lunes, 9 de mayo de 2011

Morbo raro en la sauna

El otro día, me encontraba muy excitado por la lectura de los relatos que me vas enviando y el recuerdo de la última vez en que tuve mi cabeza hundida entre tus espléndidos muslos con tu polla hasta el fondo de mi garganta. Así que decidí buscar un desahogo y me dirigí, no con demasiada convicción, a una sauna, por ver lo que daba de sí el deambular por pasillos y vapores.

No había mucha animación – ¡ay la crisis!–, por lo que me resigné a no obtener más satisfacción que la de ligeros toqueteos. Bueno, sobar algún culo (bien sabes cuánto me gustan) y tantear alguna que otra polla tampoco está tan mal. Y por supuesto ser también yo el receptor de similares atenciones. Hay por lo demás un cierto ambiente comunitario que alimenta el “voyeurismo” que se me va acentuando con los años. ¡Qué gozada contemplar cómo se desfogan sin inhibiciones dos, o más, tiarrones –según mis cánones, que tú conoces– y cómo les excita sentirse observados!

Así estaban las cosas cuando me tope con un virtuoso en el arte de la succión, como recordaba de alguna experiencia anterior. De edad mediana, alto y bastante rollizo, me pareció ocasión a no desperdiciar. La cuestión era comprobar si él volvía a estar interesado en el contacto. Tras un expresivo cruce de miradas, me dirigí ostensiblemente hacia una cabina dejando entornada la puerta. A los pocos segundos entró y la cerró. Como ya sabíamos lo que nos aguardaba, sin mayor preámbulo, procedimos a quitarnos uno a otro la toallita que nos cubría las vergüenzas y me pidió que me tumbara en la cama. Así lo hice, boca arriba  y con las piernas entreabiertas, sabiendo cuáles serían sus próximos movimientos. En efecto, entrando por los pies de la cama, fue subiendo hasta alcanzar con su boca mi pecho y así empezar a lamer y chupar mis pezones, mis brazos, mi barriga… Saltó con sus lametones hasta las piernas mientras me acariciaba los huevos y la polla, que ya se empezaba a poner contenta. Como conocía su carácter sumiso, le agarré la cabeza para que empezara su tarea, sabiendo por lo demás que lo deseaba ardientemente. Obedeció, y de qué manera. Su boca era una máquina succionadora con diversos ritmos y cadencias, reforzada por sabias caricias, que me arrancaban gritos y expresiones de placer. Para no precipitar los acontecimientos, ya que mi polla echaba fuego, le permitía algunas pausas que aprovechaba para menearse la suya, que también merecía alguna atención.
 
En esas estábamos, cuando, al no haber quedado bien ajustado el pestillo, se  entreabre la puerta y asoma un tipo gordote y bastante peludo que muy cordialmente pregunta si puede pasar. Al parecer también conocía las habilidades del sumiso y no quería perdérselas. ¿Por qué no? Donde comen dos comen tres. Como la cama era de las anchas, se tumbó a mi lado y el tercero, gozosamente, se encontró con dos pollas a su disposición. Mientras él trabajaba alternativamente, compensándose la discontinuidad del proceso con el mayor morbo de la situación, nos acariciábamos y besábamos… ¡qué ricos y duros estaban sus pezones peludos! La cama parecía un bergantín con sus dos palos tiesos y un grumete muy dispuesto a obedecer las órdenes de dos  capitanes.


Así podíamos haber seguido indefinidamente hasta el inevitable momento en que nuestras trabajadas pollas dijeran basta y proyectaran su fluido hacia la cara del succionador, tal y como éste empezaba a suplicar. Sólo faltaba saber cuál de las dos se rendiría primero.

Pero…, y aquí empieza lo más peculiar de esta historia que, a la vez, me resulta más difícil de explicar, por el cambio de registro que he de introducir. El sexo puro y duro ha de abrir paso unos matices que se deslizan por el terreno más ambiguo del morbo y la seducción.
 
La puerta vuelve a abrirse lentamente y aparece un nuevo intruso, sin que sus pretensiones quedaran inmediatamente diáfanas. Lo había visto un rato antes, sentado solitario en un pasillo, pero no le había prestado mucha atención. No obstante, al adentrarse en la cabina, me pareció singularmente atractivo. Maduro, no grueso pero con carnes muy bien moldeadas, un vello corporal que resaltaba su virilidad y un rostro bastante interesante. La ambigüedad de sus intenciones resaltaba la curiosidad que me hizo sentir. El gordo tendido a mi lado fue a acariciarlo, como acogiéndolo en la familia, pero se retrajo dando a entender que, al menos de momento, sólo quería mirar. Como la actividad de los tres yacientes estaba en plena marcha, no era cosa de privarle de su contemplación. Pronto percibí que su mirada se iba centrando en mi persona, mientras que, bajo la toallita que aún conservaba, crecía un bulto significativo, lo cual captó aún más mi atención. Cuando al fin le cayó la toalla, apareció un precioso pene bien tieso y duro. Ello provocó que, como respondiendo a  un resorte, me incorporara de rodillas sobre la cama y, por encima del cuerpo de mi consorte ocasional, alargara la mano para acariciar aquella joya. Aunque se retrajo algo al primer contacto, no tardó en hacerme otro tanto, con gran regocijo del que observaba las maniobras desde la horizontal. Ya animado el recién llegado, demostró que no sólo venía a mirar sino también a ser mirado, de manera que se giró para mostrar su espalda rematada por un bonito culo, cuya textura y suavidad  no tardé en comprobar. Volvimos a acariciarnos las pollas y lo que no había conseguido todavía el experto chupador se produjo al contacto de esa mano que se movía con tanta delicadeza. De manera que mi leche se derramó en la barriga del que aún seguía tumbado en medio.
 
Recuerdo confusamente lo ocurrido de inmediato. El que me había masturbado tan gratamente salió de la cabina. Al poco hice yo otro tanto, pues me sentía necesitado de pasar por la ducha. Y allí quedaron mis dos primeros compañeros continuando sus afanes. Muy probablemente recibirían alguna otra visita.


Aquí podría haber acabado todo lo reseñable, como suele ocurrir en los encuentros de sauna. Pero en este caso siguió un cierto baile de seducción del que, aunque no físicamente, tú, mira por donde, también llegaste a tomar parte.
 
Ya refrescado y con la idea de que debería dar por concluida la incursión en la sauna, di todavía algunos paseos para observar si se había producido alguna renovación interesante de personal. Y por allí andaba el que me había vaciado antes con su caricia. Noté que volvía a mostrar su interés hacia mí por su manera de mirarme y de atraer mi atención  mediante ese gesto tan explícito de tocarse suavemente los genitales, cuyo volumen iba marcándose por debajo del taparrabos. No fui indiferente a su mensaje que le devolví con gestos similares. Como mi deseo estaba todavía algo menguado, preferí no precipitar lo que, no obstante, sabía que volvería a ocurrir. Proseguí con mis paseos sin rumbo y cada vez que volvíamos a cruzarnos percibía interrogantes en su mirada y la renovada crecida de su paquete. Para que su mensaje quedara suficientemente claro, optó por sentarse en una banqueta de manera que al retraerse la toalla quedaran bien visibles sus incitantes atributos. Algo había que hacer ante tan persistente reclamo y era yo quien debía allanarle al camino. La verdad es que no sabía muy bien cuáles serían sus pretensiones en ese segundo encuentro que parecía requerir y no cabía sino despejar dudas mediante un gesto más decidido. Así que entré en una cabina contigua y al instante me siguió cerrando la puerta tras de sí.
 
¿Qué pasaría ahora? Por todo su comportamiento previo, no me parecía que su intención fuera simplemente conseguir un revolcón, esta vez con mayor intimidad. Lo cual  daba un morbo especial a la situación y me tenía fuertemente excitado. Quedamos los dos de pie y ya desnudos. Su erección era contundente y mi polla iba volviendo a levantar cabeza. Él se dejó acariciar y, mientras sobaba su verga y sus huevos, le pellizcaba los pezones, que al ponerse bien duros revelaban el placer que experimentaba. Sentía su mano manejando mi polla y contribuyendo a su reanimación. Pronto, sin embargo, me apartó suavemente para concentrar su deseo en la mirada que dirigía hacia todo mi cuerpo. En éstas me pidió que me girara y subiera de rodillas sobre la cama, para tener una visión más directa de mi culo. Receloso de sus intenciones últimas, le previne acerca de mi estrechez anatómica como barrera infranqueable con la que toparía su polla si trataba de penetrarme. Entonces le hablé de la frustración de mi amigo más íntimo al no conseguir follarme como era su deseo. Él también se abrió a confidencias que me fueron dando claves sobre la singularidad de su comportamiento. Me contó que estaba casado y que su atracción por los hombres se expresaba básicamente a través de su “voyeurismo”, aunque no furtivo sino de presencia y con una cierta dosis de exhibicionismo, mostrando cómo reaccionaba su organismo ante lo observado, tal como quedó patente en su primera incursión. Rara vez había llegado al contacto físico, limitado en todo caso a las caricias. Todo un reto para mí, con lo que me enardecen las vivencias complicadas.
 
Más relajado y sin el recelo de sufrir un ataque imprevisto atendí su petición y ofrecí mi culo a su contemplación. No se limitó a ello sino que, con tímidos gestos, empezó a sobármelo, llegando a deslizar sus dedos, cada vez con más soltura, por la intersección de mis glúteos, lo que me producía un refinado placer. Fue acercando su cara a mi raja y, sin llegar a rozarla con labios ni lengua, iba deslizando su cálida saliva para obtener una mayor eficacia de sus tocamientos. Sentí la introducción lenta y suave de un dedo que realizaba una frotación nada molesta para mí. Mientras tanto, como me había agachado cuanto podía para facilitar sus trabajos, veía por en medio de mis muslos su balanceante polla que, de tan inhiesta, despejaba asimismo la visión de unos huevos que se iban cargando a medida que aumentaba su excitación. Mas cuando, animado por mi abandono, trató de introducirme más dedos, mi gesto de rechazo hizo que los retirara inmediatamente y reanudara las placenteras caricias.
 
Al mismo tiempo que actuaba, su mente iba elaborando nuevos deseos que le llevaron a interrogarme sobre el amigo al que había hecho referencia. Me pidió que te describiera y, al saberte fornido y rebasando la cincuentena, expresó su fantasía de ser testigo de uno de nuestros revolcones. Su entusiasmo aumentaba a medida que le iba respondiendo a los detalles que inquiría: cómo nos comíamos mutuamente las pollas hasta poder saborear la eclosión de semen; cómo disfrutabas cuando te follaba, con el culo bien abierto y animándome a que incrementara mis embestidas hasta lograr que me corriera en tu interior; cómo utilizábamos una diversidad de juguetes eróticos que alimentaban tu ansia de nuevas sensaciones; cómo, para darle más intensidad a nuestras emociones, recurríamos a correajes y ataduras, que te dejaban sumisamente indefenso ante mis ataques; cómo te ofrecía como objeto de placer a otros amigos ocasionales que me visitaban. El clímax que ya alcanzó su excitación le hizo exclamar que el tuyo había de ser el primer culo de hombre que desearía ardientemente follar.
 
De vuelta al asunto inmediato que teníamos entre manos, y una vez satisfecho de su manipulación sobre mi culo, volvimos a quedar enfrentados, lo que aprovechó para manifestar su deseo de ver cómo me masturbaba. No tuve inconveniente en atender su petición,  ya que mi vigor se había recuperado totalmente y el cuerpo me venía reclamando un nuevo desahogo. Al éxito de la operación contribuía la visión de su cuerpo y su mirada henchidos de deseo, así como los pícaros roces que con su polla iba aplicando sobre mis muslos. En esas circunstancias no tardé mucho en correrme, observando él atentamente el goteo de mi semen.
 
Colmadas de este modo sus ansias de mirón y consciente yo de la carga lujuriosa que se había ido acumulando en su sexo, alargué una mano hacia su polla, aún erecta al máximo. Pero, en cuanto los movimientos aplicados denotaron mi propósito de darle la satisfacción que creía merecía, el fantasma de sus inhibiciones debió imponerse sobre su deseo. Porque en ese momento, sin rechazarme directamente, fue retrocediendo hasta que mi mano quedó asida al vacío. Entonces, con una media sonrisa que expresaba a la vez gratitud y vergüenza, abandonó la cabina.
 
Quedé aún en ella unos instantes perplejo por la experiencia que me había tocado vivir de lo que osaría calificar de masoquismo psicológico. En ese contexto, el extraño final adquiría cierta coherencia y he de reconocer que, antes que decepción, me seguía durando una sutil sensación de placer morboso. Tal vez el componente masoquista también me había calado.
 
Para que una sorpresa fuera seguida de otra, en un nuevo cruce de pasillo, se me acercó para reiterarme su deseo de que lo invitara a uno de mis encuentros contigo. Afirmó ser una persona seria en quien se podía confiar. Con escepticismo, dado su comportamiento huidizo, no dejé sin embargo de preguntarle por la forma en que, en su caso, habría de concretarse la cita. No dejó de resultar coherente la única respuesta recibida: un beso y una sonrisa.

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