sábado, 20 de agosto de 2011

Vieja amistad recuperada… a medias

Recibí una llamada inesperada. Era de un antiguo compañero de estudios del que casi no me acordaba y cuya pista había perdido desde hacía bastantes años. Me contó que había estado viviendo en distintos lugares y que ahora se había instalado con su familia en una casa a las afueras de la ciudad. Sorprendido de que me hubiera localizado después de tanto tiempo, replicó que le había bastado consultar la guía telefónica y que estaba interesado en recuperar alguna vieja amistad. La verdad es que no creía que hubiéramos llegado a ser amigos, pero se mostró tan cordial que no pude menos que seguirle la corriente. Dio un paso más y me dijo que estaría encantado si aceptaba pasar un día con ellos, pues tendríamos muchas cosas de las que hablar. Aunque sin el entusiasmo que él manifestaba, no dejó de picarme la curiosidad, así que agradecí su invitación y quedamos para una fecha próxima.

Desde luego parecía que le había ido muy bien en la vida, ya que la casa era magnífica, con un cuidado jardín y una bonita piscina. Me recibió muy efusivo, incluso con un abrazo, y sus primeras palabras fueron: “¡Qué bien te sienta la madurez!”. Ciertamente yo había pensado lo mismo de él, pues, casi borrado de mi memoria su anterior aspecto físico, ahora encontré un tipo de lo más atractivo. No muy alto, pero robusto, los bermudas y la fina camisa de manga corta le dejaban lucir piernas y brazos recios y velludos. Enseguida me llevó a presentarme a su mujer, también madura y muy simpática. Sus dos hijos estaban cursando estudios en Estados Unidos.

Nos instalamos en una pérgola junto a la piscina, donde había preparado un aperitivo. La mujer se excusó para ocuparse de la comida y nos dejó solos. Lo primero que me propuso fue que nos diéramos un baño. Ante mi objeción que no tenía bañador, respondió que me proporcionaría uno y me hizo pasar a una dependencia anexa donde se guardaban las cosas de la piscina y había también unas duchas. Quedé un poco sorprendido por la rapidez con que, nada más entrar, se quitó la camisa y los bermudas. Completamente desnudo buscó entre varios trajes de baño y escogió dos. “Éste es el mío…, y tú pruébate este otro, aunque tal vez te vaya un poco grande”. Con una solicitud algo intimidante, y aún con su traje de baño en la mano, permaneció atento a mis maniobras de desvestirme y probar la prenda. La exhibición que me estaba ofreciendo y su mirada escrutadora  no dejaban de ponerme nervioso. Cuando comprobamos que no me quedaba del todo mal, acabó de taparse él y salimos al exterior.


El chapuzón me vino bien para calmar mi sofoco, pero no se me iba la imagen que acababa de contemplar. Después de algunas brazadas y zambullidas, se me acercó y empezó a contarme cosas de su vida. Casi no le prestaba atención porque, en los meneos dentro del agua, me rozaba con frecuencia una pierna con la suya. No es que yo fuera un estrecho y, de buena gana, ya le habría dado un toque, pero la presencia de la mujer, que salía y entraba de la casa, me dejaba paralizado.
 
Al salir de la piscina, nos sentamos un rato al sol para secarnos y luego volvimos al anexo a cambiarnos. “Vamos a ducharnos y así nos quitamos el cloro del agua”, me indicó. Se quitó el traje de baño y yo lo imité. De nuevo desnudos fuimos hacia las duchas, consistentes en tres brazos y sin separación. Él ocupó el del medio, no dejando pues opción a una discreta distancia. Mientras le caía el agua no me quitaba ojo de encima y yo ya le devolví sin recato la mirada. La consecuencia fue que ambos empezamos a mostrar una erección. Él sonrió entonces, como satisfecho de haber encontrado lo que esperaba de mí. Pero la voz de la mujer avisando de que la comida estaba lista cortó cualquier avance. En silencio contrito, nos secamos y recuperamos nuestras ropas.
 
La comida, bajo la pérgola, era muy buena, aunque yo tenía un nudo en el estómago que me impedía disfrutarla del todo. Él, por su parte, hizo alarde de sus conocimientos en vinos, bajo la mirada condescendiente de la esposa. Tras los postres y el brindis con cava, ella se ausentó para preparar el café. Mi amigo adoptó entonces una postura más relajada. Era evidente que no quería desperdiciar la menor ocasión de seducirme. Giró la silla, la orientó frente a mí y se fue desabrochando la camisa. Además, con sus piernas abiertas o cruzadas y el paquete bien marcado me resultaba casi más excitante que en el anterior desnudo integral. Ni siquiera tras el regreso de la mujer, sentada al otro lado de la mesa, abandonó su provocación, con toques furtivos y juegos con los dedos por los bordes de los bermudas. Me admiraba la habilidad con que mantenía separados los dos niveles: por encima de la mesa, el atento anfitrión y marido; por debajo, el taimado incitador. A mí, en cambio, me costaba mantener el equilibrio entre participar en la charla distendida y no perder de vista los subrepticios gestos.
 
“Como tendréis que hablar de vuestras cosas, me excusaréis. He quedado con una amiga para ir de compras ¡Ah!…, y podéis recoger la mesa”. La intervención de la mujer me aceleró los latidos del corazón. Obedientes, despejamos la mesa en un par de bandejas y las llevamos a la cocina. La pícara sonrisa del amo de casa era muy elocuente, así como sus roces mientras poníamos un poco de orden. El regreso de ella para despedirse restauró por el momento la calma. Besó fugazmente al marido en los labios y a mí me estampó un par de besos. “Por si ya no estás aquí cuando vuelva… Y espero que no tardemos en vernos de nuevo”. Al esposo: “Cuida bien a tu amigo…”. ¡Vaya cuidados que me esperaban!, pensé.

Acababa de oírse la puerta al cerrarse y el arranque del coche. Al instante me acorraló contra la encimera. Notaba la dureza de su polla a través de los pantalones mientras musitaba, abriéndome la camisa y acariciándome: “Te habrá sorprendido todo esto, aunque parece que no te desagrada”. “Lo que no entiendo es que planificaras este montaje precisamente conmigo. La verdad es que apenas te recordaba”, repliqué. Su respuesta fue contundente: “Bueno. Tú siempre me habías gustado… y me sigues gustando. Lo que pasaba era que entonces sólo te fijabas en los profesores”. No pude evitar una risa, pero él añadió: “Me he tenido que hacer mayor para causarte mejor impresión. Aunque ya ves las vueltas que ha dado mi vida”. “Una impresión magnífica”, lo atajé abrazándolo,”aunque las circunstancias son un poco complicadas”. “Pues aprovechemos el tiempo”, concluyó.
 
Con un tono de ironía, pero que en el fondo delataba un reverencial respeto del hogar, me dijo que estaría mejor que volviéramos al “refugio”, donde sería más fácil no dejar huellas. Así que, con las ropas ya bastante desajustadas, nos dirigimos al anexo exterior. Despelotados ambos en un periquete y con evidentes muestras de excitación, mi anfitrión tuvo, sin embargo, una ocurrencia: “¿Por qué no nos damos un chapuzón, ahora que no hay moros en la costa?”.
 
Verdaderamente la piscina, templada por el sol, estaba muy apetecible y bañarnos desnudos resultaba tentador. El baño iba a ser, desde luego, muy distinto al de la mañana. Los dos llevábamos cargadas las pilas y los juegos en el agua fueron de lo más desinhibidos. Nos restregábamos y magreábamos a placer. En las zambullidas, cada cual buscaba la polla del otro para alcanzarla con la boca. Nos besábamos apasionadamente bajo el caño de renovación del agua. En fin, un refrescamiento delicioso en un remanso de libertad.
 
Al salir, retozamos un poco secándonos mutuamente y recreándonos en nuestra desnudez. Hasta que mi amigo me arrastró al recinto cerrado. Fue haciéndome recular y me dejó caer sobre una colchoneta. Descargó todo su volumen sobre mí y me besó con ansia por toda la cara. Alcanzó mi boca y nuestras lenguas se enredaron. Yo me abrazaba a su cuello mientras sus manos iban recorriendo mi cuerpo. Los escarceos en la piscina debieron elevarle a tope la adrenalina, pues parecía que quisiera devorarme. Cuando tuvo mi polla ante su cara, inició una mamada vertiginosa agarrado a mis muslos. Yo trataba de atemperar su vehemencia agarrándole la cabeza, pero parecía que no había fuerza humana que lo contuviera. De este modo, el placer no tardó en subirme y me dejé vaciar. Libó hasta la última gota y, relamiéndose, me miró satisfecho. Aunque para mí me dije que tendría que aprender a tomarse las cosas con más clama, lo atraje hacia arriba y, abrazándolo, me puse a acariciar su polla húmeda y dura como una piedra.
 
De repente, algo que me pasó desapercibido, disparó sin embargo su alarma. El motor de un coche y su parada provocó que el hombre se pusiera rígido y saltara como movido por un resorte. “¡Rápido! Pongámonos los trajes de baño y salgamos a la piscina”. No pude menos que obedecer y, cuando ya estábamos en el borde como a punto de remojarnos, apareció la esposa. “He vuelto antes de lo que pensaba. Veo que os ibais a bañar otra vez. Por mí no os preocupéis…”. Añadió la explicación de que su amiga había tenido un problema doméstico y no pudieron ir de compras.

Al menos la inmersión en el agua nos sirvió para aliviar la calentura, sobre todo la de mi frustrado compañero. Éste no podía ocultar su embarazo y ya dejó de lado cualquier intento de acercamiento. Cuando hubimos cumplido el trámite, manifesté que ya era hora de prepararme para la marcha. Él ni siquiera se atrevió a entrar conmigo en el anexo, donde recuperé mi ropa de calle. Se limitó a ponerse una camiseta sobre el bañador mojado, lo que interpreté como un deseo de no airear demasiado su desaprovechada herramienta. No obstante, recobró su cordialidad en la despedida, asido al hombro de su esposa. Todos deseamos un pronto reencuentro, aunque para mis adentros tuve bastante claro que sería preferible que fuera él quien me hiciera la próxima visita. 

1 comentario:

  1. ostia que hisstoria mas buenas, mm ,me ponen a mil, nunca dejes de escribir esas historias, gracias muchas gracias

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