jueves, 17 de febrero de 2011

El párroco

Una tarde estaba dando una vuelta por una librería del centro de la ciudad y mi atención se detuvo en un hombre que me pareció particularmente interesante. Como se hallaba absorto en el libro que ojeaba, pude observarlo sin especial disimulo. Representaba ser algo más joven que yo, pero bastante más grueso. La camisa de verano y los pantalones claros hacían destacar un vientre prominente que le nacía por debajo de sus pechos bien marcados. El cabello abundante y la barba cerrada, aunque pulcramente afeitada, se correspondían con el vello de sus recios brazos. Pese a resultarme desconocido, no dejaba de encontrarle cierto aire familiar. El caso es que, tal vez porque llegó a sentirse observado, se quitó las gafas con las que leía  y me miró a su vez. Estuve a punto de dar un giro azorado, pero entonces él fue directamente hacia mí y llamándome por mi nombre, me preguntó si no lo reconocía.  Resultó ser un compañero de la ya lejana época universitaria, pero su aspecto físico había cambiado tanto que él mismo se rió al comprender mi despiste. Efectivamente lo recordaba como un tipo más bien escuálido con el que no había tenido mucha relación. No obstante, con lo atractivo que lo encontraba ahora, no me costó nada manifestar mi alegría por el reencuentro.

Nos pusimos a charlar de aquellos tiempos y pronto pasamos a los avatares personales. Me contó que se había hecho sacerdote y había pasado mucho tiempo por Sudamérica; ahora estaba de párroco en un pueblo cercano y llevaba una vida más tranquila. Me preguntó si yo había formado una familia y, al decirle que seguía soltero y sin compromiso, esbozó una sonrisa, cuyo significado no calibré en aquel momento. Me pidió que fuera a visitarlo algún día, lo que acepté de buen grado, pues, aunque no imaginé que pudiéramos llegar a mayor intimidad, el atractivo de su presencia me compensaba.

Me costó encontrar su casa, que se hallaba en las afueras del pueblo, y cuando por fin llegué, estaba bastante acalorado. Toque el timbre de la puerta, pero nadie me contestaba. Después de insistir decidí regresar. aunque con el calor que estaba haciendo resolví esperar y descansar un poco. Afortunadamente, a escasos minutos, apareció desde la parte trasera de la casa, sudoroso y agitado, disculpándose porque se le había ido el santo al cielo arreglando unas cosas en el huerto. Más calmado, me saludó afectuosamente y me invitó a pasar a la casa.

En el interior se estaba fresco; trajo unas cervezas y nos sentamos en la sala. Mientras charlábamos, frente a frente hundidos en sendos sillones, la visión de aquel hombre desde mi posición era excitante. Sus piernas abiertas dejaban ver el bulto que le provocaba sus genitales en el pantalón; por encima su camisa a medio desabrochar y su camiseta sudada que marcaba sus senos y dejaba entrever parte de su pecho peludo.
 
Después de haber charlado un rato me dijo si no me importaba que tomara una ducha, pues se sentía sucio por sus trabajos en el huerto. “¡Claro que no…!”, contesté con cierto revuelo de tripas. Se levantó y se dirigió hacia su habitación. Después de escuchar algunos movimientos en ella vi que se dirigía vestido pero descalzo y con toallas hacia el baño. Enseguida escuché cómo se abría la ducha. No había cerrado la puerta, así que, aunque no lo podía ver directamente, si sentía cuando se desvestía, el golpear de la hebilla de su cinturón contra el suelo... De pronto me llamó y me dijo si podía hacerle el favor de coger su ropa y dejarla sobre una silla, asomando su mano y las prendas por la puerta. Con palpitaciones y casi temblando, sin que él llegara a verme, me acerqué hasta la puerta y tome sus ropas. La excitación me sobrepasaba, con sus pantalones, su ropa interior y su camisa en las manos, sin decidirme a soltarlos, mientras escuchaba el agua que lo golpeaba y algunas muestras de satisfacción que esbozaba mientras se duchaba. Me lo imaginaba allí desnudo  a un paso mío, pero inalcanzable.
 
Al momento siguiente escuché como cerraba los grifos, de modo me senté de nuevo y decidí que debía relajarme. Pero fue casi imposible, porque había salido del baño con una toalla atada a la cintura mientras que con otra se secaba la cabeza y el pecho. Yo traté de no mirar demasiado. Pero se colocó frente a mí y me dijo: “No sabes qué buena estaba la ducha” Sólo me salió una sonrisa nerviosa. Seguía secándose; sin quitar la toalla de la cintura, la metía entre sus genitales y sus piernas. “Ven, que seguiremos charlando”, dijo señalándome su habitación. Me levanté y lo seguí con flojera de piernas.
 
Al entrar a la habitación el se sentó en un lado de la cama, con la toalla todavía en su cintura, Me invitó a sentarme en una butaca baja justo enfrente de él y con la otra toalla empezó a secarse los pies. Me quede paralizado ante la vista de sus tetas peludas que reposaban sobre la barriga y de las fugaces aberturas de la toalla al levantar las piernas para frotarlas. Solo podía emitir monosílabos en seguimiento de la charla que él mantenía con toda naturalidad.
 
De pronto se levantó y dejó caer la toalla de la cintura. Comenzó a secarse desnudo las partes que le quedaban de su cuerpo mojado. Mi excitación llegó a ser extrema ante la desinhibición que mostraba frente a mí. En ese momento deseé que se me acercara así desnudo para poder al fin tocarlo. Pero se dio la vuelta dejando las toallas en el suelo, de manera que mi vista se clavó en su bien formado culo. Fue cuando dijo: “Espero que no te molesten estas confianzas. Yo estoy acostumbrado y supongo que tú también a estas alturas”. ¿Era un globo sonda o una descarada incitación? En un tono que intenté resultara jocoso contesté: “Desde luego el clero ya no es lo que era”. Se rió y comenzó a caminar por la habitación totalmente en cueros. Buscó en un cajón su ropa interior y la apoyo sobre los pies de la cama, mientras que yo no apartaba la vista de su pene corto y grueso entre los pelos púbicos y su culo bien hermoso. Era evidente que prolongaba deliberadamente su exhibición.
 
“Ven”, me dijo haciéndome señas para que me sentara a su lado en la cama. Me levanté como un autómata y quedé junto a él, rozándose nuestras piernas. “¿Me pasas los calcetines?”, pidió. Se los di y, al tiempo que comentaba: “Estás muy acalorado”, me tocó acariciándome el pecho. Asentí con la cabeza, ya que casi no podía hablar. “Pásame los calzoncillos”, oí. Así lo hice y se levantó, se apoyó en mi hombro, levanto una pierna y la pasó por un pernil, con el pene y la barriga a la altura de mi boca. “Ahora la otra pierna”. Entonces me agaché y lo ayudé rozando su vello en el trayecto. Era  todo deseo y confusión. Si iba a seguir vistiéndose sin más, ¿cómo interpretar todo lo que estaba sucediendo?
 
Porque tranquilamente (al menos en apariencia) se estaba poniendo el pantalón; subió la cremallera y ajustó el cinturón recolocando su prominente barriga. Yo seguía de pie muy cerca resistiendo la tentación de abalanzarme de una vez. Pero él cogió la camiseta estampada que había quedado sobre la cama e introdujo cabeza y brazos. Como le quedaba algo ajustada se había enrollado en la espalda; ya no esperé instrucciones para írsela bajando y sentir su piel velluda y el calor que desprendía. Me dio unas gracias socarronas y volvió a sentarse en la cama para ponerse los zapatos. Entre resoplidos por la dificultad que su barriga añadía a la operación, alzó la mirada justo al nivel de mi bragueta. Porque yo, que había quedado de pie frente a él sumido en una marea de emociones, no me había percatado de un detalle que, en cambio, no se le escapó. En mi pantalón claro se había formado una manchita húmeda. “Mira lo que tienes ahí”, dijo, y acercó un dedo que pasó sobre la mancha, presionando levemente la dureza que desde hacía rato tensaba el tejido. Para superar la flaqueza de mis piernas volví a sentarme a su lado. Entonces metió una mano entre mis piernas y palpó con suavidad; con la otra mano me acariciaba la barriga subiendo hacia mi pecho. Yo emití un suspiro de placer porque mi excitación era ya casi insoportable. Entonces él, mirándome sonriente, exclamó: “No sabes qué alivio. Estaba a punto de pensar que mis trucos fallaban contigo. Ya solo me habría faltado ponerme una casulla”. Más relajado, aunque no menos asombrado por lo retorcido de su táctica, respondí burlón: “Pues eso último no habría estado nada mal”.

Me echó hacia atrás en la cama y desabrochó mi camisa. Mientras soltaba el cinturón iba repasando con la lengua mi vientre y mi pecho; me lamió las tetillas y subió hasta alcanzar mi boca para meter la lengua carnosa. Me deshice ya de la camisa y me volví sobre él. Le levanté la camiseta y restregué la cara por su barriga peluda. Apretujé sus tetas y mordisqueé los pezones bien duros. Al ir a quitarle del todo la camiseta, urdí una pequeña venganza: agarré la tela de forma que quedaran sus brazos trabados en alto y la cara tapada. Con la mano libre y la boca pellizqué y mordí a placer; le lamía los sobacos haciéndole cosquillas. Él resoplaba y gemía hasta que lo liberé y saqué del todo la camiseta. Me apoderé de su cara, que besé y lamí con intensidad, metiendo en su boca mi lengua y buscando la suya. Sentado a horcajadas sobre sus muslos quería mostrarle que, pese a mi pacato comportamiento anterior, de pusilánime no tenía nada y a lanzado no me iba a ganar. Eran muchas las ganas que me había provocado.
 
A través de los tejidos notaba en mis glúteos la dureza que iba adquiriendo su pene. Me empujó para ponerme derecho y me bajó de un tirón pantalón y calzoncillos; cogió mi polla tiesa y frotó el juguillo acumulado por ella y por los huevos; luego se limpió las manos sobre su barriga. Quiso liberarse de mi presión, pero forcé que siguiera tumbado y me deslicé hasta caer de rodillas arrastrando pantalón y calzoncillos. Por fin tenía a mi disposición el ya conocido pene, pero ahora con una preciosa erección sobre los gordos huevos que resaltaban entre sus muslos. Empecé a pasar la lengua por el capullo mientras que con la mano bajaba del todo la piel, disfrutando de su grosor y dureza; demoraba también así lo que, por los latidos que percibía, su poseedor estaba anhelando. La engullí por fin y las intensas succiones lo hacían patalear. Como la trabazón de los pantalones arrollados en los tobillos dotaba de una cierta impotencia cómica su agitación, lo liberé del todo, incluidos los calcetines, y le subí los pies sobre la cama. Así tenía a mi disposición no solo el esplendor de sus muslos sino también esa zona que tanto me excita y que va de los testículos hasta comenzar la raja del culo. Lamí y chupé todo ello intensamente separándole las rodillas y él daba manotazos a los lados de la cama con gran excitación. Pero, bien porque temía que desbordara su placer en aquel momento, bien por un cierto amor propio herido ante el papel dominante que inesperadamente para él yo había asumido, le dio un vuelco a la situación.
 
Tomándome de los brazos me hizo subir a la cama y, mientras yo recuperaba el equilibrio, me despojó de la ropa que aún me quedaba. Todo muy rápido me tumbó y, dándose la vuelta, se puso a horcajadas sobre mi cara. No pude menos que estirar la lengua para lamer los bordes de la raja y separarlos con las manos para alcanzar el agujero. Él se removía con deleite agarrado a mi polla como si de una palanca se tratara. De pronto mis ojos quedaron tapados por los huevos desplazados al inclinarse él y aplastarme con su barriga. Ahora mi polla había sido tragada por su boca jugosa, que mantenía cerrada haciendo círculos con la lengua. Sin soltarse se removió para atinar con su polla en mi boca, dando paso a un mete y saca acompasado en ambos sentidos. Yo disfrutaba recibiendo sus embestidas al tiempo que le manoseaba el culo, pero, a causa de la virtuosidad de su mamada, el ardor que me hacía sentir se hallaba a punto de ebullición. Casi estaba dispuesto a dejarme ir, pero él, captando tal vez mi estado, detuvo el bombeo y pasó a lametones más suaves por polla y huevos. También liberó mi boca y se desplazó hasta colocarse a mi lado. En este lapso de reposo, me reí internamente de la imagen ambigua del curita provocador paseándose en pelotas por la habitación. Ya no éramos más que dos tíos maduros retozando con todas las ganas.

Nos besábamos y acariciábamos, entrelazando brazos y piernas. Aunque estaba claro que éste no eran el final, puesto que los dos nos habíamos contenido, no dejaba de preguntarme qué vendría después, o más bien –como suele ocurrir en los encuentros en que no se conocen las apetencias del contrario– qué se esperaría de mí. Así que aguardé a que él tomara la iniciativa. No tardó en decidirse, puesto que, arrodillándose en la cama, abrió un cajón de la mesilla y sacó unos condones, un frasco de lubricante y un vibrador. Sin despejar ninguna incógnita los dejó a un lado, y se puso a chupar y manosear mi polla como queriéndola poner a punto. Acto seguido me hizo poner también de rodillas, se giró a cuatro patas, separó un poco las piernas y me ofreció decididamente su culo. Aunque ese gesto aumentó considerablemente mi excitación, me propuse dejar las prisas a un lado y disfrutar de la oferta. Empecé sobando y mordisqueando el orondo culo, y luego extendí lubricante por toda su superficie; mis masajes se ampliaban a los muslos y a lo que colgaba entre ellos; su polla resbalaba bien dura entre mis dedos. Con una nueva dosis me afané con la raja hasta que mis dedos dejaron dilatado el agujero. Los murmullos expresaban el gusto que le daba. Cogí el vibrador y lo puse en marcha. Primero repasé toda la superficie a mi disposición e hice entrechocar huevos y polla. Por fin se lo fui metiendo suavemente; lo hacía girar y lo encendía y apagaba. Se estremecía y resoplaba hasta que me dijo: “Déjalo metido funcionando y ven aquí”. Como mi polla quedó a la altura de su cara la metió en su boca y la chupó como si eso calmara sus ardores. Cuando me tenía a punto de explotar casi gritó: “Ven atrás y acaba conmigo”. Obediente me puse con rapidez un condón dispuesto a sustituir el vibrador por mi polla. Entró toda a la primera sin ninguna dificultad, así que lo fui follando acompasadamente agarrado a sus costados para hacer más fuerza. Alguna vez bajé una mano para tantear su polla que mantenía toda su dureza. Él me alentaba con gruñidos e imprecaciones; parecía insaciable. Se me ocurrió coger el vibrador y tratar de meterlo junto con mi polla. Él se estremeció aunque sin protestas, así que seguí empujando en paralelo y activé el aparato. Las vibraciones sobre mi polla atrapada erizaron la piel de todo mi cuerpo. Pero el efecto fue aún más contundente en el follado: a los gemidos de placer fueron añadiéndose espasmos cada vez más fuertes que culminaron en un grito tal que me hizo parar. Mirando desde un lado pude ver el líquido lechoso que se extendía sobre el edredón. Busqué con la mano y toqué una polla aún dura pringosa de semen. Él se desplomó boca abajo y yo también caí sobre su espalda dejando que mi polla y el vibrador resbalaran hacia fuera.
 
A continuación tuvo una reacción encantadora. Una vez recolocados el uno junto al otro, con una expresión de satisfacción me agradeció el increíble orgasmo que le había conseguido provocar. Entonces se fijó en el condón que seguía en su sitio y estirándolo comprobó que estaba vacío. Cariñosamente exclamó: “Pobrecito mío, venga a hacerme disfrutar y todavía así. Pero ahora mismo le vamos a poner remedio”. La verdad es que me lo había pasado tan bien que las ganas de correrme habían quedado en un segundo plano. Pero sus palabras reavivaron mi deseo y gustosamente me puse a su disposición.

Con gran delicadeza hizo que me estirara a lo largo de la cama y echándose lubricante en las manos me fue masajeando sabiamente por todo el cuerpo. Avivaba los puntos más sensibles y me sumía en un profundo bienestar. Tardaba en llegar hasta mi sexo, pero cuando lo hizo se afanó con una gran maestría. Con leves chupadas y pases de manos mi excitación subía a oleadas. Deseaba que aquello no acabara nunca. Pero instintivamente bajé una mano para aliviarme ya de la tensión; me la apartó y siguió trabajándome con decisión. Una corriente eléctrica se extendió por todo mi cuerpo y sacudió mi polla. El semen fue brotando y él lo recogía con sus manos y lo extendía por mi vientre.

Lo atraje hacia mí y nos besamos dulcemente. Fui bajándome hasta alcanzar su polla con mi boca y, mientras notaba cómo crecía, el sopor pudo conmigo. No sé cuánto tiempo estuve transpuesto, pero al abrir los ojos tenía la cabeza sobre su vientre y él me acariciaba con suavidad. Mi boca volvió a buscar su polla cercana y ya más activamente se la mamé con deleite hasta que levantándose se masturbó vaciándose sobre mi pecho.

Esa noche la pasé por primera vez en casa de un párroco.

1 comentario:

  1. Ay mi Dios que manera de rezar !!!! con toda la leche que me brota sola !!!!

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