martes, 26 de abril de 2011

Seducción en el gimnasio

Tardé bastante en tener experiencias con hombres, al menos con los que más me atraían y que, sin embargo, me parecían inaccesibles. Hombres maduros y muy varoniles que pensaba no podrían ser sino heterosexuales y por ello me resignaba a su contemplación, siempre con la mayor prudencia.

Por un problema de salud que había tenido, me recomendaron que asistiera a un gimnasio. Nunca he sido muy dado al ejercicio físico y lo tomé como una obligación. Así que me inscribí en uno que me caía cerca de casa. No era demasiado grande, aunque sí tenía una buena piscina. Como pude comprobar enseguida, la clientela de última hora de la mañana, a la que yo solía ir, era predominantemente de hombres mayores que yo. Para mí constituían una novedad los usos y costumbres de un lugar como ese. No es que detectara “rollo”, como ahora diría, pero me trastocaba la desinhibición dominante en el vestuario y las duchas, precisamente por parte de individuos que yo consideraba fruta prohibida. Mis progresos gimnásticos no eran muchos, pero desde luego no quitaba ojo cada vez que tenía ocasión, sobre todo cuando se trataba de los que me resultaban más atractivos.

En particular, utilizaba una taquilla junto a la mía un hombre de unos cincuenta años, regordete y moderadamente velludo. Era muy jovial y simpatizó conmigo enseguida. Cuando nos cambiábamos de ropa se quedaba completamente desnudo con toda naturalidad. A veces, sentado yo en la banqueta, tenía sus bien dotados genitales a un palmo de mi cara. Ni que decir tiene que había de disimular al máximo lo excitado que llegaba a ponerme.
 
Incluso en una ocasión en que había ya poca gente, se puso a bromear con el monitor, que por cierto estaba bastante bien, y otro conocido suyo, y empujándose en un jugueteo muy viril acabaron los tres desnudos en la piscina. Lo cual desde luego contravenía las reglas del local. De buena gana me habría incorporado a la mêlée, pero me contuvo el temor a que mi calentamiento me delatara.
 
Estaba casado y también vivía por la zona. Pero, como había terminado el período escolar de sus dos hijos adolescentes, la familia se había trasladado a una casa en la costa, a la que él se desplazaba por la noche. Por eso, de vez en cuando, al salir del gimnasio íbamos juntos a comer en un restaurante cercano. Se mostraba muy comunicativo y se explayaba hablándome de su vida profesional y familiar, aunque sin dejar caer la menor alusión de índole sexual, salvo las bromas con el camarero, que tenía una marcada pluma.

Una de estas veces me propuso que lo acompañara a su piso donde tenía que recoger unas cosas. Este gesto de intimidad no dejó de activarme cierta morbosidad. Aunque ya lo tenía conocido físicamente de todas las maneras posibles, que entonces para mí no alcanzaban a llegar a verlo excitado, estar con él en privado y completamente solos cambiaba las perspectivas de nuestros encuentros.
 
Me hizo los honores como anfitrión, mostrándome con orgullo las principales dependencias de la casa. Mientras, iba quitándose americana y corbata y abriendo la camisa. Me dejó un momento solo en el comedor y al poco volvió en calzoncillos. Gestos que no constituían ninguna novedad para mí, lo que no significaba en absoluto que me fueran indiferentes, pero que, en la situación en que estábamos, llegaban a provocarme una gran turbación. “Voy a ponerme cómodo y refrescarme”.
 
Se movía con rapidez y determinación, de manera que volvió a salir dirigiéndose hacia el baño. No me atreví a seguirlo y al poco me llamó. Lo primero que vi fue que, de espaldas a mí, orinaba ya sin los calzoncillos. Me esforzaba en pensar que tanta naturalidad sólo se debía a la falta de pudor que había derivado de nuestra convivencia en el gimnasio, pero a pesar de todo el corazón me bombeaba cada vez con más fuerza.
 
Siguió exhibiendo su desnudez en el lavabo y de repente preguntó y afirmó: “¿Tienes prisa? Yo no”. Y sin esperar respuesta: “Vamos a tomar algo fresco. Pero con el piso cerrado hace mucho calor, así que te recomiendo te pongas también cómodo”. ¿Quería decir que me desnudara tal como estaba él? Mi timidez me lo impedía ahora, aparte de temer que quedara al descubierto mi excitación. Así que, mientras él iba a la cocina para buscar las bebidas, me limité a quitarme la camisa y aproveché para echarme agua a la cara y  paliar mi sofoco.
 
Me lo encontré medio tumbado cómodamente en el sofá con sus atributos bien a la vista y, al reparar en mi pacato aligeramiento de ropa, esbozó una sonrisa. Inquieto como era, se levantó de pronto y dijo: “Verás qué cosa más divertida me regalaron en la empresa cuando cumplí los cincuenta”. Y con cimbreo de su apetitoso culo salió de la sala. Reapareció llevando puesto un boxer negro muy transparente, de manera que apenas sombreaba lo que no llegaba a ocultar. Lo encontré aún más seductor, si cabe, y sólo pude balbucear un tonto “caray”. “Hasta hicieron que me lo probara delante de todos”, echando más leña a mi fuego.
 
Y para avivar la pira que me quemaba por dentro: “Te lo podías probar también tú. Así vería el efecto que hace puesto en otro”.  No podía negarme, pero me horrorizaba que iba a quedar en evidencia la erección que me había producido la exhibición. Me quité pantalones y slip medio girado con la excusa de dejarlos en la butaca. Él ya se había desprendido del boxer y me lo alargaba. Afortunadamente me iba un poco grande y así la tensión no era tan patente. Se limitó a comentar: “Pues sí que es indiscreto el modelito”. “Bueno, quítatelo y vamos ya a seguir con los refrescos”, sin dejarme más opción que quedarme tan en pelotas como él.
 
Se volvió a recostar en el sofá totalmente desinhibido. Yo, en la butaca, cruzando las piernas, seguía obstinado en una ocultación cada vez más imposible de mi polla tiesa. De pronto, con expresión risueña, me dijo: “Te lo estoy haciendo pasar mal, ¿verdad? Pero no hace falta que sigas tratando de disimular. ¿Crees que no me daba cuenta de cómo me mirabas en el gimnasio? Y me gustaba… Anda, ven aquí”. Con un suspiro de desahogo me levanté, ya con mi excitación bien expuesta, y titubeante me acerqué al sofá. Me hizo sitio girándose un poco y mi piel quedó en contacto con la de su espléndido culo. Por fin, al deleite visual se unía el del contacto físico, que me inundó de calor.
 
Mientras lo acariciaba, le confesé que, en mi ignorancia, me parecía impensable que un tipo de hombre como el que él encarnaba pudiera compartir mis deseos. “Pues ya ves que te equivocas”, me contestó, añadiendo: “Lo que pasa es que sabemos controlar mejor las emociones,…menos cuando nos tocan”. Y al girarse presentaba una deliciosa erección.
 
Follamos con apasionamiento y ternura, y aprendí mucho de su experiencia. Pero lo más importante fue que, a partir de ese día, se me derribó el tabú de lo que me parecía una ilusión inalcanzable.

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