jueves, 17 de marzo de 2011

El amante celoso (La venganza se sirve en frío)

Hace ya bastante tiempo tuve un tórrido asunto amoroso. Fue con alguien mayor que yo, muy guapo y con un cuerpo de lo más atractivo, de acuerdo con mi gusto por hombres maduros y entrados en carnes. El problema era que tenía una pareja de años, pero en una relación tormentosa. Los dos se ponían cuernos mutuamente en cuanto podían, pero a la vez eran terriblemente celosos y siempre temerosos del abandono por el otro. No obstante me dejé liar, convirtiéndome en su paño de lágrimas. La verdad es que echábamos unos polvos fabulosos y que lo pasaba muy a gusto cuando estaba con él, aunque tuviera que aguantar sus cuitas afectivas. No dejaba de resultar paradójico que, mientras estábamos follando, él  desgranara las sospechas de infidelidad de su amante. A veces llegaba a expresar la intención de abandonarlo por mí y, aunque en aquel entonces yo lo hubiera deseado, era consciente de que los lazos que los mantenían ligados, por mucha complicación que conllevaran, eran imposibles de deshacer.


Llegó un momento en que, en un “crescendo” de tensión entre ellos, acabó por revelar mi existencia, esgrimida como amenaza. Incluso se formalizó una falsa ruptura, como entendí desde el primer momento. Pero no tuve más remedio que acoger al abandonado, que se debatía entre lamentaciones por la pérdida y promesas de una nueva vida conmigo. Así las cosas, no pasaron muchos días para que, hallándonos en pleno revolcón, sonara insistentemente el interfono de la portería. Una voz temblorosa pidió hablar con el refugiado, quien indudablemente había ido dejando suficientes pistas para que aquello pudiera ocurrir. Le pasé el telefonillo y me aparté discretamente. Al cabo de un rato, con expresión de carnero degollado, me dijo que tenía que bajar. Se vistió a trompicones  y marchó a la ineludible reconciliación.
 
No pasó ni una semana y recibí la llamada del huido. Disculpándose por su comportamiento –y cierto era que todo el affaire me había dejado bastante tocado–, no renunciaba sin embargo a seguir relacionándose conmigo. Pero el riesgo y la clandestinidad reforzada que ello comportaría me dieron fuerzas afortunadamente para rechazar la posibilidad de liarnos de nuevo. Luego nos encontramos alguna vez de forma casual y la repetición de sus lamentaciones me confirmó en mi decisión de no volver a caer en la tentación.

Aunque su pareja no había llegado a conocerme en persona, yo sí que los había visto juntos en algunas ocasiones, por supuesto pasando completamente desapercibido. Pero el saber quién había sido mi rival me permitió tramar una dulce venganza. (A partir de ahora, para evitar confusiones, los denominaré respectivamente Andrés y Bernardo).
 
Como las infidelidades debían seguir siendo consustanciales  a sus amores, me encontré a Bernardo en un bar, cuya originalidad consiste en que, algunas noches, es obligatorio el desnudo integral. Era una de esas noches y allí estaba solo. Fue entonces cuando me propuse tratar de ligármelo, en plan de compensación por los daños sufridos. Cierto es que el intento no suponía ningún sacrificio, ya que estaba tan bueno como Andrés, quien en su momento me había comentado que con frecuencia los tomaban por hermanos gemelos. Como estaba claro que buscaba aventuras, no me fue difícil la aproximación, a la que se mostró receptivo. Las copas que tomábamos y la desnudez que exhibíamos facilitaron que no tardáramos en meternos mano, calentándonos mutuamente. Nuestro deseo de pasar a mayores era evidente, pero el local no ofrecía las condiciones adecuadas. En otras circunstancias, no habría dudado en invitarlo a mi piso, mas ahora podría resultar delator, ya que él conocía mi finca. Sin embargo, no quise desaprovechar la ocasión y, alegando que había familiares en casa, le propuse ir a un hotel. Estando ostentosamente salido, lo aceptó encantado.
 
Una vez en la intimidad de la habitación, morbosamente me interesé en hacer inventario de las virtudes y carencias que con insistencia había oído cantar en la época del idilio frustrado. Así me pareció bastante infundado su complejo de polla pequeña, que le hacía temer que no satisficiera suficientemente a su hombre. Si no tan contundente como la de éste, superaba cualquier otra comparación. Sus tetas eran algo más pronunciadas y los pezones más salidos; se notaba que se los trabajaban bien. El vello corporal y su distribución eran casi idénticos en ambos. En cuanto al culo, lo percibía como más rotundo, cosa que me gustó. No tardé en comprobar que tenía el ojete más ensanchado, sin duda adaptado a las arremetidas del pollón que tanto había yo saboreado.
 
Nos las chupamos mutuamente, acreditando Bernardo que tenía un buen maestro en ese arte. Me lamió con ansia el culo –eso no lo solía hacer Andrés–, pero decliné su oferta de follarme. En cambio me dio todas las facilidades para que yo se lo hiciera. Se puso a cuatro patas y, para coger ánimos, me entretuve sobándole los huevos y la polla, que se mantenía tiesa, mientras con un dedo ensalivado  le hurgaba el agujero. Se removía ansioso y por fin lo fui penetrando. Inevitablemente me vino el recuerdo de otro culo con el que tenía que hacer más fuerza. Intensifiqué mis embestidas que, de momento, sólo provocaban  tenues suspiros. Pero con un fuerte bufido me hizo saber que se había corrido. También me vino a la mente la confidencia de que, al poco de follarlo, se vaciaba irremediablemente. Entonces me salí e hice que se pusiera boca arriba. Me senté en su barriga y él me acabó de masturbar, cayendo la leche entre sus tetas.
 
No hablamos para nada de nuestras circunstancias personales y él expresó su deseo de repetir el encuentro. Aunque el revolcón había sido excelente, y en parte me compensaba de la pérdida sufrida por su causa, temí que el intercambio de teléfonos que sin duda habría sido lo necesario para tal propósito, empezara a liar el asunto y se corriera el riesgo de volver a las andadas a la inversa. Algo contrariado, hubo de aceptar mi inconcreción, limitándome a esperar una nueva coincidencia.

Al cabo de poco más de un año me tropecé por la calle con Andrés. Muy contento me contó que ahora vivían juntos en una población de la costa y que más de una vez habían comentado que les gustaría poder disculparse conmigo por lo que me habían hecho pasar y agradecerme la caballerosidad con que me había comportado. Por eso se alegraba de haberme visto y aprovechaba para invitarme a comer con ellos algún día; así de paso Bernardo me conocería por fin. Me subyugó la forma en que se iban sucediendo los acontecimientos en toda esta historia y acepté la propuesta; ya se vería qué pasaba con los reconocimientos.

En la fecha escogida me presenté en el piso de la pareja con dos botellas de buen vino. Me abrió Andés y, tras un afectuoso saludo, me condujo a la sala, donde me esperaba Bernardo. Los ojos se le salían de las órbitas cuando me vio, pero mantuvo el tipo y se mostró encantado de conocerme finalmente. Como era un caluroso día de verano, ambos iban descamisados y no tardaron en sugerirme que también me desprendiera de mi camisa sudada, todo lo cual me pareció un sugestivo signo de confianza. Me enseñaron el piso, orgullosos del hogar que habían fundado, y estuvimos un rato en la terraza disfrutando de las vistas sobre la playa. No perdió ocasión  el sorprendido, en el momento en que se ausentó Andrés para traer unas bebidas, de decirme entre escamado y divertido: “Así que eras tú. ¿Y lo sabías?”. “Desde luego –le contesté–, pero puedo ser una tumba”. Me dio un achuchón justo cuando volvía Andrés. “Vaya, sí que os habéis caldo bien”, fue su comentario.

La comida –que decidieron fuera en la terraza– transcurrió muy agradablemente y ambos se esmeraban en que todo fuera de mi agrado. Me contaron que ahora trabajaban juntos y que les iba muy bien, viajando con mucha frecuencia. Acertadamente nadie hizo referencia a historias del pasado y yo les informé de que estaba iniciando una relación que me satisfacía mucho. Aunque no lo tenían por costumbre, disfrutaron con el vino que les había traído. A lo tonto a lo tonto, cayeron casi las dos botellas y eso nos fue poniendo cada vez más alegres. Ya en el café se pusieron cariñosos los dos, recayendo también algún mimo sobre mí, pero sin que pudiera interpretarse como incitación sexual. Más bien pensé que, por prudencia de uno y de otro,  se abstendrían de entrar en ese terreno.

Pasamos al despacho, donde me mostraron sus últimas adquisiciones tecnológicas: una cámara fotográfica digital de gran calidad y un ordenador último modelo. En aquel tiempo yo era todavía muy novato en materia de informática y más todavía en lo relacionado con Internet. Así que me interesaron sus explicaciones y demostraciones. Empezaron a enseñarme fotos de viajes, pero de pronto aparecieron algunas de ellos desnudos. Bernardo, que era el experto, dudó unos instantes, pero, tras un gesto de asentimiento por parte de Andrés, prosiguió la exhibición. Eran imágenes de lo más sugerentes, incluyendo erecciones y variados actos sexuales. No despegaba la vista de la pantalla, pues el conjunto de los dos en esas actitudes me tenía cautivado y, cómo no, calentado. Instintivamente me llevaba la mano al paquete, lo que no escapó a la mirada socarrona de Andrés.

La siguiente muestra tuvo que ver con la posibilidad, novedosa para mí, de chatear usando vídeo. Bernardo buscó entre sus contactos y encontró a un conocido conectado. Éste llevaba tan solo unos calzoncillos y se pusieron a tontear con lo de “si yo te enseño, tú me enseñas”. El interlocutor se anticipó desprendiéndose de su única prenda. Bernardo correspondió poniéndose en pie, bajándose a la vez pantalón y slip, y mostrando al de allá y a los de acá la polla semierecta. Fueron sólo unos segundos, pues volvió a  subirse la ropa y cortó pronto la conexión, pero la temperatura subió considerablemente en el despacho.
 
Bernardo, algo azorado pero nada arrepentido, bromeó acerca de las cosas que se acaban haciendo con Internet. Reí para rebajar la tensión, pero con la pulsión sexual a punto de estallar. También me llamaba la atención la actitud cautelosa de Andrés. Bernardo se quejó más tarde de lo que se le resentía la espalda cuando llevaba rato ante el ordenador y lamentó la poca traza de Andrés para darle masajes. Lo tomé como una indirecta liberadora y me dispuse a atenderle. Lo cogí por  los hombros e improvisé un masaje que Bernardo recibió con agrado. Como sus reacciones a mis toques eran cada vez más insinuantes, fui pasando directamente al magreo y alargaba las manos bajo sus brazos para sobarle las tetas, lo que aumentó sus expresiones de gusto. La mirada sorprendida de Andrés y su ignorancia de que el cuerpo de su amante ya me era conocido multiplicaban la excitación que me iba dominando. Pensé que tal vez le extrañaría lo fácilmente que nos estábamos compenetrando quienes en otro tiempo habíamos sido rivales por su causa. Pero también temí que, dados los antecedentes de la pareja, se pudiera desencadenar un numerito de celos, como si Bernardo buscara restregarle por las narices que ahora lo prefería a él.
 
Se despejaron mis dudas cuando, por fin, Andrés abandonó su pasividad y se colocó detrás de mí. Mientras me abrazaba e iba soltándome el cinturón, notaba el endurecimiento de sus bajos contra mi trasero. Entretanto Bernardo, sin sustraerse a mis tocamientos, se había liberado del resto de ropa y mostraba la polla en plena erección. Se levantó de la butaca y suplió a Andrés en la tarea de desnudarme. Este último aprovechó a su vez para quedarse en cueros. Ya en igualdad de condiciones, nos fundimos en un beso a tres, entrelazados y entrechocando las pollas. Como muestra de reconciliación definitiva, me agaché y se las chupé alternativamente. La verdad es que los dos juntos resultaban de lo más seductores. Entonces Bernardo me alzó e inmovilizó abrazándome por la espalda, lo que dio oportunidad a Andrés para hacerme una mamada.

Fuimos a parar al amplio sofá –probablemente el dormitorio lo considerarían recinto sagrado– y allí me encontré como en un sandwich, achuchado entre los dos. Se afanaban sobando y chupando por todo mi cuerpo. Pero las fotos que había visto hacía poco me impresionaron tanto que tenía el morbo de verlos follar en vivo. Primero me escurrí provocando que llegaran a formar un 69 muy amorosamente sincronizado. Induje después a Bernardo a que se arrodillara apoyado en los cojines del respaldo y, mientras le lamía el culo, animaba con una mano la polla de Andrés Atraje a éste hacia la posición adecuada y se empotró en su amante. Mientras bombeaba y lo arrullaba, yo me puse detrás acariciándolo. No tardó Bernardo en correrse, como ya le ocurriera en el hotel.

Me concentré entonces en tantear la raja de Andrés con mi polla, recordando viejos tiempos. Él se acomodó saliéndose de Bernardo, que se tumbó en el sofá para chupársela al compás de mi follada. A punto de vaciarme me aparte y acabé echando la leche en la cara de Bernardo. Esto excitó tanto a Andrés que se la meneó hasta llegar a imitarme. Bernardo estaba medio cegado, así que Andrés corrió para traer una toalla y limpiarlo con cariño. Me temí que el ataque coordinado hubiera herido el amor propio de Bernardo, pero no se alteró la armonía reinante y todos nos reímos del desenlace.
 
Cínicamente recalqué que me había encantado conocer por fin a Bernardo y les agradecí la acogida que me habían dispensado y la grata sorpresa de que hubieran compartido hasta ese punto conmigo su intimidad. Ellos por su parte puntualizaron que no habían premeditado lo sucedido, pero que el clima de confianza que se había ido creando hizo que todo fuera rodado.

Al marcharme pensé en la de disgustos que nos habríamos ahorrado si el conflicto lo hubiéramos resuelto en su momento  como habíamos hecho hoy. De todos modos, había tenido mi desquite y, pese a la frase de que la venganza se sirve en frío, en mi caso había llegado a ser bastante caliente. Me queda además el recuerdo de las fotos que, en un descuido, copié en un vulgar disquete.

No hay comentarios:

Publicar un comentario