sábado, 7 de enero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días III


(Continuación) Aunque, si me traía alguna pareja a casa, tenía garantizada su discreción absoluta, me irritaban las precauciones y los avisos previos. La experiencia con el amigo de confianza había resultado muy bien a fin de cuentas. Así que se me ocurrió hacer algo de mayor alcance. Con la complicidad de dicha amigo, que se prestó encantado, organizamos una reunión con unos cuantos conocidos cuyos rasgos comunes eran el ánimo lúdico y el gusto por un tipo de hombre que mi esclavo representaba a la perfección. Los incitamos con el señuelo de que les aguardaba una interesante sorpresa, así que vinieron dispuestos a dejarse sorprender.

A mi siervo me limité a encargarle que dejara dispuesta una buena provisión de bebidas y cosas para picar. También le avisé de que se mantuviera a la expectativa porque su presencia iba a ser requerida.

Los convidados llegaron muy interesados y, cuando estuvieron bien animados comiendo y bebiendo, me ausenté para preparar la sorpresa humana. Le ordené que se desnudara completamente y luego se pusiera un sucinto taparrabos cuyas dos partes se enlazaban en las caderas. Otro detalle era un antifaz que le privaba totalmente de visión.

De esta guisa lo conduje a la sala donde esperaban expectantes los congregados. Lo presenté como un conocido aficionado a entregarse a experiencias extremas, por lo que lo tenían a su merced para cuanto les apeteciera. Desde luego quedaron impactados al verlo allí en medio desorientado, y no menos excitados por su disponibilidad para el uso y el abuso. Su cuerpo sensual de generosas formas se ofrecía a la libidinosa vista de todos y el minúsculo taparrabos, que apenas contenía las partes más sensibles, aún acentuaba la promesa de una ardorosa sexualidad. Loa amigos se conocían entre ellos en todos los sentidos y compartían la desinhibición para disfrutar de cualquier situación. Así que ninguno de ellos se iba a abstener de aprovechar lo que se les ofrecía.

Los que se decidieron primero a ir más allá de las miradas lo cercaron y comenzaron a tocarlo. Fue para él, que no sabía entre cuántas personas se hallaba, una  extraña sensación, que asumió mansamente, solo emitiendo murmullos de sobresalto casi inaudibles. Iban palpando y acariciando, cuando no estrujando, casi en rotación. Ora las tetas, cuyos pezones se ponían duros, ora los brazos, que levantaban para acceder a las axilas, ora espalda y rabadilla, ora muslos y, cómo no, culo aún velado pero insinuante, al igual que el sexo precariamente contenido. Como lo oculto es lo que más atrae, alguien ya fue bajando con morbosidad la tela trasera y descubrió parte de la raja oscurecida por el vello. Otro, por delante, pasaba con suavidad los dedos por las turgencias que se marcaban y observaba con deleite cómo su endurecimiento tensaba el tejido. Desde luego, por sentido del deber o por gusto, parecía ya dispuesto a ofrecer lo que se esperaba de él.

Retardaban el momento, ineludible, de deshacer los lazos de las caderas y provocar la caída del taparrabos. Ya habría tiempo para gozar de su desnudez completa. Antes se regodeaban haciendo salir por los lados los huevos y la polla en erección y extendiendo con un dedo las gotitas que destilaba la punta. Al fin uno deshizo el lazo de uno de los lados y el taparrabos se torció enganchado en la tiesa verga. Otro desligó el lado contrario y ya la prenda cayó al suelo. Quedó pues listo para lo que hubiera de venir.

Mientras los que se habían adelantado se estaban entreteniendo con esas primicias, los rezagados no perdían el tiempo. Desde luego no le quitaban ojo a las maniobras de sus compañeros, pero se habían abierto las braguetas y sacado las pollas o bajado los pantalones directamente. El objeto de su deseo fue empujado hacia este grupo e hicieron que se arrodillara. Le iban rozando las vergas por los labios y a su contacto había de lamerlas o chuparlas. Alguno incluso dirigió su cabeza hacia sus huevos para que se los trabajara. Era curiosa la competencia que se había establecido entre dos bandos, pues los pioneros, que habían aprovechado para despelotarse, lo rescataron haciéndolo levantar. En su calentura parecía que lo fueran a devorar. Y algo de ello hubo porque, repartiéndose su anatomía, uno le comía las tetas y otro, agachado, le chupaba huevos y polla. Un tercero, por detrás, le mordisqueaba el culo y lamía la raja. Parecía vibrar por el cúmulo de sensaciones de las que en absoluto se retraía.

Ahora sí que hubo acuerdo entre los dos grupos. Cogiéndolo de brazos y piernas quedó colgado y le hacían balancear como a un fardo. Su polla inhiesta oscilaba para regocijo de los que así jugaban con él. Uno, más acelerado y ya con poco aguante, meneándosela, hizo puntería sobre su cara y la regó con su leche. Relamía lo que alcanzaba su lengua y alguien tuvo el detalle de limpiarle los restos. Otro se aventuró a masturbarlo, pero no tardaron en frenarlo  a fin de reservarlo para mejores usos.

Éstos llegaron cuando le hicieron sentar en un taburete sin dejar de sujetarlo por los hombros y los brazos. Quedó en la posición adecuada para que dos o tres se sentaran sobre su polla y fueran quedando enculados. La dificultad para que él bombeara la suplían con sus obscenos meneos de sube y baja. No tardaron en ser suplidos por quien morbosamente quiso saborear la polla recién salida de esos culos.

Los que habían disfrutado así relevaron a los que le sujetaban. Hicieron que se volcara de bruces sobre una mesa y presentara el trasero. Varios se la estaban ya meneando para que su turno les cogiera a punto. Fue un desfile de variadas folladas. Unos tardaron más o menos en correrse dentro de su culo. Otros prefirieron salirse en el último momento y rociarlo con su leche. Para satisfacer el capricho de los que quedaban incólumes, hubo que darle la vuelta y ponerlo boca arriba sobre la mesa, con la cabeza colgando hacia atrás. Le metían las pollas en la boca y él mamabas aplicadamente. Se repitió un ceremonial similar al de culo: los que no la sacaban hasta que hubiera tragado toda su leche y los que se vaciaban sobre su cara.

Sin levantarlo de la mesa, lo colocaron en una posición más confortable. Mientras dos le pellizcaban y mordían los pezones, lo cual le provocaba estremecimientos, se inició una ronda masturbatoria. Las manos que iban pasando por su polla imprimían distintos ritmos de frotación, e incluso alguno añadía una mamada o un estrujamiento de huevos. Su cuerpo se enervaba por el trasiego y la polla se tensaba cada vez más, pero los continuos cambios retardaban la explosión. El que había sabido esperar para ser el último tuvo el premio de provocar el paroxismo final, que se manifestó en espasmos y borbotones. No faltó quien se apresuró a lamer su vientre rociado.

Habían tenido un verdadero festín de lujuria, saciados todos a costa de mi hallazgo. Cuando éste volvió a quedar de pie, los amigos quisieron confraternizar, empezando ya por descubrirle les ojos. Pero objeté, en base a unas confusas explicaciones cuya coherencia el ánimo alterado de los concurrentes no les llevaría a analizar, que precisamente el morbo que impulsaba al sujeto a entregarse de la forma en que lo había hecho tenía como complemento indispensable desaparecer sin llegar a conocer quiénes, ni en qué número, habían usado su cuerpo. Así que, con cierta teatralidad, le eché una toalla por los hombros y me lo llevé. Solo al llegar a su zona le quité la venda de los ojos. Me miró aturdido sin atreverse a pedir mi veredicto. “Lo has hecho todo muy bien y los invitados han quedado muy contentos. Ahora date una ducha para limpiarte el sudor y la leche que te ha caído encima. Luego te recluyes en tu habitación y que nadie note que no te has marchado”.

Regresé a la sala, donde reinaba un ambiente de desmadrada orgía. Todos en cueros, comentaban y se ufanaban de las proezas que habían llegado a realizar. Algunos se reengancharon a meterse mano entre ellos, con una total desinhibición. Me uní a estos últimos ya que, como para mí la novedad había sido menor, estuve más atento al buen desarrollo del evento. Pero ahora necesitaba desfogarme.

Una vez terminó todo y marchados los amigos a altas horas de la madrugada, casi me había olvidado de que no estaba solo en la casa. Cuando recobré el sentido de la realidad, fui a buscar al esclavo, que no daba señales de vida, y lo encontré sentado en su cama ya vestido. Rápidamente se puso de pie. “¿Querrá el señor que me ocupe de limpiar y poner orden?”. “¿A estas horas? ¿Cómo no has aprovechado para descansar después del tute que has tenido?”. “Esperaba instrucciones del señor y estaba disponible por si sus invitados volvían a requerir mis servicios”. “¿A ver si te has vuelto un vicioso redomado? Anda, descansa y mañana será otro día”.

Me había quedado cierta mala conciencia por la forma en que lo había lanzado a las fieras, sin avisarlo previamente ni pedir su consentimiento. Aunque esto último estaba de más, dada su concepción de la vida. Por ello y porque me picaba la curiosidad, me decidí a interrogarle sobre cómo se había sentido el día anterior. Su respuesta me dejó perplejo una vez más. “La verdad, señor, es que yo apenas tuve que hacer nada. Me dejaba llevar por sus invitados”. “Pues te hicieron de todo. Y menuda corrida te pegaste...”. “Era lo que se esperaba de mí, ¿no, señor?”. No había forma de sacarlo de ahí.

Una tarde, al volver a casa, me lo encontré muy apesadumbrado. Al inquirir por la causa, me dijo casi con lágrimas en los ojos: “Señor, merecería un severo correctivo”. Intrigado le apremié a que se explicara. Entonces me contó: “Esta mañana he ido a una mercería para buscar una cremallera que había que cambiar a esa cazadora que a usted le gusta tanto –el mirlo blanco también tenía dotes para arreglar prendas–. La mercera, una mujer madura, entró en la trastienda para buscar una caja. Oí un ruido y me asomé por si se había caído. Pero estaba subida en una escalera y lo que había caído era una de las cajas. Me ofrecí para ayudarla y cambié su puesto en la escalera. Cuando me volví llevando en alto la caja que me había indicado, por sorpresa me bajó la cremallera del pantalón. Hurgó en mi bragueta y llegó a sacarme el pene. Se puso a chupármelo y logró endurecérmelo. Como yo no tenía dónde soltar la caja, tuve que dejarla hacer hasta que me vacié en su boca. Al fin encontró la cremallera que se ajustaba a la medida... y, al menos, no me cobró nada por ella”. “¿Eso es lo que te tiene tal alterado?”, repliqué. “He sido usado sin su permiso y malgastado mis energías”. “¡Vaya dramas que te montas! Con tal de que no te aficiones a ir a la mercería... Pues para compensar, ahora mismo me vas a hacer una mamada”.

Su actitud íntima con respecto al sexo seguía siendo un misterio para mí. Había experimentado con él, y visto realizar con otros, tanto mamadas como dar y tomar por el culo, además de toda clase de sobeos. Siempre con la mayor desinhibición y entrega. Y ahora me salía con lo de la mercera. Así que me fue entrando el morbo de ponerlo a follar con una mujer, por supuesto en mi presencia. Para colmar mi capricho, hube de indagar en un mercado de profesionales que no solía frecuentar precisamente. Me las apañé para citar a una que atendía a domicilio y acordé con ella que seríamos dos hombres, pero que a uno solo le interesaba mirar. Avisé de la novedad al afectado, no para pedirle su opinión, cosa que daba por inútil, sino para que estuviera vestido con normalidad.

La elegida se presentó, pues, en casa. Era una mujer bastante guapa, superada la treintena y algo entrada en carnes. Daba toda la impresión de tener una gran experiencia.  Parecía querer ir al grano pues, tras coger el sobre con lo pactado, pidió pasar al baño y que, entretanto, nos desnudáramos, cosa que fuimos haciendo. Yo, para no desentonar y él, con la disciplina que lo caracterizaba.

Ella salió con un conjunto de tanga y breve sujetador, de color chillón. Al verme en un plano rezagado, se encaró directamente con él. Le cogió las manos y las llevó a sus tetas, incitándolo a sobar y meter los dedos por el borde del sostén. Cuando le pidió que se lo soltara por atrás, quedó abrazado a ella. Entonces le agarró la polla que empezó a endurecerse. Yo no les quitaba ojo aparentando un cierto distanciamiento, aunque la situación no dejaba de ponerme cachondo.

Mientras jugueteaba con su polla y sus huevos, le hacía retroceder hasta que cayó de espaldas sobre la cama. Entonces se agachó entre sus piernas y se puso a hacerle una mamada. De vez en cuando alargaba los brazos para tocarle el pecho y endurecerle los pezones. Me senté en una butaca y me tocaba sin ningún recato, interesado en el espectáculo.

Ella pasó a otra fase y fue subiendo, al tiempo que restregaba las tetas sobre su cuerpo, hasta que se irguió a bocajarro sobre el vientre. Me encantó ver la polla reposada sobre la raja del culo que el tanga no cubría. Tras sobarle de nuevo el pecho y pellizcarle los pezones, en una hábil maniobra, se movió para sacarse la braga y, en el giro, quedó la polla por delante. Dirigió la verga hacia su coño, discretamente peludo, y se la fue metiendo. Iba subiendo y bajando, y al fin el hombre resoplaba agarrado a sus caderas.

Para propiciar un cambio de postura, la puta paró y se apartó hacia un lado, tendiéndose con las piernas entreabiertas. Él asumió la variación y se volcó sobre ella, volviendo a metérsela. Ahora era él quien se movía afanosamente, y me encantaba ver cómo el culo se le tensaba y distendía con los embates. La profesional no descuidaba, por su parte, los grititos alentadores.

Puesto en faena, se agitaba cada vez con mayor intensidad y bufaba por el esfuerzo. Lo que había de llegar llegó y el orgasmo se manifestó entre temblores. Fue seguido de un aflojamiento de los brazos hasta caer sobre ella. Lo apartó con delicadeza y ayudó a que se pusiera boca arriba. Tuvo el detalle de acariciarle levemente el miembro que se deshinchaba.

El hombre no tardó en bajarse de la cama y quedar de pie en actitud expectante. Entonces ella me dirigió una mirada interrogadora, ya que yo seguía con una evidente excitación y, al fin y al cabo, había cobrado por dos. Denegué con una sonrisa y, con un mohín de “por mí no ha quedado”, volvió a entrar en el baño.

Aunque la mujer tardó un poco, eludí cualquier comentario, que sin duda habría dado pie a la consabida proclama servil. Le puta salió al fin y, con un convencional “ya sabéis cómo encontrarme”, se marchó tan discreta como había llegado.

Ahora bien, una vez solos, lo empujé de nuevo sobre la cama sin decir una palabra y, cayendo sobre él, le di por el culo con ahínco.

Me resultaba ya palmario que mi polifacético esclavo asumía con destreza cualquier rol sexual que se le asignase. Pero es más, tampoco se abstenía de confesarme con toda franqueza si se había visto involucrado en algún lance ajeno a mi control. Tal fue el caso en que volvió a surgir la mercería y que, con menos dramatismo que en la vez anterior, pero con similar afán expiatorio, se sintió en el deber de contarme. “Estaba necesitado de comprar algún material de la mercería, pero no me atrevía a enfrentarme de nuevo a la señora de la que le hablé. Incluso pensé en buscar un comercio distinto, aunque ya quedan muy pocos de esa clase. Sin embargo, esta mañana pasé por delante de la tienda y vi que quien despachaba era un señor, así que decidí aprovechar la ocasión. Pero, mientras le explicaba lo que buscaba, se asomó la señora y, al verme, llamó al que sin duda era su marido. Me eché a temblar ante el temor de que pretendieran pedirme cuentas, pero enseguida volvió el señor y muy amablemente me pidió que lo acompañara al interior. Para mi asombro, la señora estaba ya con la falda subida y las bragas bajadas, a la vez que el señor no tardó en sacar su miembro viril por la bragueta, colocándose al lado de ella. En situación tan embarazosa para mí, no tuve más opción que atender tan evidente requerimiento. Así que, poniéndome de rodillas, con la mano y con la boca, me ocupé de coño y polla –y disculpe mi crudo lenguaje–. Debí hacerlo a satisfacción de ambos pues, cuando apenas había tragado el jugo que brotó de la señora, tuve que correr para engullir también el semen del señor. Pero no acabó ahí la cosa ya que, queriendo conocer el efecto que me había producido el acto de darles placer, y con un furor que no podía imaginar en una pareja de edad tan madura, se abalanzaron sobre mí y, entre los dos, me bajaron los pantalones. Como el señor bien sabe, soy de fácil excitación, de modo que mostraba el pene completamente erecto. Ambos se disputaron la succión y, cuando dudaba acerca de a cuál de ellos debería ofrecer mi semen, se interrumpieron para plantearme una nueva pretensión. Los dos se volcaron de bruces sobre una mesa presentando sus desnudos traseros. Qué podía hacer sino volver a complacer tan explícita demanda. Hube de penetrar alternativamente, pues,  en el culo del señor y en coño y culo de la señora, accesibles ambos. Tanta variación retardaba mi orgasmo, lo cual, por otra parte, les estaba viniendo muy bien a los señores. Tampoco sabía ahora dónde sería más correcto vaciarme pero, como el conducto anal de la señora era el más estrecho, lo que aumentaba la sensación del frote, ahí descargué finalmente. Una vez acabado el encuentro íntimo, los señores se mostraron muy atentos conmigo”.

“¡Vaya! Que te has convertido en la puta del barrio”, no me privé de decirle. “Le puedo jurar al señor –aunque ya sé que el juramento de un esclavo no tiene valor– que son cosas que yo no busco”, replicó avergonzado. “Si no fuera porque me divierten tus aventuras extra-domiciliarias, sería cuestión de ponerte un cinturón de castidad”. “Si usted lo estima conveniente...”.  Típica salida suya que me desarmaba. Después de todo, era la única distracción que tenía. (Continuará)

2 comentarios:

  1. Espectacular relato... ya espero con ansia el siguiente capitulo...x cierto buen argumento para una peli.

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  2. Gracias... espero que las entregas que faltan resulten divertidas.

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