lunes, 6 de junio de 2011

A vueltas con el persianero


Cómo no, tenías que disfrutar también de los efectos secundarios de la renovación de persianas. El caso es que, estando en casa y después de la opípara comida que te esmeraste en preparar, nos calentamos a base de bien en el sofá mientras saboreabas tus imprescindibles copa y puro. Ya nos habíamos despelotado y, aprovechando que tuviste que responder una inoportuna llamada a tu móvil, te hice una mamada que casi provocó que te temblara la voz. Metidos en faena nos desplazamos por fin a la cama, donde fuiste tú quien se abalanzó sobre mí mordisqueándome por todo el cuerpo y rematando con una chupada de polla que me la puso al rojo vivo. Los dos sabíamos lo que vendría a continuación y, para ello, te tendiste bocabajo para ofrecerme tu hambriento trasero. Te extendí aceite de masaje por la espalda e hice resbalar un buen chorro por tu raja. No me costó nada penetrarte  de un solo impulso y bombearte con vehemencia alentado por tus demandas y gemidos de placer. Alargué lo más posible la maniobra de la que te muestras siempre insaciable, hasta que me corrí desplomándome sobre tu espalada. Pero tu excitación también reclamaba un desenlace, así que, ayudándote con mis lamidas, besos y caricias, te masturbaste hasta quedar exhausto.
 
No había pasado ni un minuto y tus resoplidos indicaron que caías en el habitual sopor post-revolcón. Yo también estaba relajado a tu lado cuando, al poco rato, sonó el interfono de la portería, de lo cual ya ni te enteraste. Acudí para averiguar de qué se trataba y resultó ser el de la persiana que preguntaba si no era inoportuno subir un ratito. Por unos instantes dudé entre lo más sensato –que sería decirle que me cogía en  un mal momento, no sólo porque ya estaba en compañía, sino también porque, después de la descarga que acabábamos de tener, iba a ser más complicado hacer frente a la calentura que sin duda  había arrastrado al visitante, totalmente de refresco, hasta mi puerta– y lo más arriesgado de provocar un encuentro inesperado. Me decidí por la segunda opción, dominado por la curiosidad de lo que pudiera resultar del experimento. Le di pues libre acceso, no sin tomar la precaución de dejar algo encajada la puerta de la habitación, donde dormías a pierna suelta desnudo sobre la cama.
 
Me puse los shorts que habían quedado abandonados sobre el sofá para abrir la puerta con un poco de decencia. No esperé a que llamara al timbre y allí estaba él con un indubitado aspecto de salido, ya con la camisa casi desabrochada. Sin mediar palabra me bajó los shorts y se arrodilló para chupármela. Puso tanto énfasis que no tardó en ponérseme contenta, mientras me afanaba en despojarle de la camisa. Me reafirmé en lo bueno que estaba y tiré de él para que se levantara y así poder quitarle los pantalones, dándole de paso un buen sobeo. No me olvidaba, sin embargo, de lo que se ocultaba en el dormitorio, así que traté de proceder con un cierto sigilo. Lo conduje hacia la habitación, lo cual él, en su ignorancia, entendería como el paso directo a la cama. Pero antes de empujar la puerta semicerrada, le dije en un tono tranquilizador: “A ver si te gusta lo que tengo ahí”. Abrí del todo y la visión que ofrecías, despatarrado  bocabajo y casi en diagonal, hizo que casi diera un salto atrás. No obstante, la mirada con que te recorría expresaba de todo menos desagrado, lo que corroboró el gesto instintivo de llevarse una mano a la polla. Para mayor lucimiento tú, que debiste percibir algo extraño, aunque sin recobrar la conciencia, de pronto te giraste presentando el panorama de toda tu delantera. Aproveché entonces para empujar por el culo al sorprendido hacia los pies de la cama. Me miró con ojos cargados de deseo y, con un gesto, lo animé a servirse. Tímidamente fue entonces adentrándose en la cama y, al llegar al nivel adecuado, tomó con la boca tu polla con mucho cuidado. Fue el efecto cálido y húmedo de la mamada lo que te hizo abrir los ojos. Tu creencia inicial de que sería yo quien te hubiera abordado se disipó al verme de pie a vuestro lado. Así que enseguida captaste la sorpresa y me sonreíste complacido. Como confirmación, asiste la cabeza del recién llegado animándolo en su labor.
 
Ante el satisfactorio desarrollo de los acontecimientos, también me entoné, dispuesto a tomar parte en el festín. Después de besarte y pellizcarte los pezones para aumentar tu excitación, pasé a ocuparme del que seguía afanoso alegrándote la polla. Dada la postura que había adoptado, arrodillado sobre la cama y agachado, su apetitoso culo, del que guardaba un grato recuerdo, le quedaba bien resaltado. Cogí aceite del frasco que antes habíamos usado y se lo extendí por toda la grupa. Me volqué sobre él restregándome y agarrándole las ricas tetas. Resbalosa mi polla por su raja, no pude evitar la tentación de empujar hasta tenerlo ensartado. Dio un respingo y paró momentáneamente la felación, pero enseguida afirmó las rodillas y recibió complaciente mi bombeo. Tú y yo nos mirábamos excitados, y pronto comprendí que también querías tener tu oportunidad. Me salí, pues, y apartándolo quedaste liberado para tomar posiciones. Así, tendido él bocabajo, le caíste encima y, con un certero golpe de caderas, lo penetraste. Sus murmullos de satisfacción no dejaban dudas sobre lo a gusto que estaba con la doble follada. Recalentado como ibas por la intensa mamada previa, no tardaste en correrte y quedar tumbado a su lado. Aunque te había cedido el turno, mi animación no había decrecido sino que, al contrario, se había incrementado al verte en acción. Ante la oferta de los dos culos a mi disposición, opté por metértela a ti, tan relajado que estabas. El otro entonces se incorporó y se puso a meneársela frenéticamente mientras nos miraba. Como se le había puesto bien dura y jugosa, lo invité a sustituirme. Algo indeciso –tal vez porque lo suyo era más tomar que dar–, no rehusó sin embargo mi oferta. Una vez sobre ti, te la clavó con precisión –lo que recibiste con gusto– y ya no paró hasta correrse. Me puse a abrazarte y besarte, y entonces él debió tomar conciencia de haber violado cierta intimidad, porque le entró la prisa y se excusó con que ya debería marcharse. Se vistió en un santiamén y lo despedimos con un “hasta la vista”, ¿Por qué no?
 
Mientras nos duchábamos preguntaste: “Este debe ser el de la persiana, ¿verdad?”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario