sábado, 19 de marzo de 2011

Tu fiesta “a la romana”

Cuando leíste mi historia sobre la esclavitud en la antigua Roma, tus fantasías eróticas echaron a volar. Ya te veías arrojado a la bodega de una nave y conducido para ser exhibido en un mercado, en el que los posibles compradores se recrearan con tu completa desnudez y pudieran tocar cualquier parte de tu cuerpo. Obligado a la docilidad bajo amenaza de severos castigos y con un arete al cuello unido por una cadena a una argolla en la pared eras incitado por el mercader, que pretendía sacar por ti el máximo beneficio,  a no resistirte a tan humillante examen. Te hice volver a la realidad argumentando que los pobres esclavos de la época, por muy buenos que estuvieran, no debían estar precisamente muy cachondos cuando los ponían en venta. De todos modos, cuando una idea te excita pasas de coyunturas históricas y la conviertes en un ensueño morboso.

Como tus caprichos siempre me estimulan a tratar de complacerte, empecé a darle vueltas al tema y a buscar información. Dio la casualidad de que con motivo de los carnavales, en un club osuno, se celebraba una fiesta “a la romana”. Se requería ir disfrazado como correspondía a la temática –incluso si la única vestimenta era una corona de laurel, decía el anuncio– y se animaba a agudizar la imaginación. Me pareció una buena oportunidad y rápidamente hice una doble reserva, ya que el aforo era limitado.

Con gran satisfacción por tu parte te expuse mi plan. Yo me caracterizaría como mercader y te llevaría como esclavo a vender en la plaza pública. Seguro que podríamos montar una pantomima en la que realizar tus fantasías. Preparamos la presentación con todo detalle. En mi caso era más sencillo, pues me bastaría con una túnica austera y un manto, aunque preferí añadir algo de peluca y barba poblada para pasar más desapercibido. Lo tuyo en cambio requería más estudio. Desechada tu sugerencia inicial de aparecer ya en pura pelota sólo con cadenas, buscamos algo que permitiera una mejor dosificación del espectáculo. A unas cintas de cuero que pasaban por debajo de la barriga y quedaban anudadas a los costados le metimos una tira estrecha del mismo material que te tapara escasamente por delante y por detrás. Completaba una especie de jubón  también de cuero envejecido que dejaba medio pecho descubierto. La parte más dramática la componían tobilleras y muñequeras unidas por cadenas y un collar donde sujetar la cuerda con que había de conducirte. Vamos, más o menos, como el gigante de “Quo vadis?”. Hicimos las pruebas y a ti lo que más te interesaba era la facilidad para desprenderte de las prendas llegado el momento.
 
Salimos para la fiesta y me preocupé de que te pusieras al menos una gabardina, entre otras cosas porque estábamos en invierno. Llegados al local preferí hacer una inspección yo solo para conocer el terreno por donde nos moveríamos, y mientras tú te irías colocando las cadenas de brazos y piernas. Había ya un ambiente bastante desmadrado y con tipos de lo más apetitosos. Los disfraces no desmerecían de la época imperial. Lujosas túnicas y mantos dorados y púrpura, pero que se desajustaban con frecuencia, alternaban con cortas clámides  que permitían lucir muslos poderosos. Había quienes optaban por una corta faldilla sujeta por un ancho cinturón y todo el torso al aire e, incluso, los hábilmente tapados con alguna hoja de parra. Curiosamente no me pareció ver ninguna escenificación de amos y esclavos, lo cual haría que nuestra aparición resultara más original. Por lo demás reinaba gran jolgorio, desinhibición y metidas de mano. Más de una cabeza estaba ya oculta por debajo de alguna falda.

Fui a buscarte y, ya a punto, pasé una gruesa cuerda por el aro de tu collar y te conduje hacia la sala. Andabas con cierta dificultad a causa de la cadena y te conminé a que mantuvieras el rostro bajo y con aspecto compungido. Con las manos ligadas a la espalda, tiré de ti entre el bullicio y empezamos a llamar la atención. Había una pequeña tarima en un rincón y allí nos subimos. Dejando bastante holgura sujeté el extremo de la cuerda en un aplique de luz y ya el escenario quedó bien delimitado. Se fueron acercando varios curiosos que pronto comprendieron de qué iba el asunto. A ti ya te veía como transfigurado viajando a lo largo de los siglos.
 
Aunque ya había hecho alguna preparación, fui improvisando un parlamento para poner a la gente en situación y, sobre todo, incitarlos a lo que tú estabas deseando. Te presenté como un jefe de clan que había comprado mediante sobornos cuando estaba a punto de ser ejecutado. Aunque me había prestado muy buenos servicios –recalcando la frase con malicia–,  lamentablemente me veía en la obligación de venderlo por problemas de mis negocios. Garantizaba su lealtad y disponibilidad para cualquier uso que se le quisiera dar, tanto en los trabajos más duros como en los más placenteros. Invitaba a todos los posibles interesados a que, sin deteriorar la mercancía, comprobaran su calidad con la vista y con el tacto.

Era evidente que muchos te observaban con algo más que interés, pero aún no se decidían a tomar parte activa. Hice que te adelantaras al borde de la tarima y te palpé el pecho descubierto como mostrando su consistencia, e indicar de paso que la veda quedaba abierta. Un espectador de la primera fila –un tipo grueso con una breve túnica de tejido muy claro, que transparentaba el abundante vello de su cuerpo– metió la mano por dentro de tu jubón para sobarte la otra teta. Te removiste de gusto y tuve que darte un disimulado pellizco para que no perdieras tan pronto la compostura. Entonces otro concurrente –un apuesto maduro de blanca barba y manto señorial– tiró de la cinta que sujetaba el jubón y éste cayó por su propio peso, quedándote todo el torso liberado. Con una aparente violencia te sujeté la cabeza para que te inclinaras hacia delante. Tus pechos quedaron ahora descolgados y varias manos aprovecharon para sobártelos.
 
Tiré de la cuerda para erguirte y ofrecer así una visión más completa. El taparrabos, bastante ya por debajo de la barriga debido a los movimientos y, sobre todo, a la tensión que le iba aplicado tu polla, apenas te sujetaba ésta y por los lados casi asomaba parte de los huevos.

Se oyeron algunos aplausos –esto en Roma no debía pasar–, que aumentaron cuando hice que te dieras la vuelta y destacaras el trasero. La tira posterior se te había quedado metida en la raja del culo, que aparecía con toda su contundencia.

Me divertía lo bien que estabas disimulando por fin cuánto te excitaba tu exhibición, bajo una máscara de aflicción y servilismo. Te sentías inmerso en mi relato, que tanto te había hecho fantasear. Pero al volver a presentar al público tu delantera, la polla ya desbordaba los límites del taparrabos con una descarada erección. Te conminé a ocultarla, como si diera a entender que ya habías enseñado bastante, lo que provocó un abucheo entre el respetable, cada vez más animado.

Condescendiente te ordené entonces que volvieras a enseñar la polla y la toquetearas para deleite de los lascivos mirones. No vacilaste en sacarla bien tiesa y moverla en todas direcciones. La temperatura ambiente iba subiendo y eso te ponía de lo más cachondo.

Para incrementar el clímax pregunté si seguían interesados en conocer mejor las cualidades de la mercancía. Expresiones y gestos con el pulgar en alto –muy en plan coliseo– dejaron bien claras las apetencias. Fuera de guión, y porque sé que te da mucho morbo, se me ocurrió taparte los ojos con un paño negro. No obstante, para facilitar tus movimientos, te libré momentáneamente del encadenamiento en manos y pies, pero mantuve la cuerda que sujetaba tu collar. Con sigilo deshice el lazo de la cinta que sostenía el taparrabos y éste fue deslizándose por etapas.
 
Para echar más leña a los deseos que suscitabas  y retardar los toqueteos que pronto llegarían, te empujé a la pared del fondo para que, con diversas posturas, fueras mostrándote en toda tu lasciva desnudez. Obedecías a cada indicación y, privado de la visión, te movías con parsimonia, como en un peculiar pase de modelos.
 
Por fin te llevé hasta el borde de la tarima, desde donde ya se elevaban reclamos ansiosos y forcé la teatralidad, volviendo a atarte de pies y de manos para ponerte como colgado a disposición de las fieras. Te dejabas hacer cada vez más identificado con tu papel.
 
Ahora ya no demoré más el permiso para tocar, eso sí con moderación. Tus sensaciones debieron ser extremas cuando varias manos empezaron a recorrer tu cuerpo. Te tanteaban la polla de nuevo bien tiesa y te la levantaban para sopesar los huevos. Hay quien prefería sobarte las tetas y ponerte duros los pezones. Recibías los contactos con murmullos que bien podían interpretarse como lamentos o como expresiones de placer. Esto último era lo más evidente para mí, que sabía lo que estabas disfrutando.

Cuando lograban girarte, tu culo era objeto de las mayores atenciones. Te lo palpaban y estrujaban, e incluso algunos más osados lo abrían para vislumbrar el agujero. Tuve que dar varios palmetazos para frenar los intentos de meter los dedos.
 
Los incondicionales que nos habíamos granjeado se lo estaban pasando de maravilla. Pero llegó un momento en que, por el ajetreo sobre tu cuerpo y el aturdimiento que te producía tener los ojos vendados,  percibí en ti una cierta fatiga, reflejada en la progresiva pérdida de tu vigor. Cuando avisé de que el magreo colectivo tocaba a su fin, hubo cierta protesta. Entonces, uno más lanzado espetó muy metido en la farsa: “Hemos podido apreciar lo bueno que está el esclavo. Pero aún nos falta conocer sus aptitudes para dar placer”. Lo acompañaron rumores de asentimiento entre la plebe. Ya teníamos prevista una demanda semejante y, aunque te conviniera un reposo de los bajos, por el gesto que capté en ti, relamiéndote discreta pero indicativamente, te vi dispuesto a cambiar de tercio. Todo lo que haga falta para que tu mercader haga una buena venta. Y de paso seguir saciando tu sexualidad a tope. Así que te hice sentar en el borde de la tarima con las piernas encogidas y los brazos bien sujetos a la espalda. Aunque seguías con los ojos tapados, tu boca quedaba presta a ser usada.

Para dar el toque de salida y predicar con el ejemplo, me subí la túnica y destapé mi polla,  bien cargada por tantas emociones. Te rocé con ella los labios y la engulliste reconociéndola y haciéndole una cariñosa mamada. No me demoré, pues ya se había formado una cierta cola y me apresté a dirigir el tráfico. Advertí que sólo se trataba de una cata y no se permitiría recrearse más de la cuenta. Con las túnicas abiertas o las faldillas levantadas, iban desfilando con una jocosidad nerviosa. Las pollas que ya venían en forma te entraban en la boca y las chupabas expertamente unos instantes. Las que necesitaban estímulos eran sorbidas y pronto cobraban vida.
 
Aunque reinaba el comedimiento –no hubo que lamentar ninguna eyaculación precoz–, tú ya estabas necesitando llevarte a la boca algo más refrescante y los mamados, comprendiendo que la pantomima no pasaría a mayores osadías, al menos en plan colectivo, se iban dispersando y disolviendo en el ambiente general, donde también se había desatado la lujuria. Pocas túnicas se mantenían como estaban al principio y dominaba el exhibicionismo más desaforado.
 
Te descubrí los ojos y te liberé definitivamente de las ataduras. Cuando tu vista se adaptó a la luz, miraste complacido la orgía que tenía lugar a nuestro alrededor. Yo también me descargué de todas las prendas que tanto me habían hecho sudar. Como ya no íbamos a desentonar, desnudos con estábamos fuimos a buscar algunas bebidas.

Me quedé solo mientras ibas al lavabo y entonces una pareja de lo más apetitosa me interpeló. No recordaba que hubieran tomado parte en nuestra farsa, aunque estaban muy al tanto de lo allí acontecido. Con zalamería me preguntaron si todavía estaba abierta la puja por el esclavo. Respondí que eso ya era asunto tuyo y que podían ir a buscarte.

Como sabía que ibas a estar bastante tiempo ocupado, me fui detrás de un cuerpazo que pasó cerca de mí para ver si me quitaba de penas.

Lo que acabamos haciendo tú y yo por nuestra cuenta como remate de la fiesta romana ya es otra historia.

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