a los invitados, tan tieso como un árbol y temiendo quedarme electrocutado por culpa de las bombillitas. Fueron llegando unos diez señores, todos con traje negro y pajarita, e incluso algunas señoras con vestidos de fiesta. La gracia por mi parte estaba que, cuando pisaban la alfombra, la tarima daba una vuelta en redondo y sonaba una musiquita. A la primera casi me caigo, pero luego me fui acostumbrando. Todos debían ser muy liberales, o algo más, porque se mostraron encantados con mi encarnación de la Navidad. Y que alabaran mi buen ver pues, la verdad, me gustó. Tanto mirar y tanto piropo provocó que, sin querer, me fuera empalmando. Sobre ese punto no me habían instruido los anfitriones, pero ya debían suponer que uno no es de piedra, ni siquiera de madera. De todos modos, me tranquilizaron los comentarios jocosos, pero también laudatorios, sobre el incidente. La cosa se calmó cuando se dispersaron a la búsqueda de las copas y los canapés. Aproveché para moverme un poco y, de paso, colocarme bien la polla, que se había enredado en una guirnalda. Y vaya uso más original que le iban a dar los anfitriones con su sentido artístico –y también bastante pluma, que todo hay que decirlo, y más cuando usted ya ha cobrado–. Porque, en el momento de los regalos, aparecía uno de ellos con un paquete más o menos grande que depositaba a mis pies. Pero la picardía estaba en que cada paquete llevaba un cordelito largo con el que, el muy ladino, hacía un lacito en la base de mi polla, no muy fuerte por suerte. El otro iba nombrando al afortunado quien, para hacerse con el regalo, tenía que librarlo del lacito. No vea el señor el trajín que se llevaron con mi polla que, además, con el toqueteo se ponía cada vez más flamenca. Algunos actuaban con una torpeza deliberada –que uno no es tonto–, dándome unos buenos viajes, que hasta se les enganchaba el cordel en mis huevos. Hubo una señora más remilgada que intentó desatar directamente el paquete, pero los abucheos la obligaron a hacer lo que todos. Parecía que ahí se acababa mi cometido. ¡Vaya cosa mas tonta!, me dije, pues me quedaba un poco frustrado, sexualmente hablando. Sin embargo, al irse dispersando los invitados, uno de ellos –que por cierto no estaba nada mal– se hizo el remolón. Vi que cuchicheaba con los anfitriones y, muy dispuesto, vino a ayudarme a librarme de los aderezos. Y no tenía las manos cortas precisamente, sobre todo en lo referente a mi culo. A lo tonto a lo tonto, me fue llevando hacía un baño de respeto que había en la planta. Cerró la puerta e hizo que me sentara en la encimera del lavabo. Sin lacitos de por medio, me hizo una mamada que, la verdad, necesitaba como agua de mayo, con tanto trajín como había tenido mi polla. Se tragó todo lo que me salió, y eso que había acumulado bastante. Lleno de gratitud, yo mismo le bajé los pantalones y, como estaba ya bien armado, sin más le ofrecí el culo. Me folló bien follado, sin parar hasta correrse. Se recompuso la ropa y me hizo esperar para salir él primero. Cuando fui a recoger mis cosas, no sé si estaría incluido ese polvo último en el sobre que le traigo. Pero le aseguro que me hacía falta después del numerito vegetal”.

Para atender una nueva solicitud, le dije que tendría que llevar puestos, bajo la ropa de calle, los arneses que hacía tiempo le había comprado, a los que añadí un calzón de cuero con trampillas por delante y por detrás. “Ay, que esto va a ser más complicado para mí ¿Será como en alguna de esas películas que tiene usted?”. “Bueno, en las películas siempre se exagera... y pagan muy bien”. “Será por los extras que me van a caer encima”.”Si no te atreves, te dedicaré solo a consolar damas insatisfechas”. “No, señor, si yo... Usted ya sabe que mi cuerpo es suyo... y de los que pagan por él. Pero no vaya a ser que, con tanto riesgo, se acabe usted quedando sin la gallina de los huevos de oro”. “Menuda gallina estás tú hecho”. Y se acabaron las objeciones. De todos modos, quedé algo inquieto esperando su regreso y el relato subsiguiente.

“Cómo voy a poder resumirle todo lo que me ha pasado. Y gracias que estoy aquí para contarlo...”. Como su capacidad para la concisión era más que dudosa, me puse cómodo para escucharle. “Llamé a la puerta y se abrió sin que viera a nadie. Había un recibidor corrientito y, para ganar tiempo, me quité la ropa de calle, ya que debajo llevaba el equipo que usted hizo que me pusiera. Pero, cuando me estaba ajustando las correas y el calzón para que no me dieran pellizcos, salió un brazo por otra puerta, me agarró y de un tirón me metió para dentro de un cuarto con una luz roja. Ni de saludar me dio ocasión el señor que, de forma tan brusca, había entrado en contacto conmigo. Porque, sin soltarme, tiraba de mí y yo iba dando trompicones, ya que me costaba hacer la vista a aquella iluminación. Antes de darme cuenta, había enganchado una de estas dichosas muñequeras a una argolla que parecía colgar del techo y rápidamente hizo lo mismo con la otra. Así quedé como un cristo, con los brazos en cruz. Ahora pude fijarme en el caballero. Llevaba un atuendo parecido al mío, aunque la parte baja era más descarada, no solo porque ya le dejaba directamente el culo al aire, sino que, por delante, le colgaba un pollón pendulante que no pude saber entonces si era natural o postizo. Para colmo, llevaba un capuchón que solo le dejaba fuera la nariz y la boca. No resultaba muy amistoso, no. Se me pasó atrás y tuve que aguantar que, separándome las piernas, también sujetara las tobilleras a unas argollas en el suelo. Me arriesgué a decir: “Mire que yo...”. Pero me dio una palmada en el culo con ganas. “¡Tú a callar!”. Así que yo ahí, hecho una X, para lo que el señor gustara. Cogió una especie de látigo con tiras de cuero, pero lo llevaba plegado. Cuando se me acercó, me fijé en que, en el extremo, lo que parecía el mango, tenía forma de cipote. Por lo visto era multiusos. “¡Ojalá sea solo para asustar!”, me dije. Se puso a hacerme círculos en las tetas con el capullo –del látigo, se entiende– en plan amenazante. Luego la tomó con los pezones, dándome unos pellizcos que vaya... No me queje, no fuera a provocarlo. Pero bueno, eso ya lo sabía aguantar. Cuando dijo: “Vamos a ver lo que escondes”, se agachó y abrió la parte delantera del calzón. Pero, por la incertidumbre, no estaba precisamente presentable. “¿Esto es de lo que presumes tanto?”. Ahí me piqué: “Ande que he tenido mucho cariño desde que he llegado...”. “Ahora te voy a dar cariño”. Trajo un tubo de cristal y metió mi polla dentro. “A ver si me la corta y la guarda en formol”, pensé con pánico. Sin embargo, unió el tubo a una goma que iba a parar aun aparato desconocido para mí. Lo puso en marcha y el tubo hizo un efecto de vacío que me lo encajó clavado a las ingles. Y mientras aquello chupaba, la polla se me ponía cada vez más gorda. Además, vibraba de una manera que me iba dando un gusto tremendo. Tanto que llegue a avisar: “Mire que me voy a correr y dejarle perdido el tubo”. “No te prives... Para que digas que no te doy cariño”. Y le dio más potencia al trasto. ¡Joder –con perdón–, cómo me puso de cachondo! Eché una corrida que el tubo parecía el vaso de una batidora. Porque estaba yo sujeto de aquella manera, que si no se me habrían doblado las piernas. Pues va el señor, me saca el tubo y se lo bebe como si fuera yogur líquido. Después de todo, no hay mucha diferencia entre beber del vaso o a morro, ¿no? Por primera vez me sentí a gusto, a pesar de la postura tan incómoda. Cuando pasó a mi espalda y dejé de verlo, me volvió la suspicacia. Y encima llevaba otra vez el látigo-consolador. “Ahora me cae”, pensé, y me cayó, en forma de varios zurriagazos a la espalda. No muy fuertes, pero picaban. Y eso que uno tiene la piel dura. Menos mal que de pronto se acordó: “Pero si aún tienes el culo con la tapadera...”. Lo destapó. “Pues habrá que abrirlo bien para que pueda entrar la fiera que tengo entre las piernas”. “No, si lo tengo muy elástico...”. “Tú a callar”, otra vez. Por lo visto se le había pasado el cariño. Empezó a deslizarme por la raja lo que, por lo frío y duro, no podía ser más que la punta del multiusos. Menos mal que había visto que la parte consolador tenía un tope a una altura prudencial, y así desterré el temor de que me entrara por el culo y me saliera por la boca. Sí que me lo metió, sí, como una taladradora. Inmovilizado como estaba, solo pude hacer que respirar hondo. Digan lo que digan de estos cacharos y por muy bien que lo manejen, donde se ponga el factor humano... Usted ya me entiende. Pues el señor debió divertirse mucho con el juguetito porque, cuando, dejándomelo metido, pasó delante de mí, tuve claro que lo que tenía entre las piernas no tenía nada de postizo. Se le había puesto la verga que ni un caballo en celo. Arrastró entonces una mesa ante mí y me descolgó los brazos. Con los pies aún sujetos y las piernas separadas no tenía equilibrio, así que me desplomé de bruces sobre la mesa, atenuando la caída con los codos. En la posición tan elegante en que me dejó, cambió lo artificial por lo natural, o sea, que me sacó el bastón y me clavó su polla. Eso ya era otra cosa... aunque tela marinera. Todavía me dilató más y daba unas arremetidas que el borde de la mesa se me iba incrustando en el vientre. “Esto te gusta, eh, golfo”. Pues sí, para qué negarlo, pero un poco menos de vehemencia se habría agradecido. Me quedé aliviado cuando se corrió. Al sacarla, aún me chorreó leche del agujero tan abierto, que cayó en el calzón. Total, para tirarlo, que ese material no se lava. Por fin me liberó los pies y pude ponerme derecho. “No has estado mal, pero me habría gustado que te acojonaras más”. Será que la procesión la llevaba demasiado por dentro. Ya me quité los correajes antes de vestirme para que no me dejaran escocido, y aquí están en una bolsa de plástico que me llevé en el bolsillo. El calzón también fue fuera, claro, aunque tuviera que volver sin calzoncillos, y lo eché al primer contenedor que encontré”.

“Pues no veo que fuera para tanto”, repliqué. “Solo un poco más movido que en otras ocasiones”. “¿Movido dice? Si me veía yo descuartizado y a trocitos en la nevera. Lo sentía sobre todo por usted... porque a uno ya lo que le echen”. “Bueno, creo que será mejor que descansemos por una temporada. Lo anunciaré en la Web y ya habrá tiempo de recuperar la clientela”. Lo dije porque veía que cada vez se tomaba más a pecho sus incursiones y. también, porque me agotaban sus continuos informes. Aunque reconocía que sabía adornarlos con un lenguaje cada vez más descarado. “Lo que usted mande, señor”. Y se le notó un deje de nostalgia. (Continuará)

3 comentarios:

  1. No se habrá acabado ¿verdad? Esto promete y cada vez son más morbosos.

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    1. Me temo que, de momento, tendré que dejarlo descansar... Falta de inspiración.

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  2. me parece q le esta dando demasadas vueltas y demasiada imajinacion los primeros eran un poco mas creible asi q esta resultando un poco pesado

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