miércoles, 14 de septiembre de 2011

El monje

Nací y me crié en un castillo, como segundo hijo de su señor. Fueron aquellos unos tiempos muy tranquilos en que las aldeas y caseríos que la fortaleza protegía florecían con sus cultivos y ganados. Cuando, con mis hermanos y otros mozos, jugábamos por los campos, no era demasiado aficionado a sus simulacros de batallas ni, más adelante, a sus devaneos con las jóvenes lugareñas. En cambio, me encantaba contemplar los manejos de los rudos aldeanos y quedaba extasiado si los veía refrescándose en el arroyo o bañándose desnudos. Me sentía por ello diferente, pero procuraba ocultar mis inclinaciones, temeroso de que se descubrieran.

Al ir alcanzando la pubertad, el destino de mi hermano mayor quedó orientado, como primogénito, hacia el oficio de las armas, al que se entregó con gran entusiasmo. Por los que respecta a mí, mis padres decidieron dedicarme al servicio de la Iglesia. Tener que abandonar mi plácida existencia por los que me parecían rigores eclesiásticos me llenó de zozobra. Pero me vi obligado a entrar al servicio del Obispo como paso previo a mi futura formación sacerdotal.

Mi existencia se volvió monótona y aburrida, en un ambiente opresivo radicalmente distinto a la libertad de la que hasta entonces había gozado. En cuanto a mis inclinaciones, cierto es que a veces mi mirada se quedaba clavada en algún robusto clérigo, pero mis pensamientos eran apartados por el sentimiento de pecado que me atenazaba. Pasado el tiempo, fui tomando conciencia de las intrigas palaciegas, exacerbadas ante el delicado estado de salud del viejo Obispo. Su sucesión era objeto de las más diversas ambiciones y percibí las extremas maniobras que estaban dispuestos a desplegar los aspirantes. Mi suerte dio un vuelco cuando, incidentalmente, sorprendí una conversación que versaba acerca del intento de forzar la voluntad del Obispo en su lecho de muerte a favor de un candidato. Mi presencia fue descubierta y temí por mi seguridad. Ello, unido al desagrado por la irreversibilidad de un destino cada vez más próximo, hizo que fraguara en mí la idea de una fuga, tal vez no demasiado consciente de los riesgos que comportaría.

Llevé a cabo mi decisión no con excesiva dificultad y anduve un tiempo vagando por los campos y alimentándome de frutos robados y algún que otro animal que lograba cazar. Tenía pensado llegar a la cuidad, donde pasaría más desapercibido, y allí buscar algún trabajo; aunque mi crianza no me había preparado para ningún oficio. Lo que ignoraba era que, comunicada mi desaparición a mi familia, fue considerada como una deshonra y se organizó una partida para localizarme, comandada por mí hermano mayor. Mi inexperiencia y exceso de confianza facilitó mi captura. De nada sirvieron mis súplicas de perdón, pues se me condenó a ser recluido en un apartado convento, del que nunca volvería a salir.

El convento estaba regido por una orden de extremada severidad, constituida por unos pocos monjes dedicados a la oración y al trabajo. Pero yo no fui recibido como miembro, sino más bien como prisionero. Se me recluyó en una siniestra celda solo iluminada por un estrecho ventanuco. Era un auténtico preso, al que, una vez al día, le pasaban las escasas comida y bebida por una trampilla de la puerta. La angustia que me causaba esta situación, que se me representaba como un entierro en vida, llegó a tentarme con acabar con mi existencia.

Sin embargo, al cabo de unos días, fui trasladado a una celda bastante diferente. Más amplia y con un ventanal provisto de postigos para contrarrestar el frío, disponía de dos camas juntas, una mesa y un par de asientos. Contaba además con una especie de pileta junto a un orificio a través del cual, mediante una polea, podía extraerse agua con un cubo. Poco después de mi encierro en ese nuevo lugar, se presentó un monje quien, según me dijo, había sido encargado de mi custodia y también de mi educación. Aunque solo él podría salir y entrar de la celda, que compartiría conmigo. Desde el primer momento, no dejó de llamarme la atención el aspecto de mi guardián. Robusto en sus toscos hábitos, su rostro barbudo de hombre curtido, pese a la severidad de su presentación, irradiaba una bonhomía que inspiraba confianza. Me atreví a preguntarle si no era para él una carga tener que ocuparse de un proscrito como yo además de dedicarse a las tareas propias de su orden. Solo obtuve como respuesta una  tenue sonrisa irónica.

Una vez que tomó el mando sobre mi vida, en lo primero que se fijó fue en mi ropa ajada y sucia, ya que seguía con la que portaba el día de mi fuga del Obispado. Me ordenó que me despojara de ella, que habría de sustituir por otra más adecuada. Obedecí, quedando desnudo en su presencia, y entonces me conminó a subir cubos de agua y verterlos en la pileta. Hizo que me introdujera en ella y comenzó a frotarme como no recordaba que nadie hubiera hecho desde mi infancia. Solo que ahora sus decididos refriegues me producían una extraña sensación. Entretanto me explicó que, si habíamos de convivir, debíamos evitar lo que pudiera resultar desagradable de uno para el otro. Quedé titiritando mientras él se ausentaba por unos momentos, para volver con un hábito similar al suyo aunque de color más claro. Una vez vestido me dijo: “Estarás hambriento. También compartiremos la comida”. De nuevo se marchó, sin dejar de asegurarse, como la vez anterior, de que la puerta quedara bien cerrada. Tardó algo más en volver, pero ahora portaba unas viandas de mejor aspecto y sustancia que las que hasta entonces me habían suministrado, así como una jarra de vino. Ansiosamente me lancé sobre la comida y la bebida, hasta el punto de dejar muy poco para él, quien, pese a dejarme hacer, me recombino: “En adelante habremos de ser más equitativos. A no se que pretendas librarme de mis grasas”. E hizo el gesto de mostrar su oronda barriga.

Cuando llegó la hora de acostarse, cada uno ocupó su cama. El monje inmediatamente se sumió en un sueño profundo, como atestiguaban sus sonoros ronquidos. Por ellos y por la proximidad del cuerpo de mi guardián –ya que las camas estaban tan juntas que, incluso, en sus agitaciones llegaba a posar una mano sobre mí–, me mantuve desvelado bastante tiempo. Particularmente me conmocionó el observar, al reflejo de la luz de la luna, que  en su hábito, por debajo del vientre, iba creciendo una protuberancia de la que no despegué los ojos hasta que se me cerraron por el cansancio y las emociones.

Cuál no sería mi sorpresa cuando, al despertarme recién amanecido, lo encontré completamente desnudo junto al ventanal. Liberado de sus hábitos, se me aparecía como un hombre maduro y fornido, tal como yo había recreado de siempre en mis fantasías. Nada más percatarse de mi vigilia, me interpeló: “Ven a ayudarme en el baño, como ayer hice contigo”. Tembloroso por la turbación me apresté a sacar agua del pozo. Pero él ya se había metido dentro de la pileta  a fin de que le fuera vertiendo las sacas del cubo por encima. “Ahora frótame bien y no te andes con remilgos”, mandó, sin duda consciente de mis titubeos. No me podía creer que mis manos estuvieran tocando aquel cuerpo tan deseable –ya me lo reconocí abiertamente– y que, como ajenas al control de mi mente, iban recorriéndolo palmo a palmo. El tacto de su piel, más suave de lo que hubiera imaginado, cambiaba al contacto de las abundantes zonas pilosas, en las que mis dedos se entretenían. Se puso de pie, bien remojado, presentando primero el dorso. Desde los hombros fui resbalando y revolviendo las franjas velludas que enmarcaban la espalda. Al llegar al remolino húmedo de la rabadilla me detuve unos instantes, ofuscado por lo que venía a continuación. Pero su posición firme hizo que superara mis escrúpulos. Puse mis manos sobre el rotundo culo, invadiéndome un intenso placer a medida que lo manoseaba. La raja se me representaba como un insondable abismo oscuro, pero él se adelantó a mis vacilaciones: “Pasa abundante agua por ahí”. Haciendo hueco con una mano vertí varias veces el líquido por el canalillo, mientras que la otra mano se deslizaba cada vez con más soltura por su interior. Aunque él recibía mis friegas sin inmutarse, hube de contener el ardor que se instalaba en mi entrepierna, afortunadamente oculta por mi hábito. Cambié entonces a adueñarme de sus potentes muslos y, en ese trance, se dio la vuelta. Una endurecida verga casi me azota la cara, pero él soltó una risotada: “Esto le pasa a los hombres por la mañana, ¿no es verdad? Tú empieza por arriba”. Apartando la mirada a duras penas de aquella joya, me afané en frotarle los peludos pechos. Mis manos se acoplaban a sus copas y tropezaban con los salidos pezones. El deslizamiento por la gruesa barriga me acercaba cada vez más a la espesura del bajo vientre. Mis dedos se llegaban a ensortijar cuando me vino una nueva advertencia: “Mira por si encuentras algún bichillo; yo no puedo verme”. Escruté atentamente procurando que la vista no me quedara prendida en el tronco que parecía brotar vibrante entre la maraña. “Repasa también la bolsa que me cuelga”, añadió a continuación. Palpé pues las dos gruesas bolas cubiertas por rugosa piel y tampoco hallé nada entre los pelos que la poblaban. Solo noté que me caían unas gotas transparentes desprendidas de la punta enrojecida del miembro que persistía en su turgencia. Ya sin esperar instrucciones, me puse a recogerlas con un dedo presionando levemente el orificio que las expulsaba. Me sorprendió –aunque en el fondo la deseaba– su petición: “Me vendrá bien que frotes un poco más fuerte”. Con el corazón saltándome en el pecho empuñé el falo haciendo retroceder la piel hasta descubrir por entero el capullo casi púrpura. Mi mano bien asida se movía arriba y abajo, hasta que, con estremecimientos de todo su cuerpo y unos bramidos que me asustaron, expulsó un chorro espeso y lechoso que salpicó la pechera de mi hábito. Se serenó rápidamente y concluyó: “Acaba de limpiar, que no tenemos todo el día”. Con brazadas de agua lavé la pringosa pieza, que solo al contacto de frío empezó a ablandarse. Sin más se enfundó su hábito y se marchó a sus labores, según dijo, quedando yo encerrado.

Me hallaba sumido en una excitación desconocida y el calor que me recorría el cuerpo hizo que me despojara del hábito. Mi polla latía ansiosa de alivio. No es que nunca antes me hubiera dado satisfacción, como ocurría tras contemplar a los campesinos e, incluso, recreándome en la imagen de algún clérigo. Pero ahora, la experiencia vivida con todos mis sentidos me estallaba por los poros. Frenéticamente me la sacudí y, en apenas unos instantes, liberé la carga. Solo así empecé a recuperar el sosiego, aunque la incertidumbre sobre cuándo regresaría no dejaba de mantenerme alterado. No volvió hasta el anochecer, provisto de comida y bebida que compartimos. Sin la menor referencia a lo ocurrido por la mañana, no dejó sin embargo de comentar: “Te noto cabizbajo”. “Es este encierro”, mentí. Solo añadió una risa socarrona.

Cuando decidió que era hora de acostarnos, obviamente me sentía mucho más alterado que la noche anterior. Aunque vestidos, yacíamos a un palmo de distancia y me envolvían los efluvios que irradiaba su humanidad. Pronto quedó dormido y yo traté de cerrar los ojos buscando el reposo. Súbitamente sentí que una de sus manos se descargaba sobre mi pecho y, en su sueño agitado, la movía como si buscara algo. Acabó reposando sobre mi sexo que, bajo su presión, empezó a endurecerse. Pero dio un brusco giro y sus manos ahora agarraban inquietas los faldones de su hábito. Los fue subiendo como si le agobiaran hasta dejar su falo erecto al descubierto. Tentado estuve de aplicarle por mi cuenta el mismo remedio que en el baño. Pero, en su agitación, se dio media vuelta y cayó de bruces sobre su jergón. Se movía subiendo y bajando, y yo veía alucinado los movimientos de su culo desnudo. Por fin quedó inmóvil y sus ronquidos acompañaron la placidez recobrada de su sueño.
 
Me sacó de mi tardío adormecimiento zamarreándome. “Hoy el baño te toca a ti”, fue su saludo. Supe que había de desnudarme y así lo hice, para ocuparme a continuación del llenado de la pileta. Pero las abluciones iban a ser más a conciencia que en mi anterior baño. Como primer indicio de ello ordenó: “Quédate de pie como yo ayer y así podré frotarte mejor”. Y como segundo, aún más turbador, añadió: “Me quitaré también el hábito para no empaparlo”. Frente a frente los dos desnudos, y con la perspectiva del contacto de sus manos, mi cuerpo no pudo menos que reaccionar con una patente erección. Rió: “Ves como te pasa por las mañanas lo mismo que a mí”. Y se acarició el miembro, que no tardó en crecer. Dócilmente me entregué a sus manipulaciones, que él iba planeando: “Ponte de espaldas”. Esta vez cogió un paño tosco, que remojó, y mientras con él en una mano me frotaba, su otra mano se movía palpándome y estrujándome las carnes, tanto como se agitaba mi interior. Porque, aunque él estuviera fuera de la pileta yo y dentro un poco más elevado, se acercaba tanto que notaba el roce de su cuerpo e incluso su polla azotándome los muslos. Agarró mi culo bien restregado como si se aprestara a abrir una calabaza. Parecía que me lo fuera a desgajar de lo fuerte con que me habría la raja. Me sobresaltó sentir cómo un dedo me penetraba hasta el último nudillo. “Esto está muy bien”, murmuró. “Y ahora por delante”, concluyó haciéndome girar. “¡Vaya!, ni con el agua se te baja”, ironizó al comprobar mi estado. No me atreví a replicarle que a él tampoco. Escaso tiempo le llevó mi parte superior, ya que, en sus abrazos desde atrás, ya me había dejado bien sobado el pecho. Se concentró en mi vientre y en mis huevos, a los que sometió a un expurgo similar al que yo le tuve que hacer. Pero pronto dedicó toda su atención a mi polla, que sacudió como comprobando su consistencia. No pude menos que esperar entonces unas friegas que acabaran vaciándome en su presencia. Pero me dejó estupefacto cuando, en lugar de eso, le acercó la cara, abrió la boca y la engulló entera. Una sensación desconocida hasta entonces me invadió y el placer fue aumentando a medida que, apretando los labios, sus chupadas hacían el efecto de succión. Sujetándome por las caderas, no paró hasta que le llené la boca. Tragó y como justificándose explicó: “Esto purifica la sangre”. Temblándome aún las piernas, me salió casi sin pensar: “¿No necesitaría yo purificar también la mía?”. “Tal vez a la noche”, respondió. “Ahora tengo que irme”.

Pasé el resto del día dándole vueltas a sus palabras y apenas probé bocado de la comida que quedaba de la noche anterior. La soledad y quietud de mi encierro contribuían a que el tiempo se me hiciera eterno y solo pudiera pensar en las inesperadas delicias que me estaba ofreciendo, paradójicamente, mi guardián. Cuando regresó, hube de hacer esfuerzos para disimular mi impaciencia, que contrastaba con la parsimonia que lo caracterizaba. Por fin dio la orden de acostarse y temí que hubiera olvidado mi petición. Pendiente de si iniciaba los ronquidos, pude ver sin embargo que iba subiéndose el hábito hasta taparse con él la cara, quedando al descubierto de la barriga para abajo. Todavía su verga reposaba tranquila sobre los huevos, pero entendí su gesto como una invitación y ya no pude retrasar más lo que tanto deseaba. Sigilosamente me acerqué y se la levanté con la lengua. Empezó a crecer en paralelo a mi excitación y antes de que se me pudiera escapar me la metí en la boca. El tamaño alcanzado casi me desbordaba y tuve que apretar los labios para retenerla. Traté de imitar las succiones que tanto placer me habían producido y me alegré al percibir sus bufidos y la agitación que lo recorría. De pronto me sujetó la cabeza y, casi sin respiración, noté el sabor agridulce de la espesa leche que se deslizaba por mi garganta. Apenas acababa de despegar mi cara de su vientre cuando, destapada su cabeza, se oyeron los conocidos ronquidos.
 
Desperté con la luz del día y estaba solo. Me extrañó lo temprano de su marcha y llegué a temer cualquier cambio que pudiera sumirme de nuevo en una soledad que, después de lo vivido en esos días, sería todavía más dura para mí. Pero, por el contrario, volvió bastante antes de lo acostumbrado. Con expresión adusta me dijo: “Tengo que hacer penitencia”. Eludió toda explicación y pronto comprendí que yo iba a participar en ello. Colgado del cinto llevaba un látigo de varias tiras rematadas con pequeñas piezas de metal. Lo dejó sobre la mesa y me dio instrucciones. Hube de soltar la cuerda que sujetaba el cubo en el pozo y pasarla por dos argollas que pendían del techo y en las que apenas había reparado hasta el momento. Entretanto se había despojado del hábito y, a continuación, levantó los brazos para que los atara a cada una de las argollas. “Has de darme veinte latigazos”, exclamó imperioso. Cogí el látigo y el pulso me temblaba ante la perspectiva de dañar aquel cuerpo que tanto placer me había proporcionado. Volteé varias veces el flagelo con la mano blanda, rozando apenas la piel. “No estás jugando. Da con fuerza y empieza a contar”, me gritó. Obedecí y mi vista apenas podía soportar los puntos y rayas cárdenos que iban apareciendo. Terminé finalmente mi ingrata tarea con los ojos anegados en lágrimas. Acudí raudo a desatarlo y lo ayudé a tenderse boca abajo sobre su cama. Mojé un trapo en el aceite de una lámpara y traté de aliviarle los desgarros de la piel. Hice luego el gesto de acariciarle la cabeza, pero me rechazó. La noche fue terrible para mí, sin poder apartar la imagen de lo que acababa de hacer. Él permaneció quieto y en silencio, probablemente insomne por el ardor que debía sentir.

Durante unos días apenas me dirigió la palabra y estuvo en la celda el tiempo imprescindible de traer la comida y dormir. Pero lo hacía dándome la espalda y moviéndose lo menos posible. Yo estaba consternado y añoraba al monje de los primeros días. Ni siquiera podía consolarme con la curación de sus laceraciones.

Pasó el tiempo y por fin, durante una cena, sus miradas se hicieron menos ausentes y más cálidas, lo cual alivió algo mi tristeza. Nos acostamos dándonos la espalda, como acostumbrábamos últimamente. Al cabo de un rato noté que una mano caía sobre mi cintura. Pensé que había sido un movimiento incontrolado, pero me sorprendió que empujara para colocarme boca abajo. Quedé a la expectativa y mi hábito fue subido hasta mis hombros. Un revuelo de ropajes me hizo intuir que él se había desnudado. No tardé en recibir el peso de su cuerpo sobre el mío. Su calor y el roce de su piel velluda me llenaron de gozo. Cuando su verga endurecida empezó a hurgar entre mis muslos, sentí una mezcla de temor y de deseo de darle placer como el quisiera. Acariciándome la espalda me susurró: “Te dolerá al principio, pero ahí tendrás también tu penitencia”. Su tieso y caliente miembro tanteaba mi raja y, de repente, un ardor casi insoportable fue recorriendo mi interior. Se detuvo un momento y seguidamente, sujetándome los brazos, fue moviéndose cada vez con más energía. Las fricciones parecía que fueran apaciguando mi dolor y produciéndome extrañas sensaciones. Una humedad viscosa fue expandiéndose dentro de mí y el monje se desplomó con todo su peso. Alcanzó de nuevo su cama dándome la espalda, aunque siguió desnudo. No rechazó sin embargo mis caricias, y así los dos caímos en un sueño profundo.
 
No volvió a mencionar su arrebato nocturno, y yo menos aún. Hasta que en una ocasión me dijo que quería compensarme. Me extrañó su actitud, pues no entendía a qué podía referirse. Pero se desnudó y me pidió que yo también lo hiciera. Bastó verlo así para que la excitación me recorriera  de nuevo todo el cuerpo. “Quiero que hagas conmigo lo que te hice aquella noche”, afirmó con la vista puesta en mi miembro ya crecido. No se puso en la cama, sin embargo, sino que despejó la mesa y se echó de bruces sobre ella asido a los dos extremos. Me ofrecía su culo viril, con el colgante de los huevos entre los muslos separados. Me acerqué para acariciarlo pero me cortó con una imprecación insólita en él y añadió: “¿Es que no te atreves a poseerme? ¡Clávate ya!”. Separé con las dos manos la oscura raja para ver mejor dónde entrar y apunté dejándome caer. Ahondé con más facilidad de la que esperaba y mi polla quedó toda ella como atrapada. Empecé a bombear sintiendo que se me transmitía un dulce calor. Enardecido le arañaba la espalda y tiraba de sus vellos. Él resistía mis arremetidas agarrado firmemente a la mesa y emitiendo gruñidos de variada intensidad. Con el deseo de alargar su goce intentaba retrasar el mío, pero el proceso era incontrolable y con una fuerte sacudida noté cómo lo iba anegando. Fui saliendo poco a poco y ahora sí dejó que lo acariciara, siguiendo indolentemente recostado en la mesa. Recorrí las nalgas hasta la intersección con los muslos y sopesé con suavidad la bolsa colgante. Me satisfizo comprobar que su verga estaba dura y, más aún, que le goteaba la leche que el placer que le había dado le había hecho verter.

La reacción que tuvo a continuación fue de lo más inesperada para mí. Al incorporarse me estrechó entre sus brazos y reclinó la cabeza sobre mi hombro. Me sobrecogió que éste se me humedeciera por gruesas lágrimas. Sin querer desvelar el rostro musitó: “Tengo que ser tu guardián, pero tú has sido mi tentación… No la puedo resistir”. Me emocionó profundamente tal muestra de ternura en un hombre como él y lo abracé sin poder expresarme con palabras.

A partir de entonces pasábamos mucho más tiempo juntos y no dejábamos de amarnos en cualquier ocasión y de las formas más diversas.

Las circunstancias en que logramos huir juntos y cómo transcurrió nuestra vida podrían ser objeto de otra historia.

3 comentarios:

  1. Que tierno!!!
    A ver si me dejas tu culo y hago de monje penitente... es que he pecado mucho.
    Javier

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  2. A mil con tus relatos, llevo la verga más endurecida y roja que nunca.

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