domingo, 1 de enero de 2012

Andanzas de un esclavo de nuestros días I

AVISO: Inicio la publicación por entregas de un relato que se me ha ido convirtiendo casi en una novela corta. Lo fragmento para no cansar a los que puedan leerlo.

Tuve que hacer unas gestiones en el centro de la cuidad. Como acabé antes de lo previsto y hacía muy buen día, decidí pasear sin rumbo durante un rato. Me adentré por unas calles que hacía mucho tiempo no frecuentaba y me alarmó lo que se habían degradado. Llegué incluso a sentir temor ante los tipos, y hasta grupos, de aspecto poco recomendable con los que me cruzaba. Pensé que lo mejor era salir de aquella zona cuanto antes. Pero, como me suele ocurrir cuando me pongo nervioso, me entraron unas ganas imperiosas de orinar. La solución fue entrar en un bar, tan poco atractivo como el entorno, y pedir un café, ya que no me atrevía a ir sin más al servicio. Cosa que hice en cuanto el camarero se puso a prepararlo. No muy limpio el lavabo, pero al menos me pude aliviar. Volví para tomarme y pagar el café, que estaba casi hirviendo. Como no quise hacer el gesto de dejarlo, me entretuve mientras se enfriaba. Me llamó la atención un hombre sentado solo en una mesa. Pese a su aspecto tristón, me pareció muy atractivo. Llevaba un pantalón corto y una camisa medio desabrochada, mostrando una robustez de hombre de muy buena edad, que encajaba perfectamente en mis gustos. Debió percibir mi interés porque no tardó en levantarse y ponerse a mi lado en la barra. “¿Le molestaría que habláramos un momento?”, me dijo. Su tono y su actitud eran muy correctos, así que no tuve inconveniente en aceptar. Para mayor discreción me indicó que fuéramos a su mesa, a la que le seguí llevándome mi café. Sin andarse por las ramas me espetó: “Me he dado cuenta de que se fijaba en mí”. Y ante mi expresión a la defensiva, añadió: “No piense que me ha molestado. Al contrario, me ha animado a hablarle”. Me contó que había perdido el trabajo y la casa, y que su mujer se había ido al pueblo con su familia. Sin darme tiempo a objetarle que en ese problema poco podía hacer yo, me planteó una cuestión insólita: “Ya sé que de esto no voy a poder salir. Por eso se me había ocurrido encontrar a alguien a quien entregarme. Y he tenido la intuición de que usted pudiera ser esa persona”. “No sé si le he entendido bien, ¿pero me está ofreciendo sexo por dinero?”, repliqué. Su explicación resultó aún más extraordinaria: “Eso sería grotesco en un tipo con mi edad y mi aspecto ¿verdad? Mi ofrecimiento va mucho más allá: se trataría en convertirme en su esclavo, tal y como existía en la antigüedad. Solo cobijo y alimento, con total disponibilidad sobre mi... también para el sexo, claro, si fuera de su gusto”. No me lo podía creer e ironicé: “Así que tendría que sacarle de aquí tirando de una cuerda atada al cuello y llevármelo a mi casa”. Pero contestó muy serio: “No hace falta publicidad. Sería solo un asunto entre los dos”. “¿Y qué le diría a la gente que me conoce?”. Ahí buscó el halago: “Creo que usted posee la categoría suficiente para tener servicio y ¿por qué no puede ser un hombre?”. Llegué a estar hecho un tremendo lío. Entre lo surrealista de la propuesta, la cuestión moral de la esclavitud, las consecuencias que podrían derivarse y lo bueno que estaba el tío, mi cabeza estaba a punto de estallar.

Me quedé pensativo un buen rato dándole vueltas al asunto, mientras él guardaba silencio, cabizbajo. Yo vivía solo –en eso tuvo intuición–  y me vendría muy bien que alguien se ocupara de las tareas de la casa. El individuo, aparte del atractivo físico, me inspiraba confianza, no sabía decir por qué,  y pese a la extravagancia de su propuesta, no parecía estar trastornado. Claro que lo de que él se considerara como un esclavo habría que matizarlo y ver como se llevaba a la práctica. Al fin empecé a hacerle una serie de preguntas, tuteándolo ya en un vuelco inconsciente. “¿Es que no tienes vínculos familiares?”. “Ya le dije que mi mujer me abandonó y no tengo a nadie más”. “¿Y serías capaz de hacer las tareas de una casa?”. “De lo contrario no me habría atrevido a ofrecerme... He trabajado en el servicio hostelero y soy también cocinero, de bastante nivel por cierto”. Desde luego parecía una bicoca. “Vamos a ver. Te has dirigido a mí porque te has dado cuenta de que te estaba mirando... ¿Pero a ti te van los hombres?”. La respuesta fue categórica: “Si soy esclavo, mis gustos son los del amo”. Debía tener bastantes conocimientos históricos. Aún remachó en el tema: “Tal como voy vestido ya puede ver bastante de mi aspecto...”. Y vaya que sí, luciendo unos miembros recios y velludos. “Pero si quiere podemos pasar con discreción al lavabo y le enseño el resto, por si me encuentra alguna tara”. “Hombre, no hace falta llegar a tanto ahora”, repliqué azorado por su espontaneidad. De todos modos, poco a poco me iba enredando en el asunto. “Al menos tendrías que ir a recoger tus cosas”. “Estas noches he dormido en un albergue y, en la última, me han robado la bolsa. Así que lo que ve es lo que tengo... Ni calzoncillos me han quedado”.

Antes de marchar del bar le pregunté si quería tomar algo, pero rehusó. Con que pagué mi café y salimos bajo la mirada suspicaz del camarero. Me pareció conveniente comprarle alguna ropa de emergencia. Precisamente pasamos por una de esas de ropa barata, que vino bien para salir del paso. Escogimos –o escogí, porque él me dejaba la elección– dos pares de pantalones, dos slips, dos camisas y unas zapatillas deportivas. Como no estaría mal que se probara las prendas, y de paso se cambiara ya, se metió en un cubículo que hacía de probador. Me pidió que entrara con él y, en unos segundos, se quedó en cueros. Ahora sí que pudo cumplir su deseo de que lo viera entero, incluso girando para que nada quedara sustraído a mi mirada. Lo hizo con toda naturalidad y sin la menor intención provocadora. Aunque no dejó de excitarme contemplar al completo sus atractivos, que eran muchos. Dije para disimular mi turbación: “Cuando te des una buena ducha estarás perfecto”. Se puso la ropa nueva y salimos de la tienda con la bolsa del resto.

Me resultó embarazoso entrar con él en casa. Y más todavía cuando intentó besarme una mano. “¿Debo entender que me ha aceptado?”, dijo con voz temblorosa. Yo aún dudé: “¿No sería más sensato pagarte un salario por tu trabajo y que vivieras tu vida?”. “¿Y dónde voy a vivir yo?”, replicó contrito. “Bueno, puedes estar como interno. Hay una habitación que podrías usar, pero con tu paga y tu tiempo libre”. “Señor, estoy harto de tener cosas y perderlas. Ya no quiero disponer de voluntad propia. Necesito un amo que me considere su posesión”. “Sinceramente no sé cómo funcionaría. Siempre he sido muy celoso de mi intimidad”. “Por eso no ha de preocuparse. Cuando le convenga me quedaré encerrado. Si le visitan amigos seré invisible. Salvo que usted quiera que les sirva o incluso usarme para su diversión”. Insistió en una dimensión más práctica: “Me dedicaré al cuidado y la limpieza del piso, haré los recados con el dinero que usted me dé, me ocuparé de la cocina... Todo al gusto de usted. En cuanto a mi cuerpo y mi voluntad, ya sabe que serán suyos”.

La verdad es que me sentía atrapado después de habérmelo traído  a casa. Así pues habría que organizarse. En el piso había una habitación de servicio, con un pequeño baño completo, aunque más bien la había utilizado de trastero. Lo conduje allí y le dije: “Vas a tener trabajo ordenando esto y tirando trastos inútiles. Luego podrás abrir una cama plegable y acomodarte”. Necesito bien poco, señor”, respondió. “Bien, vamos por partes”, empecé dando órdenes. “Como pronto habrá que comer, veremos cómo te apañas con lo que encuentres en la cocina. Pero antes te convendrá darte una buena ducha”. Como su baño estaba de momento inservible, le dejé que, por esta vez usara el mío. “Se lo agradezco, y no se preocupe que lo dejaré todo limpio”. Lo acompañé y, al explicarle dónde encontraría toallas, ya se estaba desnudando. “Si le place, puede mirar y tocar... Ya lo sabe”. No me resistí a la tentación de tanto ofrecimiento y lo contemplé bien a gusto mientras se remojaba y enjabonaba desinhibidamente. Desde luego, además de lo apetitoso del conjunto, lucía unos huevos y una polla que atraían la vista, así como un culo magnífico cuando se giraba. Cuando iba ya a secarse, no quise dejar incompleta su sugerencia, así que le pedí: “Acércate”. Le tanteé los huevos y cogí la polla, que descapullé con facilidad. Pareció avergonzado de no haberse empalmado al momento: “Todo funcionará a su gusto, no lo dude”. “Tranquilo, que ahora no pretendía más. Hay antes otras urgencias en la cocina”. “Si quiere, me puedo quedar desnudo”, ofreció. “Tú mismo. No me molestará en absoluto”. Y añadí: “A ver si me sorprendes con la comida. Yo voy a ponerme más cómodo”. No dejó de aprovechar: “Cuando me sitúe, ya se lo tendré todo a punto y lo ayudaré”. ¡Vaya, también valet de chambre!, pensé.

Dudé si quedarme igualmente desnudo, pero consideré más prudente no precipitar acontecimientos, pues de lo contrario acabaría dándole un revolcón antes de comer. Tenía que mentalizarme de que no era un simple ligue que me había traído a casa, sino algo que resultaba mucho más complicado. Mejor mantener las distancias y que él se sintiera situado en el nivel que a sí mismo se había asignado. De modo que me equipé con shorts, camiseta y zapatillas, y me entretuve en mis cosas, dejándole campar a sus anchas por la cocina.

Al cabo de un rato me avisó: “Señor, cuando quiera”. Ahora se había puesto un pequeño delantal de peto que casi lo ponía más erótico. Las tetas le salían por los lados y solo cubría escasamente la barriga y el sexo. Se disculpó: “Lo he hecho por higiene, pero si le molesta...”. “Está bien”, le corté, “espero otro tipo de lucimiento”. Para los escasos recursos que habría encontrado, la comida parecía bastante aceptable. Volvió a excusarse: “Al haber aquí esta mesa, he pensado que es donde suele comer. Pero si lo prefiere cambio en un momento el servicio donde me diga”. “Has acertado, no hay problema... Pero veo que solo hay un cubierto”. “Naturalmente, señor. Luego comeré yo solo las sobras, si me lo permite”. Como ya habría tiempo de ajustar todas estas cuestiones, que me estaban llegando a abrumar, y tenía hambre, di por zanjado el asunto. Además estaba todo muy rico y en su punto, en contraste con mis chapuceras improvisaciones. Terminó sirviéndome café y preguntándome si me apetecía algún licor. Cosa que rechacé porque quería conservar la mente despejada.

Me puse a ver la televisión, tratando de distraer mi calentura. Al cabo de un rato se me presentó, ya sin delantal. “Señor, ya he comido gracias a usted y recogido la cocina. ¿Qué ordena ahora?”. Gran dilema: llevármelo a que me alegrara la siesta o mantener el tipo a mi pesar y encomendarle tareas más prosaicas. Volví a inclinarme por la contención y le planifique sus tareas: “Pon orden y acondiciona tu habitación y tu baño. Luego recoge todo lo que sea para tirar y lo sacas a los contenedores. De paso te daré dinero para que compres en el supermercado de la esquina lo que estimes necesario para aprovisionar la cocina”. Con una aquiescencia respetuosa, y no sé si aliviado o frustrado por el aplazamiento del uso de su cuerpo, se retiró.

Hice ver que estaba muy atareado con mis libros y papeles, pero no lograba concentrarme, pendiente de sus actividades cuyo sonido me llegaban. Al cabo de un par de horas, reapareció ya vestido. “He dejado en la entrada unas bolsas para tirar. ¿Querría usted ver como ha quedado la habitación? He procurado hacerlo lo mejor posible y espero no haberle molestado demasiado”. Desde luego, había hecho maravillas, con todo perfectamente apilado y ordenado, y espacio suficiente para poder abrir la cama plegable. Y en cuanto al baño, nunca lo había visto tan vaciado y limpio. “Ha quedado muy bien. Así podrás acomodarte”. “Necesito poco, señor”. “Ahora te voy a dar dinero para las compras que te he dicho. Ya ves que me fío de ti”. “Nunca defraudaré su confianza, señor, de eso puede estar seguro”. Aún hice otra observación: “Por cierto, esa ropa es solo provisional. Habrá que buscarte otra que te quede mejor. No quiero que tengas mala pinta”. Ya que no admitía ninguna paga, al menos cubrirle sus necesidades.

No tardó demasiado en volver y lo primero que hizo fue devolverme religiosamente el dinero sobrante, junto con el ticket de compra. Tras guardar lo que había traído, se atrevió a comentar: “Podré hacerle una buena cena”. Tampoco te pases, no vaya a ser que por tu culpa engorde más de la cuenta”. “Por eso no se preocupe, señor. Haré siempre menús equilibrados”.

Me hizo una petición: “Si no tiene inconveniente, debería volver a ducharme. Antes he cogido mucho polvo y he sudado demasiado”. “Así estrenarás tu ducha”, asentí. Lo que añadió a continuación ya me pareció exagerado: “Aprovecharé también para lavar en el baño la ropa que llevo y la de esta mañana. La dejaré colgada de la barra de la ducha para que se seque”. Y le repliqué: “De eso nada, que hay una lavadora”. “¿Estaría bien mezclar mi ropa con la suya, señor?”. “Faltaría más, no eres un apestado”. “Es usted muy generoso. No me perdonaría hacer algo que le molestara”. “Va, va, dúchate”, zanjé. Esta vez me pareció excesivo volver a supervisar su ducha, aunque solo la idea me ponía caliente. Para colmo regresó oliendo a limpio y otra vez desnudo. “Me he quedado así porque me parece que a usted le gusta”, se excusó con tono ingenuo. Ya no aguanté más y me puse en plan amo: “Pues no estaría mal que me dejaras igual...”. Cogido por sorpresa  se me acercó dubitativo. “A ver si lo hago bien...”. “Es fácil”, lo animé. Cogió tembloroso los lados de la camiseta y me la sacó por la cabeza. Bajó con cuidado la cremallera del los shorts, que cayeron por si mismos. Al ver el bulto que marcaba el slip casi desvía la mirada, pero cumplió escrupulosamente su deber de bajármelo y ayudarme a sacarlo por los pies.

Pese a mi erección, me resultaba violento forzarlo a algo que no le resultara agradable. Sin embargo, voluntarioso, me tocó la polla con precaución. Aproveché para preguntarle: “¿No has estado nunca con un hombre?”. “La verdad es que no, pero quiero y puedo aprender”. Sus caricias a mi polla eran ya más firmes. “¿Solo por complacerme?”. “Me gusta que yo le atraiga y debo corresponder”. “¡Deja los deberes a un lado!”, solté un tanto exasperado. “Tóqueme como le guste y verá que me pongo a tono... Y no se enfade porque esta primera vez esté siendo tan torpe”. Su docilidad me desarmaba y a la vez me excitaba. Lo atraje hacia mí e hice que me soltara la polla. Me concentre en sobarlo y sentir el agradable tacto de su piel velluda. Acoplaba mis manos a sus tetas y aplastaba con un dedo los pezones. Me agradó que se le fueran endureciendo. Fui bajando hacia el vientre y cogí su polla al tiempo que le palpaba los huevos. Le destapé el capullo y lo cosquilleé en círculo. Para mi asombro, poco a poco fue desplegándose una polla que alcanzó un considerable tamaño. “Ya ve que no soy de piedra”, se atrevió a decir. Pareció animarse por la reacción de su cuerpo. “Me gustaría probar de chupársela y que usted me diga si lo hago bien ¿Por qué no se sienta en el sofá?”. Se arrodilló ante mis muslos separados y primero me agarró la polla mirándola de cerca. Luego dio varias chupadas suaves a la punta y poco a poco fue descendiendo con los labios acoplados. Se quedó parado como esperando instrucciones. “Sube y baja absorbiendo y pasa la lengua... Pero no te vayas a atragantar”. Al momento aprendió la lección y me hizo sentir un gran placer. Sin embargo, no quise llegar a correrme para que, esta primera vez, no se encontrara la boca llena de de leche y, sobre todo, porque aún quería disfrutar más de él.

Se quedó un poco sorprendido de que lo hiciera parar. “¿No lo hago bien?”. “No es eso, levántate que te la voy a comer yo”. De pie ante mí, le cogí la polla que no había perdido contundencia. Aunque no me cabía entera en la boca, puse en práctica todas mis teorías sobre una buena mamada. Hubo respuesta: “Usted sí que lo hace bien... Pero vaya con cuidado porque hace mucho tiempo que no me he vaciado”. No le hice caso y seguí insistiendo. Su aviso se cumplió y la boca se me fue llenando de un líquido pastoso y agrio que no dejé de saborear. “¡Uy, uy!”, parecía apurado, “Mire que se lo dije”. “¿Le va a negar un esclavo su leche al amo?”, sentencié bromeado. Cosa que él acogió con un silencio reflexivo.

Tal como estábamos le hice dar la vuelta para recrearme con su culo, lo que enseguida reavivó mi calentura. Manoseaba el vello que desde una mancha en la rabadilla se extendía más suave por toda la esfera y oscurecía la raja. Lo estrujaba y él se inclinaba para darme facilidades. Estiraba de los lados para abrirlo y pasaba un dedo tanteando en agujero. “Eso también es para usted. Puede estrenarlo cuando le apetezca”. Pero me pareció que sería una tarea a tomar con más calma. “Todo se andará, pero ahora prefiero que acabes lo que habías empezado”, “Lo haré mejor, se lo aseguro”. Volvió a arrodillarse y le pasé las piernas sobre los hombros como variante. Así pudo darme chupetones a los huevos antes de iniciar la mamada con la práctica adquirida. Se le notaba deseoso de conseguir lo que yo había logrado de él. Su afán de superación se traducía en el creciente placer que me invadía. Sujetándole la cabeza, ya no tuve reparos en correrme explosivamente en su boca. Tragó y lamió hasta la última gota. “Espero que haya disfrutado”. En respuesta le di un afectuoso cachete.

Para cambiar de tema, le interpelé: “¿Y qué hay de esa cena que prometías?”. “Enseguida la tendrá lista, señor”. Me pareció oportuno hacer otra observación: “Será mejor que por la casa vayas vestido. Estuvo bien la presentación, pero esto no es la jungla”. “Descuide, señor. En adelante solo me desnudaré cuando me lo ordene”. Me sirvió la cena y mantuvimos un silencio tenso. “Cuando acabes de recoger retírate a tu habitación. Yo saldré a dar una vuelta. Necesito despejarme”. “Gracias, señor. Si cuando vuelva desea alguna cosa, disponga de mí”. “Así lo haré. ...Y no hace falta que me esperes”, concluí con autoridad.

La verdad es que, tras la increíble jornada, quería huir del sentimiento de haberme metido en una ratonera. Aislado delante de mi copa le daba vueltas al asunto, que me parecía de lo más enrevesado. Tenía empotrado en casa a un individuo que podía girar como un calcetín toda mi forma de vida. Desde luego estaba buenísimo y con posibilidades de follar cuándo y cuánto deseara. Además, dispuesto a cuidar de mi bienestar hasta el último detalle, sin ninguna exigencia por su parte. Pero ese rollo del esclavo no lo podía asimilar. Corría el riesgo de caer en una especie de matrimonio atípico que tejiera una red de dependencias asfixiantes. Deliberada o inconscientemente él había sabido jugar desde el principio la baza del gancho sexual y yo había caído de cuatro patas con la excusa del aleccionamiento. Por otra parte, me sentía absolutamente incapaz de expulsarlo radicalmente de mi vida. Era consciente de su desvalimiento, que le había llevado a renunciar a su autonomía vital. Pero esto no podía llevarme a perder yo la mía. Si quería considerarse a sí mismo un esclavo, ese sería el trato que había de recibir. Tendría que acostumbrarme a dosificar las distancias y los acercamientos a mi conveniencia.

Más tranquilizado con estas reflexiones, volví a casa dispuesto a asumir la realidad. Estaba todo en silencio y oscuro, salvo una tenue lámpara de la entrada que sin duda había dejado para orientar mis pasos. Mi dirigí directamente a su habitación, abrí de golpe la puerta y encendí la luz. Yacía desnudo en la cama y de inmediato se incorporó poniéndose de pie. No pude evitar que la mirada se me fuera a su polla erecta. Trató de disculparse: “No podía conciliar el sueño por las emociones del día y se me ha puesto así sin querer”. De buena gana me habría abalanzado sobre él y por fin le habría dado por el culo. Pero me mantuve firme en mis propósitos de mesura y me limité a contestar: “En tu habitación puedes hacer con tu polla lo que te dé la gana... Por cierto, quería decirte que mañana me he de levantar temprano y pasaré todo el día fuera. Por la mañana te diré en qué has de ocuparte”. “Solo tiene que indicarme a qué hora he de llamarlo. Conmigo no necesitará despertador. Duermo poco y no le fallaré ni un día”. Eso... y los domingos me despiertas con una mamada”, ironicé. “Pensaba levantarme a las ocho”, concluí. Cerré la puerta y me fui al dormitorio. Encontré la cama cuidadosamente abierta y una botella de agua con un vaso. Como no debió ver ningún pijama en uso, había dejado una bata sobre una silla y unas zapatillas a un lado. ¡Qué cruz! ...¿o no? (Continuará)

4 comentarios:

  1. Este relato promete, lástima que sea por fascículos

    ¿Tardará la siguiente entrega?

    ResponderEliminar
  2. Todo seguido sería un rollo... En dos o tres días, nueva entrega.

    ResponderEliminar
  3. Muy bueno, te deja un poco enganchado y espero las siguientes entregas, gracias

    ResponderEliminar
  4. que bueno que yo no tengo que esperar por las otras entregas ya estan disponibles asi que me preparo a difrutarlas gacias amor (el venezolano)

    ResponderEliminar