miércoles, 20 de abril de 2011

Sigue tu carrera de actor

De nuevo me convocaron para una filmación en la que debería someterme a sesiones de “bondage” y BDSM. Mi fama de adaptable a los caprichos de los clientes y el buen resultado de mi primera experiencia como actor hacían de mí el intérprete ideal. Me tranquilizaron al asegurarme que no habría nada de tremendismo ni producción de dolor, más allá de las prácticas que me eran habituales.


Aunque el plató se ubicaba en un local auténtico de esas características, convenientemente adaptado, la escena inicial se desarrollaba en solitario en una habitación de hotel. Yo salía del baño recién duchado y anudando descuidadamente una toalla a mi cintura. Me tumbaba en la cama y ojeaba una revista donde aparecían escenas sobre esa temática. El  efecto excitante que me producían quedaba patente al pellizcarme los pezones y meter la mano bajo la toalla, que iba resbalado hasta dejar ver como acariciaba mi polla y la ponía dura. Atraído por un anuncio, descolgaba el teléfono y concertaba una visita. Abandonaba la cama, ya sin toalla, y escogía ropa del armario. Fin del prólogo, en el que no obstante quedaba indicado mi protagonismo y, de paso, hacía una primera exhibición de mi cuerpo. Ambas cosas me gustaban.
 
En la siguiente escena, y cubierto con una gabardina, llamaba a una puerta un tanto siniestra en un callejón oscuro. Un joven de aspecto oriental y con solo un tanga como taparrabos me pedía la gabardina, quedando yo ataviado con un pantalón de cuero negro, con tapas delanteras y traseras, y un chaleco corto del mismo material que no llegaba a cruzar sobre el pecho. El local era rústico y tenuemente iluminado. De momento solo vi una barra servida por un oriental idéntico al portero y algunos tipos con atuendos leather. Me acodé y pedí un güisqui. A medida que mi vista iba haciéndose a la penumbra pude observar que en varias hornacinas que se abrían en las paredes había mayor actividad. En una de ellas un negro imponente subido a una banqueta tenía fuera una gran polla con la que jugaban dos sujetos. En otra un gordo vuelto de espaldas y con los pantalones caídos movía el culo reclamando atención.
 
Mi contemplación se interrumpió cuando dos de los que estaban en la barra se pusieron a mi lado sin decir palabra. Uno musculoso y lampiño total, otro robusto y barbudo. Nuestros hombros acabaron rozándose y una mano empezó a soltar los botones de la parte trasera de mi pantalón y otra me sobaba un muslo. Yo bajé las mías a cada lado y palpé sus braguetas, que estaban ya tensas y duras. Mientras el rapado me palpaba el culo ya destapado, su colega se abrió la chaquetilla, se puso a restregarse contra mi pecho, fue bajando la cabeza y mamó con fuerza los pezones.
 
Llevándome casi en volandas nos desplazamos a una hornacina vacía. Me hicieron arrodillar y se sacaron las vergas completamente tiesas. Sujetaban mi cabeza con las manos para que se las fuera chupando. Cuando más animado estaba me subieron a una banqueta y de un tirón arrancaron la delantera de mi pantalón. Mi polla se disparó dura y húmeda. Sacaron una pequeña linterna y la enfocaban como si la estuvieran tasando. Una gotita brillaba en la punta y el barbudo la lamió. Yo estaba ya muy excitado y  esperaba que el antro en que estábamos no se redujera a aquella sala y que hubiera otras zonas con más posibilidades de realizar mis fantasías. Intenté preguntarlo a mis acompañantes pero llevándose un dedo a los labios me dieron a entender que la consigna del lugar era el silencio y la sumisión.
 
Mi indicaron que me despojara de mi ya exigua vestimenta y de un cajón oculto en la banqueta sacaron dos juegos de esposas. Tanto las que me pusieron en las muñecas como en los tobillos iban separadas por un trozo de cadena. Hicieron que les siguiera hasta una pequeña puerta a la que llamaron. Cuando ésta se abrió me empujaron adentro quedando ellos fuera –tal vez su tarea conmigo había acabado­–. Desnudo y esposado apenas podía ver nada a causa de la escasa iluminación que proporcionaban las velas dispersas por la dependencia. Cuando mi vista se fue acostumbrando pude vislumbrar diversas mesas y banquetas, escalerillas, cruces de San Andrés, slings y argollas colgadas del techo. Al fondo varias entradas como de grutas. Y de momento nadie más que yo sin saber qué hacer. Pero de pronto, y con gran sigilo, salieron de una de las grutas dos fornidos individuos encapuchados  y vestidos solo, curiosamente, con correajes y unas faldas escocesas. Juraría que eran los mismos que me habían introducido.
 
Me hicieron tumbar boca arriba sobre un banco desde la cabeza hasta las corvas. Engancharon las esposas de mis tobillos a las patas y las de las muñecas a los laterales del banco, quedando tirante sobre mi vientre la cadena que las unía. Uno de los escoceses se sentó sobre mi cara y en la oscuridad de su falda me restregaba el culo y los huevos. Tanteó con la polla hasta meterla en mi boca donde notaba su endurecimiento. Sentía a la vez cómo el otro me sobaba los muslos y el vientre provocándome una nueva erección. Cuando mi cara quedó liberada, vi  que a mi alrededor había cuatro o cinco tipos de variada catadura también encapuchados y desnudos. Miraba hacia arriba y veía sus vergas amenazantes a mi alrededor. Fuero estrechándome la polla como si me dieran la mano. Me desligaron los tobillos para subir mis pies sobre el banco. Sujetándome las rodillas, mi agujero quedó bien expuesto. Me introdujeron una cánula que vertía un líquido caliente y viscoso que, al rebosar, lo fui expulsando a borbotones. Los recién llegados desaparecieron y los escoceses me levantaron del banco –chorreantes aún mis piernas– y me hicieron entrar en una de las grutas. Me arrodillaron frente a una pared con agujeros de distintos tamaños y alturas. Por uno de ellos asomó una inmensa polla negra –probablemente la del que vi al principio en la hornacina– que me apresté a tragar sin que me obligaran pues sabía que era mi deber –y mi placer–. Pero fueron asomando otras, gordas o largas, que agitándose me reclamaban. Procuraba atenderlas con prontitud y, estando con una de ellas, un sonido tras la pared impulsó a los escoceses a sujetarme la cabeza y un río de leche inundó mi boca, no soltándome hasta que la hube tragado.
 
Dándome la vuelta encajaron mi culo en un agujero más grande, de manera que todo él pasaba al otro lado, ignorando yo lo que ahí podía suceder. No tardé en sentir que me lo abrían al máximo y me entraba un plug duro y grueso con una vibración creciente que aumentaba la sensación que se expandía por todo mi interior. Reprimí cualquier queja para evitar represalias hasta que cesó el temblor y el plug salió por sí mismo, dejándome el culo ardiendo. Mis guardianes me desencajaron del agujero y me condujeron hacia un sling  balanceante. Me tumbaron sobre él, soltaron las cadenas que unían las esposas y subiendo brazos y piernas los sujetaron a las cuatro correas laterales. Así quedé mecido en el aire y con el culo dolorido de nuevo bien expuesto. Se acercó a mí el negro de la gran polla, cuyas dimensiones ya había apreciado antes con mi boca, y empezó a jugar pasándomela por la raja y por los huevos; la ponía sobre mi polla, que ya se estaba animando de nuevo, y apretaba las dos juntas con la mano.
 
En estos preliminares mis custodios no se estaban quietos. Me  apretaban las tetas y pellizcaban los pezones, hasta que uno de ellos se levantó la falda y puso su paquete sobre mi cara. De esta forma me sujetaba y a la vez me privaba de la visión de lo que había de ocurrir por mis bajos. Sin previo aviso el negro apuntó la polla en mi agujero y la fue clavando agarrado a mis piernas subidas para hacer más fuerza. A punto estuve de morder los huevos escoceses apoyados sobre mi boca, pero aguanté hasta que las caderas del negro sobre mis muslos me indicaron que la larga penetración había llegado al tope. Pero solo era el comienzo de una follada impresionante que erizó todo el vello de mi cuerpo y me hizo sentir escalofríos. Y eso que se trataba de una ficción cinematográfica –pensé–, pero más realismo imposible… Con un espasmo que hizo retroceder al escocés que me parapetaba, el negro empezó a correrse dentro de mí, pero, cuando creía que ya estaría del todo vacío, sacó la polla y siguió meneándosela sobre mi vientre hasta que el chorro me llegó a la barbilla. Soltaron mis brazos y piernas y quedé derrengado y pringoso sobre el sling.
 
Poco duró el descanso, pues me levantaron, unieron las esposas de manos y pies, esta vez sin cadena intermedia, y me colgaron de una argolla que pendía del techo, aunque con los pies en el suelo, afortunadamente. Con una esponja limpiaron la leche del negro y luego me fueron untando aceite por todo el cuerpo. Su aplicación en la polla logró que ésta se vigorizara de nuevo. Entonces la metieron en un aparato masturbatorio y me pusieron unas pinzas en los pezones. Todo ello iba conectado por unos cables a través de los cuales llegaban intensas vibraciones que me hacía girar de cosquilleo y placer.
 
Una vez desconectado me soltaron de la argolla, quitaron todas las esposas y me pusieron los brazos pegados al tronco. Con una especie de venda elástica me fueron envolviendo desde el cuello hasta los tobillos inmovilizándome completamente, pero dejando fuera los pechos y la polla aún tiesa. Aparecieron tres de los sátiros encapuchados y dos de ellos me chupaban y mordían los irritados pezones. El tercero se ocupó de mi polla asomada entre las vendas, la lamía y succionaba el capullo. Le echó abundante aceite y me masturbaba con fuerza. Cuando mi deseo estaba a punto de reventar paraba y me dejaba ansioso, sin poder moverme y con los huevos hinchados oprimidos por la venda. Reanudaba el frote haciéndome temblar de placer y por fin me corrí sobre su boca, que acercó para recibir mi semen. Tuvieron que sujetarme para que no cayera como un fardo.
 
Deshicieron el vendaje y todo mi cuerpo se esponjó aliviado. Me pasaron a unas duchas donde me ordenaron ponerme de espaldas con los brazos abiertos en alto agarrando unas argollas y las piernas bien separadas. Con una manguera de agua templada me rociaban, la pasaban entre los muslos de forma que polla y huevos me rebotaban, metían la punta en mi culo abierto llenándolo hasta que me salía un chorro. La verdad es que todo aquello me relajaba después de las tensiones sufridas.
 
Una última sorpresa, aunque ya de otro cariz –al fin y al cabo yo era un cliente que debía quedar satisfecho de la sesión–, fue que, al acabar de secarme, uno de los escoceses se inclinó abrazándose a la cintura del otro, que le levantó la falda para ofrecerme su culo redondo y terso. La adrenalina que había ido acumulando en mis sumisiones hizo resurgir en mí el deseo y el vigor. Me abalancé sobre él y lo follé con vehemencia hasta sentir el alivio de la corrida en el cálido recipiente.

La secuencia cambiaba y yo volvía a estar dormido en la cama del hotel con la revista caída junto a mi polla tiesa. Me sobresaltaba al oír llamar a la puerta y entraba un camarero con la bandeja del desayuno, quien no era otro que el negro de mi sueño.

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