miércoles, 21 de septiembre de 2011

Seguridad ante todo

Fui víctima de un incidente bastante ridículo. Resultó que, al bajar del autobús en el que me había desplazado al centro, di un mal paso y en el intento de recuperar el equilibrio se me enganchó una presilla del pantalón y se produjo un considerable desgarro de la costura lateral. Procurando disimularlo, me dirigí directamente a unos grandes almacenes cercanos. Me probé unos pantalones y le expliqué al dependiente la necesidad de llevármelos puestos. Así que puso en una bolsa los averiados y cortó la etiqueta que colgaba para hacer el pago. Cuando me disponía a descender por la escalera mecánica, el arco detector pitó escandalosamente. Enseguida apareció un fornido guarda de seguridad –que por cierto ya me había llamando la atención cuando llegué– y me requirió. Desde luego, llevar en la bolsa un pantalón usado era de lo más sospechoso y tuve que mostrarle el tique de compra. Pero lo que pitaba no era la bolsa sino yo mismo, por lo que su desconfianza no de disipó. Al borde de la indignación por la presunción de infractor, se me ocurrió sin embargo espetarle: “¡Igual me quiere cachear!”. Me ablandó el rubor que apareció en su cara, más llamativo en un tipo de su envergadura. Al fin y al cabo, para él tampoco era un plato de gusto tener que cumplir con su deber. Casi susurrando me dijo: “Cachear no, pero me temo que hay un problema. Y si no los solucionamos ahora va a ir pitando cada vez que pase por cualquier arco”. El caso era que el dependiente había olvidado que tenía que quitar la pieza de detección que estaría enganchada al pantalón por dentro, y yo, con la ofuscación del momento, tampoco había notado nada. “¿Y qué se le ocurre?, porque no me voy a quitar los pantalones aquí en medio”, tercié yo. “Si le parece, podemos ir a un despacho de esta planta”. No dejaba de darme cierto morbo: los dos a puerta cerrada y yo bajándome los pantalones. Lo seguí y no se me escapaba lo cortado que iba el hombre. Pero también me fijé en el cimbreo de su culo con el realce que le daba el uniforme. Abrió con una llave y me di cuenta de que cerraba por dentro. Quise desplegar toda  mi amabilidad y dije con tono jocoso: “Vamos allá”. No me recaté en absoluto al soltar el botón de la cintura y bajar la cremallera. Incluso remangué los faldones de la camisa para que no estorbaran. Justo al desplegarse hacia los lados las dos partes delanteras apareció el dichoso artilugio grapado junto a la cremallera hacia la mitad de ésta y resaltando sobre mi slip blanco. “Ya pensaba yo que estos pantalones se me ajustaban de una forma muy rara”, se me ocurrió bromear. Mi acompañante soltó una risita nerviosa con la mirada clavada en mi delantera y me atreví a retarle con una voz neutra: “¿Me lo podrá quitar aquí? Me pongo en sus manos”. Su sonrojo iba en aumento, pero cogió una especie de tenacillas de las usadas para desbloquear esos controles y se inclino con ella ante mis bajos. Para sujetar la pieza a quitar tuvo que estirar el trozo de tela en que estaba adherida y el dorso de su manaza me presionó la polla. Nervioso como estaba no atinaba y los roces se acentuaban. Debió notar que mi endurecimiento era ahora el que presionaba sobre sus nudillos, porque detuvo sus maniobras, dio un resoplido y clavando la vista en la protuberancia de mi slip dijo, como disculpándose: “Así va estar difícil”.


Convencido de que ya lo tenía en el bote, opté por cambiar la estrategia. “Será mejor que me quite los pantalones”. Lo hice apoyándome en su brazo velludo para mantener el equilibrio. Mi slip, desencajado con tanto movimiento, a duras penas sujetaba mi erección. Extendió la prenda sobre una mesa y parecía no tener prisa en el uso de la tenacilla. Me arrimé por detrás para mirar lo que hacía y restregué mi dureza sobre su culo respingón. Se quedó como paralizado con los brazos levantados y aproveché para pasar una mano hacia delante y tocarle el paquete. Me encantó que lo tuviera no menos hinchado que el mío. Se giró bruscamente y casi temí que se hubiera sentido ofendido –la gente a veces hace cosas raras, como amagar y no dar–, pero tiró hacia abajo mi slip y miró mi polla liberada. No le di tregua y me lancé a desabrocharle el pantalón ajustado que bajé junto con el slip negro. Como activado por un resorte, se levantó un pollón de capullo húmedo sobre unos gordos huevos bien apretados a la entrepierna.
 
Se había puesto tan excitado que se me adelantó y arrinconándome contra la pared me agarró la polla y se inclinó para metérsela en la boca. En su frenesí casi se atraganta y tuve que sujetarle la cabeza para controlarlo. Como se mostraba algo torpón, decidí apartarlo delicadamente y ocuparme de su aprendizaje. Di unos suaves pases manuales a su instrumento, cada vez más mojado, al tiempo que le acariciaba y presionaba los huevos. Él arqueaba las peludas piernas por el gusto, que llegó al colmo cuando abrí bien la boca para dar cabida a su cilindro; y aún no me cupo entero. Todo su cuerpo se cimbreaba con mis chupadas y, para mayor precisión, estiré los brazos y me agarré a su culo. Me encantó tantear su volumen y su tacto piloso, hasta el punto que deseé contemplarlo en todo su esplendor. Así que detuve la mamada y lo forcé a girarse. Mereció la pena encararme a aquella apetitosa parte de su anatomía. La cubrí de lamidas y mordidas, que él soportaba ronroneando. Luego me incorporé y me ceñí con fuerza. Mi polla quedó encajada en su raja, pero sin penetrarlo. Con las manos hacia delante le fui desabrochando la camisa para poder asir sus tetas pronunciadas y juguetear con el vello que las poblaba. Parecía que se volvía loco y de una revolada me levantó en vilo y acabé sentado sobre la mesa.
 
Ahora sí que su boca dominó con destreza mi polla y la intensidad de sus chupadas no cesó hasta que me hube vaciado. Sin interrupción se irguió y meneándosela frenéticamente se me corrió encima. Tuve que limpiarme con mi slip que, empapado, eché a una papelera. Entretanto, el motivo de nuestro encierro quedó solucionado en un periquete, con un simple pase de la tenacilla. Recuperé entonces los pantalones, aunque con cuidado al subir la cremallera por haberme quedado a pelo. Él recompuso su uniforme, salimos con discreción y me acompañó hasta el dichoso arco, que atravesé sin la menor señal de alarma.

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