miércoles, 15 de junio de 2011

El patricio y el esclavo

Desde muy joven me gustaba pasear por el mercado de esclavos. Pero mi atención no se fijaba en las muchas mujeres, de las más diversas razas, que se ofrecían a la lascivia de posibles compradores. Tampoco me interesaban los efebos ni los jóvenes fuertes y musculosos aptos para la lucha o bien para prestar quién sabe qué servicios a sus amos. Mis preferencias se decantaban más bien por aquellos hombres más entrados en años y  en  corpulencia, la mayoría de ellos destinados a los trabajos más rudos.


Por otra parte, en las fiestas que tenían lugar en nuestra villa, tras saciarse de manjares y vino, observaba cómo algunos patricios se dispersaban por las estancias acompañados de las esclavas más atractivas. No pocos lo hacían sin embargo con siervos jóvenes y, en más de uno de estos casos, envidiaba no poder ser yo el elegido.
 
Mis padres tenían puestas en mí grandes esperanzas de emparentarnos, por matrimonio, con alguna de las familias más poderosas de Roma. Por ello, no dejaba de suponerles una preocupación  mi desinterés por ir conociendo los secretos del amor con las diversas esclavas que ponían a mi disposición. Solía despacharlas pagando su discreción con algunas monedas, y sólo la destreza que con la boca empleaba alguna de ellas conseguía de mí una expansión, si bien sin inflamarme con ningún deseo. Tampoco me unía de buen grado a los juegos a los que los jóvenes de mi edad se entregaban  en las termas. Por el contrario, apartado de ellos, me extasiaba con la visión de los cuerpos de ciertos patricios, anhelando ser yo quien les aplicara ungüentos y masajes.
 
Ciertamente, en mi casa había también servidores de mayor edad y aspecto robusto, aunque ocupados en trabajos más alejados de la vida doméstica. Desde luego que varios de ellos no me resultaban indiferentes y tenía bien inculcada la idea de que un esclavo no tiene más voluntad que la de su amo. Pero a efectos prácticos me resultaba difícil concebir que pudiera reclamar que alguno satisficiera mis deseos. ¿Cómo explicar que quisiera traerlo a mi lecho en lugar de lo que mis padres me ofrecían?

Sin embargo, un día en que me dirigí a las caballerizas, pues quería elegir un caballo para dar un paseo, tuve ocasión de ejercer mi dominio. Estaba examinando varios ejemplares, cuando observé que en un rincón un esclavo se vertía por encima un balde con agua. Solo con un sucinto taparrabos de cuero, las formas de su cuerpo despertaron mi lujuria. No muy alto, pero robusto y bien proporcionado, sus marcados pechos descansaban sobre una oronda barriga. Con las piernas entreabiertas para mantenerse firme en sus abluciones, los gruesos muslos quedaban más resaltados e incitaban a desear conocer lo que aún permanecía velado. El vello mojado que se repartía equilibradamente  brillaba sobre una piel de tonos rojizos.
 
Ante mi presencia se detuvo, soltó el balde y mantuvo baja la mirada. Le interpelé: “No te conocía. Debes ser nuevo”. Se limitó a asentir con la cabeza. “Acércate. Me gusta examinar la mercancía que llega a casa”. Dio unos tímidos pasos hacia delante y exclamé: “Me desagrada el olor de ese cuero mojado ¡Quítatelo!”. Obedientemente soltó la cuerda que lo mantenía sujeto y cayó al suelo. Por fin tuve a la vista su pene, flácido pero voluminoso, que brotaba entre la espesa pelambre y se apoyaba en gruesos testículos. Giré a su alrededor y percibí en su espalda la señal de antiguos latigazos. La remataba un trasero poderoso cubierto de suave pelusa. No me resistí a palpar su contorno e instintivamente se le produjo una contracción de la raja. “Seguro que habrás sido penetrado”, le reté, y se atrevió a responder: “Cuando era más joven, algunos amos se sirvieron de mí, pero mi cuerpo fue dejando de ser atractivo para ellos”. Denotaba un cierto alivio al pronunciar la última frase y repliqué: “Eso no eres tú quien tiene que decirlo”.
 
Volví a tenerlo de frente y, con la excusa de leer la inscripción en la argolla  que rodeaba su cuello, la así con una mano tirando de él hacia mí. La otra mano la reposé en la zona en que los pechos reposaban sobre la barriga y capté el calor que desprendía. “Así que te llamas Vesto”, aunque su nombre era lo que menos me importaba. Sin soltar la argolla seguí manoseándolo hasta dar con su pene. Lo agarré mientras preguntaba: “¿Y con esto has hecho disfrutar a algún amo?” Soportando mi presión, confesó: “También hace tiempo de eso. Un amo hacía que una esclava me estimulara con su boca y luego él se sentaba encima para obtener placer”. “¿Quieres decir que sólo una mujer es capaz de espolearte?”, replique, “Eso habría que cambiarlo… Compruébalo tú mismo y aprende”. Le agarré una mano y la llevé con brío al bulto endurecido de mi túnica. “Ya ves que no necesito que nadie me ayude”. Entonces, con rostro cabizbajo, se dio la vuelta y apoyó los codos en un travesaño. Pero no era lo que yo pretendía en ese momento. Ni el lugar ni la posibilidad de ser vistos resultaban favorables para un sexo satisfactorio. Además de que mis fantasías no se colmaban con la obtención de una relación sólo impuesta por mí. Así que, sin mediar más palabra por mi parte, me retiré, ya olvidado el paseo a caballo.
 
El encuentro con el esclavo de las caballerizas no dejaba, sin embargo, de perturbarme. Impulsivamente, con una insensatez propia de mi juventud, quise aprovechar la ausencia por unos días de mis padres y usar mis prerrogativas de amo y señor transitorio. Ordené que lo sacaran de los establos y, tras ser lavado y adecentado, fuera conducido a mis dependencias. El mandato no dejó de causar perplejidad e, incluso, alguno de los servidores de mayor prestigio me advirtió de lo inadecuado de introducir a un individuo de tan baja extracción en las zonas nobles de la villa, aparte del peligro que podía suponer para mi seguridad. Ante mi insistencia, no se atrevieron a contradecirme y, a regañadientes, cumplieron mis instrucciones. Exaltado por mi novedosa autoridad, me recluí en mi aposento e insistí en que no necesitaba a nadie de mi servicio.

Cuando lo trajeron a mi presencia, cubierto con una limpia y corta túnica, volví a experimentar la atracción que me causaba. No obstante, como prevención, sus manos a la espalda y sus tobillos estaban ceñidos por cinchas unidas por tramos de cadena. Una ve solos, noté en u rostro una expresión de recelo temeroso. Tal vez barruntaba si, en nuestro anterior  encuentro, me habría ofendido de alguna manera y lo requería para usarlo como diversión a saber de qué grado de crueldad. Casi temblaba cuando me dirigí a él esgrimiendo un estilete. Pero lo que hice fue ponerme detrás de él y cortar las ligaduras de sus muñecas. Como ante todo quería que se tranquilizara y confiara en mí, puse en su mano el estilete para que él mismo liberara tus tobillos. Sentado en el suelo con las rodillas levantadas, la túnica resbaló por sus muslos y sentí una corriente de deseo al ver su bajo vientre descubierto. Más confiado ya, me devolvió el estilete y se puso de pie. Aún usé el instrumento para cortar las tiras que sujetaban en los hombros su vestidura y ésta se deslizó hasta el suelo. Volví a recrearme en la contemplación de ese cuerpo que anhelaba hacer mío. Pero su inerte disponibilidad no llegaba a colmar mis apetencias. No sólo deseaba,  también necesitaba sentirme deseado. Por muy esclavo que fuera y aún sabiendo que haría todo cuanto le exigiera, el recuerdo de lo que me había contado sobre el amo que recurría a una esclava para vigorizarlo no dejaba de perturbarme. Traté de dar un giro positivo a mis pensamientos: Yo era joven y bien parecido. Conocía el sentido de las miradas de otros jóvenes e, incluso, de algunos hombres maduros. ¿Iba a ser menos que una esclava en capacidad de seducción?
 
Decidí actuar con cautela y le dije: “¿Sabes para qué te he hecho venir?”. “Sí, mi señor. Aunque no podía imaginar que al cabo de tanto tiempo fuera de nuevo requerido para ello. Temo llegar a defraudarte”. “Sea como sea, no pienso llamar a ninguna esclava para que goces de ella”. Su curtido rostro denotó un cierto rubor mientras le sostenía la mirada, que luego desplacé ostensiblemente a su miembro flácido. Titubeante se atrevió a decir: “Tal vez la rudeza de los amos que me usaban impedía que pudiera darles placer de mejor forma”. Me salió el impulso autoritario y exclamé: “¡Vaya! Osas criticar a tus amos”. Pero enseguida rectifiqué al comprender el margen de confianza que se encerraba en esa reflexión: “No creo que lo mío sea la rudeza, así que conmigo no tendrás ese obstáculo”. Ansioso ya de gozar de él, empecé a tocarlo por todas partes, como si quisiera convencerme de su corporeidad. El calor que transmitía a mis manos y su olor viril me embriagaba. Se dejaba hacer e incluso facilitaba mi manipulación alzando los brazos y separando las piernas. De pronto esbozó una tímida sonrisa y me susurró: “Mi señor, ¿no desearías que te despojara de las vestiduras?”. Me sentí un poco ridículo, pues en mi excitación ni siquiera me había percatado de que seguía con mi túnica ante su desnudez. Me detuve entonces y permití que procediera. El contacto, por primera vez, de sus toscas manos, que sin embargo usaba con gran delicadeza, me encendió todavía más, lo que atestiguaba la fuerte erección que mostré cuando por fin quedé despojado de toda mi ropa. Se permitió bromear: “Mi señor no va a necesitar ninguna esclava que lo anime”.
 
La verdad es que, en el punto al que habíamos llegado, me sentí de pronto confuso. Por una parte, mi orgullo me impedía reconocer mi inexperiencia y confesar que era la primera vez que me disponía a practicar el sexo con el que tanto había fantaseado. Pero por otra, necesitaba de su guía en un camino para mí desconocido. Así que tomé como pretexto su última frase irónica y le reté: “Habrás de hacer algo mejor que lo que puede hacer una esclava”. Entonces fui retrocediendo lentamente hasta que quedé tendido con la espalda sobre el lecho. Se arrodilló frente a mí y tomó mi miembro con una mano, extendiendo el jugo transparente que brotaba de la punta. El goce que sentí sólo fue superado cuando se lo metió en la boca y contornándolo con los labios se afanó en una suave succión. Nada que ver con lo que alguna vez había recibido de una enviada por mis padres y con la que sólo quería desahogarme cuanto antes. Como éste no era ahora mi objetivo y aunque habría deseado que el momento se eternizase, hice un esfuerzo de voluntad y le pedí que parara: “No pretendas que me vacíe ya con tu primer truco”.  Se detuvo, no sin antes darme otros pases de mano como queriendo limpiar su saliva.
 
Repentinamente me sobrevino el deseo irrefrenable de saborear las delicias que tenía a mi alcance. Sabía que, si una tal conducta trascendiera, de lo menos que me haría acreedor sería de la vergüenza pública. Un ciudadano no podía hacer de puta de un esclavo. ¿Pero acaso los cuerpos de un amo y de un siervo no estaban hechos de la misma sustancia? Además, ¿quién había de enterarse de lo que sucediera en la intimidad de mi alcoba? Y el mismo esclavo se guardaría muy mucho de delatarme, pues podría resultar aún más severamente castigado que yo. Así pues me incorporé y lo obligué a tomar mi posición. Desconcertado no se atrevió a resistirse y dócilmente se entregó a mi lascivia. Me volqué sobre él restregando mi cuerpo contra el suyo, y todo lo que hasta ahora había sido poseído por mis manos se convirtió en el objetivo de mis labios y mi lengua. Sorbía y lamía los pezones, metiendo en mi boca cuanto cabía en ella. Iba bajando y mi saliva humedecía el tapizado de su vello. Al llegar al vientre y espesarse la maraña, me maravilló que aquello que sólo había conocido en un estado inerte aumentaba en volumen y turgencia. Me lo introduje en la boca queriendo imitar lo que hacía poco me había proporcionado tanto placer. El receptor se agitaba y bufaba a medida que mi cavidad trataba de contener la dureza creciente. Me agarraba la cabeza para atemperar mi vehemencia y, cuando intentó apartarme, resistí hasta que una lava ácida y dulce a la vez estalló y se deslizó por mi garganta.
 
Cuando finalmente me desprendí, miré su rostro, a medias satisfecho y avergonzado. “¿Qué te dije?, nos hemos bastado solos”. Permanecimos quietos el uno junto al otro respirando aceleradamente. Vesto –no había olvidado su nombre– se puso a tantear hasta dar con mi verga que seguía erecta y ansiosa. Se incorporó y alcanzó un frasco de aceite. Vertió unas gotas sobre la punta y fue extendiéndolas con un suave masaje. Creí que pretendía rematar lo que antes había quedado inconcluso, con un punto de disgusto porque no fuera a emplear la boca. Pero atajó mi pensamiento: “Hace mucho tiempo que no soy penetrado. Así obtendrás más placer, mi señor”. Se puso bocabajo y mansamente se me ofreció. Arañé su espalda jugueteando con el vello que la adornaba. Ante su espléndido culo, me recreé amasándolo y abriendo la raja. Hizo un movimiento de distensión y apunté mi lanza al oscuro objetivo que parecía latir. Efectivamente el aceite facilitaba la entrada y pronto nuestros cuerpos quedaron pegados. Se removió invitándome a la acción y ya me entregué a un frenético bombeo. Mi inexperiencia provocó que, falto de mesura, con una sacudida que me erizó de pies a cabeza, enseguida me fuera derramando en varios espasmos. Caí derrengado sobre él, alarmado por la fuerza de los latidos de mi corazón. Debía sentirlos transferidos a su espalda. Fue zafándose con mucho cuidado de debajo de mi cuerpo e hizo que me tendiera. Cogió de nuevo el frasco de aceite, pero esta vez lo utilizó para darme un masaje calmante por toda la parte superior de mi cuerpo. Quedé adormecido envuelto en sus caricias.
 
Cuando salí de mi sueño me cabeza reposaba sobre su pecho. La calidez que desprendía me tranquilizó de que estaba viviendo algo real. Deslicé una mano por su vientre y vino a dar con su pene en reposo. Pero al tenerlo asido fue creciendo hasta desbordar mi puño. Me llenó de orgullo y, a la vez, inflamó en mí un deseo. Si haber entrado en su interior me había dado tanto placer, ¿por qué no recibirlo también dentro de mí? En mi ignorancia, le pregunté si debía sentarme sobre él, como hacía el amo del que me había hablado. Consciente de mi virginidad, se mostró preocupado de que pudiera causarme daño. Ante mi insistencia accedió, pero aconsejando una postura más controlable y cómoda para mí. Pidió que me tumbara bocabajo en el lecho y metió un grueso almohadón bajo mi vientre. Derramó un poco de aceite en mi raja y lo fue extendiendo con la mano. Uno de sus dedos empezó a hurgar poco a poco en el agujero. Noté una extraña sensación y mi esfínter se fue distendiendo con la frotación. Con la otra mano empapada no dejaba de embadurnarse la verga para conservar su firmeza. Cuando sentí que me tanteaba con ella, mi respiración se aceleró. Centró la punta y apretó ligeramente. Algo diferente a lo que había sentido al meterme el dedo empezó a arderme en las entrañas cuando quedó traspasado el umbral. Reprimí un grito para no crear alarma y Vesto paró asustado. Pero me repuse y le insté a que no se detuviera. Con todo el duro miembro ya dentro, empezó a moverse, despacio primero y luego de forma más acelerada. El dolor inicial se fue transformando en un ardiente placer que recorría todo mi interior. Se agarraba a mis hombros para coger más impulso y le pedía que siguiera así. Pero de pronto, algo fluido y denso se abrió camino mientras las embestidas iban menguando con un temblor de muslos sobre mis flancos. El esclavo se retrajo entonces y quedó arrodillado. Me fui girando despacio y mi sonrisa hizo que su expresión asustada se serenara. Aún así se excusó: “He hecho lo que me has pedido, señor”.  “¿Sólo eso? ¿Tú no has gozado?”, insistí.  “¿Debe importar al amo el goce del siervo?”. Esta respuesta me hizo volver a la realidad. Había usado a un esclavo y éste había obedecido para satisfacerme. Ya no quedaba más que, aprovechando las sombras de la noche, volviera discretamente al lugar de donde había ordenado que lo sacaran.
 
Por la mañana acudieron mis servidores con mucha cautela y me encontraron plácidamente dormido. Mandé que me prepararan el baño, en el que me estuve recreando con el recuerdo de lo ocurrido. No me atreví, sin embargo, a volver a las caballerizas. La idea de ver al esclavo reducido de nuevo a su verdadera condición me horrorizaba. Pocos días más tarde regresaron mis padres y sin duda recibieron información de mi extraño comportamiento, aunque afortunadamente no me interrogaron al respecto. Pero, cuando al fin me decidí a preguntar a un siervo de mi confianza por el esclavo de los establos, supe que había sido vendido.


5 comentarios:

  1. Cada que leo un relato tuyo me transporta a mi fantasia de estar con un maduro gordo y peludo, gracias por darnos la oportunidad de sentir estas sensaciones. Continua por favor así. Saludos desde Mexico.

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    1. Anónimo1, no digas gordo y peludo, eso mata pasiones...
      Atte: anonimo 2

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  2. Bien escrito... ¿habrá continuación?

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