jueves, 9 de junio de 2011

Secuestrado en sueños

Seguramente provocado por los mensajes calenturientos que, cuando estamos separados, me mandas con tus fantasías sobre tu disposición a entregarte conjunta y sumisamente a mis amigos, tuve un sueño cuya nitidez aún conservo  y que, a buen seguro, te ha de resultar excitante.

Te vi andando desenfadadamente por una calle bastante concurrida. Lo curioso es que a ratos ibas vestido, con pantalón y camisa de verano claros, y a ratos completamente desnudo, pero sin ningún cambio en tu actitud ni en la de la gente que pasaba por tu lado. De pronto, y de nuevo vestido, te desviabas por un callejón solitario, ahora con un cierto recelo. Avanzabas dubitativo como si no supieras a dónde te conducía. Repentinamente dos sombras surgidas de un portal te abordan por la espalda y, sujetándote los brazos hacia atrás, te cubren la cabeza con una capucha. A empujones te hacían retroceder y entrar en el portal del que habían salido. La ventaja de tratarse de un sueño es que yo veía todo lo que a ti se te ocultaba, así que te encontraste en una especie de bodega iluminada por antorchas. En la zona más oscura se movían varias sombras susurrantes.


Tus captores, aún cubiertos por negras capas, sin soltarte te llevaron al medio de la estancia y ligaron tus manos con unas esposas. Quedaste unos instantes desorientado e indefenso, mientras ellos se despojaban de las capas y mostraban unos cuerpos desnudos, robustos y peludos. A continuación bajaron una maroma acabada en un gancho que se deslizaba por una polea adherida al arco de piedra que delimitaba el espacio. Te colgaron de las esposas y, tirando del otro tramo de la cuerda, fueron subiendo hasta dejarte con los brazos en alto. Fijada la elevación a un soporte lateral, empezaron a arrancarte la ropa. Pronto estuviste tan desnudo como ellos, sólo con la capucha. Pero también manipularon ésta, pues la fueron enrollando para dejarte libres boca y nariz, ajustándola sin embargo para mantenerte privado de la visión.
 
Empezaron entonces a restregarse contra tu cuerpo y a tocarte por todas partes. Uno de ellos, agarrado a tu espalda, apretaba la polla sobre tu culo, mientras el otro te estimulaba por delante. El sobeo surtió efecto por la erección que mostrabas. Concluida su misión se retiraron de repente y quedaron expectantes a un lado, bien excitados también ellos.
 
Los susurros provenientes de la zona oscura aumentaron de intensidad, entremezclados ahora con risitas entrecortadas. Lentamente fueron saliendo a la luz varios hombres que, a medida que se iban desprendiendo de sus capas, lucían cuerpos de los más diversos tipos y edades. Se pusieron a girar alrededor de ti en una especie de danza ritual entonando una confusa melopea. Algunos exhibían ya una fuerte erección y sus caras reflejaban un morboso deseo. Entretanto tú te tensabas desconocedor de lo que se fraguaba en torno a ti. Pronto empezaste a sentir que muchas manos recorrían todo tu cuerpo en un tanteo preliminar traspasándote su calidez. Unas iban subiendo por tus piernas, desde los pies hasta abrazarte los muslos. Otras se arrastraban por tu espalda y se centraban en el culo, amasándolo y abriéndote la raja. No faltaban las que, por delante, te apretaban los pechos y resaltaban los pezones, o bien te circundaban la barriga. Tu bajo vientre era objeto de especial solicitud. Había quien enterraba los dedos en la pelambre, quien sopesaba los huevos y, por supuesto, quien te sobaba la polla que, a pesar de tu desconcierto, se mantenía erecta.
 
Las manos fueron siendo sustituidas por lenguas que te fueron cubriendo de humedad. Las que te pasaban por los sobacos hacían que te estremecieras y los pezones se te endurecían al contacto. Una hurgaba en tu ombligo y las que se afanaban con tu sexo lamían la polla, sin engullirla, y  cercaban los huevos. Simultáneamente tu espalda iba quedando mojada a lametones, que se acentuaban sobre tus glúteos. Una más incisiva profundizaba en la raja y te llenaba de saliva el agujero.
 
Se singularizaron dos tipos, que apartaron al resto. El primero, barrigón y peludo, te agarró por delante y, al tiempo que refregaba su polla con la tuya, metió la lengua en tu boca. En realidad estaba haciendo de tope, ya que el segundo, musculoso y con una verga fina y larga, te ensartó por detrás agarrándote por las caderas. Mientras bombeaba y se removía en tu interior, el primero apretaba su boca contra la tuya ahogando tus gemidos. Cuando al fin salió la polla goteante, se separaron y te derrengaste colgado como seguías.
 
Los dos cancerberos que te habían aprehendido, y que se mantenían expectantes y excitados por el espectáculo, volvieron a entrar en acción. Liberaron la maroma que se deslizó por la polea y te permitió bajar los brazos entumecidos que, con las esposas, se te desplomaron al frente. Aún te tambaleabas cuando, presionándote por los hombros, hicieron que cayeras de rodillas. Así se inició un desfile de pollas en busca de tu boca. Las que estaban bien duras se te metían hasta la garganta y se movían como si te follaran. Eran desplazadas por otras más reblandecidas, que demandaban tu succión e insistían para adquirir consistencia. Algunos repetían y tú no dabas abasto para atenderlos a todos.
 
Pero la ronda cesó y volviste a ser enganchado y alzado. Ahora colocaron ante ti una especie de camilla y te hicieron caer de bruces sobre ella. Las manos esposadas fueron enganchadas a una argolla en la cabecera, de modo que de cintura para abajo quedabas fuera y obligado a mantener las piernas separadas. Para tu sorpresa, un individuo pequeño y gordo se metió bajo la camilla y, como tus órganos sexuales colgaban, se dedicó a lamerlos y chuparlos. Cuando tu polla acusaba los efectos de tales estímulos, una nueva prueba aguardaba a tu culo tan golosamente expuesto. Las vergas más embravecidas de los concurrentes se aprestaban a someterte a sucesivas penetraciones. Si alguno se recreaba más de la cuenta era desplazado ansiosamente por otro. Así ibas recibiendo pollas largas que entraban y salían con facilidad y otras más gruesas que requerían mayor presión. Según fuera la envergadura de ataque, de tu boca salían gemidos o murmullos de placer. Por otra parte, si la turgencia de tu polla se retraía por el dolor causado por algún embate, el que se mantenía bajo la camilla la revivía con sus mamadas.
 
Súbitamente quedabas liberado de ataduras y, recuperadas las fuerzas, te ibas incorporando hasta quedar de pie sobre la camilla. Se formó un corro de tus hasta entonces atacantes, pero ahora con expresiones reverenciales. Erguido sobre sus cabezas, te mostraste en todo tu esplendor viril. Con una manipulación suave al principio pero cada vez más enérgica te masturbabas hasta que un chorro de leche –en una abundancia sólo posible en un sueño– fue derramándose sobre los que te rodeaban.


Me desperté con una excitación tan impresionante que necesité alivio inmediato.

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