martes, 28 de junio de 2011

Un trío que acaba en dúo

(A petición de una amigo)

No suelo incorporar mujeres a mis relatos, pero en esta ocasión hago una excepción. Un amigo me sugirió la idea y me pidió que la desarrollara. Se basa en hechos reales, más o menos…

Tenía una conocida con la que trataba con frecuencia por razones profesionales. En torno a los cuarenta años y de muy buen ver, era bastante extrovertida y con un tic de mandona. Sabía que estaba casada, pero era de esas mujeres que piropean con frecuencia. Me trataba siempre con mucha familiaridad y creía que intuía mis inclinaciones, si no homosexuales en exclusiva, al menos bisexuales, lo que al parecer me hacía más interesante a sus ojos.

Insistía mucho en que le gustaría que conociera a su marido, aunque yo no  estaba interesado en acceder demasiado a su vida privada. Pero una vez iba yo paseando por la playa –textil, para mayor precisión– y la vi en una hamaca. Ella también me vio y me hizo señas para que me acercara. No le cohibió en absoluto estar en topless, mostrando  unas tetas generosas y bastante firmes. Al tiempo que me saludaba, estampándome un par de besos, llamó a un hombre que estaba un poco más apartado hablando con otras personas. Al acudir él, me lo presentó como su marido, diciéndole a éste que yo era el amigo que tanto interés tenía en que conociera. Palabras de la mujer aparte, resultó que el individuo era un cincuentón impresionante, robusto y bastante velludo. Tenía además una cara muy agradable, pero se le notaba algo tímido. Aunque ella se mostraba exultante por el encuentro logrado, quise disimular el efecto que me había producido y me despedí alegando unas prisas inexistentes.


Al cabo de poco tiempo, ya de nuevo en el ámbito laboral, volvió a las andadas, pero ahora añadiendo la buena impresión que le había causado a su marido. Utilizó un tono tan pícaro que podría parecer que casi me lo estaba ofreciendo. Me quedé tan cortado que volví a mis evasivas. No obstante, un par de días después recibí una llamada del propio marido. Con una inflexión de voz apurada, me decía que su mujer la había pedido que, ya que ella no lograba convencerme, fuera él quien me invitara a su casa. Y remató en un tono casi inaudible: “Lo podemos pasar bien”. A pesar del mensaje tan al dictado, el recuerdo de su visión en la playa, hizo que se venciera ya mi resistencia y quedamos para la tarde siguiente. Aunque la última frase no dejaba de darme vueltas en la cabeza por su insinuante ambigüedad. Si ella metía por medio al marido y éste hacía de intermediario, parecía claro que buscaban un trío. Pero barajaba las múltiples posibilidades: Que a la pareja le excitara follar con alguien mirando. Que el marido fuera un muermo, por muy bueno que estuviera, y prefiriera que le contentaran a la mujer. Que ésta quisiera ver poseído al marido. Que ambos buscaran una nueva experiencia conjunta…

Llegó la hora de la cita y me presenté en la casa, hecho un mar de dudas. Tardaban en abrir la puerta y eso me puso aún más nervioso. Al fin abrió ella la puerta y la recepción fue de todo menos convencional. Llevaba un albornoz, con la apariencia de habérselo puesto deprisa y corriendo, y, mientras me hacia pasar a la sala, farfullaba la excusa, que sonaba a falsa a todas luces, de que habían dormido la siesta y se les había ido el santo al cielo. Acudió el marido también en albornoz y, aunque me saludó con cordialidad, me pareció que estaba bastante cortado. Lo que quedó claro desde el primer momento fue que la esposa era quien llevaba la voz cantante.
 
“Anda, ve a ponerte algo más presentable. Luego lo haré yo”, fue su orden al marido. Querría quedarse a solas conmigo para darme instrucciones. En efecto: “¿Verdad que te gusta? A ver si entre los dos lo animamos”. “¿Y yo le gustaré a él?”. “A mí me gustas…”. Y no dio tiempo a aclarar más porque volvió el marido en pantalón corto de deporte y camisa medio abierta. Debió seguir instrucciones, pues su azoramiento era evidente, sobre todo cuando ella marchó. Se sentó en una butaca frente a mí y la visión de sus muslos reafirmó mi buena impresión. Por decir algo comenté: “Ahora el que va a quedar demasiado formal seré yo”, refiriéndome a mis tejanos y mi polo. “Te puedo dejar algo más fresco. Ven”. Se puso de pie e hizo que lo siguiera al dormitorio. “Ella está en el baño”, me aclaró. Abrió el armario y rebuscó. Sacó primero un pantalón como el que llevaba, pero lo desechó: “Te iría un poco grande”. Se decidió por un traje de baño tipo boxer y me lo alargó: “Éste te quedará bien. Ya me venía estrecho. …Y de paso esta camiseta”. El caso es que se quedó allí sin perder su seriedad. Debía querer aprovechar para echar una ojeada a lo que pronto habría de tener entre manos. Así que sin remilgos, para infundirle confianza, me quité el polo y los tejanos. Como el bañador tenía braga interior, me pareció inadecuado dejarme el slip. Quedé pues en cueros unos segundos ante su escrutadora mirada. Cuando me hube puesto las prendas prestadas, le pregunté: “¿Estoy más presentable?”. Como respuesta una media sonrisa, pero la primera que le veía. Porque ya oímos abrirse la puerta del baño.
 
Apareció la mujer con unos shorts y una camisa coquetamente anudada sobre el vientre. Mostró su sorpresa al verme: “¡Vaya transformación!”. Y al marido: “Veo que le has hecho lo honores”. Hizo que me sentara a su lado y él volvió a la butaca de enfrente. Señalándolo, hizo un comentario de intimidad familiar: “Siempre le digo que tenga cuidado cuando se pone esos pantalones tan anchos”. En efecto, por una pernera asomaba parte de un huevo. “Pero ahora no hay problema, ¿verdad?”. Anda, ven”, ordenó al cónyuge. Éste se levantó y se acercó dócilmente. Entonces ella le subió la pernera indiscreta y descubrió no sólo un huevo entero, sino también la polla. “¿A que no está mal?”, me comentó con soltura. El pobre, sintiéndose ridículo, se apartó y volvió a quedar cubierto. “¡Qué soso eres, hijo!”, fue la reprimenda. Y dio un estirón haciendo caer el pantalón entero. “La camisa también fuera. Si seguro que eres del tipo que le va a nuestro amigo. ¿A que sí?”. Espontáneamente me salió un gesto afirmativo con la cabeza. “Pero ahora te toca a ti y, para que os cojáis confianza, te lo va a hacer él”. Ante el tono perentorio, los dos asumimos nuestro papel. Me levanté y me ayudó con la camisa. Sin  la brusquedad de la esposa, fue bajando el bañador hasta sacármelo por los pies. Los acontecimientos me habían llegado a provocar una media erección y, en tal situación, quise neutralizar el comentario irónico sobre el estado de la otra polla que sin duda la dama se disponía a soltar, pues además, justo es decirlo, aún en reposo, su envergadura era más que estimable. “¿Y tú qué?”, la interpelé.
 
Se repantigó en el sofá y dijo zalamera: “Ahora es cosa vuestra”. Preferí ocuparme de la parte superior y desanudé la camisa, surgiendo las tetas que ya había visto en la playa. El marido se afanó quitándole los shorts, pero ella lo detuvo al ir a sacarle también el tanga floreado. Reservaría su tesoro para más adelante. Se adelantó en el asiento y cogió las dos pollas. “Os quiero bien juntitos”, e hizo que nos apretáramos. Yo le pasé un brazo por detrás de la cintura y él lo hizo por mis hombros. Ella se puso entonces a chupar alternativamente, e incluso trataba de juntar las pollas para hacerlo a la vez. Era experta y la mía completó el endurecimiento. La de él alcanzó una buena dimensión. Al menos en mi caso –y probablemente también en el suyo– influyeron las caricias que, bajando la mano, le daba en el culo, cuyos efectos, por lo demás,  se reflejaban en la tensión de su mano sobre mi hombro. “Así me gustan mis hombrecitos”, exclamó ella cuando dio por concluida su labor. “Y como habéis sido buenos os llevaré a la cama”.
 
Pasábamos pues al segundo acto y, cogida del brazo de los dos, nos dirigió al dormitorio. Para irme haciendo a la idea de lo que iba a pasar allí, y de paso ganar tiempo, se me ocurrió una petición: “Me daría mucho morbo y también me serviría para integrarme luego mejor, si primero folláis vosotros a vuestro estilo”. Se aceptó la propuesta y los tres nos subimos a la amplia cama: Ella boca arriba con las piernas abiertas; él arrodillado frente a ella, y yo asimismo arrodillado al lado y meneándomela para mantenerla en forma. Ahora sí dejó que el marido le quitara el tanga, apareciendo un triángulo de pelo oscuro y espeso. Levantó un poco las rodillas y fue la señal para que él se inclinara hacia delante y se pusiera a lo que vulgarmente se dice “comerle el coño”. Al intensificar las lamidas, ella daba grititos, que se intensificaron cuando yo, para cooperar, le sobaba las tetas y pellizcaba los pezones. Pero la posición del varón era muy tentadora y no pude resistir desplazarme para contemplar su culo levantado. Es más, metí una mano por debajo y, tras tantear los huevos colgantes, le froté la polla deliciosamente dura. A mi contacto, se levantó ligeramente, y ella aprovechó para atraerlo hacia sí de forma que quedaron al mismo nivel. Certeramente se la metió y me excitaba muchísimo ver cómo entraba y salía, bamboleando los huevos y tensando los músculos del culo.
 
Ella debió pensar que yo  le estaba dejando de prestar atención y recuperó sus dotes de mando. Hizo parar al marido y me espetó: “¿Ya habrás tenido bastante, no?”. Luego se dirigió hacia él: “Cariño, me gustaría que te atrevieras a chupársela”. Bien porque sus deseos eran órdenes, bien porque no le desagradaba la idea, él mismo me ayudó a tenderme de través en la cama y. tras cogerme la polla como tomándole medidas, empezó primero la lamerla y luego a engullirla. Lo hacía a la perfección y yo aumentaba mi placer tocándole los pechos y la barriga que tenía a mi alcance. Cuando llegaba casi al cenit, de nuevo intervino el destino en forma de mujer. Lo hizo apartarse y de un salto se me sentó encima. Dirigió mi aparato hacia su coño y se lo metió. Daba saltos sin que yo tuviera que hacer nada y, entre lo logrado por la boca de él y el calorcillo que iba sintiendo, la corrida me vino sola. Mis resoplidos me delataron. “Vaya, hombre, con todo lo que nos falta todavía. En resistencia te gana mi marido”, fue su reacción.
 
El hombre, después de la mamada, se había tomado un descanso plácidamente tumbado mientras me follaba a su esposa, o más bien ella me follaba a mí, lo que presenció sin inmutarse. Por su parte la mujer, una vez realizado su capricho histórico de joder conmigo, aunque para ello hubiese seguido una estrategia de lo más retorcida, pareció centrarse ahora en estrechar las relaciones entre los dos varones. Como yo necesitaba un período de recuperación, me sugirió que me distrajera jugando con el cuerpo de su hombre. Y la verdad es que éste, allí a mi disposición, me resultaba tremendamente apetitoso. Bajo la atenta mirada de ella, que ocupó un segundo plano, estimulándose entretanto el chichi, como lo había llamado, me afané en un minucioso repaso del que se me ofrecía lánguidamente.
 
Lo primero que atrajo mi interés de su peluda delantera fueron sus pechos de copa resaltada y pequeños pezones, que chupé hasta notarlos duros en mi boca. Cuando los retorcía y mordisqueaba, el gemía con los ojos cerrados pero me dejaba hacer. Levantaba un brazo para buscar asidero en la zona de mi cuerpo que alcanzara. Aproveché para pasarle la lengua por el costado, desde la axila hasta la cadera y las cosquillas lo hacían estremecer. Fui bajando poco a poco por el vientre y hundí  la cara en la pelambre dando suaves soplidos. La polla se me presentaba ya en toda su opulencia, pero antes de centrarme en ella, quise enardecerla aún más repasando golosamente con la lengua ingles y huevos. Se le notaba ansioso y me cogió la cabeza llevándola al nivel adecuado. Aún así actué con parsimonia. Lamía la polla de abajo arriba y con una mano subía y bajaba la piel sobre el capullo. Por fin me la fui metiendo en la boca, poco a poco y con suaves succiones. Aunque su presencia casi se me había borrado de la mente, la esposa se puso entonces bocabajo a escasa distancia, con la barbilla apoyada en las manos, para tener un primer plano de mi actuación. No me inmuté y seguí con la mamada dosificando la intensidad. Él resoplaba y palmeaba sobre la cama, haciéndome surgir la duda de si procedía llegar hasta el final. Opté por apartar la boca y, como no recibía indicaciones de parar, froté la polla bien ensalivada, hasta que la leche a borbotones se escurrió sobre mi mano. “¡Ummm, cómo me ha gustado!”, dijo ella. “Seguro que a vosotros también, pillines”. Al mismo tiempo limpiaba con una toallita el vientre del marido, cuyos resoplidos iban decreciendo.
 
“Enseguida vuelvo. A ver cómo os portáis”. La mujer bajó de la cama y salió del dormitorio. Quedamos medio entrelazados en sana camaradería. “¡ Uff, cómo me has puesto!”, exclamó él. “Pues anda, que tú a mí…”, fue mi respuesta. A poco más dio tiempo, pues ya estaba aquí ella con una jarra de limonada y vasos en una bandeja. “Os merecéis un respiro”. Frase que daba a entender que todavía tenía planes para nosotros. En efecto, una vez refrescados sentados sobre la cama, me soltó como si nada: “¿Te gustaría darle por el culo?”. Por lo visto sólo yo tenía que opinar al respecto. Miré la cara del afectado, que reflejaba sofoco y pánico.  Insistió: “Ya que habéis empezado no lo vais a dejar a medias. Además, tú sabrás hacerlo muy bien, ¿verdad? “, dando por descontado que yo era un experto en la materia. E impertérrita marcó la hoja de ruta: “Primero os pegáis un buen lote, luego unos azotitos y ya estará ablandado”. Debía ser una consumidora compulsiva de cine porno variado.
 
Lo del lote no me pareció mal, pues cada vez me gustaba más aquel hombre, y serviría para ponerme a tono de nuevo. La continuación ya se vería. Con carta blanca pues, me giré hacia él y lo abracé estrechamente. Él correspondió pasando los brazos alrededor de mi cintura. Probé algo que me apetecía mucho: Junté mi boca con la suya y traté de abrir paso con la lengua. Los dientes, al principio  apretados, fueron cediendo y me permitieron recorrer toda la cavidad. Chupé su lengua, que fue entrando a su vez en mi boca. “¡Eso, eso!”, oímos decir. Pero mis sentidos se centraban ahora en el progresivo engorde de las dos pollas en contacto. Como sincronizados nos sobábamos los culos y nos apretábamos más. También hacíamos hueco para meter por en medio una mano y tantear los bajos. Espontáneamente fue deslizándose hasta encararse con mi polla, que empezó a chupar de nuevo. “¿Ya sabes a lo que te expones?”, le susurré. Y respondió con la boca llena: “No hay quien me libre”.
 
Hice que se diera la vuelta y me restregué por su espalda. Lo impulsé hacia arriba por los muslos para que mantuviera el culo elevado. Me recreé con éste antes del sacrificio. Acariciaba su suave pelusa y lo amasaba con delectación. Estiré por los lados para abrirle la raja y pasé varias veces la lengua. Él se removía, acusando el húmedo roce. “¡Pégale, pégale!”, medio gritó ella exaltada. Excitado al máximo como estaba, me puse a darle palmadas a dos manos con creciente fuerza. Él las soportaba con estoicismo e, incluso, afirmaba las rodillas para no caer. Vi la piel enrojecer a través del vello y empecé a disminuir los golpes. La mujer entonces metió una mano en la que había echado crema y me embadurnó la polla. “Déjame hacer a mi”, la atajé cogiéndole el frasco. Vertí un poco al vértice de la raja y fue resbalando por ella. Él se estremeció por efecto de frío. Extendí la crema con un dedo y, cuando di con el agujero, metí la punta. Puse un poco más y fui ahondando. Entraba bien, aunque provocaba tenues gruñidos. Probé con dos dedos para una mayor dilatación y, ante su “¡Huyyy!”, decidí cortar por la tangente. Enfilé mi polla y fui entrando lentamente agarrado a los costados. Ni siquiera me turbó la mirada de la mujer a dos palmos de distancia. Y el dócil varón había quedado como paralizado. Empecé a moverme y, a medida que aceleraba, notaba una mayor distensión y hasta los bufidos se dulcificaban. Pero la segunda corrida en poco tiempo me iba a costar algo más, así que la sacaba y me la meneaba un poco. Volvía a meterla y ya la cosa iba viento en popa. “¡Córrete ya!”, me interpeló el follado. Eso me enardeció y no tardé en vaciarme dentro. Cayó aplanado y yo me derrengué a su lado.
 
La esposa se mostraba entusiasmada con la experiencia e, insaciable, conminó al marido: “Con todas las vivencias que hemos acumulado necesito que me poseas cuanto antes”. No me apetecía ya presenciar una nueva follada conyugal, por lo que diplomáticamente me excusé: “Creo que ahora será mejor que recuperéis vuestra intimidad. Además se ha hecho tarde y aún he de acabar un trabajo para mañana”. Y sin admitir réplica recuperé mi ropa y adorné más la despedida: “También para mi ha sido algo inolvidable. Pero quedaos aquí bien a gusto y no perdáis el clímax. Ya conozco la salida”. Besé a ambos y me escabullí.

Pocos días después, volví a encontrarme con ella. Me sonrió radiante, pero la atajé con cierta frialdad: “Ya conseguiste lo que querías. Espero que no haya trastocado demasiado vuestra vida”. Hizo un mohín como diciendo “¿Qué sabrás tú?”, y ahí quedó la cosa.

En unos días más, recibí una llamada del marido: “Me gustaría que nos encontráramos tú y yo solos. ¿Qué te parece?”.

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