lunes, 7 de febrero de 2011

Entrar en la obra y salir trasquilado

Las relaciones de vecindad dan mucho juego, aunque a veces lo ponen a uno en situaciones comprometidas. Una de éstas tuvo lugar a raíz de las obras de remodelación en un local comercial, no muy grande pero con bastante fondo, a pocos metros de mi casa. Los trabajos venían durando muchos meses, aunque de forma ininterrumpida, y me intrigaba el tipo de negocio al que irían destinados. MI interés se acrecentó cuando, llegados los calores y justo a la hora en que yo pasaba por delante para ir a comer a un restaurante cercano, encontraba cada día a los operarios sentados o medio tumbados en la entrada apurando el descanso tras su almuerzo. Unas veces eran varios, que charlaban y miraban a los transeúntes, pero con frecuencia veía solo dos. En estos casos me fijaba más, e incluso aflojaba el paso. Uno de ellos, gordote y basto, solía estar sentado en el escalón, tumbado completamente hacia atrás y con los brazos estirados, dormitando al parecer. Despatarrado con sus pantalones cortos y la camisa abierta, exhibía un cuerpo recio y peludo que no dejaba de excitarme. El otro, sentado de forma más discreta con la espalda apoyada en el quicio de la puerta, presentaba características muy similares en cuando a indumentaria y apariencia física, y parecía velar el reposo de su compañero. No dejaban de ser una buena distracción para la canícula.


Pero los acontecimientos se iban a enredar de una forma rocambolesca. Necesitado de unos trabajos de lampistería, unos vecinos de mi escalera me recomendaron a un tal Jacinto, eficiente y rápido, que podría encontrar, casualmente, en la obra cercana. Con ese motivo, un día pasé un poco más pronto y no vi a nadie, aunque estaba todo abierto. Supuse que estarían comiendo. Me picó la curiosidad y entré. Así podría obtener alguna pista sobre el destino del local y, si me tropezaba con alguien, preguntar por Jacinto. Con precaución avancé hacia el interior y de repente oí unas voces que susurraban. Por el tono temí interrumpir algo y, para cerciorarme, me oculté tras unos tablones apoyados en la pared. Al poco, a través de una rendija, vi a los dos sujetos en los que tanto me había fijado en una actitud de lo más íntima. Abrazados se besaban apasionadamente con los pantalones bajados. A lo excitante de la escena se sobrepuso en mí el pánico por la situación tan embarazosa en que me había metido. Ajenos a mi espionaje, se sobaban uno al otro las pollas, que podía ver gordas y crecidas. El más exhibicionista separaba los muslos para que el amante le metiera mano por la entrepierna, quien acabó agachándose y haciéndole una mamada. Cambiaron las posiciones y el turno de chupadas. El primero se dio entonces la vuelta y se inclinó sobre un bidón, lo que llevó consigo que el segundo se pusiera a comerle el culo con ansía evidente. Luego se incorporó y tras meneársela un poco le clavó la verga, con un suspiro del receptor. Empezaba a bombear cuando, en mi nerviosismo, rocé una tabla que cayó al suelo. Cortaron la follada, se subieron precipitadamente los pantalones y miraron hacia donde estaba yo. No les fue difícil encontrarme allí agazapado. Antes de que reaccionaran, me precipité a farfullar la poco convincente excusa de que buscaba a Jacinto y que, al verlos, no me había atrevido a interrumpir. Su indignación se combinó con el sarcasmo, y uno de ellos dijo: “¡Vaya! Si es el tipo que cada día nos come con la vista. Y ahora se esconde para meneársela mientras nos espía”. Entonces uno me sujetó entre sus brazos y otro me bajó pantalón y calzoncillo. Me cogió la polla, que se había arrugado como una pasa, y comentó:”Mira lo mojada que la tiene”. Me quedé inmóvil, consciente de que cualquier gesto de defensa sería contraproducente. Al fin me soltaron y me arrinconaron para frustrar mis intentos de fuga. Y sentenciaron alternándose: “Ya que nos has cortado la diversión tendrás que volver a ponernos contentos”. “Eso, nos lo vas a comer todo por delante y por detrás”. “Y te vas a tragar toda nuestra leche para que te quedes a gusto”. Se volvieron a bajar los pantalones y me forzaron a caer de rodillas. Se juntaron entrelazados por la espalda y tuve un primer plano de ambas pollas, gordas aunque ahora en tregua, que sobresalían entre la pelambre de sus cuerpos y descasaban sobre unos huevos poderosos. Dentro de la gravedad de la situación, pensé que el castigo no iba a resultar tan desagradable como pensaba.

Eran más retorcidos de lo que parecía porque, cuando me disponía a acometer la penitencia, me cortaron: “Mejor que antes se haga una paja y así complete lo que hacía espiándonos. Luego podrá concentrarse más”. Intenté darles larga alegando que ahora me iba a ser difícil ponerme a tono. Insistieron: “A escondidas bien que te ponías burro. Pues ahora lo terminas a la vista”. Me hicieron incorporar y apoyar la espalda en un tablón inclinado. “¡Hala!, y no tardes”. Ellos siguieron en la misma posición, pero se besaban de medio lado y se sobaban los culos. Como en efecto me costaba levantarla, se apiadaron: “Pobrecico, está cagao. Anda, acércate y te ayudamos”. Mansamente me puse a su alcance y sus toques, apretando el paquete y restregando la polla, tuvieron un efecto balsámico. Ya la tenía más recia. “¡Hala, a terminar!”, fue su orden. Con el estímulo recibido y la visión de sus pollas, que se habían puesto morcillonas, pude avanzar el proceso y me alivió el chorro de leche que por fin dejé escapar. “Anda, chúpate la mano como aperitivo y vente pacá”. Obedecí y volví a arrodillarme ante los dos monumentos. Estaba más relajado y dispuesto a que quedaran satisfechos. La verdad es que no soy ni mucho menos un principiante, salvo por lo extraordinario del suceso que estaba viviendo.

Me afiancé sobre el suelo y escogí al que más provocador me había parecido siempre. Llevé la cara bajo su polla y le lamí los huevos. El instrumento se le iba consolidando y yo tampoco desatendía al otro, pues a la vez le manoseaba sus joyas. Tomé la polla del primero, bajé la piel que seguía cerrada a pesar de que el empalme era ya completo y liberé el capullo. Lo lamí y el sabor agrio no me detuvo. Lugo lo fui metiendo en la boca, bien abierta por las dimensiones del chupete, hasta tragar lo más posible. Cuando empezaba a  hacerlo salir y entrar, ajustando los labios a su contorno, una mano me sujetó la cabeza y la desplazó frente a la segunda polla; ésta descapullada y ya bien tiesa, no tan gruesa pero algo más larga. No descuidé el preliminar de los huevos y cuando pasé a chupar la verga, recordé que hacía poco había estado dentro del culo del compañero. “No lo hace mal el mirón”, fue el veredicto. “Y ahora a comer culos”.


Se quitaron las camisas para que no estorbaran, se dieron la vuelta y, con los muslos separados, se apoyaron sobre la barra de un andamio, dejando los culos bien salientes. Desde luego a cual más magnífico. No me costó pasar a la acción, acariciándolos, estrujándolos y peinando el vello que los poblaba. Pronto llegó la orden: “Come ya, que no tenemos todo el día”. Me concentré pues en las rajas pasándoles los dedos y mojándolas con saliva. “¿Para qué tienes la boquita, cabrón?”. Entonces me fui alternando para abrirlas bien, mordisquearlas y repasar con la lengua. Apuntaba a los agujeros y aumentaba las lamidas; ambos se removían para darme facilidades. El follador frustrado dijo entonces: “Pónmelo a punto, que no quiero quedarme con las ganas por tu culpa”.  Me centré entonces en el culo del que había resultado follado a medias, redoblando el chupeteo y metiendo el dedo en el agujero para abrirlo, aunque no parecía muy necesario dada su anchura natural. También me animó saber que iban a apañarse entre ellos, pues la idea de que quisieran un fin de fiesta pasándome por la piedra me daba pánico.


Hubo cambio de posiciones. El que iba a recibir se afianzó más sobre la barra y resaltó el culo. Antes de ponerse detrás, el otro primero me presentó su polla para que se la afirmara con unas mamadas. Lugo hizo que me pusiera bajo la barra para que alcanzara con la boca la polla de su colega. Casi me atraganto por el impulso que recibí cuando se la clavaron por detrás. Apenas tuve que mover la boca porque la polla iba entrando y saliendo por sí misma al ritmo de los envites que recibía su culo. Me cogió por sorpresa el derrame que me vino a la boca, acompañado de un berrido que debió oírse en la calle. Casi no había terminado de engullir la espesa lechada  ni normalizado la respiración, cuando el de atrás, con una rápida sacada de polla, me la apuntó a la cara y me la chorreó de leche caliente. “No lo quiero dejar preñado”, ironizó.

Recuperaron pantalones y camisas. “Anda, vete, que aún tenemos que currar”. Me subí las prendas que ridículamente no habían pasado de mis tobillos y me encaminé sigiloso a la calle. Todavía oí de lejos: “¡Ah! Ya le diremos a Jacinto que lo buscabas”. Estaba feliz por el desenlace incruento del atolladero en el que imprudentemente me había metido. Por otra parte, lo que empecé con miedo a la venganza había acabado siendo una experiencia excitante. En realidad, más que castigarme habían compartido conmigo su disfrute.

Seguí pasando muchas veces por delante del local en obras y, si estaban ellos en la entrada, miraba de reojo y sólo captaba alguna sonrisa socarrona. Fantaseaba con los polvazos que seguirían echando. 

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