miércoles, 4 de enero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días II

(Continuación) A la mañana siguiente, la claridad que iba entrando al subir la persiana me fue sacando del sueño. Abrí lo ojos y lo vi plantado ante la cama, pendiente de si tenía que recurrir a otra forma más directa de despertarme. Convenientemente vestido y con aspecto de recién duchado, mantenía la mirada baja para preservar mi intimidad mientras decía: “Espero que el señor haya dormido bien. Perdone que le pregunte, pero mi inexperiencia hace que no sepa si prefiere primero asearse en el baño o desayunar. En cualquier caso todo está a punto”. “Mejor desayuno, pero antes voy a mear,...y no hace falta que me sigas”. Rechacé la bata que me ofreció y logré que se fuera. Había preparado un desayuno de lo más variado y lo explicó en que así podría afinar en adelante en mis gustos. En el baño encontré la pasta extendida en el cepillo de dientes y la maquinilla para repasarme la barba –que es lo que llevo– a punto. “Si quiere, le arreglo la barba en un momento”. “¡Vaya!, ¿también haces de barbero?”. “Modestamente, no se me da mal, señor”. “Pues venga”, accedí entre resignado y comodón. Cuando me iba a meter en la ducha, nueva sorpresa: “¿Desea que lo enjabone y lo frote? Yo ya estoy limpio y puedo quitarme la ropa...”. Lo corté: “¡Oye!, que no estamos en unas termas ¿No ves que como te metas aquí en cueros voy a liarla y no es momento? Ya me apañaré solito”. Para no disgustarlo condescendí: “Anda, tú ten preparadas las toallas y luego me secas”.

Antes de marcharme le di instrucciones: “Hoy te quedas solo y ya encontrarás cosas de la casa para hacer. Te dejo una llave y dinero por si has de comprar algo de comida o de limpieza. De momento, es mejor que no abras si llaman ni contestes el teléfono. Eso ya lo arreglaremos para podernos comunicar”. No me preocupaba qué ni cuándo comía. No era mi problema. Pero sí la cuestión de su vestuario. La ropa de mercadillo que le había comprado solo era para salir del paso, y escasa para alguien que había aparecido poco menos que en pelotas. Además, mi sentido de la estética reclamaba que un hombre tan guapetón que iba a tener a mi cargo estuviera, si no elegante, sí correctamente equipado, tanto para salir como para estar en casa. No era cuestión de mandarlo de compras con dinero largo en efectivo, ni tampoco me apetecía llevármelo de la manita. Así que tuve una ocurrencia: “¿Qué tal se te da Internet?”. “Lo había usado e incluso tenía correo electrónico”. “Pues cuando vuelva a la tarde vas a ir de compras virtuales”. Lo dejé con la intriga.

Pasar el día recuperando mi vida ordinaria fue un alivio y, aunque casi llegué a olvidarme del asunto doméstico, pasó con un soplo. De vuelta a casa reinaba un aire de limpieza y un orden perfecto. Solo vi de momento la vuelta del dinero sobre una mesa. Me adentré por el piso hasta llegar a su habitación. Estaba la puerta abierta y él sentado en la cama en actitud expectante. Enseguida se explicó: “Si hubiese oído que entraba acompañado me habría encerrado inmediatamente”. “Muy prudente por tu parte... Voy a ponerme cómodo y jugaremos con el ordenador”. Recuperé mis shorts y mi camiseta e hice que se sentara en una silla junto a mi butaca frente al ordenador. Entramos en la Web de unos grandes almacenes y navegamos por la secciones de ropa y calzado. “Como las tallas las tenemos frescas de ayer vamos a ir llenando la cesta”. “Pero lo justo y, aunque yo lo vaya a usar, todo es suyo”. Cuando hubimos acabado, dije: “Ahora vamos a buscar cosas picantes para adornarte”. Busqué una Web de accesorios para osos ante la que quedó asombrado: “¡Caray!, no sabía que había algo así”. “Estos correajes y este tanga pueden quedarte muy bien... Hasta te presentaré a algún concurso”. “Si usted quiere que haga el ridículo...”. Pero imaginármelo con esos atavíos, junto con el roce de su pierna y el calor que me llegaba de su cuerpo me puso cachondo. “Si todos se ponen como me pones a mí...”. E impulsivamente le cogí una mano y la llevé a mi paquete. “¿Necesita que lo alivie, señor?”. Casi sin pensarlo solté: “Lo que tienes que hacer es untarte bien el culo con aceite. Hoy no te libras de que te desvirgue”. Muy convencido respondió: “No sé cómo será, pero hasta que no me posea por ahí no me sentiré todo lo suyo que deseo”. “En mi baño encontrarás algo y prepárate sobre mi cama”. Ya iba muy dispuesto empezando a desnudarse. Nada más quedarme solo con mi excitación me asaltó la idea de que volvía a caer en contradicción con los propósitos de contención que me había hecho. Pero... ¿lo iba a dejar con el culo al aire y tan ilusionado como estaba? Para él, que le diera por el culo debía parecerle equivalente al aro que les ponían en el cuello a los esclavos. Y era eso en lo que se empeñaba ser.

Las dudas se me disiparon en cuanto lo vi volcado de barriga sobre los pies de mi cama exhibiendo ese culo tan generoso. La raja, que brillaba por el aceite, resultaba irresistible. Al sentir que me acercaba avisó: “He metido aceite con el dedo todo lo que he podido. Espero que esté a su gusto”. Deslicé varias veces mi polla por la raja para que se impregnara. Los temblores que notaba en sus muslos me excitaban aún más. Apunté al agujero e intenté penetrar. Pese a la lubricación encontraba resistencia. Apreté con fuerza y mi polla muy apretadamente empezó a abrirse camino, mientras él ahogaba sus quejidos con la boca sobre el antebrazo. Pareció que se aflojaba la presión y por fin pude avanzar hasta tenerla toda dentro. Pero de pronto noté que algo como un aro apresaba la base de mi polla y me impedía moverla. Hube de decir: “Como no te relajes nos vamos a quedar enganchados como los perros”. Respirando entrecortadamente trató de hacerme caso y llegué a percibir mayor holgura. “Lo más duro ya ha pasado. Ahora me toca disfrutar la follada”. Me lancé a un mete y saca cada vez más enérgico. Su estrechez aumentaba la sensibilidad de la frotación y la polla se me iba calentando. “¡Ahí va mi leche!”, avisé. Efectivamente la corrida se fue dispersando por los contraídos recovecos. Cuando entendió que todo había acabado, con una vos temblona y casi inaudible, le salió la vena cursi: “¡Por fin tengo dentro la semilla de mi amo!”. No pude menos que reír y darle una palmada al culo. “Solo me faltaba dejarte preñado”. Al incorporarse titubeaba y le costaba juntar las piernas. Lo ayudé sujetándolo por un brazo y pude ver la resaltada marca de un mordisco.

A partir de la escena del desvirgue logré mantener de nuevo las distancias. Yo estaba bastante tiempo fuera de casa y él se iba adaptando a mis gustos y necesidades sin resultar untuoso. Su vestuario fue mejorando y le compré un móvil para que pudiéramos estar en contacto. Pero la víspera del primer domingo, al ir a acostarme, le pedí que me dejara dormir un rato más, aunque, si a media mañana no me había levantado, me diera un toque. Y sucedió que la broma que en su día le había hecho y que yo tenía olvidada por completo se la tomó al pie de la letra. Estaba todavía en las brumas del sueño cuando noté que algo se movía con mucho sigilo desde los pies de la cama. En pocos segundos mi polla quedó engullida en una cavidad húmeda y caliente. Me desperecé gozando de la sensación y sintiendo que mi polla se hinchaba. Con la voluntad adormecida, dejaba que las succiones fueran enervándome y poco a poco un flujo cálido fue recorriéndome hasta desembocar en la boca que me apresaba. Saciado, pataleé para que me soltara. “Es lo que usted me había dicho, ¿no, señor?”. Me entró una risa floja: “Ya has tomado la leche del desayuno”.

Un día había quedado con un ligue para que viniese a casa. Así que hube de avisar: “Esta tarde va a venir alguien y estorbarás. De manera que o bien pasas la tarde por ahí o te quedas encerrado en tu habitación sin chistar bajo ningún concepto”. “Señor, preferiría quedarme en mi habitación... por si requieren mi servicio”. La utilización del plural y la entonación de la palabra “servicio” me mosquearon: “¿Todavía no te has enterado de que nadie ha de saber que te tengo aquí o es que pretendes que también mis amigos te den por el culo?”. Creo que fue la primera vez que me mostré duro con él y lo acusó: “Yo ni quiero ni puedo pretender nada, señor, y le pido perdón si lo he disgustado. Pero no me haga estar vagando por la calle, que me recordaría mi vida pasada. Si deja que me quede le aseguro que seré sordo, mudo y ciego”. ¡Qué remedio!, cedí. Y aún fui más comprensivo: “Si te gusta leer, coge alguno de mis libros”. Se le iluminó la cara: “Gracias, señor. He visto que tiene algunos de historia de Roma... son mis preferidos”. Ya me parecía a mí... Tuve el revolcón sin el menor contratiempo, y resignándome a que me había de acostumbrar a su presencia silente. Cuando se marchó el visitante, le di permiso para reanudar sus actividades. “¿Ha ido bien todo, señor?”. “No es asunto tuyo”.

Guardar un secreto de forma absoluta y por tiempo indefinido llega a pesar tanto que resulta casi imposible. Imprudentemente me empezaron a entrar ganas de compartir de alguna manera aquel tesoro sexual oculto. Como válvula de escape pensé en un amigo de toda confianza. Era muy golfo y habíamos participado juntos en lances sonados. Llegado el caso de las explicaciones, siempre podría encubrir el peculiar vínculo existente –que ni a este amigo me atrevería a confesar del todo– bajo la capa de una mera acogida temporal por razones humanitarias. Pero antes de eso quise darle la sorpresa, rodeada del morbo que a él tanto le gusta. Insinuándoselo sin mayor detalle, lo insté a que me hiciera una visita. Y para ello tenía que aleccionar a mi extraño sirviente (siempre me resisto a llamarlo “esclavo”, como él se considera). “Hoy voy a tener una visita para la que, a diferencia de lo habitual, vas a estar disponible. Y no me refiero precisamente a que nos sirvas la merienda... ¿Lo entiendes?”. “”Creo que sí, señor. Ustedes querrán usar mi cuerpo”. “Pero tampoco se trata de que te presentes como una tímida doncella. Ya has demostrado que sabes lo que se hace con un hombre. Así que has de estar provocador y hasta tomar la iniciativa si hace falta”. “Haré todo lo posible por estar a la altura de lo que me pide, señor”. “Tú quédate preparado con los correajes y el tanga que te compré y, cuando oigas que doy tres palmadas, apareces... ¡Ah!, y como serás incapaz de tutearnos y dejar de usas expresiones serviles, diré que eres mudo. De modo que calladito y todo lo más sonidos guturales”.

Mi amigo llegó con la mosca detrás de la oreja e intentaba captar algún detalle que le diera una pista. Desde luego estaba seguro de que la sorpresa sería de carácter sexual y yo lo incitaba a que lo tomara así. “Tú ponte cómodo y desabróchate el cinturón. Ya verás qué dotes mágicas tengo”. Cuando ya había abusado bastante de su impaciencia, di las tres palmadas. Inmediatamente apareció mi pupilo y yo fui el primero en quedar asombrado. El correaje cruzándole el pecho y resaltando las tetas, además de las muñequeras y tobilleras, le daban un aspecto fiero. La nota sexy la ponía el pequeño tanga que apenas le contenía el paquete y dejaba el culo al aire. Porque, por propia iniciativa, nada más plantarse ante nosotros, fue girando para ofrecer una visión de conjunto. Mi amigo estaba estupefacto y a duras penas llegó a balbucir: “¿De dónde has sacado esto?”. Ante el silencioso remedo de saludo que improvisó el aparecido, me apresuré a presentarlo: “Este es Ramón –me inventé el nombre sobre la marcha–. Es de lamentar que no pueda hablar. Oye perfectamente, pero tiene un problema en las cuerdas bucales. Aparte de eso es un calentorro de cuidado, ¿verdad, Ramón?”. Su asentimiento en forma de gruñido lo reforzó llevándose una mano a los bajos con un obsceno apretón. Para cumplir tan solo con sus deberes de esclavo, lo estaba bordando... “Pues mucho gusto, Ramón... Estás para comerte”, dijo mi amigo reponiéndose del asombro. Ni corto ni perezoso el tal Ramón se le acercó y metió las piernas entre sus rodillas en un descarado ofrecimiento. El amigo, desde su posición sedente, se puso a sobarlo como para convencerse de que era de carne y hueso. Entonces yo me puse de pie y, quitándome la camisa y bajándome el pantalón, pasé detrás para restregarme contra su culo. Los achuchones que le estaba dando le sirvieron de acicate para levantar casi en vilo a mi amigo y empezar a desnudarlo. “¡Joder, qué marcha llevas!”, fue la complacida exclamación de éste. Le sujeté los brazos hacia atrás para facilitar que el invitado se recreara con toda su delantera. A dos manos, y también con la boca, le trabajaba tetas y pezones, dando tirones all correaje. Jugaba a desajustar el tanga haciendo salir parte de su contenido. Pero en ese momento, antes de que se lo llegara a quitar del todo, se sustrajo de nuestro emparedamiento, suave pero firmemente –no me costó suponer que debido a su temor de no estar todavía lo bastante excitado como para lucirse, aunque el bulto que marcaba no daba esa impresión–, y cayó de rodillas a la vez que cogía nuestras dos pollas. Tiró de ellas para acercarnos y chupaba una y otra, logrando a veces juntarlas. Lo hacía con tanto afán que nos puso a cien y, por arriba, nos abrazábamos y besábamos. Tuvimos que hacerle aflojar para no dispararnos y, cuando se incorporó, la polla se le había salido por un lado del tanga. Ahora sí que mi amigo se lo bajó y no se privó de comentar: “¡Vaya pollón te guardabas... y qué buenos huevos!”. Lo manoseó todo y luego pasó a lamerlo. La polla estaba ya completamente dura y la hizo objeto de golosas chupadas. “Pues aún no le has visto el culo”, tercié. Dócilmente el autodenominado esclavo dejó que lo girara y hasta se echó hacia delante para facilitar la inspección. “¡Tan bueno como todo lo demás... y qué raja más tentadora!”, sentenció entusiasmado mi amigo. Mientras lo magreaba, como sabía que no podría obtener respuesta directa, me preguntó con morbo: “¿Le va que le den o da él?”. Hube de precisar: “Cuando me lo follo, se queja pero aguanta... es una gozada. Como ya sabes que a mí no me va, no he probado lo otro. Pero tampoco creo que le haga ascos a trabajarse un culo... ¿te atreves?”. El Ramón me echó una mirada de desamparo, como diciendo “esto es nuevo”. El amigo volvió a contemplar con lascivia la polla que acababa de mamar y que se alzaba retadora. Pero su poseedor, captando el deseo que su instrumento provocaba y asumiendo que no podía poner pegas a cualquier tipo de uso de su cuerpo, se tomó al pie de la letra lo que entendió como una orden mía. Se abalanzó sobre mi amigo y lo dejó volcado sobre un ancho brazo del sofá. Muy previsor, había dejado ya en un lugar accesible el frasco de aceite –aunque seguramente solo con la idea de suavizar los ataques a su propio trasero que sin duda preveía–. Y, tal como yo hacía con él, embadurnó con precisión la raja de mi amigo, que se debatía entre el deseo y el temor. Se cogió la polla y tanteó con ella buscando el lugar exacto donde meterla. Descargó todo el peso de su cuerpo y su vientre quedó pegado al culo de mi amigo, que bramó por el tamaño de lo que le había entrado. El que se estrenaba me miró buscando mi aprobación. Cuando empezó a moverse, su seriedad inicial se transformó en una expresión de satisfacción, alentada por los suspiros de placer que provocaba. Yo estaba tremendamente excitado y me desahogaba empujándole el culo y meneándomela. Sus acometidas se prolongaban, demostrando un gran aguante. Hasta el punto de que el sometido tuvo que avisar: “Como tardes en correrte voy a echar humo por la boca”. También obediente en esto, puso cara de concentración y sus resoplidos fueron unos de los pocos sonidos que emitió. Salió por fin con el orgullo del deber cumplido y ayudó a enderezarse a mi amigo. Éste, aún tembloroso, exclamó: “¡Vaya lechada me has echado! ... Has sido muy bestia, pero me has vuelto loco”.

Yo estaba tan salido que no podía esperar. Así que empujé al que acababa de correrse sobre el mismo sitio que mi amigo acababa de abandonar, me eché un chorro de aceite en la mano y se lo estampé en la raja. Aunque su conducto estaba ya mejor adaptado a mis folladas, esta vez fui tan brusco que soltó un ¡ay! demasiado deletreado. Pese a que mi amigo no estaba en ese momento tan lúcido como para captar el detalle, apretado como estaba yo al cuerpo levanté una mano y le tapé la boca para impedirle una nueva metedura de pata. Bombeé a continuación agarrándome a las tiras del correaje y, con la excitación que había ido acumulando, no tardé en vaciarme con todas las ganas en mi servidor.

Mi amigo, cuya tomada por el culo le había encendido los ánimos, no quiso desaprovechar la oportunidad de revancha. No obstante, necesitado de un cierto estímulo previo, se subió al sofá y, tomando la cabeza del pobre hombre que aún basculaba sobre el brazo, le presentó la polla, que fue chupada con presteza. Cuando se sintió en forma, le dijo: “Quédate donde estás, que no te libras de que te folle”. Dicho y hecho, bajo al suelo y se acopló al culo que yo acababa de dejar vacante. Le dio tales arremetidas que parecía que se vengara y que eran soportadas estoicamente. Se corrió en varias sacudidas y, cuando al fin sacó la polla, del culo goteaba la leche acumulada.

Le indiqué con un gesto al sufrido esclavo que podía ir a limpiarse y refrescarse un poco. Al quedarme solo con mi amigo, a éste, que se lo había pasado de maravilla, le costaba entender que tuviera aparcado en casa un tipo tan suculento y, a la vez, tan enigmático. Desde luego, lo del mutismo le resultaba muy sospechoso y me costaba dar una explicación coherente de toda la historia. Ya que había cometido la imprudencia inicial de dárselo a conocer en forma tan lúdica, pensé en sincerarme, rogándole encarecidamente que por nada del mundo revelara mi secreto. Pero me era tan difícil exponerle la cruda realidad, que se me ocurrió aprovechar que en ese momento volvía el sujeto en cuestión. Ya sin correajes y en su total desnudez, el pobre se mostraba indeciso sobre cuál debía ser ahora su comportamiento. Así que me dirigí a él: “Mira, no hace falta que sigas fingiendo que no puedes hablar. Cuéntale a este señor qué es lo que tu te consideras y qué relación tienes conmigo”. Azorado al principio, tomó aire y expuso: “Soy un esclavo acogido por el señor”. Ante la solemnidad del pronunciamiento, mi amigo quedó pasmado y se dirigió a mí: “No me digas que tienes un esclavo sexual... y tan crecidito”. Ya que yo lo había instado a definirse, volvió a tomar la palabra: “El sexo forma parte de la disponibilidad absoluta que debo a mi amo. Hoy ha querido compartirme con usted”. Ahora tercié yo ante la boca abierta de mi amigo: “Te parecerá tan increíble como me lo pareció a mí, pero no he tenido más remedio que acostumbrarme a esta situación de hecho. Después de todo no me va tan mal”. “Ya lo veo, ya. Se me ocurre cantidad de interrogantes, pero desde luego te agradezco la confianza que me has demostrado, y puedes estar tranquilo por mi discreción. ...No me importaría volver a hacerte alguna que otra visita”, concluyó poniendo sentido del humor.

Ya más cómodo en su verdadero papel, el recién bautizado como Ramón –me di cuenta de que desconocía su verdazo nombre y que, en nuestra relación, me había habituado a un “¡eh, tú!” despersonalizado– ya no se abstuvo de desplegar sus otras utilidades. “Si quieren los señores, puedo prepararles el baño y traerles algo para que se refresquen”. Mi amigo no salía de su asombro y apostillé: “Como si le dices que te bañe él...”.

Optamos por una ducha rápida, sin mayores experimentos, secándonos con las toallas que diligentemente había dispuesto para nosotros. Me sorprendió –si todavía tenía capacidad de sorpresa con él– que, para servirnos el refrigerio, hubiera vuelto a ponerse el tanga. Supuse que, ya que habían concluido sus prestaciones sexuales, habría pensado que no era adecuado ir balanceando la polla, pero que tampoco debía vestirse por completo en contraste con nuestra conservada desnudez. Respetuosamente se retiró para no interferir en nuestra intimidad.

Cuando finalmente el amigo se marchó, se mostró ansioso por conocer mi opinión sobre su comportamiento: “Es la primera vez que sirvo a alguien distinto de usted”. “No se te habrá escapado que el visitante ha quedado encantado. Y no parecía que actuaras solo para cumplir con un deber. Te has puesto de lo más cachondo...”, respondí. “Usted ha sabido enseñarme, señor. La mejor forma de dar placer es sentirlo también”. Una vez más su filosofía de la vida me dejó anonadado.

Así seguimos con nuestra rutina y yo, totalmente liberado de cualquier quehacer doméstico, procuraba llevar una existencia normal. Acostumbrado como estaba a vivir solo, él se ocupaba de sus tareas o se quitaba de en medio para no perturbar mi sosiego. No negaré que, de vez en cuando, caía en la tentación de reclamarlo para echar un polvo, a lo que se prestaba solícito. Y eso sí, la mamada dominical, por muy tarde que me despertara, se había convertido ya en costumbre. (Continuará)

1 comentario:

  1. Ufff, lo que haría yo con un esclavo así.
    Casi prefiero no imaginármelo.
    ¿Para cuando la siguiente entrega?

    ResponderEliminar