sábado, 5 de noviembre de 2011

De amos y sumisos

La experiencia que voy a contar resulta bastante especial. Habitualmente mis aventuras sexuales se han centrado en la búsqueda de placer compartido con otro u otros hombres en pleno uso de nuestra libertad. En algunos casos no han faltado ciertos componentes de dominación y sujeción, pero siempre en un juego con límites claros, sin humillaciones tremendistas ni dolor intencionado. Lo que sigue, sin embargo, se desvió de este esquema y me dejó perplejo por la complejidad de la sexualidad humana.

A través de la página de contactos, recibí un mensaje que me llamó la atención. Lo ilustraba la foto de un torso de oso, rollizo y fuerte, con un vello bien distribuido. Los brazos hacia atrás como atados a la espalda, el pecho todo cruzado por ligaduras y con una correa al cuello. El siguiente texto completaba la imagen: “¿Necesitas alguna explicación?”. En el mensaje se limitaba a decir: “Me gustaría quedar con usted”. El respetuoso tratamiento y las características del sujeto me suscitaron una morbosa curiosidad. Le pedí que pasáramos a un chat más fluido, pues necesitaba conocer detalles acerca del contacto que me pedía. En la charla que mantuvimos me explicó que buscaba someterse de forma total a la voluntad de un amo y satisfacer cualquier deseo de éste por muy humillante o doloroso que le resultara. Objeté mi falta de preparación para ese cometido, pero me aduló asegurando que encajaría perfectamente en él; además, a él le correspondería también ir haciendo las sugerencias de todo lo que pudiera resultarme placentero. En cuanto a instrumentos o materiales adecuados, me aclaró que con los domésticos sería suficiente. Me suplicaba que le concediera el honor de recibirlo y, finalmente, la curiosidad superó mi suspicacia.


Habíamos quedado un domingo por la tarde y, durante el fin de semana,  no dejé de cuestionarme mi aceptación. Finalmente ideé una cierta parafernalia a fin de recibirlo a mi entender de forma adecuada. Dispuse varias velas para que crearan ambiente y un flexo para iluminar un punto central. Asimismo me vestí completamente con traje y corbata en plan señor, para que quedara claro mi papel.
 
Diez minutos antes de la hora pactada sonó el interfono y pregunté quién era. Respondió que era mi servidor y esperaba no molestarme. “Todavía no es la hora, así que espera y ya veré si te abro”. “Como usted ordene, señor”. Pasó el tiempo, volvió a llamar y le di acceso sin más. Al poco llamó al timbre y me demoré en abrir. Sin más luz que la que se filtraba desde la sala y con la cadena de la puerta puesta, abrí lentamente y lo observé en el rellano. Bien parecido, con cabello y barba cortos –ahora conocía su cara–, algo más maduro de lo que representaba en la foto, vestía un mono de trabajo con peto sobre una camiseta negra. Se hallaba cabizbajo, sin atreverse a mirarme. Le franqueé la entrada y, en la semipenumbra, lo conduje a la sala. Le dije que se quedara en medio de pie, encendí el flexo y lo proyecté sobre él. Mi primera orden fue que se desnudara completamente en mi presencia, pues quería inspeccionarlo y no admitiría a un esclavo que tuviera alguna tara. “Supongo que no te habrás atrevido a venir sucio y apestoso”. “No señor, antes me he duchado y puesto ropa limpia”. Se había descalzado y sacado el mono; luego la camiseta. Quedó con un slip también negro y dudaba qué hacer.
 
“¿No entiendes la palabra “completamente”?”, y sin miramientos lo zamarreé. “Me lo merezco, señor”, y quedó por fin desnudo. Me demoré contemplándolo y la verdad es que estaba muy bueno. No me habría importado un revolcón clásico con él, pero entendí que no había venido para eso. Le mandé girarse y su dorso no desmerecía: recias espaldas algo peludas y culo rotundo. De la vista pasé al tacto y al olfato. Manoseé y olisqueé todo su cuerpo. Le levanté un brazo y su sobaco desprendía un tenue perfume de desodorante. Le palpé las tetas y pellizqué sus pezones. Le apreté con fuerza los huevos, sujeté la polla, flácida pero gorda, y la descapullé. Dado la vuelta le sobé el culo y le ordené que se inclinara y, con las dos manos, se abriera la raja. Llevé uno de mis dedos a su boca para que lo ensalivara y se lo metí en el culo. Dio un pequeño respingo, lo que le valió una fuerte palmada. “Gracias, señor”.
 
Había pasado el primer examen y yo me había calentado. “Arrodíllate ante tu amo y probemos tus habilidades de mamón”. Tomó posición y con mucho cuidado hurgó en mi bragueta sacando la polla, que ya estaba tiesa y mojada. Lamió, sorbió e hizo una competente mamada. “¿Te sabe bien?”. “Me ha regalado usted su  sabor de hombre. Gracias, señor”. Como no quería animarme demasiado antes de hora, le di un empujón que lo hizo caer de culo. Me miró azorado, pero sin arredrarse. “Quizás está usted incómodo tan elegantemente vestido. Con mucho gusto me ocuparía de su confort” (¡Vaya literatura gastaba el individuo!). Me dejé hacer y, con mucha delicadeza, me quitó la chaqueta y la corbata, colocándolas en una silla. Me soltó el cinturón y yo (aparatosamente) lo saqué del todo enrollándomelo en una mano. Me pidió que me sentara para descalzarme. En cuclillas me quitó zapatos y calcetines. Mis pies desnudos fueron objeto de un intenso repaso con la lengua: empeine, planta y dedo tras dedo fueron saboreados con avidez. Cuando me hacía cosquillas le daba una patada que le hacía perder el equilibrio o lo fustigaba con el cinturón. Volví a ponerme de pie para que continuara su trabajo. Salieron pantalón y camisa; pidió permiso para bajar el slip y, cuando lo tuvo en sus manos, olisqueó la zona humedecida. “Veo que eres un cerdo completo”. “No lo sabe usted bien… Ya lo comprobará si me lo permite”. Todo mi cuerpo desnudo se convirtió en objeto de sus lamidas y de su olfato. Se regodeaba con sobacos, entrepierna, huevos… No le dejé repetir con la polla, que ya había quedado lustrada. Pero se entusiasmó cuando le permití ocuparse de mi culo. Profundizaba con nariz y boca en la raja, y sentía la punta de la lengua lamer el agujero. Se le notaba satisfecho y yo había entrado en su juego.
 
Le manifesté que, con tantas babas, sentía necesidad de que me lavara. Nos dirigimos al baño e insidiosamente comentó que tal vez me apetecería antes aliviarme de mis fluidos. La verdad es que, con la emoción de la espera y de su aparición, tenía ganas de orinar. Tomó la iniciativa, se metió dentro de la bañera y arrodillado se enfrentó con mi polla. Me salió el chorro con ganas y, cuando la “lluvia dorada” le dio de lleno, abrió la boca para que también le cayera dentro. Tragó complacido y rebañó con la lengua hasta la última gota. Quedé con una sensación extraña y algo asqueado, pues nunca había llegado a ese extremo. Como reacción, le dije que no quería saber más de él hasta que no dejara todo limpio, incluido su cuerpo. Así que le traje material de limpieza y cerré la puerta. Quedé a la espera, con la firme idea de controlar cualquier otra pretensión escatológica  de su parte. Al cabo de un rato me llamó tímidamente para que pasara revista. Desde luego se había esmerado, todo estaba como los chorros del oro y olía a limpio. No obstante insistí en que volviera a ducharse en mi presencia. Lo hizo dócilmente y se enjabonó a conciencia, como queriendo hacerse perdonar. Al verlo así me fue subiendo de nuevo la excitación.
 
“No hace falta que te seques mucho porque ahora me vas a duchar. Y más te vale esmerarte y dar gracias de que no te haya echado a la calle, que es lo que un cerdo como tú se merecía”. “No volverá a tener queja, señor. Y si en algo no lo complazco, corríjame con rigor”. “Pues ahora que lo dices, no voy a dejar sin castigo la forma en que has abusado de mi buena fe y me has utilizado para satisfacer tus bajos instintos. Así que voy a buscar mi cinturón”. Al volver lo encontré arrodillado con el cuerpo volcado hacia el interior de la bañera y ofreciendo su culo al castigo. Sobre la marcha se me había ocurrido hacerme con una tablilla para cortar embutido; así que el primer golpe que recibió no fue el esperado latigazo, sino un fuerte palmetazo. No rechistó y alterné con la correa, pero cuando la piel empezó a enrojecer más de la cuenta decidí parar. Quería reservar un culo tan hermoso para otros juegos. Así que dije: “Basta por ahora, ya tengo ganas de que me duches”. Irguiéndose replicó: “Como mande, señor. Es usted demasiado bueno conmigo”. (¿Me estaría reprochando blandura el muy cabrón?).
 
Como me gusta que me soben, y más en la ducha, me puse en sus manos e hizo un primoroso trabajo. Tomó el mango de la ducha y me fue rociando al completo. Lo metía entre las piernas y el agua rebotaba en la polla y en los huevos con un cosquilleo agradable. El enjabonado fue perfecto y lleno de sensualidad. Al regodearse con mis bajos por delante y por detrás observé que por primera vez estaba teniendo una erección. Le di un manotazo que la contrajo. “¡Cómo te atreves!”. Y trató de esconder el pito entre las piernas. Ello no obstaba para que yo a mi vez me hubiera puesto cachondo. Así que, mientras me enjuagaba, le hice bajar la cabeza para que me hiciera una mamada reconfortante.
 
Le ordené que me secara y también se esmeró, con picardía al tratar mis partes sensibles. Me puse un slip negro y, mintiendo, le dije que me daba asco verlo andar desnudo por mi casa; sobre una silla de otra habitación encontraría algo digno de él. Había dejado allí un saco de basto tejido, agujereado para la cabeza y los brazos. No dudó en que era para él y apareció con ese atuendo que apenas le cubría hasta los muslos.”Es el único vestido que me merezco, señor”. Lo así con fuerza y lo zarandeé. “¿Por qué no te has puesto el ceñidor que había? ¿Así te crees más elegante?”. “No le he visto, señor. Le pido perdón”. “Tráelo y yo te lo ajustaré”. No era más que un trozo de cuerda gruesa, que puso en mis manos. “Para que conozcas el precio de no atender bien a mis deseos, quítate el saco y ponte de espaldas apoyado en la mesa”. Le pasé una mano por el lomo como si lo acariciara, pero con la otra sujetaba la cuerda doblada, que descargué varias veces con aparatosidad hasta que la piel empezó a enrojecer. Cesé y le dije: “Tal vez te ha sabido a poco también, pero que te quede claro que soy yo quien dosifica el dolor”. Al girarse me miraba con ojos velados de excitación y comprendí que el hecho de que hubiera tomado las riendas e impusiera mis criterios complacía sus ansias de sumisión plena.
 
Enfrentado ahora a él le mordí los pezones para endurecerlos y los prendí con sendas pinzas de la ropa. Les di golpecitos con los dedos y se retorció entre lamentos. Le ordené que aguantara y que volviera a vestirse con el saco. Como las pinzas abultaban, con una tijera recorté unos círculos sobre sus tetas para que quedaran fuera. Por fin le ceñí a la cintura la cuerda con que lo había azotado; resaltada la barriga, el saco quedó ablusado. Pero al subirse el borde inferior, quedaban a la vista la base del culo y parte de la polla y los huevos. Alegué que me molestaba esa visión y que necesitaba adornarla. Quedó dócil a la espera y traje de la cocina un tallo de apio. Se lo metí por el culo y lo conminé a que mantuviera sujeta esa cola vegetal so pena de volver a ser castigado.
 
Después me ocupé de su delantera. Até con un cordón la bolsa de los huevos y a medida que iba apretando la polla engordaba y crecía. “Señor, es un placer que no puedo controlar”, avisó temeroso de un correctivo. Pero con esa magnífica pieza ante mis ojos, no me contuve y me puse a chuparla. “Es suya, señor, como todo yo”, y suspiraba. Satisfecho por un rato, continué con mi idea y colgué del cordón que apresaba sus huevos una pesa de un reloj de cuco. Le insté a ponerse en movimiento y andaba vacilante, con el tallo sujetado en el culo  y la pesa que se balanceaba y le tiraba de los huevos; la polla seguía tiesa tras mi mamada.
 
Decidí que había llegado el momento de cenar. Aún era pronto pero se me había abierto el apetito. En la cocina le di instrucciones para que preparara los cubiertos –sólo para mí, recalqué– y calentara en el microondas un abundante plato de pasta con salsa que había preparado previamente. Él había de quedar de pie atento para servirme la bebida y limpiar con una servilleta cualquier salpicadura que pudiera caerme. Pero antes quise que se deshiciera del saco, que me resultaba poco estético en la cocina. De nuevo desnudo, con las pinzas en las tetas y los colgajos en los bajos, se mantuvo expectante. Cuando estuve saciado había aún la mitad de la pasta. Me puse de pie, me saqué la polla y la metí en el plato. Le ofrecí que me la chupara y, si le gustaba, podría comer el resto. Relamió con ganas y esperó la recompensa. Bajé el plato al suelo y le dije: “Un cerdo como tú no necesita cubiertos”. Con cuidado para no golpear el plato con la pesa que seguía colgando, se arrodilló y aproveché para atarle las manos a la espalda. En esa postura se metía de morros en el plato para engullir la pasta. Yo a veces introducía un dedo del pie y se lo daba a chupar. Para distraerme mientras comía, quité la piel a una longaniza bastante dura y sustituí el apio con ella. Le entró bastante hondo en el culo y ahí la dejé. Cuando ya había casi acabado, le ordené lamer el plato hasta dejarlo limpio, saqué la longaniza y se la presenté para que fuera mordiendo y tragando. Casi atragantado, le solté las manos e hice que se tumbara boca arriba, pero que las mantuviera pegadas a los costados. Al ver que me acercaba con un yogur abrió la boca y se lo fui vertiendo desde lo alto. Procuraba que no cayera nada fuera y cuando empezó a rebosar, me quité el slip, me agaché y le metí la polla. El frescor y la cremosidad del yogur aumentaron mi erección y le follaba la boca muy a gusto. Él me chupaba y tragaba el yogur; cuando lo terminó se afanó con la lengua para dejarme bien limpia la polla. Ya erguido, le conminé a que se lavara los restos de la pasta y el yogur que le habían quedado por la cara.
 
Entre tanto, extendí una vieja manta en el suelo de la sala y, cuando volvió limpio, hice que se tendiera. Primero le tapé los ojos con una banda negra y luego fui rodeando su cuerpo con una cuerda hasta dejarlo inmovilizado de brazos y piernas. Con un gesto brusco le liberé los pezones de las pinzas y dio un grito de dolor. Antes de que hubiera acabado de retorcerse solté el cordón que le apresaba los huevos con la pesa colgante; nuevo bramido y agitación. Comprobé que no se hubiera hecho algún corte y le subí la polla, que pegué con un esparadrapo en el vientre. Me senté en cuclillas sobre su cara y mientras él intentaba lamerme prendí fuego a una gruesa vela roja. Cuando la cera empezó a derretirse fui derramando gotas por su cuerpo. Saltaba a cada ardiente contacto y, pese a que procuraba eludir las zonas más sensibles, gemía con una mezcla de dolor y placer. Lo empujé para darle la vuelta y ahora su aguante fue mayor, aunque noté que apretaba la raja del culo temeroso de que se le infiltrara el líquido caliente. Comprendió que la sesión había concluido al soltarle al cuerda y quitarle la banda de los ojos. Se levantó trabajosamente y cuando miró los puntos rojos adheridos a su piel exclamó: “Señor, permita que le diga que se ha superado usted”. Se sacudió sobre la manta para que se desprendiera la mayor parte de la cera solidificada; los fragmentos más rebeldes los fue sacando con una rasqueta y yo cooperé en la espalda y el culo. De todos modos me pidió permiso para darse una ducha rápida que lo reconfortara.
 
Me di cuenta de que necesitaba descansar y relajarme; eso de hacer de amo resultaba agotador. Así que, al terminar sus abluciones, me encontró tumbado en la cama como dormitando. En realidad lo que deseaba ahora eran unos servicios amatorios más convencionales. Y él pareció estar en la misma onda, ya que sigilosamente me fue rociando con un frasco de aceite balsámico: Luego me masajeaba voluptuosamente, primero los brazos y el pecho, erizándome los pezones; después bajaba por el vientre y daba un rodeo para recorrerme las piernas. Aún sin tocarla, mi polla empezaba a responder a sus estímulos, pero me hizo dar la vuelta para completar el masaje. Sus toques por la espalada me electrizaban bajando hacia el culo que amasaba delicadamente. Cuando volví a estar boca arriba, mi polla surgió ya en plena tensión. Con un generoso chorro de aceite que me impregnó los huevos, sus manipulaciones me pusieron al borde de la explosión. “Señor, ya sabe que mi cuerpo es suyo y está aquí para su disfrute”. “Faltaría más, y voy a usarte para prologar mi placer”, reaccioné dispuesto a aprovecharme de un tipo tan apetitoso, que ahora, limpio y despojado de adornos, excitaba mi deseo.
 
Arrodillados los dos sobre la cama, me restregué contra él agarrado a su polla. Por primera vez lo besé con furia chupando labios y lengua; correspondía hurgando con la suya en mi boca. Fui bajando y, apretando sus generosas tetas, le mordí los pezones aún enrojecidos; soportaba el dolor mansamente y me rodeaba con sus brazos. Me tumbé para poner mi cabeza entre sus muslos. Le estrujaba y mordisqueaba los huevos sobre mi cara. Alcancé la polla tiesa con la boca y la mamé con gusto; se inclinó para facilitarme la tarea y al intentar chupar la mía lo rechacé. “Quiero que te vacíes tú primero”, dije y lo hice sentar a horcajadas sobre mi barriga, con mi polla tensa aplastada por su culo. Tenía así el panorama de su bajo vientre. Con una mano le apretaba los huevos y con otra lo masturbaba. Cuando con su tensión notaba la proximidad del orgasmo paraba; él trataba entonces de usar su mano, pero se lo impedía. Así estuve jugando hasta que la hinchazón de la polla avisó del desenlace. Presioné con un dedo tapando el orificio de salida y él jadeaba; lo liberé por fin y la leche se expandió sobre mi pecho. Sin permitirle un respiro ordené que lamiera hasta la última gota.
 
“Ahora te vas a poner a cuatro patas”. Como si lo ordeñara, primero manoseé y estrujé todo lo que colgaba: tetas, barriga, polla goteante, huevos… Luego me senté en su espalda y le palmeé con fuerza el culo hasta que resurgieron las rojeces. Me aposté detrás y jugué con su raja. La regué con aceite y la abrí al máximo. Metía los dedos en el agujero, los apretaba y giraba haciéndolo gemir. Finalmente le clavé la polla, pero estaba tan dilatado que el roce apenas me excitaba. “Tu culo está más abierto que el coño de una puta vieja. Das asco”. “Lo siento, señor. Pero mi boca está dispuesta a complacerlo”. “Por supuesto. Y vas a mamar hasta tragarte la leche”. Me tumbé boca arriba con las piernas abiertas y él  se puso en medio boca abajo. Con manos y boca me trabajaba la polla; yo agarraba su cabeza y la hacía subir y bajar. Lo dejé suelto y con los labios apretados intensificó el bombeo. Las oleadas de placer se iban incrementando hasta hacerme estallar dentro de su boca. Sentí cómo tragaba y luego rebañaba con la lengua. “¿Ha quedado compensando el señor? Lo he hecho lo mejor que he podido… Y qué rica su leche”. Le di unas palmaditas condescendientes: “No ha estado mal, viniendo de un cerdo como tú”.
 
De pronto me miró con expresión compungida. “Señor, se ha hecho tarde y voy a tener dificultades para volver a casa…“. “¿Estás insinuando que te deje dormir aquí?”. “No le molestaré y me iré por la mañana… Tengo que trabajar. Además podré servirle durante la noche”. “Pero no pretendas compartir la cama conmigo. Una cosa es usarla para que me des placer con mayor comodidad para mí,  como acabamos de hacer, y otra darte acceso a mi intimidad”. “No se preocupe, señor. Con una manta en el suelo me conformo”. Así que trajo la vieja que habíamos usado y la extendió junto a mi cama. Se acorrucó  y dijo: “Aquí me tiene para cualquier cosa en que pueda servirle. Que descanse el señor”. Cerró los ojos y allí quedó desnudo, pues como hacía calor, no necesitaba cubrirse. Dejé un rato la luz encendida e intenté leer, pero su visión me distraía y avivaba mi deseo. Apagué por fin y me quedé dormido.
 
Al cabo de unas horas me despertaron las ganas de orinar. Saqué los pies de la cama para ir al baño y lo pisé sin recordar su presencia, adormilado como estaba. “¿Qué le ocurre, señor?”, oí. “Nada. Voy a mear”. “No tiene que molestarse, señor”. Y en un santiamén metió mi polla en su boca y, semiinconsciente y con el calorcillo agradable que sentí, me dejé ir. Tragó todo sin dejar una gota, y con un “gracias, señor” me ayudó a recuperar la horizontal y volvió a su manta.
 
Caí de nuevo en las brumas del sueño hasta que la musiquilla del despertador me hizo recuperar poco a poco la conciencia. A la vez notaba una agradable sensación por los bajos y me di cuenta de que mi polla iba engordando dentro de la boca del siervo. Me dejé ir y todo mi cuerpo se iba entonando. Finalmente una dulce corrida llenó de nuevo la boca del mamón. “¿Ha tenido un buen despertar el señor?”.  No puede evitar una sonrisa: “Anda, vamos a ponernos en marcha y a ver si me libro de ti”. Recogió la manta del suelo y de repente me asaltó un interrogante: “En todo el tiempo que llevas aquí no parece que hayas meado, a no ser que lo hayas hecho sin mi permiso”. “Me he estado reteniendo por si usted deseaba hacer algún uso de ello. Pero ya sé que hay cosas de mí que no le gustan y ahora estoy a punto de reventar”. “Pues no te prives y ve al baño”. “Gracias, señor… ¿Le ofenderá si le pido que al menos me mire?”.  No quise despreciar su vena exhibicionista y lo acompañé. Apuntó un potente chorro en la taza del váter y, mientras, le acariciaba el culo. La polla le fue engordando en la mano que la sujetaba, supongo que excitado tanto por mis toques como por mi mirada. Cuando terminó de sacudírsela, se me ocurrió: “¡Hala! Entra en la bañera y hazte una paja, que te voy a filmar como recuerdo”.
 
Al volver con la cámara ya estaba plantado dispuesto a exhibirse. Obvié las instrucciones y lo dejé a su aire. Se la meneaba con ritmo pausado y con la mano libre se iba sobando con gestos provocativos. Sacaba la lengua y se relamía los labios. Se daba la vuelta y se tocaba el culo abriendo la raja. Preferí los planos de conjunto, pues era todo un ejemplar de macho en celo. Me pidió permiso para correrse y tras ello la imagen se fundió en negro. Luego se duchó y como yo seguía desnudo me preguntó si quería que me lavara. Decliné su oferta porque no me sentía con fuerzas para un nuevo calentamiento que sin duda provocaría; además me apetecía desayunar.
 
Enseguida se ofreció humildemente a servirme antes de marchar, advirtiendo que él no necesitaba que le diera nada. Lo dejé hacer: zumo de naranja, café con leche, cruasán… Daba gusto ser atendido de esa manera por un tío bueno y en pelotas. Acabado mi desayuno, me dijo que, si no ordenaba nada más, debería marcharse. Se vistió con la camiseta y el mono. Entonces lo retuve y, para humillarle,  le dije: “Te has portado como una buena puta. Debería pagarte”. Ruborizado contestó: “Señor, lo mío es puro vicio. Es a usted a quien debo estar agradecido”, y me cogió una mano para besarla. Lo rechacé con un airado manotazo. “Gracias, señor. Es la mejor despedida que me podía merecer”. Ya en la puerta preguntó: “¿Volverá a contar conmigo?”. “Me lo pensaré”, y lo hice salir.
 
La verdad es que me quedó la duda…

1 comentario:

  1. Pues no lo dudes mucho, esclavos tan complacientes como ese no abundan. Je je je.

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