viernes, 16 de septiembre de 2011

Los siete monjes

Desde la lejanía en la que escribo mis recuerdos, lo acontecido tras mi fuga del palacio del Obispo también pudo ser así:

Cuando vagaba por los campos en la esperanza de no ser apresado, llegué al pie de una sierra. Fui ascendiendo por ella y adentrándome en el tupido bosque que la poblaba. Tras avanzar bastante, me sentía agotado y hambriento, temeroso además del frío y los peligros de la noche que no tardaría en caer. Inesperadamente, en la soledad del paraje, oí un canturreo que me intrigó. Con mucha cautela traté de localizar su origen y observé que un rollizo monje seguía una senda, cargado con un voluminoso saco. En mi desesperación y sin apenas reflexionar me presenté ante él. Asustado ante quien podía ser un salteador, adoptó una actitud defensiva. Pero pronto percibió mi aspecto desvalido y se interesó por mí. A grandes rasgos le expuse mi situación y le supliqué ayuda. Para mi consuelo, me ofreció que lo acompañara a su monasterio, un recóndito cenobio en la ladera de la sierra, donde vivían en comunidad siete frailes. Fui acogido por todos ellos con solicitud y me invitaron a compartir su refrigerio. Me sorprendió la variedad y calidad de los manjares, que se correspondían con la saludable catadura de mis anfitriones. No tuvieron reparo en explicarme que su holgado modus vivendi se basaba en la venta de un bálsamo que había adquirido fama de milagroso. Con un macerado de hierbas de la sierra y un ingrediente secreto curaba enfermedades o imperfecciones de la piel en cualquier parte del cuerpo. Pese a su elevado precio era muy demandado por la nobleza y las cortes reales, incluso remotas. Esta información sobre el comercio de los ermitaños me hizo temer que no estuviera en un lugar demasiado discreto. Pero me tranquilizaron al añadir que, para preservar su secreto, nunca había contacto directo con los compradores sino que los pedidos y las entregas se pactaban mediante palomas mensajeras, y un fraile llevaba la mercancía al mercado de la ciudad donde se habría citado al enviado para recogerla.

Me dejaron en una celda con un cómodo y cálido lecho. Vencido por el cansancio y con el apetito saciado, inmediatamente caí en un sueño profundo. Me despertó la luz del día y encontré que habían sustituido mis ajadas y sucias ropas por una especie de túnica de lino. Me vestí y, ante la quietud que reinaba, salí del aposento. Avancé por un corredor cada vez más extrañado por no encontrar a nadie en mi camino. Pensé que seguramente la comunidad estaría en oración. Pero al llegar ante una puerta más grande que las que había dejado atrás me pareció oír lo que, al principio, me  sonaron a cánticos religiosos. Aunque, prestando más atención, comprendí que se trataba de voces entremezcladas con risas. Llevado por la curiosidad empujé suavemente la puerta y lo que vi hizo que me tuviera que frotar los ojos, creyendo que se trataba de una alucinación.


Los siete monjes estaban completamente desnudos, todos ellos bien entrados en carnes y con distintos niveles de vellosidad corporal. Pero lo más sorprendente era que o presentaban una potente erección  o eran ayudados manualmente a conseguirla. No causó ninguna alarma mi incursión sino que, por el contrario, el que identifiqué como quien me había recogido en el bosque me hizo señas de que pasara adentro. Dirigiéndose a mí sin el menor recato por su ostentoso priapismo me explicó que estaban trabajando. En lo que tal trabajo consistía pude comprobarlo a continuación. Se iban colocando ante una vasija de cristal de boca ancha y se masturbaban. Los más rápidos no tardaban en verter en ella su semen, para a continuación dedicarse a animar a los rezagados, bien agarrándoles las vergas y meneándoselas, bien aumentando su excitación con sobeos corporales. El caso es que todos contribuyeron en más o en menos al llenado de la vasija.
 
Una vez cumplida su misión me rodearon muy satisfechos del deber cumplido. Lo cierto es que, después de lo visto y en la proximidad de tanto hombre deseable, de buena gana habría puesto también mi granito de arena. Pero, ya que había tenido conocimiento directo de su forma de actuar, querían que supiera asimismo su razón de ser. Dieron por supuesto que no me habría costado comprender que había presenciado la obtención del ingrediente secreto de su pócima milagrosa, que luego debería someterse a un complejo proceso de mezcla y destilación. Pusieron de relieve no obstante las exigencias que conllevaba poder satisfacer la creciente demanda. Por ello, necesitaban estar bien alimentados e, incluso, para garantizar la calidad y cantidad de sus aportaciones, tener sexo entre ellos y así mantener en alto su pasión.
 
Seguidamente me pidieron que, ya que les había caído de cielo –aunque también lo entendí como una contraprestación por su acogida–, aceptara hacerles de refuerzo. Recalcaron que, dado el secretismo de su misión, que para mí también era beneficioso, les era prácticamente imposible hacer proselitismo, por el riesgo que comportaría la menor indiscreción. Fueron sinceros al añadir que, por la novedad y ser yo más joven, el nivel de sexualidad  que requerían se vería incrementado. Por supuesto, precisaron, siempre que mis inclinaciones naturales no fueran contrarias.
 
Respondí que de buen grado me ponía a su disposición y que, para demostrarlo, quedaba en sus manos allí mismo si les parecía oportuno. No tuve que decirlo dos veces y ya estaba uno quitándome la túnica, otro agarrándome la polla y un tercero sobándome el culo. Mi rescatador, que parecía llevar la voz cantante, quiso poner un poco de orden y sugirió que, como muestra de bienvenida, yo escogiera la forma que mejor deseara para llegar al fin último de la eyaculación. La verdad es que me colocaba en un compromiso por la de posibilidades que se me podían ocurrir entre tanto varón solícito. No quise desperdiciar la ocasión y opté por la intervención de los siete: dos se turnarían para chuparme la ya tiesa polla, a dos les cogería las suyas con cada mano y dos me irían acariciando por delante y por detrás; el séptimo me presentaría la vasija llegado el momento. Regocijados se distribuyeron los papeles y en unos instantes me sentí elevado a un nivel increíble de placer, que se me hizo corto pues, cargado como ya venía de antes, no tardé en avisar al portador de la vasija.
 
Para completar la elaboración del bálsamo disponían de una sala similar al obrador de un alquimista, con una complicada acumulación de frascos, probetas, estufas y demás artilugios. Allí hacían sus cocciones y mezclas, cuidando minuciosamente las proporciones exactas. En los tiempos muertos de las esperas, sin embargo, aprovechaban para mantenerse en forma. Aunque llevaran sus austeros sayales, era habitual que alguno se metiera bajo un faldón e hiciera una mamada, o bien destapara un trasero y se pusiera concienzudamente a dar por el culo. Al ser yo todavía un inexperto en su ciencia, cooperaba dedicándome con asiduidad al suministro de placer.
 
Pero también ocurría que no siempre estaban juntos los siete frailes. Uno o dos de ellos, dependiendo de la carga prevista, habían de bajar al mercado más cercano para adquirir provisiones, aparte de las periódicas citas para las entregas del elixir. No obstante tampoco perdían el tiempo, pues se las apañaban para seducir a algún labriego o pastor y, tras cepillárselos, hacer que se corrieran en un frasco, con lo que recaptaban materia prima.
 
En las horas de descanso, aunque las celdas eran individuales, la actividad no cesaba. Llevado por mi curiosidad de novicio, me divertía hacer rondas de vez en cuando. Así encontraba a dos o tres follando en las posturas más diversas. Y en lugar de sentirse sorprendidos me invitaban cordialmente a participar. Otras veces me deslizaba en la cama del algún solitario que no vacilaba en ofrecerme su culo. Cuando no era abordado en mi propia celda por algún hambriento de polla. Eso sí, nunca faltaba tener a mano un recipiente para las emergencias.
 
Indudablemente el lema que mejor le correspondía a la orden en la que me hallaba integrado sería el de fornica et labora. Después de la vida de ocultación de mis apetencias y de mis últimas aventuras, me pareció haber llegado a un paraíso de sensualidad. De los siete robustos monjes no sabía decir cuál me atraía más, pues todos se mostraban extremadamente cariñosos y dispuestos a dar y recibir placer. Ni por asomo anhelaba una libertad que me llevaría a un mundo hostil y violento. Poco a poco, y debido a una existencia tan regalada en todos los sentidos, fui adquiriendo volumen y ya no me diferenciaba en nada de mis queridos hermanos. 
 
¿No le ha recordado a alguien lo que con el tiempo se convertiría en el cuento de Blancanieves y los siete enanitos?

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