lunes, 10 de octubre de 2011

Portero y jardinero

Tuve que trasladarme por una temporada a otra ciudad. Alquilé un ático en una finca antigua con una bonita terraza, adornada con muchas plantas. Como no tengo buena mano para cuidarlas, quedé con la dueña en permitir que el portero, de toda confianza –según me dijo–, se encargara de ello en mis ausencias. Que fuera de confianza aún no me constaba, aunque di credibilidad a la valoración de la dueña, pero lo que sí capté desde el primer momento fue la buena pinta del individuo en cuestión: maduro y regordete, pelo canoso y expresión risueña, siempre muy activo y de una gran amabilidad. Ya el día en que me instalé se puso a mi disposición y me ayudó solícito con los bártulos. Con su bata gris que, como empezaba el verano, llevaba sin camisa debajo y arremangada, daba una buena muestra de su robustez y pilosidad.


Pude comprobarlo de forma más viva una mañana en que bajé antes de lo habitual y no lo encontré en su puesto. Como tenía que darle un recado, me atreví a llamar a la puerta de su vivienda anexa y me identifiqué. Contestó que pasara, pues la puerta estaba abierta, y allí lo vi sentado con una camisa abierta y pantalón corto. Como se tomaba un café, me invitó a acompañarlo. Me senté frente a él y no podía evitar que la mirada se me escapara hacia el paquetón que marcaba. Y tenía la sospecha de que él era consciente de mi interés, manteniendo los muslos bien separados para mi solaz. Como debía marcharme, algo nervioso le di mi recado y las gracias por su acogida.
 
Aquel acceso a su intimidad despertó en mí una morbosa curiosidad, hasta el punto de que, si pasaba por delante de su mostrador y él no estaba, procuraba fisgar subrepticiamente por la puerta entreabierta de su vivienda. Con suerte, llegaba a verlo adormilado solo con su sucinto pantalón corto.
 
Con regularidad, una vez que yo me ausentaba, subía a mi piso para regar las plantas. Su celo no quedaba ahí pues, en más de una ocasión, me encontraba la cocina recogida o la cama hecha si, por las prisas, no me había dado tiempo. No dejaba de agradecérselo, aunque le insistía en no tenía que tomarse esas molestias. Pero el me replicaba que ahora, en verano, faltaban muchos vecinos y eso le servía de distracción. La verdad es que me excitaba imaginarlo pululando a su aire por mi piso.

En una ocasión regresé a casa bastante antes de lo habitual. Al pasar por la entrada no estaba el portero, por lo que pensé que tal vez lo encontraría en mi piso. Esa posibilidad me estimuló y opté por actuar con sigilo para sorprenderlo en plena actuación. No era porque no me fiara de él, sino por la retorcida idea de que también estuviera ligero de ropa y así no darle tiempo a recomponerse.  Pero la sorpresa fue mía, y mucho mayor de lo que cabía esperar. Al abrir la puerta, procurando hacer poco ruido, oí sin embargo el de un grifo abierto proveniente del baño. Y al asomarme lo que vi me dejó boquiabierto. Fregoteaba el fondo de la bañera completamente desnudo e inclinado hacia delante, de manera que mostraba en primer plano su culazo, con huevos y polla colgantes incluidos. El sonido del agua le impedía percatarse de mi presencia y su exhibición me dejó paralizado.
 
No obstante, me dio corte hacer notar que lo había pillado de esa guisa, por lo que retrocedí e hice el paripé de volver a entrar, esta vez pulsando el timbre. Me quedé en la sala y, alzando la voz, dije en tono jovial: “¿Qué, de limpieza?”. Oí que cerraba el grifo y al poco apareció ciñéndose con una toalla y, apurado, explicó: “No se piense que estaba usando su baño. Es que para limpiarlo me había puesto cómodo. Pero ya he acabado”. Pensé que más cómodo imposible y me mostré magnánimo: “Puede usarlo como le venga bien. Está usted en su casa”.
 
Halagado me contestó: “Pues muchas gracias. Ya me visto y me marcho”. Volvió hacia el baño y no me resistí a seguirlo con discreción. A través de la puerta entreabierta llegué a verlo de espaldas despojado de la toalla. El espejo, sin embargo, me delató y él miró esbozando una media sonrisa. Me azoré al ser descubierto y me aparté para dejar que se vistiera en paz.
 
Estaba enrabiado por no haberme atrevido a seguir mi impulso de echarle mano al culo, hasta que me percaté de que tardaba más de la cuenta en salir, ya que su ropa de faena debía ser bastante simple de poner. Me decidí a dar una voz: “¿Algún problema?”. Y aquí vino lo inesperado, aunque no menos deseado, pues entró en la sala no solo sin haberse vestido sino también mostrando una evidente erección. Con la mirada baja se me mostraba como invitándome a sacar conclusiones.
 
Para despejar sus dudas, me acerqué y, antes de tocarlo, le cogí una mano y la llevé a mi bragueta. Sonrió al comprobar que algo se endurecía allí y, una vez demostrada la mutua excitación, me agaché para amorrarme a su polla. Se dejó hacer de momento, aunque enseguida tiró de mí para que me levantara. Pensé que querría que me desnudara también, pero aprovechó para escurrirse hacia el baño y vestirse rápidamente. “Será mejor que me vaya”, y sin darme tiempo a reaccionar salió del piso. Me quedé desconcertado y con un calentón frustrado.

No paraba de darle vueltas a la actitud del portero. Estaba claro que se sentía atraído por mí, y su salida del baño desnudo y empalmado era una prueba evidente. Pero a la hora de la verdad se retraía y me dejaba con la miel en los labios. No me pareció buena táctica tratar de abordarlo en su territorio, así que habría de aguardar un encuentro más propicio en mi piso. Ello me exigía paciencia, a pesar de las ganas de meterle mano que me quemaban, y dejar pasar un tiempo prudente.
 
Me tomé un día de vacaciones e hice que coincidiera con uno en que subiera a regar las plantas. Por supuesto no informé a portero. Salí a la terraza y me tendí en una tumbona a tomar el sol desnudo, con la esperanza de que aparecería en algún momento. Y acerté, porque no tardé en oír que abría la puerta y entraba canturreando. Me consumía la intriga por conocer su reacción al encontrarme de esa manera, al tiempo que procuraba fingirme adormecido. Esperaba que acabara de trajinar por el piso y saliera finalmente a la terraza. En efecto, con la discreción que permitían mis gafas oscuras, vi que tiraba de una manguera, vestido solo con un pantalón corto.
 
Seguí inmóvil sin dar la menor señal de haberme percatado de su presencia, pero percibía que, estupefacto, me miraba atentamente. Reaccionó una vez más de forma curiosa. Moviéndose con sigilo, soltó la manguera y se quitó el pantalón. A continuación ocupó una tumbona enfrente de la mía. Se puso a acariciarse la polla y los huevos con gran delectación, y no tardó en tener una fuerte erección.
 
Fue el momento que escogí para simular que me despertaba y, para evitar intimidarlo, dije inmediatamente: “¡Vaya, qué grata sorpresa!”. Se quedó paralizado y sin encontrar palabras, y yo aproveché para empezar a meneármela a mi vez. Poco tardé en tenerla tan tiesa como él pero, cuando vi que él reemprendía su masturbación, tercié: “Mejor acompañados que solos”. Me levanté entonces y me acerqué a él. Aunque ardía en deseos de hacerle una comida, opté por plantarle mi polla delante de su cara. Ahora sí que aceptó el reto y la absorbió como un émbolo. Mientras liberaba mi tensión dentro de su boca, que operaba ansiosamente, le sobaba la verga dura y vibrante.
 
Aunque la terraza quedaba a salvo de miradas indiscretas, como el asunto ya iba en marcha, preferí trasladarnos a un ambiente más recogido. Así que lo levanté y, sin dejar de acariciarlo, lo conduje hacia el interior. Cuando quedó sentado en la cama, aún mostraba perplejidad, pero su excitación no decrecía.
 
Me arrodillé ante él y ya pude disfrutar a placer, con chupadas y lamidas, de tan deseado trofeo. Él gozaba totalmente entregado al fin, hasta llegar a avisarme de que no me asustara porque tenía muchas reservas acumuladas. En efecto, cuando empezó a vaciarse su leche desbordó mi boca y me fue resbalando por el pecho. Tras limpiarme cuidadosamente, su disponibilidad fue ya completa. Por propia iniciativa se tendió boca abajo en una oferta sin palabras. Sobé, saboreé y ensalivé bien su magnífico culo. Lo penetré con gran deleite, arrullado por sus murmullos. Su interior, apretado y caliente, fue haciendo su efecto hasta que experimenté un intenso derrame. Dejé caer todo mi cuerpo sobre el suyo y me correspondió girando la cara con una amplia sonrisa.

Cuando la dueña del piso me hizo una visita, quedó admirada de que nunca las plantas de la terraza habían estado tan frondosas. Y no pude menos que alabar el buen hacer del portero.


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