viernes, 23 de diciembre de 2011

El médico anti-hipocondría

Eres hipocondríaco y te inspiran un gran respeto los médicos, al extremo de que, cuando has de visitar a alguno, en lo que menos piensas es en su posible atractivo erótico. Conocía yo a un doctor muy simpático y animado, que sabía de ti por referencias. Un día en que me lo encontré hablamos sobre tu fobia y se nos ocurrió gastarte una broma. La ocasión se presentó cuando cogiste un catarro y, no sin cierta mala conciencia, exageré su mala pinta, hasta el punto de que optaste por meterte en la cama. Pero yo lo que trataba era de convencerte de que lo mejor sería que te examinara un médico y, para compensar tus prejuicios, me ofrecí a acompañarte a un conocido mío, muy profesional, que me inspiraba mucha confianza. Hice que te vistieras y aceptaste, creyéndote portador de infinidad de males... La insidiosa maniobra empezó a funcionar.

Nos presentamos en la consulta y el médico nos recibió cordial pero muy en su papel. La primera cuestión, que no dejó de desconcertarte, estaba relacionada con la verdadera especialidad del galeno: ginecología. Miraste sorprendido la parafernalia, propia de la misma, que abundaba en el despacho: grabados del órgano sexual femenino, así como de distintos tipos de pechos, e incluso la típica camilla de exploración con ganchos para levantar las piernas. Evidentemente había que deshacer la confusión y el médico pidió disculpas por tenernos que recibir en un lugar tan impropio, debido a que en su consulta se había producido una avería eléctrica. Para no tener que cancelar la cita, un colega le había cedido la que veíamos. La explicación, que me forzó a contener la risa, pareció tranquilizarte. A continuación ofrecí dejaros solos, pero el doctor dijo que no hacía falta, si a ti te parecía bien. Como mi compañía te reconfortaba, no pusiste ninguna objeción. Expusiste, con el corazón en un puño, tus padecimientos reales o imaginarios y el doctor respondió con calma: “Todo eso lo vamos a ver enseguida”. Y te dio un cariñoso apretón en el brazo. “Lo primero será auscultarte. Si dejas el torso desnudo...”. Te quitaste chaqueta y camisa, que me pasaste sin esperar a buscar un sitio donde dejarlas. La mirada seria, que yo sabía ocultaba un poso libidinoso, se fijó en tu barriga, que se desbordaba por encima del cinturón. Te pasó varias veces la palma de la mano. “Esto es señal de buenos alimentos”. Lo que no era más que un primer y descarado sobo, tú lo debiste entender como una amenaza de ponerte a dieta. “Siéntate en este taburete, que voy a escuchar lo que tengas ahí dentro. ...Pero espera, así respirarás mejor”. Y en una maniobra rápida te soltó el cinturón y el primer botón de pantalón, con lo que éste se bajó un poco. Ya sentado, te entregaste al rastreo del fonendo. “Lo notarás un poco frío al principio, pero ya se calentará”, y me lanzó un guiño que tú no viste. Empezó a aplicártelo por delante y, como en la postura en que estabas te sobresalían las tetas, aprovecho para otra andanada. “Tendré que subirte los pechos para oír mejor”. E iba cogiéndolos con una mano mientras con la otra manejaba el aparato. Aún más, algo que te pilló por sorpresa. “¿Las tetillas las tienes siempre así de sonrosadas o están un poco irritadas?”, preguntó pellizcándote suavemente los pezones. Esto, que te excita tanto, hizo que dieras un respingo. “No te preocupes, están muy bien... y lo oído hasta ahora también”, atajó cualquier reacción por tu parte. “Vamos a ver por la espalda”. Aunque no cabía duda de que la auscultación era real y profesional, él la iba adornando con una picardía que, si no fuera por lo obcecado que estabas, habrías captado enseguida, ...y te habrías prestado a ella muy a gusto. Pero todo se andaría...
 
Por detrás no faltaron los toqueteos añadidos y dio mucho juego la prueba de las toses. Cuando hubo escuchado tus distintos tonos de tos, todavía le puso el broche. “A ver, tose otra vez varias veces seguidas”. Al tiempo de decir esto, y mientras tú te concentrabas para obedecer, alargó una mano hacia delante y la dejó agarrada a una teta. Ibas tosiendo hasta que dijo, soltándote ya: “Solo un poco cargado”. Eso ya te tranquilizó y posibilitó que empezaras a caer de la higuera.
 
Cuando volviste a estar de pie, el médico dijo: “Ya que estás aquí, me gustaría comprobar otra cosa ¿Podrías bajarte los pantalones? O mejor te los quitas”. Dócilmente hiciste lo que te pidió y quedaste solo con el slip. “Voy a presionarte en las ingles y quiero que tosas”. El asunto se iba poniendo cada vez más escabroso. Pero la pose desinhibida que adoptaste me hizo intuir que, aparcando momentáneamente tus aprensiones, te habías olido que había gato encerrado y, cómo no, estabas dispuesto a seguir el juego.
 
Efectivamente el doctor metió los dedos a los lados de tu paquete al tiempo que tosías con exageración. Cuando preguntaste con velada sorna: “¿He de repetir?”, respondió: “No hace falta. Está todo perfecto”. Pero también me di cuenta de que ya se sentía pillado. No obstante, conociéndolo como lo conocía, no me extrañó que, más que arredrarse, se animara a proseguir con su revisión concienzuda. Os habíais juntado dos buenos provocadores, dispuestos a entregaros al morbo de la pantomima montada. Así que me dispuse a disfrutar del  numerito de cómo aguantabais el tipo de médico y paciente.


“Ahora vas a apoyar las manos en alto contra la pared. A veces hay algún lunar en la espalda que conviene examinar”. Lo que, en otras circunstancias, te habría asustado, en ese momento te lo tomaste como parte del juego. Desde luego los toques que te dio en la espalda tenían más de caricias que otra cosa. “La piel la tienes limpísima. Da gusto”. Por la forma en que te cimbraste, solo te faltó decir: “Por mí, siga tocando”.
 
Pero el otro rizó más el rizo. “¿Sueles tomar el sol desnudo?”. “Siempre que puedo”, respondiste. “Entonces veremos también esa zona en que la piel, al estar menos curtida, es más sensible”. Ni corto ni perezoso te bajó el slip. “Ves, por aquí te ha cogido menos el sol”. Tu culo se veía realmente algo menos coloreado que el resto y él iba siguiendo con los dedos las marcas del bañador. Con lo cachondo que te pone que te toquen el culo, no te abstuviste de comentar: “Sí que lo tengo sensible, sí”. “Y gordito como el resto”, apostrofó el galeno como si hiciera un diagnóstico.
 
Cuando al fin bajaste los brazos me di cuenta de que te llevabas una mano a la entrepierna, seguramente para comprobar los efectos del toqueteo. “Sigue así. Aún falta algo, ya que estamos”, te contuvo el doctor, mientras se encajaba un dedal de goma, lo untaba de crema y me hacía un gesto expresivo de lo bueno que te encontraba. “A ver, separa un poco las piernas”. Estiró descaradamente de los lados para abrirte la raja y dejar visible el agujero. “Espero que no te moleste lo que te voy a hacer..., no debe ser la primera vez”. Empujó el dedo y hurgó por tu interior, “Entra muy bien, eres ancho. No creo que te haya dolido”. “Más bien no”, fue tu ambigua respuesta. “Pues ya está”, dijo sacando el dedo. “Te limpiaré un poco”. Tomó una gasa y te la pasó varias veces por la raja. Te debía estar poniendo a cien.
 
Para colmo te preguntó: “¿Te han operado de algo?”. Tu respuesta fue inmediata: “De fimosis cuando era muy joven”. “Es la mejor época. Así se desarrolla mejor”, entreteniéndose en la limpieza. “¿Quiere verlo”. Mantenías el tono respetuoso, pero a la vez directamente provocador. “Venga”, y te dio un cachete en el culo como despedida...provisional. Te giraste con cierta parsimonia y, como era de prever, estabas empalmado. No se inmutó: “¡Vaya! Has reaccionado al tacto rectal”.
 
Se acercó para mirarte atentamente la polla: “Así se ve mejor el buen trabajo que te hicieron... ¿Puedo?”. Te la cogió con dos dedos y comprobó la elasticidad de la piel retraída. “Estupendo, y muy buen riego sanguíneo”. “Sí, suelo tener buena respuesta”, y tratabas de disimular lo cachondo que te estaba poniendo.  La cosa siguió in crescendo. “¿Te han analizado alguna vez la calidad del semen?”. “No, pero ya que estamos podría sacar una muestra”. Ahí sí que lo desbordaste, pues no debía contar con hacerte una paja por las buenas. Soltándote la polla, el doctor farfulló: “No creo que corra prisa”.
 
Fue entonces cuando quisiste poner las cosas claras. En absoluto irritado, porque la encerrona no dejaba de resultarte excitante, te plantaste retador en toda tu desnudez y, mirándonos a los dos, dijiste: “Vamos a ver. Está claro que me habéis enredado con la excusa de mi catarro y, tonto de mí, piqué al principio. Pero la cosa cambió con tanto toqueteo. Por cierto, que me ha encantado y ya habéis visto que me dejaba hacer”.
 
Yo me reía, pero el médico se sintió obligado a explicar: “Efectivamente soy ginecólogo, pero sé suficiente medicina para comprobar, al auscultarte, que tu catarro no tenía la menor importancia. Lo demás lo habíamos tramado para que, por una vez, estuvieras a gusto en la consulta de un médico”. Tanto aceptaste la explicación que, sacando tu vena teatral, alzaste los brazos en plan provocador y exclamaste: “Pues aquí tenéis a vuestro paciente engañado como un conejo, para que experimentéis”.
 
Cuando el doctor se te acercó conciliador, te tomaste la revancha. Le echaste mano al paquete y, manteniéndolo agarrado, dijiste: “También se podrá explorar ¿no?”. Ahora me puse de tu parte y, neutralizado como lo tenías, aproveché para quitarle la chaquetilla profesional. Ya lo soltaste y, ante lo irremisible de la situación, él mismo acabó de desnudarse. Yo hice otro tanto, dispuesto a sacar partido de la contienda que se avecinaba.
 
“¡Venga, ayúdame!”, me pediste. Entre los dos arrastramos al bromista médico, que se debatía, aunque complacido por pasar de verdugo a víctima. Prueba de ello era lo dura que se le había puesto la polla. Llegamos a tenderlo en la camilla de exploraciones, muy adecuada para lo que pretendías, y le levantamos las piernas hasta dejarlas separadas y sujetas por las rodillas a los ganchos laterales. “¡Ayayay, malditos!”, se lamentaba con risa nerviosa. “¿Qué te parece un tacto rectal para empezar?”, le dijiste con sorna. Y untándote un dedo en la misma crema que él había utilizando antes, se lo metiste por el culo. “Umm, esto no es lo primero que te entra ¿verdad? Vaya ojete escondías en esta raja peluda”, decías mientras girabas el dedo. Con la mano libre le sobabas los huevos y la polla, tanto unos como la otra de muy buen tamaño por cierto. Yo, que desde atrás lo controlaba, me calentaba por mi cuenta acariciándole las abundosas y velludas tetas.
 
“Pues ahora va a ser el momento de que pruebes la calidad de mi semen”. Tu aviso le arrancó un murmullo quejumbroso pero resignado. La posición en que se encontraba, unida a la crema untada, facilitó que le metieras la polla a la primera. “¡Aaaah, bruto vengativo!”, exclamó. “¿Te atreverás a decir que no te gusta?”, le desafiaste. “Bueno, sí, pero con cuidado”. “El mismo con el que me has estado examinando, tranquilo”. Te pusiste a bombear, primero despacio y luego a un ritmo más acelerado. “¡Qué culo más acogedor tienes!”. “¡Ohhh, lo estás haciendo muy bien!” te alabó, y a mí: “Pellízcame fuerte los pezones”. Su entusiasta adaptación a las circunstancias nos sirvió de acicate tanto a ti como a mí. “A ver qué te parece mi leche”, dijiste entre resoplidos en tu última embestida. “Por lo que noto, abundante... Ya me tomaré el desquite cuando me soltéis de aquí”. Pero tú estabas dispuesto a mantener la disciplina y me llamaste: “Ven aquí y aprovecha, que te lo he dejado calentito. Yo me ocuparé de la parte de arriba”. El doctor me protestó cómicamente: “¡Serás cabrón! Después de liarme en este embolado me vas a dar por el culo”. “¡Para que te hagas el inocente!”, y le di una buena embestida. Mi calentura aumentaba porque te veía, no solo pellizcándolo como hice yo, sino volcándote sobre él para morrearlo y morderle las tetas. Agarrado a los muslos iba tomando impulsos y, cuando te adelantaste más y le metiste en la boca una de tus tetas, me corrí sin remisión. “¡Vaya con la parejita, a cual más cafre! ¡Qué culo me habéis dejado!”, logró exclamar al fin.
 
Lo ayudamos a zafarse de la poco cómoda camilla y a desentumecerse. “Voy a limpiarme, que me corre vuestra leche por los muslos”. Pero tú, después de haber descargado, tenías ya ganas de que te metieran polla. Te apoyaste de codos en una mesa y, con voz de falsete, soltabas moviendo obscenamente el culo: “¡Doctor, tiene usted algo para aliviarme los picores!”. “¡Espérate, vicioso, que aún me quema el culo! Sigue meneándote mientras pongo a punto la sonda”.
 
Requirió mi colaboración: “Venga, hazme una mamadita y pónmela dura, que tu hombre se impacienta... Ya me acuerdo de lo bien que lo haces”. Muy a gusto me hice cargo de polla tan gorda y jugosa. Me llegó tu aviso: “Nene, no te pases, no sea que te quedes con todo y me dejes a dos velas”. “Tranquilo, que no te libras. Me la está poniendo a punto de ebullición”. Cariñosamente me hizo parar y se dirigió hacia ti. Te dio varios cachetes en el culo y te abrió la raja. Primero te metió un dedo. “Ese dedo ya me lo conozco”, protestaste. Luego te lanzó una embestida directa con la polla recién mamada. “¿Te sigue picando el ojete?”. “¡Wob!, lo que me echa es fuego, cacho polla!”. “No me vengas con remilgos, que no he hecho más que empezar”. “Menos presumir y más follar, para que se me quiten los males”. Cuando se puso a bombear en firme, fuiste tú quien sustituyó las palabras por gruñidos inconexos. “¿Sientes la sonda bien adentro?”. “Me encanta cómo me sondeas. Que no decaiga”. Yo contribuía a tu exaltación pellizcándote las tetas y veía tu cara transfigurada de puro vicio. “Ya falta poco para la irrigación”, avisó el doctor. “Que no se desperdicie ni una gota”, replicaste. “¡Voy, voy, voy...”. Y quedó claro lo que iba. Todavía remoloneando dentro de tu culo, preguntó: “¿Te ha gustado, enfermito?”. “No hay como ponerse en manos de un doctor”, y con una sacudida echaste fuera la polla. Aún te encaraste a nosotros en plan chuleta. “¿Qué, me puedo vestir ya o faltan más exploraciones?”.
 
Cuando finalmente nos despedimos, te advirtió: “Auque hayas visto que acudir al médico no es tan tremendo, no te vayas a creer que con todos harás lo mismo”.

1 comentario: