martes, 6 de septiembre de 2011

Sentado en la barra de un bar

Llegué un poco más tarde de lo habitual al bar-restaurante donde suelo comer, así que las mesas que me gustaban, junto a los ventanales, estaban ocupadas. Me hube de conformar con una próxima a un extremo de la barra. De todos modos, mientras tomaba el primer plato y dado lo avanzado de la hora, el local se fue quedando casi vacío. Cuando esperaba que me trajeran el segundo, entró un hombre cuyo aspecto me atrajo enseguida. De unos cuarenta años y algo grueso, se movía con gestos decididos y rostro simpático. De piel clara, las mangas cortas de su camisa dejaban ver unos brazos con suave vello claro. Pidió un café y vino a ocupar un taburete justo al lado de donde estaba yo, pues tenía cerca los periódicos a disposición de los clientes, alguno de los cuales se puso a ojear. Por la forma en que estaba sentado, echado hacia adelante con un codo apoyado en la barra, quedaba resaltado su trasero, sobresaliendo del exiguo asiento y a la altura de mi vista. Pero es más, a medida que se acomodaba, la camisa que se le subía un poco y el borde superior de los tejanos en tensión iban dejando ver algo más que la cintura. Pues aparecía un trozo de la raja, sombreada por un ligero vello de tono similar al de los brazos. Este es un tipo de visión que siempre ha soliviantado mis fantasías, por lo que quedé enganchado mientras engullía mi comida a duras penas, pendiente de los milímetros de más que pudieran irse mostrando. De repente bajó del taburete y, de espaldas a mí, se desplazó a la zona donde estaban las botellas de licores y, tras escoger, pidió que le sirvieran una copa. Pensé, sorbiendo mi café, que se me había acabado el espectáculo. Pero volvió hacia su anterior puesto y, ahora para mi asombro, me dirigió una amplia sonrisa. No pude menos que atribuirla a que, de alguna forma, había captado mi observación –probablemente por algún espejo traicionero–, lo que me provocó un cierto sonrojo. Sin embargo, al ocupar de nuevo el taburete, se arrellanó acentuando aún más el destape. El pantalón casi se perdía en el asiento y una breve franja del slip resaltaba el medio culo dejado al aire. Ya no me quedaba nada que justificara mi permanencia en la mesa, aunque seguía como pegado, sobre todo por los ojos. Tenía ganas de pedir también una copa, pero, si me iba a la barra, me perdía el espectáculo y tampoco quería atraer al camarero a aquella zona. Decidí entonces levantarme un momento para coger cualquier periódico y volver a la mesa. Como la prensa estaba a su lado, llegué a encontrarme muy cerca de él. Apenas había empezado a echar un vistazo –aunque mi atención estaba más bien puesta en su proximidad–,  se giró en el taburete y me rozó con la rodilla. Al mirarlo, volvía a lucir su socarrona sonrisa. “¿Te apetece tomar algo?”, me interpeló. Miré su copa y respondí: “Pues sí, iba a pedir un coñac”. Hizo una seña al camarero y, cuando estuve servido, me susurró: “Me ha gustado cómo me mirabas”. “Todo un espectáculo para amenizar la comida”, ironicé. “Me encanta provocar y contigo he dado en el blanco”, confesó. “Así que vas enseñando el culo por ahí…”. “Es mi truco. Si el que me ve es indiferente, como mucho pensará que es un descuido y pasará. Pero, si atraigo la atención, puedo exagerar,...como ahora”. “Una buena arma de seducción. Casi me atraganto”. Sólo me faltaba esta conversación para que mi ya alta excitación subiera un nivel más, de manera que, tras la risa que había soltado, añadí: “¿Y es sólo de mírame y no me toques?”. “¡Uy!, si me vuelve loco que me toquen el culo”, echó más leña al fuego. “Si estuviéramos en otro sitio más discreto podría complacerte”. Su mirada chispeante resultó muy elocuente. “Vivo aquí al lado…”, remaché. Su bajada inmediata del taburete fue el gesto de aceptación. Como yo tenía la comida, insistí en pagarlo todo y nos pusimos en marcha.


No dijimos nada en el corto trayecto hacia mi casa. Pero, al entrar en el ascensor, no pude resistir la tentación de meterle mano a ese culo que tanto me había fascinado. Y no me limité a tocar sobre el pantalón. Pues, al llevar floja la cintura, pude hurgar por dentro y acariciar la suave pelusa. Él reía, orgulloso de la atracción que ejercía sobre mí. La parada en el piso interrumpió el breve sobeo, pero, en cuanto traspasamos el umbral de mi casa, me puse a achucharlo contra la puerta. Me echó los brazos al cuello y me dejó hacer. Se notaba que le gustaba sentirse deseado. “Desnúdame, quiero que me mires”, dijo con tono meloso. No me costó obedecer y me incitaba dándome facilidades. Cuando estuvo como él quería, buscó una zona bien iluminada y se exhibió descaradamente. Primero se volvió de espaldas para mostrar todo su reverso. El claro vello de su orondo culo, ahora en visión completa, subía con simetría por los costados bien redondeados. Se agitaba para dar una movilidad insinuante a sus glúteos y se agachaba manoseando los muslos para poner en primer plano su trasero. Culminó su lucimiento posterior con una apertura de la profunda raja. Cuando se giró, ya lucía una potente erección, con las piernas algo abiertas para resaltar los huevos centrados. Se puso a sobarse y amasar las tetas, resaltándolas y tirando de los pezones. Sus dedos jugueteaban con el vello espesado y se deslizaban hacia la barriga, bien lustrosa. Con sus evoluciones  me tenía embelesado y como paralizado. Pero me espabiló: “Venga, desnúdate. Quiero ver lo que tienes por ahí”. Cuando comprobó mi patente excitación, comentó: “Me gusta haberte causado buen efecto”. De un impulso me abalancé sobre él: “¡Cómo sabes calentar…!”. “Pues venga, toca y come, que también me encanta”, me incitó. No sabía por dónde empezar. Aplasté mi polla contra la suya y pasé mis brazos bajo los suyos para agarrarle el culo. Mientras le lamía las tetas y chupaba los pezones. Él me acariciaba satisfecho, hasta que me empujó hacia abajo para llevar mi cara ante su vientre. Me la azotó con su endurecida verga y jugaba para que no la pudiera atrapar con la boca. Yo ardía de deseo viendo el capullo brillante y húmedo, pero me apartaba a cada intento. Intuí que su juego de seducción iba a ser más retorcido que hasta ahora, con su deliberado amagar y no dar. Y eso me ponía aún más excitado. Sin darme ocasión de alcanzarlo, me dejó arrodillado y se desplazó a donde había quedado su pantalón. De un bolsillo sacó una bolsita y de ella extrajo unas bolas chinas de acero, así como un sobrecito de lubricante. Me entregó primero éste y se giró, poniendo el culo en pompa. “Así disfrutaré mejor todo lo demás”, explicó. Rasgué el sobre y unté mis dedos, al tiempo que se los iba metiendo en el agujero, que quedó resbaloso, en tanto él animaba mis entradas con murmullos de aprobación. Tomé el conjunto de cuatro bolas y las fui empujando de una en una con el índice completo, aumentado el volumen de sus rezongos. Finalmente sólo quedó al exterior la argolla de extracción, sujeta por un corto segmento de cordel. Agitó la culata como si acomodara su contenido y se sentó en una butaca retrepándose hacia atrás, de modo que la argolla colgaba bajo los huevos entre sus muslos separados. “Mámamela ahora y da tironcitos, pero sin sacar las bolas”. Salido como estaba, me abalancé sobre la polla y, con un dedo enganchado en la argolla, chupé ansiosamente. Cada vez que estiraba, él se estremecía y la polla vibraba dentro de mi boca. Sentía cómo se tensaba y, en un momento dado, exclamó: “¡Tira fuerte”. A medida que iban saliendo las bolas, mi boca se fue llenando de leche y el me sujetó la cabeza para que no se derramara.
 
A partir de ese momento, su comportamiento centrado en su propio placer cambió. “¡Qué a gusto me he quedado! Ven acá”. Hizo que me enderezara y ahora fue él quien se inclinó ante mí. Se puso a acariciarme los huevos y a sobarme la polla, que estaba en plena expansión. Sacó la lengua y lamió la gotita brillante que aparecía en mi capullo. Sujetándomelo con una mano, se lo restregaba por toda la cara, hasta recogerlo con los labios. Su  hábil succión estuvo a punto de llevarme al paroxismo, pero se contuvo a tiempo. “Con lo a punto que me has dejado el culo, sería una lástima no aprovecharte mejor”. La idea de poseer aquello que, desde su visión parcial en el bar, tanto me había provocado hizo que casi estuviera a punto de correrme antes de tiempo. Pero su súbito cambio de posición distrajo mi atención. Se echó de bruces sobre la mesa y, efectivamente, puso su culo a mi disposición. No se abstuvo, sin embargo, de darme instrucciones. “No vayas a lanzarte a la brava. Antes de follarme necesito que lo calientes bien por fuera”. Desde luego se me ofrecía un manjar delicioso, con el suave vello ligeramente erizado y la raja brillante por el lubricante aplicado con anterioridad. Fui pasando de las lamidas a los chupetones y los mordiscos, que iban dejando rosados círculos en la piel. Mi lengua profundizaba y mezclaba mi saliva con el sabor dulzón del aceite. Sustituí la boca por las manos, combinando los sobos y estrujamientos con palmadas cada vez más fuertes. El enrojecimiento se iba extendiendo, pero él parecía no tener bastante, pues afirmaba las piernas y resaltaba aún más la grupa. Volví a los lametones y mordiscos, metiendo una mano por debajo para apretar los huevos y la polla semierecta. Le introduje bruscamente un dedo de la otra mano en el agujero, pero lo rechazó. “Deja eso quieto todavía”. Tanto aplazamiento me estaba poniendo negro de deseo, aunque no dejaba de reconocer su habilidad provocadora. Ese culo tentador, con sus volúmenes y cromatismos, que podía saborear e, incluso, maltratar, operaba como un imán para mi polla, casi dolorida por tanto aguante. Probé a echarme sobre él, temeroso de un nuevo aplazamiento, y esta vez no hubo contraorden. Como liberado, fui penetrándolo y su ardiente interior me absorbía como un émbolo. Me agarré con fuerza a sus tetas para equilibrar mis envites. Pero repentinamente se deshizo de mí con brusquedad. “Así te vas a correr enseguida”. Y me empujó hasta hacerme caer sobre la butaca donde antes había estado él. Echado yo hacia atrás, con las piernas abiertas y la polla tiesa, se me sentó encima y me clavó en su culo. Ahora era él quien subía y bajaba, dominando la follada. Le cogía de los brazos y trataba de morderle la espalda. Su ritmo variable, curiosamente, sin dejar de aumentar mi placer, retardaba el orgasmo. Me tenía casi sin respiración con sus embestidas, en las que se recreaba dominando la situación y, por la forma en que movía un brazo, intuía que también se ocupaba de su delantera. Dio un último empujón hacia abajo y sus glúteos se aplastaron contra mi vientre. “¡Échala ya!”. Y, como si obedeciera su orden, mi polla se desbordó en varios espasmos. Sin cambiar de posición mientras me iba ablandando, su brazo seguía activo por delante. Súbitamente se dio la vuelta y derramó su leche sobre mi pecho. Me quedé mirándolo exhausto y él me sonreía. “Nos lo hemos pasado bien ¿no?”. “Un poco mandón tú…”, repliqué. “No me digas que no has disfrutado más que con el “aquí te pillo, aquí te mato” al que ibas de cabeza con lo caliente que te habías puesto mirándome el culo”. Y la verdad es que tenía razón.

1 comentario:

  1. Espectacular como acostumbras, Siempre que te leo termino pajeandome a lo loco

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