miércoles, 28 de diciembre de 2011

Sueño navideño

Una noche, después de haber disfrutado de una típica cena navideña, me acosté cargado de cuerpo y de mente. No tardé en caer en un sueño pesado e inquieto. De pronto creí despertarme por un extraño ruido lejano. A la luz de la luna que se filtraba por una gran ventana, pude ver que estaba en una habitación desconocida con muebles muy antiguos. Yo mismo estaba muy arropado en una gran cama de hierro forjado. Aunque desnudo, me daba un calor muy agradable un abultado edredón de plumas. En lugar de sorprenderme por el ruido, pensé alborozado que sería el producido por Papá Noel al descender por la chimenea para dejar su regalo. Sin embargo, persistía y se volvía cada vez más apremiante. Incluso me pareció que se mezclaba con el sonido de una voz profunda. Ya me alarmé y salté de la cama. Como si fuera un gesto habitual, tanteé por la mesilla de noche, abrí una caja de mixtos  de madera y encendí la vela de una palmatoria. Sentí mucho frío y me puse una bata de terciopelo que había sobre una silla, así como unas pantuflas. Los rumores no cesaban y, al abrir la pesada puerta de madera con la vela en una mano, se hicieron más nítidos: golpes e imprecaciones que no comprendía. Avancé por un lúgubre pasillo hasta llegar a una ancha escalera de madera que descendía. Fui bajando por ella lentamente y me encontré en una gran sala de aspecto rústico. La presidía una enorme chimenea de piedra, de esas cuyo interior abarca casi una cocina. Las ascuas estaban completamente apagadas y de ahí el frío reinante. Los ruidos parecían provenir de allí y me acerqué con mucha precaución. Pude ver entonces que, por donde se abría el tiro de la chimenea,  dos gruesas botas pataleaban furiosas. Su poseedor, engullido en la oscuridad, farfullaba irritadas palabras ininteligibles para mí. Estaba claro que alguien estaba completamente atascado allí dentro. ¿Sería el esperado Papá Noel? ¿Quién podía ser si no? Pero un incidente de esa naturaleza resultaba del todo inverosímil en un personaje como aquel. En cualquier caso, debía ayudarlo. Con la mía, prendí algunas velas más y me coloqué debajo de las botas. Traté de agarrarlas y, al percibir el contacto, el pataleo se calmó, pero no la voz cavernosa. Tiré hacia abajo con todas mis fuerzas y descendió algo. Ahora veía unos fragmentos de grueso tejido rojo remetidos en las botas. Me abracé a ellos y tiré de nuevo. Pero, para mi sorpresa, los que bajaron fueron unos grandes pantalones que, por su propio peso, cayeron colgando del revés, sujetados sus extremos por la caña las botas. Unas robustas pantorrillas, cubiertas de vello rubio, quedaron al descubierto. Me planteé qué hacer, porque volvía a agitarlas y, de ese modo, los pantalones colgantes aventaban la gran cantidad de ceniza acumulada en el fondo, lo que dificultaba mis movimientos. Forcejeé entonces con las botas y logré sacarlas, arrastrando consigo los blancos calcetines. Se deslizaron ya del todo los pantalones, que recogí al vuelo para que no cayeran en las cenizas. Quedaron así desnudos también unos pies de estimable tamaño. El problema era ahora cómo continuar para que el cuerpo pudiera seguir descendiendo. Me decidí a meter las manos todo lo que permitiera el escaso espacio y seguir estirando hacia abajo. Conseguí que aparecieran unas macizas rodillas. Con el trasiego, la bata se me había abierto y el sofoco neutralizaba el frío. Abarqué con decisión las rodillas y tiré con fuerza. Surgieron unos gruesos muslos también generosamente velludos.
 
Por primera vez en mi agitación, me percaté de que, fuera quien fuera el atascado en la chimenea, los fragmentos que surgían tras mis esfuerzos iban formando un conjunto turbador. ¿Qué encontrarían mis manos cuando prosiguieran hurgando en el angosto tubo? Tanteé con cuidado porque la parte de la anatomía que lógicamente había de seguir sería muy delicada. En efecto, rocé  un conjunto abultado y densamente peludo. Me paralizó el recrudecimiento de las imprecaciones. Pero si me desplazaba a la zona opuesta el canto de mi mano quedaba enterrado en una mullida raja. Evidentemente, había de descartar cualquier estiramiento hacia abajo. Hice un esfuerzo para abrirme paso y por fin di con un reborde de tejido festoneado de lo que parecía piel animal. Estiré de él, pero no logré avance alguno. Conseguí subir un poco más y me pareció dar con lo podía ser, si no la única, sí una de las causas del atasco. Un ancho cinturón de cuero, cuya repujada hebilla estaba enganchada en un saliente del conducto. Antes de manipular para tratar de soltarla, tuve la precaución de colocar una banqueta bajo los pies colgantes para atenuar una posible caída brusca. Con mucho esfuerzo, la hebilla cedió, se soltó el cinturón y cayó a plomo. Simultáneamente, el cuerpo bajó hasta quedar los pies reposando sobre la banqueta. Quedó libre ahora de cintura para abajo y pude contemplarlo a placer. El reborde orlado de piel que debía pertenecer al chaquetón  había quedado enrollado en el interior de la chimenea. Una oronda barriga se había esponjado y el abundante vello rubio casi ocultaba un profundo ombligo. No eran menos sobresalientes los  grandes glúteos, no tan poblados pero que marcaban la raja con una línea rojiza. De un rojo vivo era asimismo la pelambre que poblaba el vientre, enmarcando unos huevos contundentes sobre los que reposaba una polla ancha y sonrosada. La voz había callado momentáneamente. De pronto me sobrevino una sugestiva idea. ¿No sería precisamente ese mi regalo de Navidad? Desde luego era más apetecible que cualquier otro, por muy rocambolesca que hubiera sido la forma de presentarse. Me atreví a contornear suavemente con un dedo los huevos y la polla. Los gruñidos recomenzaron, pero no irritados en exceso... o eso me parecía a mí. Fui algo más osado en mis caricias a la polla, que empezó a agrandarse ¡Y vaya tamaño que alcanzó! Pero inició una pataleta que a punto estuvo de volcar la banqueta. Para ver si se calmaba, cambié de tercio y me puse a acariciarle el culo. El tacto suave  y la profunda raja me excitaron. Pero cuando un dedo hurgó más de la cuenta, estuvo a punto de ocurrir una hecatombe. Dio tal respingo que finalmente la banqueta salió disparada y el cuerpo, de repente, bajó en una buena porción. El chaquetón rojo festoneado de piel blanca, abierto y desencajado, dejaba descubierto un pecho voluminoso con abundante vello dorado entreverado de canas; las generosas tetas se remataban con anchos pezones rosados. Extrañamente seguían permaneciendo ocultos la cabeza, que no paraba de bramar, y un brazo en alto.
 
La única explicación era que estuviese agarrado a algún objeto, que sería la causa principal del atasco. ¿Estaba atado a él o es que se obstinaba en no soltarlo? Decidí averiguarlo, de modo que volví a poner un banco bajo sus pies, más resistente y amplio que la banqueta anterior, y me subí yo también. El caso era que, para poder acceder al origen del embrollo, había de mantener mi cuerpo pegado al suyo y, como me había desembarazado de mi bata para evitar liarme con ella, el apretujón me puso de lo más cachondo. Mi polla erecta parecía batirse con la suya, que persistía contundente. Mi cara quedó enfrentada a un rostro enmarcado por una poblada barba blanca y, a pesar de la penumbra del reducto, sus ojos parecían chispear de arrebato. Levanté un brazo paralelo al suyo todo lo que pude y encontré su puño cerrado firmemente en torno a lo que parecía el remate fruncido de un saco. El tamaño, que intuía enorme, de éste y la obstinación de su portador por no dejarlo varado en la chimenea, eran pues los motivos de la extraña situación. Porfié con él, ya que no había forma de razonar inteligiblemente, y logré separar su mano. En un movimiento rápido, aflojé la cuerda que cerraba el saco. En previsión de lo que iba a ocurrir, abracé con firmeza al terco Papá Noel y nos apartamos, cayendo revueltos sobre el manto de cenizas, que amortiguó el golpe. Sin solución de continuidad, una avalancha se precipitó por el tiro de la chimenea. Una inmensa cantidad de paquetes de los más variados tamaños se fueron dispersando por toda la sala en una inacabable catarata.
 
¿Qué ocurriría en el rinconcito donde quedamos resguardados? ¿Cómo me recompensaría Papá Noel por su liberación? Lo malo de los sueños es que a veces te despiertas antes de que llegue lo bueno, o bien llega pero es lo primero que olvidas. Desde luego, cuando tomé conciencia de la realidad estaba aún con palpitaciones y completamente empalmado. Lo cual me permite imaginar que debió pasar lo mejor.
 

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